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Anne-Marie O’Connor La dama de oro La historia extraordinaria del Retrato de Adele Bloch-Bauer, obra maestra de Gustav Klimt Traducción de Hipatia Argüero Mendoza

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Anne-Marie O’ConnorLa dama de oroLa historia extraordinaria del Retrato de Adele Bloch-Bauer, obra maestra de Gustav Klimt

Traducción de Hipatia Argüero Mendoza

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Prólogo

El palacio Belvedere del príncipe Eugenio, héroe de guerra, parecía el escenario de un cuento de hadas la mañana de invierno de 2006 en que un joven abogado de Los Ángeles, con un largo abrigo negro y semblante habituado a la impaciencia, recorrió con esfuerzo sus jardines nevados para reclamar una pintura por la que había lucha-do durante años.

El hombre solitario avanzó a zancadas bordeando el estanque congelado del palacio imperial. El hielo se aferraba a las esfinges monumentales, erguidas como centinelas para marcar el camino. Su cabello petrificado en remolinos delineaba sus rostros de belle-za salvaje, sus pechos desnudos entre los adornos colgantes de la armadura. De sus ojos irradiaba una mirada intensa, satisfecha por sus conquistas.

El abogado era Randol Schoenberg, nieto de un reconocido compositor vienés que había huido durante el ascenso de Hitler. El retorno de este heredero pródigo era todo menos bienvenido. La pintura que Schoenberg buscaba era una obra maestra de oro brillante, pintada un siglo antes por el artista sacrílego Gustav Klimt. Se trataba del retrato de una de las grandes bellezas de la alta sociedad vienesa, Adele Bloch-Bauer.

Tanto el artista como la modelo habían muerto hacía mucho tiempo, pero la gente aún disfrutaba especulando sobre sus amo-ríos. Su colaboración artística produjo uno de los retratos más importantes de la era moderna. Los austriacos incluso se referían al cuadro como su Mona Lisa.

Schoenberg se detuvo ante las puertas para remover la nieve de sus botas, ahora el palacio albergaba la Galería Austriaca, el principal museo de arte de la nación, aunque todavía conservaba el nombre que le había otorgado el príncipe Eugenio, quien lo

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llamaba su Belvedere, o «bella vista». Los turcos habían sitiado Viena desde esta colina durante el último gran enfrentamiento entre Oriente y Occidente, y el elevado tejado verde del Belvedere emulaba sus vaporosas carpas.

En la distancia, la catedral de San Esteban se alzaba hasta los cielos, su mano extendida para alcanzar el amor divino. Sus majes-tuosas columnas ennegrecidas se levantaban sobre el sitio de una fosa antigua que los emperadores romanos habían construido sobre las ruinas de un asentamiento celta.

Ante ella se extendía el corazón primigenio de Viena.Desde arriba, tras el pretil del palacio, dioses y diosas observa-

ban a Schoenberg. Los querubines lanzaban miradas traviesas, tan caprichosas

como el amor mismo. Un grupo de turistas japoneses se había plantado afuera y tiritaba en espera de la hora de apertura. Schoen-berg pasó ante ellos con prisa.

Un patriarca de pelo cano y abrigo gris interrumpió su cami-nata mañanera para mirarlo fijamente: era ese abogado estadouni-dense de los periódicos y la televisión.

«¡Schoenberg!», le siseó el austriaco a su esposa, e intercambia-ron una mirada fría. Schoenberg, el hombre que quería llevarse el retrato dorado de Austria.

Dentro, el director de la Galería Austriaca, Gerbert Frodl, recibió a Schoenberg con indiferente formalidad. Frodl era un hombre alto con ojos atentos y débil sonrisa. Schoenberg era la última persona que Frodl, o Austria, quería ver. Pero el director era suficientemente astuto como para saber que lo mejor sería tratar al nieto del compo-sitor con cortesía. Hacerlo enfadar solo empeoraría las cosas.

