KANT HEGEL DILTHEY

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JOSÉ ORTEGA Y GASSET KANT HEGEL DILTHEY HUNAB KU P R O Y E C T O B A K T U N

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JOSÉ ORTEGA Y GASSET

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H U N A B K U

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Se incluyen bajo el título generalKant dos estudios: el primero, Refle-xiones de centenario, fue publicado enlos números de abril y mayo de 1924de la Reviste ¿e Occidente, y posterior-mente, en folleto, en 1929; el segun-do, Filosofía pura (Anejo a mi folletoKant), apareció en el número de julio de1929 de la misma Revista.

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REFLEXIONES DE CENTENARIO1724-1924

I

DURANTE diez años he vivido dentro del pensa-miento kantiano: lo he respirado como una at-

mósfera y ha sido a la vez mi casa y mi prisión. Yodudo mucho que quien no haya hecho cosa parecidapueda ver con claridad el sentido de nuestro tiempo.En la obra de Kant están contenidos los secretos de-cisivos de la época moderna, sus virtudes y sus limi-taciones. Merced al genio de Kant se ve en su filoso-fía funcionar la vasta vida occidental de los cuatroúltimos siglos, simplificada en aparato de relojería. Losresortes que con toda evidencia mueven esta máquinaideológica, el mecanismo de su funcionamiento, sonlos mismos que en vaga forma de tendencias, corrien-tes, inclinaciones, han actuado sobre la historia eu-ropea desde el Renacimiento.

Con gran esfuerzo me he evadido de la prisiónkantiana y he escapado a su influjo atmosférico. Nohan podido hacer lo mismo los que en su hora nosiguieron largo tiempo su escuela. El mundo intelec-tual está lleno de gentiles hombres burgueses queson kantianos sin saberlo, kantianos a destiempo, que

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no lograrán nunca dejar de serlo porque no lo fueronantes a conciencia. Estos kantianos irremediables cons-tituyen hoy la mayor remora para el progreso de lavida y son los únicos reaccionarios que verdaderamen-te estorban. A esta fauna pertenecen, por ejemplo, los«políticos idealistas», curiosa supervivencia de unaedad consunta.

De la magnífica prisión kantiana sólo es posibleevadirse injiriéndola. Es preciso ser kantiano hasta elfondo de sí mismo, y luego, por digestión, renacer aun nuevo espíritu. En el mundo de las ideas, comoHegel enseña, toda superación es negación; pero todaverdadera negación es una conservación. La filosofíade Kant es una de esas adquisiciones eternas—

—que es preciso conservar para poder ser otracosa más allá.

Después de haber vivido largo tiempo la filosofíade Kant, es decir, después de haber morado dentro deella, es grato en esta sazón de centenario ir a visitarlapara verla desde fuera, como se va en día de fiesta aljardín zoológico para ver la jirafa.

Cuando vivimos una idea tiene ésta para nosotrosun valor absoluto y nos parece situada fuera de lalínea histórica, donde todo adquiere una fisonomíalimitada y se halla adscrito a un tiempo y un lugar.En rigor, cuando vivimos una idea ella no vive, sinoque se cierne impasible sobre la fluencia de la vida,más allá de ésta, cubriendo todo el horizonte y, porlo mismo, sin perfil, sin fisonomía. Cuando hemos de-jado de vivirla, la vemos contraerse, descender, hacer-se un lugar entre las cosas, alojarse en un trozo deltiempo, concretar su rostro, iluminarse de colorido,

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recibir y emanar influjos en canje dramático con Jasrealidades vecinas; la vemos, en suma, vivir históri-camente.

A una distancia secular, contemplamos hoy la filo-sofía de Kant perfectamente localizada en un alvéolodel tiempo europeo, en ese instante sublime en queva a morir la época Rococó y va a comenzar la enor-me erupción romántica. ¡Hora deliciosa del extremootoño en que la uva, ya toda azúcar, va a ser prontoalcohol, y el sol vespertino se agota en rayos bajosque orifican los troncos de los pinos! No sería exce-sivo afirmar que en este instante culmina la "historiaeuropea.

Los hombres de ahora ni siquiera nos acordamosde que en otros tiempos la vida era otra cosa. Y nose trata de la consueta diferencia que hay entre cadadía y el anterior; no se trata de que los contenidosde nuestro afán, de nuestra fe, de nuestro apetitosean hoy distintos de los de ayer. La divergencia aque aludo es mucho más grave. Se trata de que la for-ma misma del vivir era otra.

Hasta la Revolución, las sociedades europeas vivíanconforme a un estilo. Un repertorio unitario de prin-cipios eficaces regulaba la existencia de los individuos.Estos adherían a ciertas normas, ideas y modos senti-mentales de una manera espontánea y previa a todadeliberación. Vivir era, de una u otra suerte, apoyarseen ese sólido régimen y dejar cada uno que en su inte-rior funcionase aquel estilo colectivo. Daba esto a laexistencia una dulzura, una suavidad, una sencillez,una quietud que hoy nos parecerían irreales. La Re-volución escinde la sociedad en dos grandes mitades

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incompatibles, hostiles hasta la raiz. Antes, las luchashabían sido meras colisiones de la periferia. Desde en-tonces la convivencia social es esencialmente un com-bate entre dos estilos antagónicos. Nada es firme e in-concuso ; todo es problemático. Y aun es falso hablarsólo de dos estilos. El romanticismo significa la mo-derna confusión de las lenguas. Es un «¡ sálvese quienpueda! » Cada individuo tiene que buscarse sus princi-pios de vida—no puede apoyarse en nada preestable-cido. ¡ Adiós dulzura, suavidad, quietud! Por muy re-vueltas o picadas que parezcan las superficies, cuandopenetramos en el alma del siglo xviii nos sorprendesu fondo de densa tranquilidad. Hoy, viceversa, nossorprende hallar que en el hombre de aspecto mástranquilo truena una remota tormenta abisal, unacongoja profunda. La forma de la vida ha cambiadomucho más que sus contenidos; hoy es inminencia,improvisación, acritud, prisa y aspereza.

No se crea, sin embargo, que siento una preferen-cia nostálgica por esas edades en que el hombre havivido según un estilo colectivo. Si las llamo dulcesy a la nuestra agria es simplemente porque encuentroen ellas ese diverso sabor. Esto no implica que lasedades agrias no tengan sus virtudes propias, que fal-tan a las dulces.

Sería interesante señalar las virtudes que nuestrotipo de vida rota, dura, áspera puede oponer a la deesos tiempos más coherentes y suaves. Pero ello nosllevaría tan lejos que no podríamos ya volver a nues-tro tema. Quede para otra ocasión. Ahora me compla-ce más filiar en unos breves apuntes las faccionesprincipales del kantismo.

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II

Kant no se pregunta qué es o cuál es la realidad,qué son las cosas, qué es el mundo. Se pregunta, porel contrario, cómo es posible el conocimiento de larealidad, de las cosas, del mundo. Es una méate que sevuelve de espaldas a lo real y se preocupa de sí mis-ma. Esta tendencia del espíritu a una torsión sobre símismo no era nueva, antes bien caracteriza el estilogeneral de filosofía que empieza en el Renacimiento.La peculiaridad de Kant consiste en haber llevado asu forma extrema esa despreocupación por el univer-so. Con audaz radicalismo desaloja de la metafísicatodos los problemas de la realidad u ontológicos yretiene exclusivamente el problema del conocimiento.No le importa saber, sino saber si se sabe. Dicho deotra manera, más que saber le importa no errar.

Toda la filosofía moderna brota, como de una si-miente de este horror al error, a ser engañado, a êtredupe. De tal modo ha llegado a ser la base mismade nuestra alma, que no nos sorprende, antes biennos cuesta mucho esfuerzo percibir cuanto en esa pro-pensión hay de vitalmente extraño y paradójico. Puesqué—preguntará alguien—, ¿ no es natural el empeñode evitar la ilusión, el engaño, el error? Ciertamente,pero no es menos natural el empeño de saber, de des-cubrir el secreto de las cosas. Homero murió de unacongoja por no haber logrado descifrar el enigma queunos mozos pescadores le propusieron. Afán de sabery afán de no errar son dos ímpetus esenciales al hom-

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bre, pero la preponderancia de uno sobre otro definedos tipos diferentes de hombre. ¿Predomina en el es-píritu el uno o el otro? ¿Se prefiere no errar, o nosaber? ¿Se comienza por el intento auda2 de raptarla verdad, o por la precaución de excluir previamenteel error? Las épocas, las razas ejercitan un mismo re-pertorio de ímpetus elementales, pero basta que éstosse den en diferente jerarquía y colocación para queépocas y razas sean profundamente distintas.

La filosofía moderna adquiere en Kant su francafisonomía al convertirse en mera ciencia del conoci-miento. Para poder conocer algo es preciso antes es-tar seguro de si se puede y cómo se puede conocer.Este pensamiento ha encontrado siempre halagüeñaresonancia en la sensibilidad moderna. Desde Descar-tes nos parece lo único plausible y natural comenzarla filosofía con una teoría del método. Presentimosque la mejor manera de nadar consiste en guardar laropa.

Y, sin embargo, otros tiempos han sentido de muyotra manera. La filosofía griega y medieval fue unaciencia del ser y no del conocer. El hombre antiguoparte, desde luego, sin desconfianza alguna, a la cazade lo real. El problema del conocimiento no era unacuestión previa, sino, por el contrario, un tema subal-terno. Esta inquietud inicial y primaria del alma mo-derna, que le lleva a preguntarse una y otra vez siserá posible la verdad, hubiera sido incomprensiblepara un meditador antiguo. El propio Platón, que es,con César y San Agustín, el hombre antiguo más pró-ximo a la modernidad, no sentía curiosidad algunapor la cuestión de si es posible la verdad. De tal suerte

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le parecía incuestionable la aptitud de la mente parala verdad, que su problema era el inverso y se pre-gunta una vez y otra: ¿Cómo es posible el error?

Se dirá que Platón desarrolla también en sus diá-logos, con reiteración casi fatigosa y usando idénticaexpresión que los pensadores modernos, la grave pre-gunta: ¿Qué es el conocimiento? Pero esa aparentecoincidencia no hace sino subrayar la distancia enor-me que hay entre su alma y la nuestra. Bajo esa fórmu-la, Descartes, Hume o Kant se proponen averiguarsi podemos estar seguros de algo, si conocemos conplenas garantías alguna cosa, cualquiera que ella sea.Platón no duda un momento de que podemos contoda seguridad conocer muchas cosas. Para él la cues-tión está en hallar entre ellas algunas que, por su ca-lidad perfecta y ejemplar, den ocasión a que nuestroconocimiento sea perfecto. Lo sensible, por ser muda-dizo y relativo, sólo permite un conocimiento inesta-ble e impreciso. Sólo las Ideas, que son invariable-mente lo que son—el triángulo, la Justicia, la blan-cura—, pueden ser objeto de un conocimiento establey rigoroso. En vez de originarse el problema del co-nocimiento en la duda de si el sujeto es capaz de él,lo que inquieta a Platón es si encontrará alguna rea-lidad capaz por su estructura de rendir un saberejemplar.

Véase cómo este tema, de rostro tan técnico, nosdescubre paladinamente una secreta, recóndita incom-patibilidad entre el alma antígua-medieval y la mo-derna. Porque merced a él sorprendemos dos actitudesprimarias ante la vida perfectamente opuestas. El hom-bre antiguo parte de un sentimiento de confianza ha-

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cia el mundo, que es para él, de antemano, un Cosmos.un Orden. El moderno parte de la desconfianza, de lasuspicacia, porque—Kant tuvo la genialidad de con-fesarlo con todo rigor científico—el mundo es paraél un Caos, un Desorden.

Fuera un desliz oponer a esto el semblante equívo-co de los escépticos griegos. Es indiscutible que el pen-samiento moderno ha aprendido algo de ellos y ha uti-lizado no pocas de sus armas. Pero el escepticismo clá-sico es un fenómeno de sentido rigorosamente inversoal criticismo moderno. En primer lugar, el escépticogriego no parte de un estado de duda, sino que, alcontrario, llega a ella, mejor aún, la conquista, la creamerced a un heroico esfuerzo personal. La duda, que enel moderno es un punto de partida y un sentimiento pre-científico, es en Gorgias o en Agripa un resultado yuna doctrina. En segundo lugar, el escéptico duda deque sea posible el conocimiento porque acepta la ideade realidad que su época tiene y usa confiado el razo-namiento dogmático. De aquí el hecho—incompren-sible en otro caso—de que precisamente cuando elestado de duda se ha hecho general y nativo, comoaconteció en la Edad Moderna, no haya habido for-malmente escépticos. «El escepticismo no es una opi-nión seria», pudo decir Kant. La razón es muy sen-cilla. El primer gran dubitador moderno, Descartes,del primer brinco de duda eficaz, supera, anula y res-ponde a todo el escepticismo antiguo. Duda en seriode la noción antigua de realidad y advierte que, aunnegada ésa, queda otra—la realidad subjetiva, la co-gitatio, el «fenómeno». Ahora bien, todos los troposo argumentos del escepticismo griego son inocuos si.

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en vez de hablar de la realidad trascendente, nos re-ferimos sólo a la realidad inmanente de lo subjetivo.