Durante años, los funcionarios austriacos habían obstaculizado sus esfuerzos. Ahora Frodl se veía obligado a mostrarle el camino hacia pinturas preciadas, como el guía de un museo. Frodl dejó a Schoenberg en manos de una funcionaria de pocas palabras que lo condujo a un ascensor de vidrio y presionó un botón. Descen-dieron en silencio. El ascensor se detuvo con un crujido en las

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profundidades del museo. Schoenberg siguió a la administradora a través de un laberinto de pasadizos oscuros, el eco de sus pasos retumbaba tras ellos. Schoenberg se preguntó: ¿qué lugar es este?

Sabía que sería mejor no preguntar. La respuesta podría no ser tan inocente. Un búnker así no se construye para los cuentos de hadas.

La administradora finalmente abrió una pesada puerta para revelar una cámara extraña, tan inmensa y fortificada como un refugio diseñado para esperar el fin del mundo. La administrado-ra no se molestó en ofrecer una explicación sobre el lugar, cuyas paredes colosales, construidas durante la Segunda Guerra Mun-dial, habían sido lo suficientemente sólidas como para soportar un bombardeo aéreo.

Como muchas cosas y muchas personas en Austria, el búnker subterráneo del Belvedere poseía un misterioso origen. Los comi-sarios del museo susurraban, sin creérselo, que se había construido para ser el último refugio de Hitler. Sin embargo, no había una explicación oficial.

El búnker ahora acogía los tesoros artísticos de Europa Central. Parte de las obras aquí almacenadas habían sido «recolectadas» por los nazis, es decir, habían sido robadas o arrebatadas para obte-ner el rescate de alguna familia de judíos acomodados, que luego serían humillados, trasquilados y finalmente sacados a la fuerza de Viena. Si optaban por quedarse, se enfrentarían a un destino mucho más oscuro.

Los austriacos viejos deseaban olvidar aquellos desagradables momentos. En particular los funcionarios del museo, que no tenían ningún incentivo para sumergirse entre los papeles amarillentos de su propia institución con el fin de encontrar cartas de oficiales nazis y probar que tal o cual pintura no pertenecía a sus paredes. No les gustaba recordar que sus compañeros historiadores del arte, mentores o incluso parientes, habían comisariado arte para Hit-ler. Resultaba increíble que ahora hubieran llegado a este punto: Schoenberg iba a poner sus garras sobre los tesoros nacionales más preciados, como Napoleón.

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La administradora condujo a Schoenberg al interior de la bóve-da sombría. Parpadeó para que sus ojos se ajustaran a la tenue luz. Frente a él se desplegaba una vista sorprendente. Repisa tras repisa de pinturas revestían las paredes. Siglos de obras de arte que alguna vez habían adornado monasterios, palacios, grandes apartamentos y casonas de campo.

La administradora caminó silenciosa a través de las hileras de marcos dorados y se detuvo con firmeza. Aquí, dijo decidida.

Schoenberg tomó la primera pintura del estante y la luz hizo bri-llar su reluciente superficie. Ahí estaba la obra maestra por la que tan-to había luchado. Miró fascinado el rostro de Adele flotando en una niebla de oro, tan pálida y sensual como una estrella del cine mudo.

Durante ocho años, Schoenberg había argumentado que esta pintura no le pertenecía a Austria. La mayoría de la gente a estas alturas ya se hubiera dado por vencida, pero Schoenberg tenía una clienta extraordinaria, cuya obstinación solo era comparable con la propia. Una mujer retirada de noventa años, dueña de una tienda de vestidos, con un encanto cautivador; tan digna y sosegada como la debutante vienesa cuidadosamente cultivada que alguna vez fue. Esta otrora belleza de Viena, Maria Bloch-Bauer Altmann, era la última conexión viva con su tía Adele, la musa, y quizá mucho más, de Gustav Klimt.

La voluntad de Maria Altmann era inagotable, pero su tiempo no. Nunca antes una pequeña anciana judía radicada en Los Ánge-les le había causado tantos problemas a Austria.

Schoenberg no era el primer abogado que sostenía esta disputada joya entre sus manos. Medio siglo antes, un abogado nazi, cono-cido por su arrogancia y sus trajes a medida, giró la llave del palais de Adele Bloch-Bauer en Elisabethstrasse.

El gobierno de Viena estaba en manos de un hijo natal: Adolf Hitler. El abogado, Erich Führer, gozaba los beneficios de esta oleada de triunfos. Incluso su nombre era una aciaga casualidad. Führer sentía orgullo de su rostro severo y cortante, y de la larga

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cicatriz que cruzaba su mejilla anunciando su pertenencia a la fraternidad de esgrima de una universidad antisemita de élite.

Führer provenía de una «buena familia»; pero cuando abrió la imponente puerta de madera del palais Bloch-Bauer, no parecía más que un matón trajeado. Disfrutaba con esta pose que, al igual que Hitler, estaba muy en boga en ese momento.

El palais Bloch-Bauer, de cuatro pisos, estaba muy cerca de Ringstrasse, llamada «el anillo», la amplia avenida que formaba un círculo alrededor de la ciudad, construida después de 1857, cuando Viena comenzó a derrumbar las enormes murallas que habían mantenido fuera a los turcos. Se otorgó permiso a barones judíos como Rothschild y Schey para construir mansiones, que los vie-neses llamaron palais, sobre el anillo de tierra deshabitada que las almenas habían ocupado. Esta avenida, Ringstrasse, se convirtió en el hogar de la nueva élite, conocida como «la segunda sociedad».

Ahora las deslumbrantes familias judías como los Bloch-Bauer habían desaparecido. El salón estaba en silencio. Las cortinas cubrían las ventanas largas con vista a la Schillerplatz y a la esta-tua, adornada con guirnaldas de rosas doradas, del poeta Friedrich Schiller, adorado por la Oda a la alegría, su «beso para el mundo entero». Desde las alturas de la Academia de Bellas Artes de Viena al otro lado de la plaza, los ángeles contemplaban la casa con timi-dez. El palais de Elisabethstrasse fue testigo una vez del humillante rechazo al joven Hitler por parte de la academia, cuando era un estudiante de arte sin un céntimo.

Negarle algo a Hitler en Viena, ahora, era inconcebible.Führer caminó sobre las alfombras persas coloreadas con tonos

de piedras preciosas hasta alcanzar la habitación de Adele Bloch-Bauer, la difunta esposa del hombre al que habían obligado a huir de esta mansión. Había fallecido años atrás, pero había flores en un jarrón de la mesa, tan marchitas y secas que se desmoronaban al tacto. Junto a ellas había una fotografía de un hombre sonriente de facciones osunas con un gatito blanco y negro entre sus brazos.

Klimt.

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¿Qué veían en él las mujeres?Führer se adentró más en la habitación sombría y helada. Luego

divisó su presa. Se paró frente a ella y la contempló por un momen-to: el retrato que había deslumbrado a la Viena de principios de siglo. Una pintura con la floritura de Mozart, pero producto de la emergente era de la psique freudiana. En esta pintura el refulgente pasado de Viena colisionaba con su presente fratricida.

Ahora encontraría su futuro.Führer sabía que el trabajo de Klimt no se adecuaba por com-

pleto a los gustos nazis. Hitler sentía una gran aversión hacia los modernistas y Klimt había sido un conocido «judeófilo». No obs-tante, sus retratos de damas de sociedad eran sinónimo del glamour vienés. El hecho de que la mujer de la pintura dorada fuera judía era inconveniente, pero no insalvable.

La pintura de Adele sería cargada hasta un vehículo y trans-portada al otro lado de la ciudad, despacio para proteger el frágil pan de oro. Führer no dejaría la pintura en las brutales manos de los guardias de asalto nazis, con sus armas y sus botas, sino que se la presentaría a los comisarios de gruesas gafas de la Galería Austriaca, que deseaban impulsar su carrera durante el régimen nazi. Führer ofrecería la bella Adele a estos estetas corruptos, como el botín de un pirata o un trofeo de guerra, acompañada de una carta con el inevitable saludo: «¡Heil Hitler!».

La placa en la pared del Belvedere no daba pistas sobre la iden-tidad de la mujer del retrato. Cualquier indicio de sus orígenes judíos traicionaría la mentira nazi sobre la superioridad racial.