De rodas suertes, fueron los escépticos clásicos unavaga aproximación y como anticipación del espíritumoderno. Precisamente por ello se destacan, como unaantítesis, sobre el fondo del alma antigua, que sentíaante ellos un raro espanto, como si se tratase de unaespecie zoológica monstruosa. La tranquila unidad delgriego típico se estremecía ante estos hombres quedudaban. Dudar es dubitare, de duo, dos—como zwei-feln, de zwei Dudar es ser dos el que debe ser uno...Y los llamaban «escépticos», palabra que se traduceinmejorablemente por «desconfiados», «suspicaces».Ske/ptomai significa «mirar con cautela en tornode sí».

Heroica adquisición en el tiempo antiguo, se hahecho la suspicacia un estado de espíritu nativo y co-mún que sirve de fondo psíquico a todos los movimien-tos del alma moderna. Ya Descartes hace de la cau-tela un método para filosofar. En esta tradición de ladesconfianza, Kant representa la cima. No sólo fabri-ca de la precaución un método, sino que hace del mé-todo el único contenido de la filosofía. Esta cienciadel no querer saber y del querer no errar es el cri-ticismo.

Cuando se piensa que los libros de más honda in-fluencia en los últimos ciento cincuenta años, los li-bros en que ha bebido sus más fuertes esencias elmundo contemporáneo y donde nosotros mismos he-mos sido espiritualmente edificados, se llaman Críticade la Razón Pura, Crítica de la Razón Práctica, Crí-tica del juicio, la mente se escapa a peligrosas reflexio-

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nes. ¿Cómo? ¿La substancia secreta de nuestra épocaes la crítica? ¿Por tanto, una negación? ¿Nuestraedad no tiene dogmas positivos? ¿Nuestro espírituse nutre de objeciones? ¿Es para nosotros la vida, másque un hacer, un evitar y un eludir? La actitud espe-cífica del pensamiento moderno es, en efecto, la de-fensiva intelectual. Y paralelamente, el derecho denuestra época, bajo el nombre de libertad y democra-cia, consiste en un sistema de principios que se propo-nen evitar los abusos, más bien que establecer nue-vos usos positivos.

Cuando veo en la amplia perspectiva de la historiaalzarse frente a frente, con sus perfiles contradictorios,la filosofía antigua-medieval y la filosofía moderna,me parecen dos magníficas emanaciones de dos tiposde hombre ejemplarmente opuestos. La filosofía an-tigua, fructificación de la confianza y la seguridad,nace del guerrero. En Grecia, como en Roma y en laEuropa naciente, el centro de la sociedad es el hom-bre de guerra. Su temperamento, su gesto ante la vidasaturan, estilizan la convivencia humana. La filosofíamoderna, producto de la suspicacia y la cautela, nacedel burgués. Es éste el nuevo tipo de hombre que vaa desalojar el temperamento bélico y va a hacerseprototipo social. Precisamente porque el burgués esaquella especie de hombre que no confía en sí, queno se siente por sí mismo seguro, necesita preocuparseante todo de conquistar la seguridad. Ante todo evi-tar los peligros, defenderse, precaverse. El burgués esindustrial y abogado. La economía y el derecho sondos disciplinas de cautela.

En el criticismo kantiano contemplamos la gigan-

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tesca proyección del alma burguesa que ha regido losdestinos de Europa con exclusivismo creciente desdeel Renacimiento, Las etapas del capitalismo han sido,a la par, estadios de la evolución criticista. No es unazar que Kant recibiera los impulsos decisivos parasu definitiva creación de los pensadores ingleses. In-glaterra había llegado antes que el continente a lasformas superiores del capitalismo.

Esta relación que apunto entre la filosofía de Kanty el capitalismo burgués no implica una adhesión alas doctrinas del materialismo histórico. Para éste lasvariaciones de la organización económica son la ver-dadera realidad y la causa de todas las demás mani-festaciones históricas. Ciencia, derecho, religión, arteconstituyen una superestructura que se modela sobrela única estructura originaria, que es la de los medioseconómicos. Tal doctrina, cien veces convicta de error,no puede interesarme. No digo, pues, que la filosofíacrítica sea un efecto del capitalismo, sino que ambascosas son creaciones paralelas de un tipo humano don-de la suspicacia predomina.

Cualquiera que sea el valor atribuido por nosotrosa una obra de la cultura—un sistema científico, uncuerpo jurídico, un estilo artístico—, tenemos quebuscar tras él un fenómeno biológico—el tipo dehombre que la ha creado. Y es muy difícil que en lasdiversas creaciones de un mismo sujeto viviente noresplandezca la más rigorosa unidad de estilo.

Esto permite, a la vez, orientarnos sobre nosotrosmismos. ¿A qué tipo de hombre pertenece el actual?¿Es una prolongación del temperamento cauteloso yburgués? La respuesta tendría que partir de un aná-

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lisis de la nueva filosofía. Este es difícil, tal vez indipo-sible, porque la nueva filosofía se halla aún en ger-minación y no podemos verla completa, conclusa ya distancia, como vemos los sistemas de Grecia o elde Kant. Pero hay un punto del que puede ya, singrave riesgo, hablarse. La nueva filosofía consideraque la suspicacia radical no es un buen método. Elsuspicaz se engaña a sí mismo creyendo que puedeeliminar su propia ingenuidad. Antes de conocer elser no es posible conocer el conocimiento, porqueéste implica ya una cierta idea de lo real. Kant, alhuir de la ontología, cae, sin advertirlo, prisionerode ella. En definitiva, mejor que la suspicacia es anaconfianza vivaz y alerta. Queramos o no, flotamos; eningenuidad y el más ingenuo es el que cree haberlaeludido.

Según esto, el kantismo podía denominarse con elsubtítulo de la obra de Beaumarchais: «El barbero deSevilla, o La inútil precaución».

III

El hombre moderno es el hombre burgués. Conesto le hemos aplicado un atributo sociológico. Pero,además, el hombre moderno es un europeo occidental,y esto quiere decir que es, más o menos, germánico.Con esto le hemos dado una calificación etnológica.En la Europa meridional, el germano ha recibido den-tro de sí una contención mediterránea. En Francia unacompensación celta. Kant es un germano sin compen-

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saciones—no se advierte en él ningún síntoma de es-lavismo que a veces apunta en el prusiano—. es unalemán.

No basta la suspicacia para explicar psicológica-mente la filosofía de Kant. Suspicaces fueron Descar-tes y Hume, y, sin embargo, sus filosofías se diferen-cian mucho—dentro del estilo común a la época—delidealismo trascendental. Ahora debemos preguntar-nos : si Kant tiene de común con Descartes y Humela desconfianza, ¿en qué se distingue de ellos? Evi-dentemente, se distinguirá en el modo de aquietaraquélla. Puestos los tres gigantes a sospechar de lasrealidades, llegará al cabo un momento en que cadacual encuentre alguna satisfactoria, donde su cautelase rinda. Parejos al dudar, serán diferentes al creer.Pues bien, ¿en qué cree Kant?

El alma alemana y el alma meridional son máshondamente diversas de lo que suele creerse. Una yotra parten de dos experiencias iniciales, de dos im-presiones primigenias radicalmente opuestas. Cuandoel alma del alemán despierta a la claridad intelectualse encuentra sola en el mundo. El individuo se hallacomo encerrado dentro de sí mismo, sin contacto in-mediato con ninguna otra cosa. Esta impresión origi-naria de aislamiento metafísico decide de su ulteriordesarrollo. Sólo existe para él con evidencia su propioyo; en torno a éste percibe a lo sumo un sordo rumorcósmico, como el del mar batiendo los acantilados deuna isla.

Por el contrario, el meridional despierta, desdeluego, en una plaza pública; es nativamente hombrede agora y su impresión primeriza tiene un carácter

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social. Antes de percibir su yo, y con superior eviden-cia, le son presentes el tú y el él, los demás hombres,el árbol, el mar, la estrella. La soledad no será nuncapara él una sensación espontánea; si quiere llegar aella tendrá que fabricársela, que conquistarla, y suaislamiento será siempre artificial y precario.

Las consecuencias de esta opuesta iniciación sonincalculables. Tiende el espíritu a considerar comorealidad aquello que le es más habitual y cuya con-templación le exige menos esfuerzo. En cada uno denosotros parece ir la atención, por su propio impulsoy predilectamente, a una cierta clase de objetos. Elnaturalista de vocación atenderá con preferencia a losfenómenos visibles que toleran la medida; el tempe-ramento financiero gravitará hacia los hechos econó-micos. Vano será el empeño de oponerse a esa espon-tánea inclinación; en el fondo creerán siempre quela realidad definitiva consiste en aquel estrato de ob-jetos preferidos. Sabido es que, si se exceptúa a lospsiquíatras, suelen los médicos padecer una incapaci-dad gremial para la investigación psicológica. Habi-tuados por su oficio a ver en el enfermo un cuerpoque es preciso por medios físicos reparar, llega a serlesimposible la visión de los fenómenos psíquicos. Elmédico es corporalista nato.

Pues bien, el alma meridional ha propendido siem-pre a fundar la filosofía en el mundo exterior. La cosavisible es para ella prototipo de realidad. Le es másevidente y primaria la existencia de las cosas en tornoy de los otros hombres que la suya propia. De símismo sólo percibe—espontáneamente—la periferia,el sobrehaz del yo, donde parecen las cosas chocar,

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dejando su huella o impresión. En el alemán, por elcontrario, la atención se halla como vuelta de espal-das al exterior y enfocando la intimidad del indivi-duo. Ve el mundo no directamente, sino reflejado ensu yo, convertido en «hecho de conciencia», en ima-gen o idea. Es un hombre que para mirar el paisajese inclina sobre el borde del estanque y lo busca allí,espejado en su fondo, transformado en líquido fantas-ma que el viento estremece, como el personaje deLope de Vega en La Angélica, puesto de pechos sobrela borda de la nao que está anclada junto a Sevilla:

y por beber la octava maravillaque la ciudad famosa representa,como bebiendo él mismo el agua mueve,piensa que casas y edificios bebe.

Al meridional puro le será siempre problemática,esquiva, evanescente esa realidad del Yo-Conciencia,del Interior por antonomasia. Pero, además, reconoz-camos que no sólo desde el punto de vista meridio-nal, sino racionalmente, es el hecho de la sensibilidadalemana algo muy extraño, sorprendente y puntomenos que patológico1. No existe la conciencia si noes conciencia de algo. El objeto extraconsciente es,

1 Convendría indicar aquí en qué sentido ese fenómenode introversión es o puede ser patológico. Su influencia en lahistoria de las artes, del pensamiento y, en general, de lavida europea moderna, es enorme. Por esto mismo, me seráforzoso ocuparme de él en la segunda parte de mi ensayo So-bre el punto de vista en las artes. [Incluido en el volumenLa deshumanización del arte de esta colección.]

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pues, en el orden natural, el que parece ser primario.El darse cuenta de la conciencia, es decir, la concien-cia como objeto, es un fenómeno secundario que su-pone el primero. Esta paradoja de una sensibilidadque empieza por lo que es segundo y hace de ello lopropiamente primario, debe ser reconocida como tal,bien subrayado su heteróclito carácter, si se quiere en-tender el espíritu alemán.

Como Midas encuentra cuanto toca permutado enoro, todo lo que el alemán ve con plena evidencialo ve ya subjetivado y como contenido de su yo. Larealidad exterior, ajena al yo, le suena a manera deequívoco eco o resonancia vaga dentro de la cavidadde su conciencia.

Vive, pues, recluso dentro de sí mismo, y este «símismo» es la única realidad verdadera. Como decíantos cirenaicos cuando imaginaron una propensión pa-recida, está condenado a habitar «cual en una ciudadsitiada»— —, separado del univer-so, encerrado en sus estados personales.

Kant es un clásico de este subjetivismo nativopropio al alma alemana. Llamo subjetivismo al des-tino misterioso en virtud del cual un sujeto lo pri-mero y más evidente que halla en el mundo es así mismo. Todo ulterior ensayo de salir afuera, dealcanzar el ser transubjetivo, las cosas, los otros hom-bres, será un trágico forcejeo. El contacto con la rea-lidad exterior no será nunca, en rigor, contacto, in-mediata evidencia, sino un artificio, una construc-ción mental precaria y sin firme equilibrio. El caráctersubjetivo de la experiencia primaria se dilatará hastael confín del universo, y dondequiera que el afán

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intelectual llegue, no verá sino cosas teñidas de Yo.La Crítica de la Razón Pura es la historia gloriosade esta lucha. Un Yo solitario pugna por lograr lacompañía de un mundo y de otros Yo—pero no en-cuentra otro medio de lograrlo que crearlo dentrode sí.

Y es curioso que éste ha sido perennemente elsino de la filosofía alemana, aun en las épocas máshostiles a su ingénita sensibilidad. Puesto que el yosignifica la realidad ejemplar, entenderá el alemánpor filosofía el ensayo de construir intelectualmenteun mundo que se parezca en lo posible a un Yo. Elque nace solitario jamás hallará compañía que nosea una ficción.

En cambio, el meridional, que comienza inversa-samente por percibir el hecho radical de la existenciaajena—cosas, personas—, vivirá recíprocamente con-denado al barullo de la gran plazuela cósmica y nose hallará jamás verdaderamente solo. Su problema,al revés que para el alemán, consistirá en penetrardentro de sí mismo, en comprender el hecho delYo. Llega a sí mismo después de haber visto las cosascorporales y el tú; llega de rebote sobre ellos y tra-yendo hacia su interior la norma de esas primariasevidencias. Tenderá, pues, a interpretar el yo desdefuera, como vemos desde fuera las cosas y los otrossujetos. De aquí que en toda la filosofía puramentemeridional se haya construido el Yo en forma pa-recida al cuerpo y en unión con éste1. Platón y Aris-

1 Hay una gran excepción; verdad es que se trata de unhombre en todos sentidos y órdenes excepcional y aun extra-ño: San Agustín. Es la única mente del mundo antiguo que

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tételes ignoran el yo, la conciencia de sí mismo, esarealidad sorprendente que consiste en un saberse a sípropio, en un encorvarse hacia sí formando una abso-luta Intimidad. Lo que no es cuerpo es casi-cuerpo,y lo llaman alma. El alma aristotélica es de tal modouna entidad semi-corporal, que se halla encargada lomismo de pensar que de hacer vegetar la carne. Estorevela que el pensar no está aún visto desde dentro,sino como un hecho cósmico parejo al movimientode los cuerpos.

Es de suma importancia esta distinción entre elver desde dentro o desde fuera, entre la visión strictosensu íntima, inmanente, y la visión extrínseca. Unejemplo tosco que la aclara puede ser la diferenciaque hay entre ver correr a otro o sentirse uno co-rriendo. El que corre percibe su carrera desde elinterior de su cuerpo como un conjunto de sensacio-nes musculares, de dilatación y constricción de losvasos, de aceleración del flujo sanguíneo. El prójimoque corre es, en cambio, un espectáculo visual y ex-terno, un desplazamiento de una forma corporal sobreun fondo de espacio. Es interesante advertir que enalgunas lenguas de pueblos salvajes se expresa conpalabras de distinta raíz la acción que uno ejecuta

sabe de la Intimidad característica de la experiencia moderna,esto es, germánica. Durante toda la Edad Media combaten enlos claustros los hombres del Norte con los del Sur por liber-tar el alma de toda corporeidad y hacerla íntima. Hugo deSan Víctor, Duns Scoto, Occam, Nicolás de Autrecourt bus-carán el intimismo: Tomás de Aquino, buen italiano, reno-vará la idea aristotélica del alma «corporal».

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y la que ve ejecutar a los demás. Se trata, en efecto.de dos fenómenos completamente distintos.

El griego halla originariamente ante sí los movi-mientos de los cuerpos y los pensamientos de losotros hombres—estos últimos bajo la especie corpó-rea de la palabra, logos. El movimiento no sabe quese mueve. Tampoco el pensamiento que el griego vesabe que piensa. Va recto a su objeto, se materializa enel verbo. Para el alemán, por el contrario, es esencialal pensamiento saberse a sí mismo. Por eso le llamaconciencia—término central de toda la filosofía mo-derna 1. El Yo alemán no es alma, no es una realidaden el cuerpo o junto a él, sino conciencia de sí mis-mo—Selbstbewusstsein, un término que aún ño hapodido verterse cómodamente a nuestros idiomas detradición meridional. Durante quince años de cátedrahe podido adquirir la más amplia experiencia de laenorme dificultad con que una cabeza española llegaa comprender este concepto. En cambio, me sorpren-dió muchas veces en los seminarios filosóficos ale-manes la facilidad con que el principiante penetradentro de él. Era el pato recién nacido que se lanzarecto a la laguna, su elemento.

¡Extraña naturaleza la de este Yo! Mientras lasdemás cosas se limitan a ser lo que son—la luz a ilu-minar, el son a sonar, la blancura a blanquear—, éstasólo es lo que es en la medida en que se da cuenta

1 En el español usual conserva todavía la palabra con-ciencia su puro sentido germánico de reflexividad; sobre todo,cuando no se omite la s. Consciencia es darse cuenta de símismo, de nuestras ideas, pasiones, etc.; en suma, de nues-tro yo.

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de lo que es. Fichte, que fue el enfant terrible delkantismo, que dice a voz en grito lo que Kant musi-taba o retenía, define taxativamente el Yo como elser que se sabe a sí mismo, que se conoce a sí mismo.Su realidad no es otra que esta reflexividad. El yoestá siempre consigo, frente a frente de sí mismo; suser es un Ser-para-sí. A Hegel debemos la acuñaciónde esta nueva categoría—Fürsichsein1.

Cuando Sócrates propone a los griegos su gran im-perativo Conócete a ti mismo, pone al descubiertoel secreto meridional. Para el alemán no puede valertal mandamiento; el alemán no conoce bien sino así mismo. En vez de un desiderátum, es para él surealidad auténtica, la primaria experiencia. Pero elgriego sólo conoce ai prójimo—el yo visto desdefuera—, y su yo es, en cierto modo, un tú. Platónno usa apenas, y nunca con énfasis, la palabra yo. Ensu lugar, habla de nosotros. Es el hombre agoral yde foro. Viceversa, el puro germano, ¿por qué estan torpe en la percepción del mundo plástico? ¿Porqué carece de gracia en sus movimientos? ¿Por quées tan poco perspicaz en todo lo que implica fina in-tuición del prójimo?—en la política, en la conver-sación, en la novela. Evidentemente, porque no vecon claridad el tú, sino que necesita construirlo par-tiendo de su yo. El alemán proyecta su yo en el pró-jimo y hace de él un falso tú. un alter ego. Suconvivencia social será un perpetuo desacierto. El tú

1 En cambio, Aristóteles, sólo al cabo de su metafísica,cima y última adquisición de su conocimiento, descubre estefenómeno del pensarse a sí mismo, y le parece cosa tan su-blime y remota, que lo considera como exclusivo de Dios.

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empieza precisamente donde el yo acaba, y es loabsolutamente distinto de mí.

Precisamente, esta diferencia entre mí y el otroes lo que el meridional considera como yo. De aquísu gracia incomparable en el trato, su astucia psico-lógica, su maquiavelismo originario. Percibe del túy del yo las vertientes contrapuestas que el uno pre-senta al otro en el tráfico social. Casi hemos perdidola noción de la sociabilidad antigua. Para un romanoo un griego, el destierro, el quedarse solo, era unade las penas máximas. Como el yo alemán vive desentirse a sí mismo, el yo del Sur consiste principal-mente en mirar al tú. Separado de éste, queda vacío.Cuando en las postrimerías del mundo antiguo elalma melancólica de Marco Aurelio intenta quedarsesola, sus Soliloquios nos suenan extrañamente a diá-logo. No vemos allí un espíritu que se recoge dentrode sí mismo, sino, al contrario, un yo que se proyectafuera de sí en ficticia duplicación, que hace de sí mismoun amigo exterior y le dirige prudentes amonesta-ciones y tibias confidencias. En la obra de Marco Au-relio falta precisamente intimidad.

Sólo sabe de intimidad quien sabe de soledad:son fuerzas recíprocas, Einsamkeit, Innerlichkeit... Talvez no haya otras palabras que resuenen más insis-tentemente a lo largo de la historia alemana. Enplena Edad Media, tiene la audacia el maestro Eckhartde afirmar que la realidad suma—la divina—se halla,no fuera, sino en lo más íntimo de la persona, yllama a esa realidad «el desierto silencioso de Dios».Leibniz fabricará intelectualmente un mundo com-puesto de Yos, en cada uno de los cuales nada pe-

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netra. Las mónadas no tienen ventanas. Kant da elpaso decisivo. Deja sólo una mónada, deja un soloy único Yo, centro y periferia de toda realidad.

Descartes y Kant, las dos figuras mayores de lafilosofía moderna, levan ancla con idéntico estadode ánimo: la suspicacia. Mas pronto surge la moda-lidad dispar en ambos. A primera vista parece quesiguen coincidiendo; en los dos, la duda concluyecuando encuentran el yo. Pero Descartes no encuentrael yo solitario, sino junto, al lado de la materia, dela corporeidad. Para él son pensée y étendue dosrealidades igualmente primarías. La consecuencia esque la pensée en Descartes queda teñida de una ciertamaterialidad meridional. La prueba es que la penséese le convierte en alma, la cual habita en la exten-sión, es inquilina de lo externo. Y no le basta con lo-calizarla vagamente, sino que la aloja en la glándulapineal. ¿ Se concibe el Yo de Kant avecindado en unaglándula? La subjetividad de Kant es incompatiblecon toda otra realidad: ella es todo. Nada positivoqueda fuera. Se ha abolido el Fuera, hasta el puntode que, lejos de estar la conciencia en el espacio, esel espacio quien está en la conciencia.

Añadamos, pues, a la suspicacia esta segunda fac-ción de la filosofía kantiana: subjetivismo.

El sistema de Kant y los de sus descendientes hanquedado en la historia de la filosofía con el títulomás bonito. Se los llama «idealismo». El bloque delidealismo alemán es uno de los mayores edificios quehan sido fabricados sobre el planeta. Por sí sólo bas-taría para justificar y conseguir ante el universo la

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existencia del continente europeo. En esa ejemplarconstrucción alcanza su máxima altitud el pensa-miento moderno. Porque, en verdad, toda la filosofíamoderna es idealismo. No hay más que dos notablesexcepciones: Spinoza, que no era europeo, y el ma-terialismo, que no era filosofía.

Con audacia y constancia gigantes, durante cuatrosiglos, el hombre blanco de Occidente ha exploradoel mundo desde el punto de vista idealista. Ha cum-plido hasta el extremo su misión, ensayando todaslas posibilidades que él incluía. Y ha llegado hastael fin—ha llegado a descubrir que era un error. Sinesa magnífica experiencia de error, una nueva filoso-fía sería imposible; pero, viceversa, la nueva filosofía—y la nueva vida—sólo puede tener un lema cuyafórmula negativa suene así; superación del idealismo.

De ser la fórmula más exacta de cultura, todo granpunto de vista pasa por agotamiento a ser una fórmulade incultura. Porque cultura, en su mejor sentido,significa creación de lo que está por hacer, y no ado-ración de la obra una vez hecha. Toda obra es, fren-te a la actividad creadora, materia inerte y limitada.Así el idealismo, un tiempo nombre de empresas yhazañas peligrosas, se ha convertido en un fetichede la beatería cultural, de los negros de la cultura.Las vagas resonancias de tan bella palabra provocanen la gente de retaguardia deliquios estáticos.

Conviene, pues, advertir que el término «idealis-mo», en su uso moderno, tan poco semejante al an-tiguo, tiene uno de estos dos sentidos estrictos:

Primero. Idealismo es toda teoría metafísica don-de se comienza por afirmar que a la conciencia sólo

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le son dados sus estados subjetivos o «ideas». En talcaso, los objetos sólo tienen realidad en cuanto queson ideados por el sujeto—individual o abstracto.La realidad es ideal. Este modo de pensar es incompa-tible con la situación presente de la ciencia filosófica,que encuentra en pareja afirmación un error de hecho.El idealismo de «ideas» no es sino subjetivismoteórico.

Segundo. Idealismo es también toda moral dondese afirma que valen más los «ideales» que las realida-des. Los «ideales» son esquemas abstractos donde sedefine cómo deben ser las cosas. Mas habiendo hechopreviamente de las cosas estados subjetivos, los «idea-les» serán extractos de la subjetividad. El idealismode los «ideales» es subjetivismo práctico.

IV

Dime lo que prefieres y te diré quién eres. Todapredilección es auténtica confesión. El hecho de queKant, dando voz a la secreta tradición de su raza,se resuelva a hacer de la reflexibilidad substrato deluniverso nos pone de manifiesto el arcano mecanis-mo del alma alemana. ¡Hay tantas otras formas derealidad más obvias que ésta! ¿Por qué preferirla?Hay la realidad de lo sensible, la facies mundi quedecía Spinoza; hay la realidad inmaterial de los nú-meros que escapa a la mano y al ojo, pero tantomejor se deja prender por la razón; hay la realidaddel espíritu espontáneo... Armado de suspicacia, Kant

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pasa a la vera de todo eso con indómito desdén, ycomo el unicornio sólo se inclina ante la mujer, cedesólo ante la realidad que se da cuenta de sí misma,la conciencia de reflexión.

Nótese el problema psicológico que la reflexivi-dad plantea. Para que la conciencia se dé cuenta desí misma, es menester que exista; es decir, hace faltaque antes se haya dado cuenta de otra cosa distinta desí misma. Esta conciencia irreflexiva que ve, que oye,que piensa, que ama, sin advertir que ve, oye, piensay ama, es la conciencia espontánea y primaria. Eldarnos cuenta de ella es una operación segunda quecae sobre el acto espontáneo y lo aprisiona, lo co-menta, lo diseca. Ahora bien: ¿ a cuál de estas dosformas de conciencia corresponde la hegemonía?¿Dónde carga nuestra vida su peso decisivo, en laespontaneidad o en la reflexividad?

La psique alemana y la española son dos máquinasque funcionan de manera muy distinta. Observemoslo que pasa en ambas cuando una excitación del con-torno llega a ellas y reciben una impresión. ¿Quiénes más impresionable, el alemán o el español? Lapregunta es equívoca, porque de cualquiera de ellospodemos decir que es más impresionable que el otro.El español es más fácilmente impresionable; el ale-mán, más hondamente impresionable. Ante una ex-citación, el español reacciona más pronto y reaccionaante estímulos más sutiles. El alemán responde tar-damente y muchas excitaciones pasan para él desaper-cibidas. En cambio, cuando el alemán reacciona lohace todo él.

Imaginemos dos esferas, A y B, que fuesen de ma-

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teria sensible. Sensibilidad es en A una actividad dis-tinta que en B. Cuando del exterior llega una excita-ción a un punto de la esfera española A, sentir es paraella conmoverse ese punto y, por sí mismo, como siél solo fuese la esfera toda, responder hacia el con-torno. En la esfera alemana B, al ser herido un puntono vibra convulsivamente, como en A; su irritabili-dad es inferior; pero, en cambio, propaga elástica-mente su estado a los demás puntos de la esfera. Esésta, pues, en su integridad, quien se impresiona, yla respuesta hacia afuera proviene del volumen esfé-rico integral.