Ejecutaron, por tanto, una de las usurpaciones identitarias más importantes en la historia de la procedencia artística, y ladinamen-te borraron todo vestigio de la vida y legado de Adele. La primera mención de la «adquisición» del retrato de Adele fue escrita en 1942 por un viejo amigo de Klimt. Sabía muy bien quién era Adele. Sin embargo, en una de las pequeñas colaboraciones amables que empujaron la maquinaria nazi hacia arriba, se limitó a llamar el retrato dorado de Adele Bloch-Bauer, La dama de oro.

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La dama de oro.Adele miraba taciturna a los bien vestidos visitantes, como una

reina destituida del fin de siécle en Viena, un fragmento olvidado del nacimiento del modernismo. Sus labios ligeramente separados, como si estuviera a punto de hablar. Quizá la verdad sobre Adele tardaría años en salir a la luz, pero su secreto no sería custodiado por siempre.

A finales de otro siglo, la mujer que poseía la llave del misterio equilibró cuidadosamente una bandeja con tazas de aromático café vienés, rebosantes de nata montada, y la colocó sobre la mesa en una habitación bañada por el sol de Los Ángeles.

Maria Altmann irradiaba una gracia cálida, el tipo de mujer que en épocas pasadas hubiera sido llamada una grande dame. Su rostro había sido invadido por líneas profundas, pero sus brillantes ojos color café aún conservaban una mirada de asombro.

–Es una historia muy complicada –comenzó Maria, con un elegante acento del viejo mundo que pertenecía a las tierras des-aparecidas de Mitteleuropa.

Se detuvo un momento para decidir por dónde empezar. –La gente siempre me preguntaba: «¿Es verdad que su tía tuvo

un tórrido romance con Klimt?». Mi hermana lo creía así. Mi madre –que era muy victoriana– decía: «¿Cómo se atreven a decir eso? Solo era una amistad intelectual».

Maria contempló la reproducción del retrato de Adele en la pared, analizando su rostro pensativo.

–Querido –dijo finalmente–, Adele era una mujer moderna atrapada en el mundo de ayer.

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Primera parteEmancipación

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Adele Bauer a la edad de dieciséis años, vestida de sílfide de la primavera, para recitar un poema con ocasión de la boda de su hermana. Marzo de 1898.

(Fotografía cortesía de Maria Altmann).

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La Viena de Adele: poemas y privilegios

Era 1898 y el diablo mismo parecía bailar en Viena.Katharina Schratt, amante del emperador Francisco José y la

actriz de mayor renombre de la ciudad, amenazaba con retirarse de los escenarios a menos que el Burgtheater (Teatro Imperial)representara una escandalosa obra de Arthur Schnitzler que exal-taba el amor libre. Resultaba impensable que la actriz más acla-mada de Viena renunciara a su carrera en el año del jubileo, el quincuagésimo aniversario del gobierno del monarca austrohún-garo. Por ello, cuando el telón se levantó en el estreno de El velo de Beatriz, el emperador se encargó personalmente de que su amante apareciera en el escenario bajo un velo negro para interpretar el papel de la mujer seducida.

Si alguna vez había sido inconcebible que el emperador aus-triaco cediera de manera pública ante los caprichos de una actriz cualquiera, ahora Viena se había convertido en un hervidero donde nada parecía imposible.

Durante cientos de años, la gran dinastía de los Habsburgo había reinado en este puente entre Oriente y Occidente. Detrás de los inmensos muros fortificados, su frívola corte había unido la aristocracia de Alemania, Italia, Polonia, Checoslovaquia y Croacia en una sola casa real, cuya capital multicultural tenía tantos orna-mentos como un huevo Fabergé. Incluso los alemanes adopta-ron atavíos elaborados y una cadencia cantarina por la influencia suavizante del italiano y el francés, así como costumbres barrocas como besar la mano: kuss die Hand. Esta cultura hedonista era tan desvergonzada que un archiduque Habsburgo declaró el vino como «el principal alimento de la ciudad de Viena».

Ahora las murallas antiguas de Viena se habían derrumbado y una oleada de forasteros comenzaba su invasión desde Bohemia,

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Moravia, Galitzia y Transilvania. Era común escuchar una docena de idiomas en una sola calle, o en una sola taberna.