En el primer caso, el sentir consiste en la simplerecepción del estímulo con toda su intensidad, calidady pureza. La reacción es automática como un movi-miento reflejo. En el segundo caso, sentir es articularla impresión primaria con todo el resto de la intimi-dad, y la reacción, más bien que respuesta al estímu-lo singular, será un compromiso entre éste y todo lodemás que el sujeto encierra y es. Aquí la impresiónqueda reducida a un factor mínimo y todo lo pone lareflexión.

Esta contraposición esquemática nos permite desli-zar una mirada en lo recóndito de dos organizacionespsicológicas diversas. El español es un haz de refle-jos ; el alemán, una unidad de reflexiones. Aquél viveen un régimen de descentralización espiritual y su yoes, en rigor, una serie de yos, cada uno de los cualesfunciona en su momento, sin conexión ni acomodocon el resto de ellos. El alemán vive centralizado;cada uno de sus actos viene a ser como el escorzo detoda su persona, que se halla en él presente y activa.

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Las virtudes y defectos de ambas razas proceden deesta opuesta constitución de su aparato psíquico. Vanoserá buscar en el español cohesión y solidaridad íntimas. Resbala por la vida en una existencia, por decirlo así, puntiforme, hecha toda de momentos discontinuos. En cambio, si tomamos aislados cada uno deesos momentos nos sorprenderá la gracia y la impul-sividad de su conducta. A lo que debemos renunciares a hallar concordancia entre dos momentos sucesi-vos. La insolidaridad nacional de nuestro pueblo noes más que la proyección en el plano histórico de lainsolidaridad del individuo consigo mismo. El yo delespañol es plural, tiene un carácter colectivo y desig-na la horda íntima.

Inversamente, es el alma alemana sobremaneraelástica y solidaria. El momento inicial de la impre-sión en que un punto de su periferia se encuentra solofrente a frente del mundo le produce terror. No sesiente fuerte sino cuando la impresión ha sido arro-pada, amparada por todo el resto del alma. Decía Fe-derico Alberto Lange que un boticario alemán nopuede machacar en su mortero si antes no se ha pues-to bien en claro lo que ese acto representa en el siste-ma del universo. De aquí la inevitable lentitud deltempo vital que caracteriza la existencia alemana. Esincapaz de acertar en el presto de la improvisación;su alma tardígrada se moviliza lentamente y es comouna caravana donde no parte el primer camello mien-tras no está apercibido el último.

Tácita o paladinamente, la vida de cada ser es unensayo de apoteosis. De lo que en nosotros hallamosmejor quisiéramos hacer lo óptimo del universo. Se-

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gún Voltaire, si un pavo real pudiera hablar diría quetiene alma y que ese alma está en su cola. La filosofíade Kant es una gigantesca apología de la reflexión yuna diatriba contra todos los primeros movimientos.En lógica descalifica a la percepción, que es un actoprimario de la conciencia. Lo que ella contiene noserá conocimiento; éste empieza donde la reflexiónse apodera de lo percibido y, descuartizándolo, lo re-organiza según los principios del entendimiento, queson formas subjetivas o, como las llama también, «de-terminaciones de la reflexión»—Reflexions-bestim-mungen. En ética deniega el atributo de bondad atodo acto espontáneo, a todo sentimiento que emergeautóctono del fondo personal. Como la percepción enel conocimiento, la emoción en moral debe ser para-lizada, examinada, y sólo será honesta cuando la ra-zón reflexiva le haya dado su visto bueno, elevándolaal rango de «deber». Una misma acción será mala sies querida espontáneamente por ella, y buena cuandola reflexión la ha investido con la forma o uniformede «deber».

Dondequiera vemos a Kant suspender toda espon-taneidad, como si ella fuese sólo una infra-vida, y em-pezar a vivir de esa actividad segunda que es la reflexi-vidad. Sin que ello rompa la unidad de la psique ale-mana, descubrimos que en Kant el yo espontáneo escomo un menor de edad, siempre acompañado de unyo pedagogo. Y lo más curioso del caso es que Kantcree que el espontáneo es este último, invirtiendo es-candalosamente los términos. Ahora bien, en esta ter-giversación consiste esencialmente la pedantería. Pe-

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dance es quien de la reflexión se hace una esponta-neidad.

En esta famosa pedantería radica la fuerza mentalde los alemanes. Porque ciencia es, ineludiblemente,reflexión. Quien no se contente con ser un hombre demundo y quiera ser un hombre de ciencia, habrá dehacerse por fuerza un poco pedante, es decir, un pocoalemán.

El espíritu de Kant se estremece con vago terrorante lo inmediato, ante todo lo que es simple y clarapresencia, ante el ser en sí. Padece ontofobia. Cuandola realidad radiante le cerca siente la necesidad deabrigo y coraza para defenderse de ella. En los Nibe-lungos, de Hebbel, cuando Brunilda llega a las tie-rras claras de Borgoña desde su patria, donde resideuna noche eterna, dice:

No puedo acostumbrarme a tanta luz.Me hace daño, me parece como si estuviese desnuda.Como si ningún vestido juera suficientemente tupido.

Esta sensación de cósmico pavor ha hecho que, des-de Kant, la filosofía alemana deje de ser filosofía delser y se convierta en filosofía de la cultura. La culturaes el traje que Brunilda solicita para defender su des-nudez, es la reflexión que pretende sustituir a la vida.La egregia faena del idealismo trascendental llevaa una intención defensiva y se parece un poco a la delgusano que de su propia saliva urde un capullo aisla-dor. La vida de un alemán es siempre más sencillaque la de otro europeo cualquiera. Esto es tan verdadcomo la viceversa; los pensamientos de un europeocualquiera son siempre más sencillos que los de un

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alemán. Este acertará en la ciencia y se equivocará enla existencia, incapaz de apresar prontamente la gra-cia transeúnte.

Hay en las Memorias de Madame Récamier unaanécdota que recomiendo a la atención de mis amigosalemanes. Esta mujer, la más hermosa de su tiempo,había impuesto dondequiera ese imperio automáticoque logra la belleza con su mera presencia. Inglaterrale había hecho una recepción oficial—sólo porque erade rostro divino. Chamisso cuenta que en una isla delmar del Sur sorprendió a unos indígenas rindiendoculto a una imagen. Al acercarse vió que se tratabade un retrato de madame Récamier arribado a la islano se sabe cómo. Una mañana, hallándose en los ba-ños de Plombières, le entregan la tarjeta de un ale-mán. No era la hora habitual de recibir, pero el tu-desco rogaba con insistencia que madame Récamierle permitiese verla, otorgándole así un honor que am-bicionaba sobremanera. Habituada madame Récamiera tales homenajes insistentes, no halló en ello nadade extraño y recibió al alemán, que era un joven demuy buen aire. El visitante, después de saludarla, sesentó y se puso a contemplarla en silencio. Esta mudaadmiración, halagüeña, pero embarazosa, amenazabaprolongarse. Madame Récamier se aventura a inqui-rir si algún compatriota del joven le había habladode ella y a esta circunstancia se debía el deseo que deverla había manifestado.

—No señora—repuso el joven alemán—; nadieme ha hablado nunca de usted; pero habiendo oídoque se hallaba en Plombières una persona que llevaun nombre célebre, no hubiera querido, por nada del

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mundo, volver a Alemania sin haber contempladoana mujer tan próxima al ilustre doctor Récamier yque lleva su nombre.

V

He intentado que penetremos en el alma de Kant,como los israelitas en Jericó, aproximándonos a ellaen rodeos concéntricos y dando al aire un vario sonde trompetas que distraiga al señor de la fortaleza ynos permita sorprenderlo. Pero ahora llega el instanteineludible de cargar hasta el fondo e invadir el cen-tro mismo de ese espíritu gigante y poderoso.

Los primeros movimientos son torpes, inseguros enel alemán. Está dotado, en cambio, de una reflexiónatlética. No nos extraña, pues, que haga de ésta elsostén de su universo. Mas para ello existe otra razónde muy superior rango. Kant desdeña todo primermovimiento, porque en él no se mueve el alma porsí misma, sino que es movida por los objetos. Al ver,al oír, al desear, on n'agit pas, on est agi. La concien-cia primaria es receptiva y la recepción es pasividad. Laactividad del sujeto no comienza hasta que entra enjuego la reflexión. En ésta el sujeto vive por su pro-pia cuenta, de sus fondos enérgicos—compara, orga-niza, decide—; en suma, actúa. Tanto vale, pues, de-cir que el alemán posee una recia facultad de refle-xión, como decir que el yo alemán es superlativa-mente activo. Aquí tropezamos con el resorte últimoque pone en marcha el kantismo y, en general, todala filosofía alemana.

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Cuanto hemos dicho hasta ahora resulta externo yadjetivo en comparación con esta nueva nota de so-berano activismo. Sólo mirados desde este carácter de-finitivo adquieren su verdadero valor, su justo sentidolos restantes atributos. Así la suspicacia aparecerá aho-ra como una mera tintura histórica y ocasional. Kantes suspicaz no porque nativamente lo sea, sino a fuerde hombre moderno. Su cautela, su burguesismo yese extraño piétinement ante lo real cobran, a la pos-tre, un cariz inverso y se revelan súbitamente comoardides de guerra. Yo no sé sí se me entenderá bien;pero creo que un hombre del Sur, dueño de algún ol-fato, no puede menos de husmear en el magister Kantel tufo del eterno vikingo que en un medio incom-patible busca la única salida franca de su tempera-mento extemporáneo.

Más aún que el criticismo caracteriza a Kant en lahistoria de la filosofía el haber hecho de la ética unapieza esencial en el sistema ideológico. Si de los libroséticos griegos nos trasladamos al de Kant, pronto ad-vertimos en el cambio de tono el cambio de espíritu.Desde la Crítica de la Razón Práctica hablar de morales ya prejuzgar la cuestión, tomándola en un templetrágico y terrible. Cuando hoy decimos «inmoral»sentimos algo violento y capaz de poner espanto enel ánimo, como si viéramos ya a toda la sociedad ani-quilando al así calificado y, sobre todo, al firmamentoderrumbándose sobre él para aplastarlo. La ética enKant se hace patética y se carga de la emoción religio-sa vacante en una filosofía sin teología. ¡ Cuán otratonalidad gozaba en el mundo antiguo! En vez de«moral» e «inmoral», se decía lo laudable y lo vitu-

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perable. El deber en el estoico era TÓ xa6f()cov, Lo de-cente. ~r-> x.aToo6(o¡ia, lo correcto. Diríase que para elmundo antiguo la moral empieza en el plano super-fluo de las finuras vitales, que es una destreza y comouna gracia más de la persona, pero no un sino trágicoy elemental de la vida. Se trata sencillamente de fijarel régimen más certero de la conducta, a fin de quenuestra existencia sea intensa, armoniosa y ornada.«Busca el arquero con los ojos un blanco para susflechas, y ¿no lo buscaremos para nuestras vidas?»Con este ademán deportivo comienza Aristóteles laMoral a Nicómaco y da al viento gentilmente su dar-do vital.

La lógica o metafísica de Kant culmina en su ética.No es posible entender aquéllas sin ésta. Ahora bien :la ética no es filosofía del ser, sino de lo que debe ser.La perenne tradición clásica encuentra, entre las cosasque son, algunas tan perfectas que les reconoce esadignidad y como segunda potencia del ser, que con-siste en «deber ser». De esta manera queda «lo quedebe ser» incluido en el ámbito ingente de lo que esy el pensamiento ético se subordina al lógico o meta-físico. Pero he aquí que Kant proclama el Primadode la Razón práctica sobre la teórica. ¿Qué quieredecir esto? Hasta él la razón había sido sinónimo deteoría, y teoría significa contemplación del ser. Encuanto teoría, la razón gravita hacia la realidad, labusca escrupulosamente, se supedita humilde a ella.Dicho de otra manera, lo real es el modelo y la razónla copia. Pensar es aceptar. Mas como la realidad noes razón, estará ésta condenada a recibir la norma yla ley de un ajeno poder i-racional o a-racional, in-

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congruente con ella. Este es el momento en que Kantarroja la máscara. Por detrás de su primer gesto cau-teloso se resuelve a la audacia sin par de declarar quemientras la razón sea mera teoría, pulcra contempla-ción, la razón será irracional. La razón verdadera sólopuede recibir la ley de su propio fondo, autonómica-mente; sólo puede ser razón de sí misma, y en lugarde atender a la realidad irracional—por tanto, siem-pre precaria y problemática—necesita fabricar por síun ser conforme a la razón. Ahora bien, esta funcióncreadora, extraña a la teoría, es exclusiva de la vo-luntad, de la acción o práctica. No hay más razón au-téntica que la práctica. El conocimiento deja de ser unpasivo espejar la realidad y se convierte en una cons-trucción. Eso que vulgarmente se llama realidad esmero material caótico y sin sentido que es preciso es-culpir en cuerpo de universo.

No creo que en toda la historia humana se hayaejecutado una inversión más osada que ésta. Kant lallama su c hazaña copernicana». Pero, en rigor, esmucho más. Copérnico se limita a sustituir una rea-lidad por otra en el centro cósmico. Kant se revuelvecontra toda realidad, arroja su máscara de magistery anuncia la dictadura.

De contemplativa, la razón se convierte en cons-tructiva y la filosofía del ser queda íntegramente ab-sorbida por la filosofía del deber ser. Conocer no escopiar, sino, al revés, decretar. «En vez de regirse elentendimiento por el objeto, es el objeto quien ha deregirse por el entendimiento.» Consideraba Platónque el filósofo no es más que un filotbeamón, unamigo de mirar. Para Kant, el pensamiento es un le-

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gislador de la naturales Saber no es ver, sino man-dar. La quieta verdad se transforma en imperativo.

Nosotros, gente mediterránea y, por lo tanto, con-templativa, quedaremos siempre estupefactos viendoque Kant, en vez de preguntarse: ¿cómo habré yode pensar para que mi pensamiento se ajuste al ser?.se hace la opuesta pregunta: ¿cómo debe ser lo realpara que sea posible el conocimiento, es decir, la con-ciencia, es decir, Yo?1 La actitud de la inteligenciapasa de humilde a conminatoria. Entonces nos acor-damos de los magníficos bárbaros blancos que irrum-pieron un día las glebas blandas e irradiantes del Sur.Eran un tipo nuevo de hombres que, como dice Pla-tón de los escitas, se caracterizaban por su ímpetu—GUJIOQ. Con ellos entra en la historia un principionuevo, al cual se debe la existencia de Europa; la vo-luntad personal, el sentido de la independencia autó-noma frente al Estado y al Cosmos. Bajo su influjo,la vida, que era clásicamente una acomodación delsujeto al universo, se convierte en reforma del uni-verso. La posición pasiva queda abolida y existir sig-nifica esforzarse. Dondequiera que la pura inspiracióngermánica sopla germina un principio activista, diná-mico, voluntarista. A la física de Descartes, que esinerte geometría, Leibniz agrega la noción de fuerza

1 Véase sobre Fichte el reciente libro de Heinz HeimsoetbFichte (Revista de Occidente, Madrid), tal vez el único buenoque hasta ahora existe sobre tan difícil filósofo. En qué me-dida este prurito reformista de lo real sea común a toda laépoca moderna, puede verse en mi ensayo «El ocaso de las re-voluciones» de El tema de nuestro tiempo. [Publicado en estacolección.]

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—vis, ímpetus, conati<>. La realidad no es otra cosasino afán. Y del seno de Kant como el fruto reveladorde la simiente, va a emerger frenético Fichte, susten-tando paladinamente que la filosofía no es contempla-ción, sino aventura, hazaña, empresa—Tathandlung.

He aquí lo que yo llamo una filosofía de vikingo.Cuando a lo que es se opone patéticamente lo quedebe ser, recelemos siempre que tras éste se oculta unhumano, demasiado humano yo «quiero»

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ANEJO A MI FOLLETO «KANT»

publicado aparte las páginas sobre Kant queen 1924 aparecieron en la Revista de Occi-

dente. Estas páginas no son más que una jaculatoriade centenario. No se habla en ellas propiamente de lafilosofía de Kant, sino de la relación entre Kant y sufilosofía.

Esta manera de tratar una filosofía no hablando deella misma, sino de su articulación con el hombre quela produjo, no es un capricho ni una curiosidad com-plementaria. Yo creo que en ello consiste la verdade-ra substancia de una historia de la filosofía.

Una idea o sistema de ideas pueden ser considera-dos desde dos puntos de vista opuestos: desde dentroo desde fuera. Cuando miramos una doctrina desde suinterior nos encontramos rodeados de ella; es ellanuestro horizonte, estamos solos ella y nosotros ynuestra faena intelectual sólo puede consistir en com-prenderla y juzgar si es verdadera o errónea. Pero unavez que la hemos comprendido podemos salir de ellaal aire libre y entonces somos ya tres: cada cual, ladoctrina y el gran mundo físico e histórico que nos

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cobija a ambos. Entonces vemos la doctrina por suexterior como un hecho entre otros innumerables, si-tuado en nuestro paisaje histórico. La doctrina es unhecho mental, por tanto, algo que ha acontecido enun hombre. Vista así, la filosofía kantiana aparececomo una serie de ideas que le ocurrieron al hombreKant.

De las ideas, es decir, de aquello que nuestros actos<íe pensar actualáan, suele decirse que son eternas.Esto es en muchos sentidos un error, pero en algunosun error inocente. Las ideas, en rigor, son intempora-les y la intemporalidad sólo coincide con la eternidaden ser invulnerable al diente del tiempo, máximo roe-dor. Su parecido, pues, se parece, a su vez, al que tienenlas ostras con los caballos por no subirse a los árboles.Es evidente, sin embargo, que dondequiera nos intere-se decir que algo no varía con el tiempo y nada másque esto, podemos impunemente confundir lo eternoy lo intemporal. Al hacerlo cometemos un delito deconocimiento—un error—, pero de tal linaje que noexiste pena adscrita a él en el código del universo.Claro es que donde quepa esta sustitución de calidadesdiferentes sin riesgo alguno no se trata de una actua-ción propiamente cognoscitiva, sino de una «opera-ción» intelectual. En la «operación» el intelecto nousa las ideas como órganos de conocer, sino como uten-silios privados que le sirven en su doméstica eco-nomía.

La matemática emplea a toda hora estas sustitucio-nes, que, en rigor, son confusiones, porque, más queotra ciencia, consiste en mera «operación». No hay,empero, ciencia alguna que en algún momento no

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deje de pensar sensu stricto para ocuparse en simpleagitación operatoria. Toda igualdad o identificaciónbasada en pura negación es, como conocimiento, va-cía, pero acaso útil a la técnica mental,

Al hacer constar el carácter intemporal de toda ideasubrayamos, no más, la imposibilidad de añadirle in-mediatamente como predicado tal o cual fecha. Noobstante, esas ideas tan intemporales cobran un carizde temporalidad al proyectarse en una mente. El actoen que las pensamos va esencialmente anclado en uninstante del tiempo, como toda realidad. Ya que noellas, su presencia y ausencia en la mente humana tie-nen, pues, una historia. Esta aventura que a algunasideas sobreviene de pasar por el hombre, plantea elsiguiente problema al conocimiento: si ellas existenindiferentes al tiempo, intactas de él, en puro acro-nismo, ¿por qué en tal tiempo tal hombre descubretal idea? Se nos impone la imagen inmarcesible dePlatón: un mundo sobreceleste, sin transcurso tem-poral, donde las ideas residen, y otro inframundo, tem-poral, donde los hombres arrastran su existencia cró-nica. De pronto una de esas ideas se filtra desde sutrasmundo al nuestro. Evidentemente ha encontradoun poro de formato apropiado para deslizarse en nues-tro orbe. Ese poro es la mente de un hombre, es unhombre. La historia de las ideas—expresión incorrec-ta—investiga el proceso del descendimiento y expul-sión de las ideas sobre y de la mente humana. En ellano nos ocupamos in modo recto de las ideas—lo quesería sistema y no historia—ni tampoco de los hom-bres—lo que sería, sin más, historia, pero no historiade ideas—, sino que estudiamos el modo de contacto

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entre aquéllas y éstos. Si hasta Kant no se piensantales ideas, es evidente que entre tales ideas y el hom-bre Kant existe alguna afinidad. ¿Cuál es ésta? Todoproblema es una agresión a nuestro intelecto; poreso, desde siempre, la filosofía le ha dado como atri-buto cuernos. No cloroformicemos al que ahora seacerca a nosotros, no disminuyamos su violencia agre-siva. Las ideas, por lo pronto e inmediatamente, nose parecen nada a los hombres. El teorema de Pitágo-ras no se parece a Pitágoras. Entre las ideas y la men-te no hay más semejanza que la existente entre losobjetos de uso y la mano que los toma y maneja. Porconsiguiente, aquella afinidad es una gran cuestión, lacuestión que justifica el cultivo de una magnífica dis-ciplina, aun en sus años menores: la historia de lafilosofía.

Lo que todavía suele presentarse bajo esta denomi-nación es sólo el espectro de una verdadera historiade la filosofía. ¿Qué acostumbra a ofrecernos? La se-rie temporal de las doctrinas, la continuidad aparenteentre ellas. Los sistemas se suceden como engendradosmágicamente, arcana emanación unos de otros. Asis-timos, en efecto, a una sucesión, a un movimiento;pero como acontece en la cinemática, se nos describeun punto en traslación pero no se nos dice por quése mueve, no se nos habla de las fuerzas impulsoras.Toda la historia de la filosofía al uso es, en este sen-tido, pura cinemática. No se vea en esto censura;con que sea eso no es ya poco. La mera inteligenciade las doctrinas pasadas es cosa que no se había lo-grado hasta ahora. Puede decirse que ésta es la pri-mera generación que, en verdad, comienza a entender

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lo que se ha pensado sobre filosofía en el pretérito.La anterior no entendía, y, por lo mismo, inventabalos sistemas.

Pero claro es que en una historia cinemática elnombre de historia va empleado sin su pleno sentido.Esa historia conserva de la auténtica tan sólo algunosmomentos abstractos, como son la consideración tem-poral o sucesiva y la intención de restablecer su con-tinuidad. Pero en ella las ideas caen dentro del rega-zo de cada tiempo sin que se sepa cómo: no se asistea su génesis. Vemos lo pensado, pero no la actividadde pensar hirviendo la materia para alquitarar la doc-trina. Pasan los dogmas en hierática procesión, sinpisar sobre la tierra, sin peso ni angustias. Es unahistoria de espectros.

Frente a esa cuasi-historia yo postulo una historiadinámica en que no se vean sólo las ideas en línea,sino que averigüe cuáles fuerzas históricas efectivassostienen cada punto de esa línea y lo empujan. Ahorabien, el atributo «histórico» sólo posee su íntegrosentido cuando se refiere a la totalidad de la vidahumana.

Toda consideración de la serie temporal de los sis-temas que no muestre a éstos emergiendo de la ínte-gra vida de sus autores es abstracta, y si no se dacuenta de ello, es falsa. Un ademán en esta dirección—y nada más—pretende ser mi folleto sobre Kant.

Cuanto va dicho no implica ni remotamente laopinión de que sea la historia del kantismo, y, en ge-neral, la consideración histórica de la filosofía, lo quemás puede interesarnos. Aunque parezca mentira,acaece que aún no somos dueños plenamente de la

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ideología kantiana. En la literatura filosófica actualfaltan dos libros sobre Kant.

Uno de ellos sería una exposición del kantismo queestuviese a la altura de los tiempos. Que yo sepa, estelibro no existe. Kant fue descubierto hacia 1870.Aquella generación hizo un genial esfuerzo para re-construir el pensamiento kantiano. Eran tiempos depositivismo, que quiere decir no-filosofía. Los neo-kantianos—Cohén, Riehl, Windelband—eran hom-bres de su tiempo, de alma positivista. Pero su sensi-bilidad filosófica les hizo presumir que el positivismono era filosofía, sino ciencia particular aplicada a te-mas filosóficos. Por eso buscaron un maestro de filo-sofía bajo cuya disciplina cupiese reconquistar el nivelpropiamente filosófico. Les faltaba ante Kant liber-tad; era ya faena sobrada conseguir reentenderle. Senota en ios grandes libros de exégesis kantiana apa-recidos entonces—y que siguen siendo los libros ca-nónicos sobre el pensador regiomontano—la angustiadel esfuerzo para capturar la sutileza kantiana. Nollegan nunca a la plenitud de la idea. Pero, además,era para ellos el kantismo, a la par que un hecho his-tórico, su propia filosofía. Y como eran de alma posi-tivista no podían ver en Kant sino lo que era compa-tible con su modo de sentir. Este es el inconvenientede que un sistema pretérito se convierta en una doc-trina actual. La necesidad presente enturbia la purezadel hecho histórico y la letra histórica traba la idea-ción libre.

De aquí que en los grandes libros de Cohén y Riebiabunde el kabalismo, la interpretación forzada o ar-bitraria, y, sobre todo, que se dejen fuera haces ente-

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ros de la inspiración kantiana. Así resulta de esos li-bros completamente incomprensible cómo después deKant vinieron los postkantianos y no, desde luego, losneokantianos.

La generación siguiente a estos restauradores deKant fue discipular y no hizo otra cosa que mante-nerse dentro del perfil trazado por los maestrosde 1870. Ahora a il grido una tercera generación,que tiene las manos completamente libres frente a laletra kantiana y además ha pasado por la escuela neo-kantiana. El Kant de estos nuevos es lo que echamosde menos. Tal vez Heimsoeth se decidirá a compo-nerlo: un Kant sin neokantismo, es decir, sin limi-tación positivista, sin angustia, sin detenerse en cues-tiones previas y elementales que hace sesenta añoseran, en efecto, tremendas; por ejemplo: la evita-ción del psicologismo, y, sobre todo, que no dibuje unKant del cual puedan salir Fichte y Schelling y Hegel1.

Pero al lado de este libro yo entreveo otro no me-aos necesario y de tema completamente distinto. Enél no se trataría de fijar el sentido de la letra kantia-na, de exponer la ideología que Kant formalmentepensó. Lo que Kant formalmente pensó no es ya paranosotros tema vivo. Ni lo es su criticismo—menosrigoroso que el nuestro—, ni lo es su idealismo, quehoy nos parece enfermo de «subjetivismo». ¿No hay

1 El libro tan celebrado de Kroner, Von Kant zu Hegel,me parece un gran error, porque adopta la actitud menos acep-table, cual es explicar a Kant desde Hegel, como si Hegelfuese la actualidad. Con ello renuncia a todos los medios queU técnica filosófica presente nos proporciona para aclarar lasCriticas.