Esta nueva Viena era contradictoria. A pesar de ser una de las ciudades más ricas de Europa, sus inmigrantes se encontraban entre los más pobres. La construcción de los nuevos palacios opu-lentos hizo muy poco para enmascarar la preocupante falta de vivienda. Los médicos vieneses se dedicaban a crear la medicina moderna; practicaban cirugías pioneras, descubrieron gérmenes, el virus de la polio y los grupos sanguíneos. Sin embargo, la sífilis, aún incurable, se propagaba desenfrenada. Mientras Sigmund Freud arrojaba luz sobre los impulsos desconocidos del sexo y la agre-sividad, la xenofobia y el antisemitismo llegaban a ser tan burdos que algunos creían que los judíos asesinaban niños para leudar el matzo con sangre. Famosa por su espíritu alegre, «la ciudad sagra-da de los músicos» tenía el índice de suicidios más alto de Europa.

Al parecer, la consagrada casa de Habsburgo, a la que habían pertenecido los reyes del Sacro Imperio romano germánico y pre-sumía de ancestros como César y Nerón, comenzaba a desmoro-narse. El emperador Francisco José mantenía un amorío con una actriz. Su esposa, la emperatriz Isabel, detestaba la vida en la corte y pasaba su tiempo viajando a lo largo y ancho del continente, ganándose la reputación de ser la mujer liberada más célebre de Europa. Su hermano, Maximiliano, había ido a México a jugar al imperio en una desafortunada aventura que terminó con su eje-cución por un pelotón de fusilamiento. Su esposa, Carlota, enlo-queció en un castillo de Bélgica.

La dinastía que había unido a Europa y las Américas se había transformado en la más disfuncional de las familias del Imperio. Los arribistas buscaban derrocar el orden social. Judíos prominentes, como Gustav Mahler –que se había convertido al catolicismo para poder acceder a un puesto imperial como director de la Ópera Esta-tal de Viena–, empezaban a ser considerados solteros cotizados, y les rondaban las jóvenes católicas ricas y jóvenes de la alta sociedad. Intoxicadas por el vals, las jovencitas de Viena terminaban en brazos

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de los forasteros. «Africanos de sangre caliente, enloquecidos por la vida... inquietos... apasionados», escribió el consternado director del Burgtheater. «El diablo está suelto... y en una sola noche los vieneses se le unieron».

Incluso durante este «Apocalipsis alegre», Viena mantuvo un encanto profundamente conservador, con sus palacios nevados y sus parques, sus cafés aromáticos y sus seductores carritos de postre rebosantes de pasteles y chocolates rellenos de licor dulce. En Viena, ciudad poseída por una obsesión infantil con la orna-mentación, rosas doradas escalaban los balcones mientras diosas de piedra enmarcaban los umbrales; las gárgolas resplandecían desde las cornisas y hombres hercúleos desnudaban sus imponen-tes pechos desde las fachadas.

Hasta el ejército imperial era tan festivo como una banda de música. El emperador Francisco José vestía pantalones escarlata ribeteados con trenzas doradas; sus oficiales y húsares se pavonea-ban por las calles de Viena con uniformes morados, salmón o azul celeste, engalanados con cordones rojos, siempre custodiados por las largas de sus cascos.

En la Viena de 1898 para las familias adineradas como los Bauer aún era posible conservar las ilusiones; podían reunirse una tarde de marzo en su elegante apartamento sobre la avenida Ringstrasse, cuando el almizcle dulce de las lilas comenzaba a inundar el aire húmedo.

Adele Bauer estaba de pie frente a su familia, envuelta en una túnica griega que revelaba una silueta esbelta, como la de un jarrón largo y delicado. Su cabello espeso y oscuro le llegaba hasta la cintura. A los dieciséis años, Adele estaba a punto de cruzar esa misteriosa línea entre ser una niña y convertirse en mujer. Vestida como sílfide de la primavera, sostenía un cuerno de la abundancia de mimbre lleno de flores y tallos primaverales. Con su elegan-cia, actitud suntuosa y profundos ojos seductores, Adele podría haber sido una actriz como Katharina Schratt, quien reinaba unos metros más abajo de la Ringstrasse, en el Burgertheater. Por ahora,

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las reuniones familiares Bauer serían el único escenario para la consentida Adele, hija menor del banquero vienés Moritz Bauer.