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en Kant algo más profundo, original, grave, fértilque todo eso? Si sólo eso fuese, ¿seguiría instalado alfondo de nuestro horizonte como una serranía aúnno del todo traspuesta? Porque la situación es, inne-gablemente, ésta: todo el mundo—se entiende, todoel mundo que cuenta—no sólo no es kantiano, sinoque cree ser antikantiano, 7, sin embargo, todo elmundo siente que Kant no ha muerto, no es íntegra-mente un ilustre pasado. ¿Qué hay de actual, de vivo,en Kant? ¿Cómo se puede entender esa situacióncontradictoria?

Yo respondería—hablando esquemáticamente—deeste modo: la doctrina de Kant, los pensamientosformulados en sus libros, no diré que han muerto,para no correr riesgo de practicar asesinato, pero síque son inactuales. Con esto no se pretende senten-ciar que sean en todo o en parte erróneos. No hayduda que trozos enteros de Kant, con pequeñas modi-ficaciones, siguen siendo verdad, por ejemplo, su teo-ría de la ciencia física. Pero aun eso que es verdad,lo poseemos hoy en forma superior y más rigorosaque la de su letra y aun que la de su concreta inten-ción. En cambio, lo que hay vivo en Kant es su granproblema, el que por vez primera él toca y graciasa él penetra en nuestro horizonte intelectual. Esteproblema es más hondo que las soluciones kantianas.Kant no lo domina, lo entrevé, lo palpa, lo tropieza.Ahora bien, nosotros nos encontramos casi en la mis-ma situación, es decir, que su problema es el nues-tro; entiéndase bien, es nuestro problema, es lo quevemos delante y no dominamos aún—por eso es lovivo en Kant. Nada es vivo sino en la medida en

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que es y sigue siendo problema, y esto vale, no sólopara la vida teorética, sino para todos los demás ór-denes. Ensaye el lector realizar el pensamiento de unavida que consistiese en pura denominación y no cons-tase esencialmente de elementos que no dominamosy nos oprimen en torno. Este pensamiento es impo-sible; por eso la vita beata es un delicioso cuadradoredondo que el cristianismo propone consciente desu imposibilidad.

¿Cuál es ese problema que palpita en el subsuelodel kantismo? No es fácil de enunciar y dudo mu-cho que lo perciba quien no se ocupe muy rigorosa-mente de asuntos filosóficos. Para hallarlo en Kantes preciso desentenderse de la «filosofía» de Kant,como hay que desentenderse de la planta cuando in-teresa la raíz.

Pero, hablando enérgicamente, ¿puede decirse quehay una «filosofía» de Kant? Los neokantianos hancontribuido sobremanera a oscurecer el hecho indis-cutible de que los libros de Kant, sus geniales Crí-ticas, no contienen la filosofía de Kant. Jamás éstelas consideró como expresión de su sistema. Son sólopreparación y «propedéutica», son prceambula fidei,Como a los neokantianos les interesaba sólo el cri-ticismo, se obstinaron en cegarse para tan evidentehecho. La verdad es que en las Críticas no reside laauténtica filosofía de Kant, por la sencilla razón deque Kant no llegó a poseer una filosofía.

Es curiosa la siguiente coincidencia. Los dos filó-sofos más originales de la humanidad y, a la vez, losdos que han ejercido más radical influencia—Platóny Kant—, no han llegado a poseer una filosofía. No

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es ello el menor motivo para que hayan sido ambospensadores tema inagotable de disputas interpreta»-rías. Tal coincidencia se complica con esta otra:ni Platón ni Kant llegaron a tener una filosofía, por-que fueron dos mentes de lento desarrollo y no arribarón a la madurez de su inspiración sino cuandohabía ya pasado la de sus vidas. De Kant nadie loignora. En cambio, el público culto, y aun parte delfilosófico, suelen representarse a Platón como un»criatura feliz que, en su florida juventud y sin es-fuerzo, encuentra un sistema redondo de pensamien-tos que le exalta, proporcionándole una vida embria-gada de confianza y de luz—aleo, en suma, pare-cido a Rafael de Urbino. La verdad es lo contrario.La vida de Platón es una de las cosas más tristes ylamentables y sordamente trágicas que se puedencontar. Ahora resulta que Platón no llegó a poseerjamás la famosa «teoría de las ideas» que desdesiempre se le atribuye. Fueron más bien las «Ideas»quienes le poseyeron a él y lo trajeron y llevaronazacanado toda su vida sin un momento de reposoy claridad doctrinal. Una relativa madurez de supropio descubrimiento no es logrado por Platón hastadespués de los sesenta años—aun más tardío queKant. Puede precisarse este momento en el diálogoSophistes. Y esta madurez consistió en advertir Pla-tón que se había equivocado toda su vida al creerque lo importante es ir de las cosas a la Idea, cuandola verdadera cuestión está en mostrar cómo la Ideareside en las cosas. A esta convicción llega Platón,probablemente, empujado por las subversiones de susdiscípulos, sobre todo de Aristóteles. En esa altura

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de la vida cae en la cuenta de que está todo porhacer, pero ya no tiene tiempo para construir efec-tivamente su filosofía. Parejamente, se afana Kanten sus últimos años por edificar un sistema. Mas lasfuerzas declinan y quedan sólo los fragmentos de suOptts postvtnun'.

Por eso importaría mucho sumergirse audazmenteen Kant y extraer de su fondo la perla rara, su supre-ma originalidad

Reduciendo el asunto a su última cifra se trata,a mi juicio, de lo siguiente:

Se dice que la substancia del pensamiento kantianoes su idealismo trascendental, y se resume éste en lafrase textual tque nosotros no conocemos de las co-sas sino lo que hemos puesto en ellas». Más técni-camente formula lo mismo Kant diciendo: «Lascondiciones de la posibilidad de la experiencia sonlas mismas que las condiciones de la posibilidad delos objetos de la experiencia.» Cohén, Natorp y losdemás neokantianos ortodoxos, reducen esta posicióna la tradicional del idealismo para el cual «el ser espensar».

Y ocurre que la filosofía ha sido y será siempre,ante todo, pregunta por el ser. Pero esta pregunta:¿qué es el ser?, contiene un equívoco radical. Porun lado significa la pesquisa de quién es el ser, dequé género de objetos merecen primariamente esepredicado. La historia de la filosofía, casi íntegra-mente, desde Tales a Kant, consiste en la serie de

1 Véase Kants Opus postumttm, crítica y exposición porErich Adiekes, Berlín, 1920

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respuestas a pregunta tal. Y en solemne procesiónvemos pasar los diferentes objetos o algos que hanido tomando sobre sí la unción de ese predicado desdela «humedad» en Tales y la «Idea» en Platón hastala mónada leibniziana. El idealismo, en todas susespecies, no es sino una de esas respuestas a la mis-ma susodicha pregunta. Siempre que se ha dicho «elSer es el Pensar», se ha entendido que el pensar—sea el pensar berkeleyano o realidad psíquica, seael pensar como objeto ideal o concepto—era el Ente,era la «cosa» propietaria auténticamente del predi-cado Ser.

Pero la pregunta ¿qué es el Ser?, significa tam-bién, no quién es el Ser, sino qué es el Ser mismocomo predicado, sea quien quiera el que es o el ente.Para todo el pasado hasta Kant, esto no era cuestión—salvo tal vez los {sofistas!—, o, por lo menos,no era cuestión aparte de la otra y previa a ella.Parecía tan indiscutible que ni se reparaba en elloo, mejor, viceversa, no se discutía porque no se vis-lumbraba. El Ser era lo propio del ente—con locual la investigación quedaba disparada sobre éste.Y como el ente era siempre una «cosa»—sea la ma-teria palpable, sea la «cosa» supersutil o idea—el sersignifica el carácter fundamental y más abstracto dela «cosa», su «cosidad» o reeditas, en suma, su en-sí.Esta es la noción latente del ser en todo el pretéritohasta Kant: el ensimismamiento del ser. (Para quese me entienda sin dificultad diré que la idea menosposible en todo ese pasado habría sido la afirmaciónde que ser es un algo relativo, que consiste en unarelación subsistente.) La reforma de Descartes, con

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ser tan radical, se detiene aquí 7 es la única cosa deque no se le ocurre dudar. El ente metódicamente pri-mario es el «yo», pero el ser del yo no es, como ser,diferente del de los cuerpos cuya existencia le parecesospechosa. El «yo» de Descartes es también en si.

Pero he aquí que, según Kant, los entes cognosci-bles no son en sí, sino que consisten en lo que nos-otros ponemos en ellos. Su ser es nuestro poner. Pero,a diferencia de Cartesio, el sujeto que ejecuta la po-sición no tiene tampoco ser en sí. Este poner es unponer intelectual, es pensar, y así llegamos a la tra-dicional fórmula idealista: el ser es pensar.

Mas éste es el punto donde yo quisiera retener laatención del lector, suponiendo que algún lector mehaya seguido por tan ásperos vericuetos.

El doble sentido de la pregunta: ¿qué es el ser?,se reproduce en la respuesta: el ser es el pensar.Antes de Kant, esta vieja fórmula significa que nohay más realidad que el pensamiento, pero que elpensamiento es en sí, que el pensamiento es la «cosa»en verdad existente. Mas en Kant tiene, por lo pronto,otro significado que es el nuevo, el original, el insos-pechado. Kant—sin darse tal vez cuenta perfecta deello—ha modificado el sentido de la pregunta onto-lógica y, en consecuencia, la significación de la res-puesta. Kant no quiere decir que las «cosas» del mun-do se reducen a la «cosa» pensamiento, que los entessean modos secundarios del ente primario pensa-miento—lo que Kant rechaza y que llama «idealis-mo material». Pero no se trata de los entes, sino deque el ser de los entes—cualesquiera que éstos sean,corporales o psíquicos, en tanto que cognoscibles—

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carece de sentido si no se ve en él algo que a las co-sas sobreviene cuando un sujeto pensante entra enrelación con ellas. Por lo visto, el sujeto pone en eluniverso el ser; sin sujeto no hay ser. El, el sujetopor sí o en sí, tampoco tendría ser si él mismo nose lo pusiera al conocerse. De este modo se convierteel ser de teosa» en acto. Pero no se recaiga en lo queprecisamente queremos evitar: no se trata de queahora lo único que es (donde ser = en sí) resulte unacto, con lo cual no haríamos sino convertir el actoen una cuasicosa o quisicosa. No es el acto quien es,sino que el acto «produce» el ser, lo pone1. Dichoen otra forma: ser no es ninguna cosa por sí mismani una determinación que las cosas tengan por supropia condición y solitarias. Es preciso que ante las«cosas» se sitúe un sujeto dotado de pensamiento,un sujeto teorizante para que adquieran la posibili-dad de ser o no ser. Del mismo modo, una cosa noes igual a otra si no hay además de ellas un sujetoque las compara. Pues así como la igualdad es unacalidad que en las cosas surge como reacción a unacto de comparar y sólo en función de éste tiene sen-tido, así, generalizando, tendremos que el ser o no serbrota en las cosas al choque con la actividad generalteorética. Teoría es acto de un sujeto y es siempre, antetodo, pregunta, y esta pregunta teorética es siemprepregunta por el ser. El comparar es ya una especifi-cación del preguntar.

1 En los últimos años preocupa vivamente a Kant estanoción de poner y ponerse a sí mismo el Yo que surge inde-liberada en sus Críticas y va a ser tan magníficamente cabal-gada por Fichte, Schelling y Hegel.

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Este descubrimiento de que el ser sólo tiene sen-tido como pregunta de un sujeto, sólo podía hacerloquien ha disociado las dos significaciones del términoser y se ha atrevido a reformar el valor inveteradodel concepto ser como él en-sí. Ahora resulta todo locontrario: el ser no es él en-sí, sino la relación a unsujeto teorizante; es un para-otro, y ante todo unpara-mt. De aquí que en Kant, por primera vez—sal-vo los ¡sofistas!—, resulte imposible hablar sobreel ser sin investigar antes cómo es el sujeto cognos-cente, ya que éste interviene en la constitución delser de las «cosas», ya que las teosas» son o no sonen función de él.

Y, sin embargo, que el ser sea pregunta y, porquepregunta, pensamiento, no obligaba lo más mínimoa Kant para adoptar una solución idealista. Esto es,a mí juicio, lo ultravivo en el kantismo, lo que novieron nuestros maestros neokantianos, ni sé si lospensadores actuales'. Que el ser no tenga sentido yno pueda significar nada si se abstrae de un sujetocognoscente, y, por tanto, que el pensar intervengaen el ser de las cosas poniéndolo, no implica que losentes, que las cosas, al ser o no ser, se conviertan enpensamiento, como dos naranjas no se transformanen algo subjetivo porque su igualdad sólo exista cuan-do un sujeto las compara. Kant protesta siempre que

1 Hartmatm, en su estudio Mus allá ¿el idealismo y delrealismo, se queda, como suele, en formalidades. Está anun-ciado un libro de Heidegger sobre Kant y el problema de lametafísica; espero de él un paso decisivo en la dirección quearriba apunto. En la fecha de entregar estas páginas no ha apa-recido aún.

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presume una interpretación idealista, es decir, sub-jetivista, de sus «objetos de la experiencia», porque,según su intención radical, la intervención del pen-samiento y, por tanto, del sujeto en el ser de las co-sas, no traía consigo la absorción de las cosas en elpensamiento ni en el sujeto. De hecho, el desarrollode su ideología le lleva al idealismo subjetivista;pero yo sostengo que el estrato más hondo del kan-tismo, su núcleo original, se puede libertar perfecta-mente de esta interpretación.