Hoy Adele leería un poema con ocasión de una boda de la familia. En el plazo de dos días, su hermana, Therese Bauer, forma-lizaría su unión con Gustav Bloch, el jovial hijo de un prominente barón del azúcar de Checoslovaquia. Por ello había un aire dinás-tico en los rituales en el salón de la familia Bauer, una habitación lujosamente amueblada y decorada con espejos dorados, retratos enmarcados de sus ancestros y un reloj ornamental adornado con un carro romano de oro.

Las celebraciones de la familia Bauer siempre tenían un toque teatral. Los amigos tocaban música mientras los invitados baila-ban valses. Un poema especial elevaba la atmósfera más allá del plano de lo ordinario para invitar a los presentes a compartir el significado profundo del momento.

El silencio recorrió la habitación.–¿Me reconocen? ¿Debo presentarme? –comenzó Adele con

una voz suave pero intensa, con un deje de intriga–. ¿Saben quién habla?

»¡Traigo alegría, deseos de vivir! Ahuyento las tristezas y lamen-tos. En una palabra, soy el Espíritu Bondadoso de la casa.

La liviana joven en verdad parecía un espíritu, o un hada de agua, o la musa ágil de una vasija etrusca.

Gustav Bloch le sonrió a su futura esposa, Therese, la muy discreta hermana de Adele. Gustav, un hombre guapo de espe-so bigote, había cortejado a Therese con las intrincadas cortesías adecuadas para acercarse a la hija conservadora de un banquero consolidado.

Ferdinand, hermano de Gustav, estaba de pie a su lado admi-rando a Adele. Ferdinand estaba destinado a tomar las riendas de la industria de remolacha azucarera de su padre en Checoslovaquia. Los barones de azúcar eran como los jeques del petróleo de una Viena enloquecida por los dulces, y su riqueza aumentaba con cada pico en el precio de este oro blanco. Ferdinand, soltero amable y

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hogareño, tenía dos veces la edad de Adele y coleccionaba delica-da porcelana del siglo xviii. Serio y metódico, Ferdinand era tan distinto de su hermano, amante de las reuniones en cafés, como Therese de su hermana y su inclinación por el arte y la literatura.

Sin duda, la convencional Therese sería capaz de enderezar al bon vivant que Ferdinand tenía por hermano. ¡Pero su hermana!, Adele parecía una pequeña y encantadora diosa pagana.

–Soy una criatura de esta casa, que siempre he amado, siempre he habitado, y pocas veces he abandonado –recitó Adele–. Mi peor enemiga es la tristeza que me ha apartado.

Ferdinand sufría de melancolía recurrente. Escuchó con mayor atención.

–¡Pero ahora miren que he brotado más fuerte! –dijo Adele con triunfo teatral–. ¿Y cómo he regresado? Entera y firme, con todo el poder que puedo convocar.

»¿Cuánto disfruto al verlos aquí? Pueden vislumbrarlo en mis ojos brillantes, en mis mejillas sonrojadas. Mi obra maestra son ustedes, aquí reunidos –dijo Adele con emoción creciente mientras los invitados sonreían.

Ferdinand estaba cautivado. ¿Cómo había conseguido su des-pistado hermano comprometerse con tan encantadora familia vienesa?

–Como pronosticaron mis pequeños espíritus –dijo Adele–, la felicidad se ha mudado con los Bauer.

La mirada de Ferdinand vagó hasta encontrar un marco dorado con el retrato color sepia de la madre de Adele, ataviada al atrevido estilo previctoriano. Su vestido colgaba a la mitad de sus delgados hombros, revelando un discreto escote. Resultaba evidente que Adele había heredado mucho de su madre.

–¿No es cierto que Cupido, con su arco y flecha, ha tenido exce-lente puntería? –preguntó Adele al tiempo que tomaba las manos de Gustav y Therese–. Yo lo sentí, en el latir de mi corazón; en la sangre que corre por mis venas; ¡lo siento en el cálido relámpago afortunado que invade mi ser!