Subrayo esa raíz de la ideología kantiana como lomás vivo hoy en ella, porque creo que el tema denuestro tiempo en filosofía coincide con ella. Has-ta 1900, la filosofía es subjetivismo, paladino o lar-vado. Fue preciso curar tal error y conquistar la obje-tividad, libertarse de las equivocaciones—esto eranen resumen—que nutrían al subjetivismo. Pero ahoraque la nueva 'técnica conceptual permite despreocu-parse de tales confusiones, es necesario otorgar alsujeto valientemente todo lo que le corresponde, yreconocer las más urgentes perogrulladas. El casomás crudo de éstas es que el conocimiento, sin vaci-lación posible, consiste en actividades de un sujetoque es el hombre; por tanto, que el conocimientoes subjetividad de arriba abajo, y que, precisamentepor serlo, llega en principio a aprehender la másestricta objetividad. Así, todo concepto o significaciónconcibe o significa algo objetivo (toda idea lo es dealgo que no es ella misma), y, no obstante, es inne-gable que todo concepto o significación existe comopensado por un sujeto, como elemento de la vida deun hombre. Resulta, pues, a la vez subjetivo y obje-

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tivo. Esta situación resulta paradójica, porque estávista desde un nivel filosófico, que es precisamenteel que, a mi juicio, hemos superado. Si en vez dedefinir sujeto y objeto por mutua negación, apren-demos a entender por sujeto un ente que consisteen estar abierto a lo objetivo; mejor, en salir alobjeto, la paradoja desaparece. Porque, viceversa, elser, lo objetivo, etc., sólo tienen sentido si hay al-guien que los busca, que consiste esencialmente enun ir hacia ellos. Ahora bien, este sujeto es la vidahumana o el hombre como razón vital. La vida delhombre es en su raíz ocuparse con las cosas del mun-do, no consigo mismo. El moi-méme de Descartes,que sólo se da cuenta de sí, es una abstracción queacaba siendo un error. El je ne suis qu'une chose quipense es falso. Mi pensamiento es una función par-cial de «mi vida» que no puede desintegrarse delresto. Pienso, en definitiva, por algún motivo que noes, a su vez, puro pensamiento. Cogito quia vivo,porque algo en torno me oprime y preocupa, porqueal existir yo no existo sólo yo, sino que «yo soy unacosa que se preocupa de las demás, quiera o no».No hay, pues, un moi-méme sino en la medida enque hay otras cosas, y no hay otras cosas si no lashay para mí. Yo no soy ellas, ellas no son yo (anti-idealismo), pero ni yo soy sin ellas, sin mundo, niellas son o las hay sin mí para quien su ser y elhaberlas pueda tener sentido (anti-realismo).

Y he aquí cómo llegamos a una actitud radical-mente liberada de todo «subjetivismo» y que, sinembargo, da de pronto un significado imprevisto ala sentencia más desacreditada de todo el pasado filo-

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sófico: la frase de Protágoras «el hombre es la me-dida de todas las cosas, de las que son en cuanto queson, de las que no son en cuanto que no son». ¿Porqué ha indignado siempre tanto esta doctrina y estafórmula? Verdad es que cuando algunos la han he-cho suya—como los positivistas y los relativistas—lahan desprestigiado gravemente, convirtiéndola en unaestolidez. Pero ¿cómo dudar de su evidencia? De-biera haber bastado con meditar un poco sobre loque es «medida» para que resplandeciese su soberbiaverdad. Las cosas por sí no tienen medida, son des-mesuradas, no son más ni menos, ni así, ni del otromodo, en suma, ni son ni no son. La medida de lascosas, su modo, su ni más ni menos, su así y no dela otra manera, es su ser y este ser implica la interven-ción del hombre1.

En esta dirección fuera, en mi entender, fecundaestudiar las entrañas del kantismo. Ello nos daría,frente al Kant que fue, un Kant futuro. ¡Qué fiso-nomía más distinta de la tradicional nos ofreceríanestos góticos edificios de las Críticas! Porque lo di-cho es sólo una ligerísima insinuación sobre un solopunto, bien que decisivo. A éste fuera necesario añadirotro más grave aún, si cabe, y que puede enunciarseasí: ¿Qué es, hablando con precisión y lealtad, la«razón práctica», esa razón que, a diferencia de lateorética, es «incondicionada», absoluta, bien queválida sólo para el sujeto como tal y no para las co-sas de la ciencia física ni de la metafísica? La razón

1 El cardenal Gusano hacía profundos retruécanos deli-rando mensura de meas.

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práctica consiste en que el sujeto (moral) se deter-mina a sí mismo absolutamente. Pero... ¿no es estomuestra vida» como tal? Mi vivir consiste en acti-tudes últimas—no parciales, espectrales, más o me-nos ficticias, como las actitudes sensu stricto teoré-ticas. Toda vida es incondicional e incondicionada.¿Resultará ahora que bajo la especie de «razón pura»Kant descubre la razón vital? !.

1 Sobre todo esto hablo largamente en mi estudio Soirtla razón vttal, que no tardará en publicarse. Allí espero apun-tar por qué y cómo es preciso, a mi juicio, replantear la cues-tión del «pensar Sintético», otro gigantesco descubrimiento deKant

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LA «FILOSOFÍA DE LA HISTORIA» DE HEGELY LA HISTORIOLOGÍA

r^ ON esta versión de la Filosofía de la Historia, de^-^ Hegel, comienzo a publicar una Biblioteca deHistoriologia. Esta palabra—historiología—se usaaquí, según creo, por vez primera. Convendría pues,conjuntamente, aclarar cuál sea su significado y porqué al frente de lo que ella enuncia colocamos aHegel con aire de capitán l.

Lo que vale más en el hombre es su capacidad deinsatisfacción^ Si algo de divino posee es, precisa-mente, su divino descontento, especie de amor sinamado y un como dolor que sentimos en miembrosque no tenemos. Pero bajo el gesto insatisfecho dejoven príncipe Hamlet que hace el hombre ante eluniverso se esconden tres maneras de alma muy dife-rentes : dos buenas y una mala.

Hay la insatisfacción provocada por lo incompletoe imperfecto de cuanto da la realidad. Este sentimien-

1 Lo que sigue son algunos apuntes para un prólogo ala traducción española del famoso curso de Hegel, que, porvez primera vertido a idioma ktino, publicó en sus edicionesla Revista de Occidente.

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to me parece la suma virtud del hombre: es leal con-sigo mismo y no quiere engañarse atribuyendo a loque le rodea perfecciones ausentes. Esta insatisfacciónradical se caracteriza porque en ella el hombre no sesiente culpable ni responsable de la imperfección queadvierte. Mas hay otro descontento que se refiere alas propias obras humanas, en que el individuo nosólo echa de ver su defectuosidad, sino que tiene ala par conciencia de que sería posible evitarla, cuan-do menos en cierta medida. Entonces se siente ñosólo descontento de las cosas, sino de sí mismo. Vecon toda claridad que podría aquélla hacerse mejor;encuentra ante sus ojos, junto a la obra monstruosa,el perfil ideal que la depura o completa, y como lavida es en él—a diferencia de lo que es en el ani-mal—un instinto frenético hacia lo óptimo, no parahasta que ha logrado adobar la realidad conforme ala norma entrevista. Con esto no obtiene una per-fección absoluta, pero sí una relativa a su responsabi-lidad. El descontento radical y metafísico perdura,pero cesa el remordimiento.

Frente a estos dos modos excelentes de sentirseinsatisfecho hay otro que es pésimo: el gesto petu-lante de disgusto que pasea por la existencia el quees ciego para percibir las cualidades valiosas residen-tes en los seres. Esta insatisfacción queda siempre pordebajo de la gracia y virtud efectivas que racamanlo real. Es un síntoma de debilidad en la persona,una defensa orgánica que intenta compensarla de suinferioridad y nivela imaginariamente a la vulpejacon todo racimo peraltado.

Esta Biblioteca de Historiologta ha sido inspirada

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por la insatisfacción senada al leer los libros de his-toria, ante todo los libros de historia. Conforme vol-vemos sus páginas, siempre abundantes, nos ganairremediablemente, contra nuestra favorable volun-tad, la impresión de que la historia tiene que sercosa muy diferente de lo que ha sido y es. No setrata de un descontento de la primera ni de la últimadase, sino de la concreta insatisfacción que he co-locado entremedias: la que implica remordimientoporque ve clara una posible perfección. Al paso queotras ciencias, por ejemplo, la física, poseen hoy unrigor y una exactitud que casi, casi rebosan nuestrasexigencias intelectuales, hasta el punto de que lamente va tras ellas un poco apurada y excesivamentetensa, acaece que la historia al uso no llena el ape-tito cognoscitivo del lector. El historiador nos pa-rece manejar toscamente, con rudos dedos de labriego,la fina materia de la vida humana. Bajo un aparenterigor de método en lo que no importa, su pensamientoes impreciso y caprichoso en todo lo esencial. Nin-gún libro de historia representa con plenitud en estadisciplina lo que tantos otros representan en física,en filosofía y aun en biología—el papel de clásicos.Lo clásico no es lo ejemplar ni lo definitivo: no hayindividuo ni obra humana que la humanidad, en ma-rea viva, no haya superado. Pero he ahí lo específicoj sorprendente del hecho clásico. La humanidad, alavanzar sobre ciertos hombres y ciertas obras, ño losha aniquilado y sumergido. No se sabe qué extrañopoder de pervivencia, de inexhausta vitalidad, les per-mite flotar sobre las aguas. Quedan, sin duda, comoun pretérito, pero de tan rara condición, que siguen

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poseyendo actualidad. Esta no depende de nuestra be-nevolencia para atenderlos, sino que, queramos o no,se afirman frente a nosotros y tenemos que lucharcon ellos como si fuesen contemporáneos. Ni nues-tra caritativa admiración ni una perfección ilusoria y«eterna» hacen al clásico, sino precisamente su apti-tud para combatir con nosotros. Es el ángel que nospermite llamarnos Israel. Clásico es cualquier preté-rito tan bravo que, como el Gd, después de muertonos presente batalla, nos plantee problemas, discuta7 se defienda de nosotros. Ahora bien, esto no seríaposible si el clásico no hubiese calado hasta el estratoprofundo donde palpitan los problemas radicales.Porque vio algunos claramente y tomó ante ellos po-sición, pervivirá mientras aquéllos no mueran. No sele dé vueltas: actualidad es lo mismo que problema-tismo. Si los físicos dicen que un cuerpo está allídonde actúa, podemos decir que un espíritu pervivemientras hay otro espíritu al que propone un enig-ma. La más radical comunidad es la comunidad enlos problemas.

El error está en creer que los clásicos lo son porsus soluciones. Entonces no tendrían derecho a sub-sistir, porque toda solución queda superada. En cam-bio, el problema es perenne. Por eso no naufraga elclásico cuando la ciencia progresa.

Pues bien, en la historia no hay clásicos. Los quepodían optar al título, como Tucídides, no son clá-sicos formalmente en cuanto historiadores, sino bajootras razones. Y es que la historia parece no haberadquirido aún figura completa de ciencia. Desde elsiglo XVIH se han hecho no pocos ensayos geniales

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para elevar su condición. Pero no los han hecho loshistoriadores mismos, los hombres del oficio. FueVoltaire o Montesquieu o Turgot, fue Winckelmanno Herder, fue Schelling o Hegel, Comte o Taine, Marxo Düthey. Los historiadores profesionales se han limi-tado casi siempre a teñir vagamente su obra con lasincitaciones que de esos filósofos les llegaban, perodejando aquélla muy poco modificada en su fondo ysubstancia. Este fondo y substancia de los libros his-tóricos sigue siendo el cronicón.

Existe un evidente desnivel entre la producciónhistoriográfica y la actitud intelectiva en que se hallancolocadas las otras ciencias. Así se explica un extrañofenómeno. Por una parte, hay en las gentes cultas unacuriosidad tan viva, tan dramática para lo histórico,que acude presurosa la atención pública a cualquierdescubrimiento arqueológico o etnográfico y se apasio-na cuando aparece un libro como el de Spengler. Encambio, nunca ha estado la conciencia culta más lejosde las obras propiamente históricas que ahora. Y esque la calidad inferior de éstas, en vez de atraer lacuriosidad de los hombres, la embotan con su tradicio-nal pobreza. Indeliberadamente actúa en los estudio-sos un terrible argumento ad hominem que no debesilenciarse: la falta de confianza en la inteligenciadel gremio historiador. Se sospecha del tipo de hom-bre que fabrica esos eruditos productos: se cree, nosé si con justicia, que tienen almas retrasadas, almasde cronistas, que son burócratas adscritos a expedien-tear el pasado. En suma, mandarines.

Y no puede desconocerse que hay una despropor-ción escandalosa entre la masa enorme de labor his-

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toriográfica ejecutada durante un siglo 7 la calidad desus resultados. Yo creo firmemente que los historia-dores no tienen perdón de Dios. Hasta los geólogoshan conseguido interesarnos en el mineral; ellos, encambio, habiendo entre sus manos el tema más jugo-so que existe, han conseguido que en Europa se leamenos historia que nunca.

Verdad es que las cimas de la historiografía no go-zan de gran altitud. Puede hacerse una experiencia.

Los alemanes nos presentan una y otra vez comoprototipo de historiador, como gran historiador anteel Altísimo, a Leopoldo de Ranke. Tiene fama de serel más rico en «ideas». Léase, pues, a Ranke, que es élsolo una biblioteca. Después de leerlo con atenciónsopese el lector el botín de ideas claras que un añode lectura le ha dejado. Tendrá el recuerdo de haberatravesado un desierto de vaguedades. Diríase queRanke entiende por ciencia el arte de no comprome-terse intelectualmente. Nada es en él taxativo, claro,inequívoco.