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El poema era largo. Los invitados cambiaban de un pie a otro impacientemente, pensando en el champán y la carne al horno que esperaban. Ferdinand se preguntó si sería posible conseguir un sitio junto a Adele.

–¡De pronto he olvidado las palabras! –Adele se detuvo tra-viesa–. Mis deseos suben hasta mis labios. En mi interior hay una tormenta de emociones, y cada una exige salir de inmediato.

Los camareros comenzaron a servir copas de champán.–Pero la Hausfrau me mira con cierta impaciencia –dijo Adele

con una sonrisa dirigida a su madre–. Ella quiere que saboreen sus habilidades culinarias. Y el hombre de la casa desea que juzguen la cosecha de sus vinos. Por tanto, me despido.

»Brindo por ustedes con toda la fuerza de mis pulmones y un poco más: ¡larga vida a la novia y el novio!

Todos levantaron su copa. Ferdinand, digno pero severo, brindó en silencio por la deslumbrante niña, casi mujer, de blanco: cau-tivadora encarnación de juventud y esperanza.

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El rey

No muy lejos de esa burbuja que era el mundo de Adele, el pintor más destacado de Austria trazaba un curso de acción en contra las altas esferas del mundo del arte en Viena.

Gustav Klimt aún no tenía pinta de rebelde cuando era el centro de atención en su establecimiento favorito, el Café Tivoli, ubicado al pie de los jardines del castillo Schönbrunn. Cada mañana, Klimt bebía un café cargado y pedía un enorme desayuno. «La nata mon-tada tenía un papel muy importante», así como el Gugelhopf, un suculento panecillo de ron con pasas y cerezas en forma de turbante turco, recordó el pintor Carl Moll, que por entonces se sentaba en aquella mesa al aire libre con Klimt y sus colegas artistas para ma-quinar el futuro del arte en Austria.

Klimt se había convertido en una celebridad. Las cabezas se volvían para mirarlo cuando entraba al Café Central de Viena. Las mujeres lo consideraban atractivo. Su silueta fuerte y atlética, su rostro bronceado y su mirada audaz y directa lo distinguían de los dandis remilgados de la clase alta vienesa, que prestaban una atención desmesurada a su vestimenta y a su aspecto. Klimt exu-daba el carisma sexual de un hombre cómodo en su propia piel.

Sus amigos lo llamaban der König: el rey.A los treinta y cinco años, Klimt de hecho era el rey del mundo

artístico de Viena. A sus veintitantos el emperador Francisco José le había otorgado la Cruz de Oro por sus servicios, y lo había felicita-do personalmente por los murales de las escaleras del Burgtheater, llamado también «el teatro-castillo», de Viena, el nuevo edificio monumental para uno de los escenarios más importantes del mundo germánico. Las pinturas decorativas de Klimt, que retrataban mitos griegos, leyendas nórdicas y mujeres heroicas, adornaban las pare-des de palacios, balnearios y teatros a lo largo y ancho del Imperio.

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A los ojos de otros, Klimt parecía llevar una vida afortunada. La gente lo llamaba el heredero del fallecido «príncipe de los pintores» de Viena, Hans Makart, pintor romántico de escenas de Romeo y Julieta, ninfas del bosque, caballeros y trovadores. Makart había hecho de su estudio un salón para mujeres ricas, donde se dedicaba a halagarlas con retratos untuosos y atención romántica, hasta que, en 1884, murió a causa de la sífilis.

La comparación con Makart resultaba embriagadora para un hombre que de niño no acudía a la escuela primaria porque su familia era demasiado pobre para remplazar sus ropas gastadas. Durante los años en que Klimt no aspiraba a ser más que un maes-tro de arte, escuchar un símil como ese hubiera superado con creces sus expectativas más fantásticas.

Por supuesto, Klimt admiraba a Makart y reconocía su influen-cia. Pero no le interesaba seguir sus pasos, pues implicaba ser un cortesano artístico del gobierno de Viena. Y ya no estaba cómodo en la jaula de oro de los artistas legitimados por el estado.

Su lucrativo trabajo lo había ayudado a salir de la pobreza apremiante. Pero le disgustaba el mundo convencional que ahora habitaba. Los prejuicios provincianos de los aristócratas vieneses que lo cortejaban solo alimentaban su creciente rebeldía en contra de su propio éxito.

En la intimidad de su estudio jardín de frondosos muros, Klimt comenzaba a encontrar su propia psique. Estaba experimentando con el Simbolismo, un movimiento francés que se valía de figu-ras mitológicas y símbolos con carga psicológica. Sus exponentes compartían una especial fascinación por las figuras femeninas fuertes. Fueron ellos quienes redescubrieron un retrato olvidado de Leonardo da Vinci, la Mona Lisa, y lo resucitaron como una obra maestra del «eterno femenino».

Klimt comenzaba a acercarse a nuevos mecenas; industriales vieneses hechos a sí mismos, muchos de ellos judíos, quienes com-praban el arte innovador rechazado por los museos estatales. Para esta élite emergente, Klimt era prácticamente un símbolo sexual.

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Su carisma se acentuaba por su temeraria falta de paciencia con la hipocresía de la sociedad vienesa. En este mundo de doble moral, los hombres de linaje distinguido escondían sus indiscreciones con prostitutas, o a sus «muchachas cariñosas» de la clase baja, mientras se esperaba de las mujeres respetables que fingieran indi-ferencia hacia el sexo.

A Klimt le gustaban las mujeres.En un momento en el que sexualidad abierta de las mujeres

era juzgada como una aberración o el síntoma de una «histeria» a tratar, las líneas elegantemente eróticas de los dibujos de Klimt, los cuales suscitaban susurros incluso entre quienes nunca los habían visto, dejaban claro que entendía el deseo sexual de las mujeres. «La neurastenia erótica, vibrante en muchos de sus dibujos más sensi-bles, está repleta de sus más profundas y dolorosas experiencias», escribió el historiador del arte Hans Tietze sobre este «hombre refinado de carácter entre satírico y ascético».

Mujeres de un estatus social muy superior al de Klimt se sen-tían vulnerables ante su actitud directa e irreverente, su mirada incendiaria y su profunda voz de barítono. Este magnetismo se intensificaba por su poderoso físico, más acorde con el de un leña-dor o un marinero. Klimt no tomaba medida alguna para evitar esta imagen de pícara virilidad.

Sin embargo, sus hábitos laborales eran de un ascetismo estric-to. Vivía con su madre y sus hermanas. Se levantaba con la luz del alba, en ocasiones en su estudio de Josefstädterstrasse, y salía a dar un enérgico paseo a través de Viena, para luego tomar su abundante desayuno en el Café Tivoli. Regresaba a su estudio y pintaba durante largas jornadas, permitiéndose interrupciones para ejercitarse con las pesas.

La mayor influencia de Klimt era Viena misma. En una época en la que el oro era el símbolo máximo del poder imperial, el artista dejaba que los hercúleos globos dorados y las imponentes estatuas aferradas a los edificios vieneses se reflejaran y derramaran en sus pinturas. En esta Viena, donde incluso el psicoanalista Sigmund

Page 20: Anne-Marie O’Connor La dama de oro Marie... · entre Oriente y Occidente, y el elevado tejado verde del Belvedere emulaba sus vaporosas carpas. ... sus retratos de damas de sociedad

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Freud exploraba el mercado negro en busca de antigüedades egip-cias, Klimt incorporaba los motivos exóticos del norte de África y dibujaba las esfinges ubicuas dispersas en los palacios imperiales.

Pero lo que verdaderamente le fascinaba a Klimt eran las muje-res, que ahora se habían declarado sus mecenas y protectoras. En esta Viena estratificada, antisemita y plagada de realeza preten-ciosa, Klimt comenzó a aceptar pinturas por encargo: retratos de mujeres de las nuevas familias intelectuales judías. Las mujeres de estas familias vivían en un mundo de ideas. Algunas conocían a Freud en persona y no se escandalizaban ante su teoría sobre el deseo sexual subconsciente que ardía bajo la embelesada fachada de Viena. Estas mujeres no habían nacido con su posición en la sociedad, la estaban creando.

Quizá Klimt veía en ellas un reflejo de sí mismo.