Pero a esta sincera impresión del lector respondenlos historiadores diciendo: «Esa falta de «ideas» quese advierte en Ranke no es su defecto, sino su especí-fica virtud. Tener «ideas» es cosa para los filósofos. Elhistoriador debe huir de ellas. La idea histórica es lacertificación de un hecho o la comprensión de su in-flujo sobre otros hechos. Nada más, nada menos. Poreso, según Ranke, la misión de la historia es «tansólo decir cómo, efectivamente, han pasado la¿ cosas»1.

1 En el famoso prólogo a su libro Gescbicbte der roma-mschen tmd germanischen Volker von 1494-1514 (1824).

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Los historiadores repiten constantemente esta fórmu-la, como si en ella residiese un poder entre mágico yjurídico que les tranquiliza respecto a sus empederni-dos usos y les otorga un fuero bien fundado. Pero laverdad es que esa frase de Ranke, típica de su estilo,no dice nada determinado1. Sólo cabrá algún sentidosi se advierte que fue escrita como declaración deguerra contra Hegel, precisamente contra esta Filo-sofía de la Historia, que entonces no se había publi-cado aún, pero actuaba ya en forma de curso univer-sitario. Con ella comienza la batalla entre la «escue-la histórica» y la «escuela filosófica»2.

Y ante todo es preciso reconocer que la escuela his-tórica comienza por tener razón frente a la «escuelafilosófica», frente a Hegel. Si filosofía es, en uno uotro rigoroso sentido, lógica, y opera mediante unmovimiento de puros conceptos lógicos y pretendededucir lógicamente los hechos a-lógicos, no hay dudaque la historia debe rebelarse contra su intolerable

1 Con certera ironía habla Ottokar Lorenz de los «medioselásticos de lenguaje» que Ranke tenía a su disposición. DieGeschichtswissenchaft, tomo II, 1891.

2 El término «escuela histórica» se usa con diferente ra-dio. Troeltsch lo reduce a la escuela de Savigny, Eichhorn, et-cétera (Der Historismus und seine Probleme, 277 y siguien-tes, 1923); Rothacker incluye a casi todos los post-románticos(Einleittmg in die Geisteswissenschaften, 40 y ss., 1920). Pue-de ampliarse aún más y comprender en él todos los historia-dores enemigos de la filosofía de la historia. Esto significabala palabra para Ranke. Por supuesto que ni siquiera esa opo-sición a la filosofía está clara en Ranke. Suya es esta frase:«Con frecuencia se ha distinguido entre la escuela históricay la filosófica; pero la verdadera historia y la verdadera fi-losofía no pueden nunca estar en colisión.»

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imperialismo. Ahora bien: la filosofía de la historiade Hegel pretende por lo pronto, y muy formalmen-te, ser eso. Por lo tanto, nos unimos a los historiado-res en su iacquerie contra la llamada «filosofía delespíritu», y, aliados con ellos, tomamos la Bastilla deeste libro hegeliano.

Pero una ve2 que hemos asaltado la fortaleza nosvolvemos contra la plebe historiográfica y decimos:«La historia no es filosofía. En esto nos hallamos deacuerdo. Pero, ahora, digan ustedes qué es.»

De Niebuhr y Ranke se data la ascensión de lahistoria al rango de la auténtica ciencia, Niebuhr re-presenta la «crítica histórica», y Ranke, además deella, la «historia diplomática o documental». Histo-ria—se nos dice—es eso: crítica y documento.

Como el historiador no puede tachar al filósofo deInsuficiencia crítica, le echa en cara, casi siempre conpedantería, su falta de documentos. Desde hace un si-glo, gracias a la documentación, se siente como unchico con zapatos nuevos. Lo propio acontece al natu-ralista con el experimento. También se data la «cien-cia nueva», la física, desde Galileo, porque descubrióel experimento.

Es inconcebible que existan todavía hombres conla pretensión de científicos—y son los que más se lle-nan la boca de este adjetivo—que crean tal cosa.[Como si no se hubiese experimentado en Grecia yen la Edad Media; como si antes del siglo xix nohubiese el historiador buscado el documento y criti-cado sus «fuentes» ! La diferencia entre lo que se hizohasta 1800 y lo que se comenzó a hacer va para un

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siglo es sólo cuantitativa y no basta para modificar laconstitución de la historia.

Claro es que ningún gran físico, ningún historia-dor de alto vuelo ha pensado de la manera dicha. Sa-bían muy bien que ni la física es el experimento—así,sin más ni más—ni la historia el documento. Gali-leo el primero, y Ranke mismo a su hora, a pesar deque uno y otro combaten la filosofía de su tiempo.Lo que pasa es que ni uno ni otro—tan taxativos ensu negación, en su justa rebeldía—son igualmenteprecisos en su afirmación, en su teoría del conoci-miento físico e histórico1.

La innovación substancial de Galileo no fue el «ex-perimento», si por ello se entiende la observación delhecho. Fue, por el contrario, la adjunción al puroempirismo que observa el hecho de una disciplinaultra-empírica: el «análisis de la naturaleza». El aná-lisis no observa lo que se ve, no busca el dato, sino

1 La impureza, la imprecisión radical de Ranke—repre-sentativo de todo el gremio—en las cuestiones fundamentalesse demuestra haciendo notar que toda su vida aspira a ser te-nido como el anti-Hegel; pero al escribir en sus últimosaños una Historia Universal y verse obligado a afrontar losdecisivos problemas que ella plantea, dice: «¿Cómo no po-dría lograrse con mayor seguridad una concepción universal si-guiendo un camino puramente histórico? No; sólo por dcamino que Niebuhr inició y la tendencia que inspiró a Hegeles posible dar cima a la tarea que se propone la Historia Uni-versal. Es preciso dedicarse con todo amor a la investigaciónparticular, examinar lo individual según normas morales; pero,a la par, es preciso intentar comprender el curso de la his-toria en todo su conjunto. El dominio de la investigación his-tórica es, al cabo, el de la existencia espiritual, que marcha

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precisamente lo contrario: construye una figura con-ceptual (mente concipio) con la cual compara el fe-nómeno sensible. Pareja articulación del análisis purocon la observación impura es la física.

Ahora bien: ésta es la anatomía de toda cienciade realidades, de toda ciencia empírica. Cuando seusa esta última denominación se suele malentendery la mente atiende sólo al adjetivo «empírica», olvi-dando el substantivo «ciencia». Ciencia no significajamás «empiria», observación, dato a posteriori, sinotodo le contrario: construcción a priori. Galileo es-cribe a Kepler que en cuanto llegó el buen tiempopara observar a Venus se dedicó a mirarla con el te-lescopio : *ut quod mente tenebam ittdubium, ipsoetiam sensu comprehenderem-»1. Es decir, que antesde mirar a Venus Galileo sabía ya lo que iba a pasara Venus, indubium, sin titubeo, con una seguridaddigna de Don Juan. La observación telescópica no le

en incesante progreso. Ciertamente que éste no va regido porcategorías lógicas, sino que las experiencias históricas poseensiempre su propio contenido espiritual. En su sucesión, no serevela una necesidad absoluta, pero sí una estricta causalidadinterna.» (Qtado en Lorenz, loc. cit., II, 56.) Estas palabrasde Ranke demuestran muchas cosas importantes: Primera, queel anti-Hegel era bastante hegeliano, puesto que algo de He-gel le parece esencial para la constitución de la historia;segunda, que no dice claramente qué de Hegel debe conser-varse; tercera, que dice, en cambio, muy claramente, qué nodebe conservarse (las categorías lógicas); cuarta, que la historiaposee sus propias categorías, y no es sólo crítica y documento.(Niebuhr.) No pedimos más que esto último.

1 Galiiei, Opere, II, 464.

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enseña nada sobre el lucero; simplemente confirmasu presciencia. La física es, pues, un saber a priori, con-firmado por un saber a posieriori. Esta confirmaciónes, ciertamente, necesaria y constituye uno de los in-gredientes de la teoría física. Pero conste que se tratasólo de una confirmación. Por tanto, no se trata de quee! contenido de las ideas físicas sea extraído de los fe-nómenos; las ideas físicas son autógenas y autóno-mas. Pero no constituyen verdad física sino cuando elsistema de ellas es comparado con un cierto sistemade observaciones. Entre ambos sistemas no existe ape-nas semejanza, pero debe haber correspondencia. Elpapel del experimento se reduce a asegurar esta co-rrespondencia1.

La física es, sin duda, un modelo de ciencia y estáde sobra justificado que se hayan ido tras ella los ojosde quienes buscaban para su disciplina una orienta-ción metodológica. Pero fue un quid pro quo, másbien gracioso que otra cosa, atribuir la perfección dela física a la importancia que el dato tiene en ella.En ninguna ciencia empírica representan los datos unpapel más humilde que en física. Esperan a que el

1 Según Weyl, esta correspondencia no llega a consistir nisiquiera en un paralelismo, de suerte que «cada enumeradoparticular tenga un sentido verificable en la intuición». En laciencia natural, «la verdad forma un sistema que sólo puedeser comprobado en su integridad». Phtlosophie der Mathematiktmd Naturwissenschaft, pág. 111. En algún pequeño artículoWeyl formula más enérgicamente este diagnóstico, diciendoque el corpus de la física toca sólo con algunos de sus pun-tos el mundo de la experiencia, es decir, de los «hechos».

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hombre imagine y hable a priori para decir sí o no1.Un error parecido lleva a hacer consistir la histo-

ria en el documento. La circunstancia de que en estadisciplina la obtención y depuración del dato seah dealguna dificultad—más por la cantidad que por la ca-lidad del trabajo exigido—, ha proporcionado a estepiso de la ciencia histórica una importancia mons-

1 Nada hubiera sorprendido tanto a Galileo, Descartes ydemás instauradores de la nuova scienza como saber que cua-tro siglos más tarde iban a ser considerados como los descu-bridores y entusiastas del «experimento». Al estatuir Galileala ley del plano inclinado, fueron los escolásticos quienes sehacían fuertes en el experimento contra aquella ley. Porque,en efecto, los fenómenos contradecían la fórmula de Galileo.Es éste un buen ejemplo para entender lo que significa el«análisis de la naturaleza» frente a la simple observación delos fenómenos. Lo que observamos en el plano inclinado essiempre una desviación de la ley de caída, no sólo en el sen-tido de que nuestras medidas dan sólo valores aproximados aaquélla, sino que el hecho, tal y como se presenta, no es unacaída. Al interpretarlo como una caída, Galileo comienza pornegar el dato sensible, se revuelve contra el fenómeno y opo-ne a él un «hecho imaginario», que es la ley: el puro caeren el puro vacío un cuerpo sobre otro. Esto le permite des-componer (analizar) el fenómeno, medir la desviación entreéste y el comportamiento ideal de dos cuerpos imaginarios.Esta parte del fenómeno, que es desviación de la ley de caída,es, a su vez, interpretada imaginariamente como choque con elviento y roce del cuerpo sobre el plano inclinado, que soaotros dos hechos imaginarios, otras dos leyes. Luego, puede re-componerse el fenómeno, el hecho sensible como nudo de esasvarias leyes, como combinación de varios hechos imaginarios.

Lo que interesa a Galileo no es, pues, adaptar sus ideas alos fenómenos, sino, al revés, adaptar los fenómenos medianteuna interpretación a ciertas ideas rigorosas y a priori, inde-pendientes del experimento, en suma, a formas matemáticas.

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truosa. Cuando a principios deí siglo xix sonó Ja vozde que el historiador tenía que recurrir a las «fuen-tes», pareció cosa tan evidente e ineludible, que lahistoria se avergonzó de sí misma por no haberlohecho (la verdad es que lo hizo desde siempre). Equi-valía esta exigencia al imperativo más elemental detodo esfuerzo cognoscitivo referente a realidades, que

Esta era su innovación; por tanto, todo lo contrario de loque vulgarmente se creía hace cincuenta años. No observar,sino construir a. priori matemáticamente, es lo específico delgalileísmo. Por eso decia para diferenciar su método: tGiu-dicate, signore Rocco, qual dei due modi di filosofare cammi-ni piü a segno, o il vostro fisico puro e simplice bene, o ilmió condko con qualche spruzzo di matemática.» (Opere.II, 329.)

Con claridad casi ofensiva aparece este espíritu en un lugarde Toscanelli: «Che i principii della dottrina de motu sianoveri o falsi a me importa pochissimo. Poiché se non son veri,fingasi che sian veri conforme habbiamo supposto, e poi pren-dansi tutte le altre specolazioni derivate da essi principii,non come cosí miste, ma puré geometriche. lo fingo o suppon-go che qualche corpo o punto si muova aH'ingiü e all'insú,coa la nota proporzioni ed orizzontalmente con moto equabile.Quando questo sia io dico che seguirá tutto quello che hadetto il Galileo, ed io anchora. Se poi le palle di piombo, diferro, di pietra non osservano quella supposta proporzione, suodanno, noi diremmo che non parliamo di esse.» Opera-Faen-2a, 1919. Vol. III, 357.

De modo que si los fenómenos—las bolas de plomo, hierroy piedra—no se comportan según nuestra construcción, peorpara ellas, suo danno.

Claro es que la física actual se diferencia mucho de la deGalileo y Toscanelli no sólo por su contenido, sino por sumétodo. Pero esta diferencia metódica no es contraposición,sino, al contrario, continuación y perfeccionamiento, depura-eióa y enriquecimiento de aquella táctica intelectual descu-bierta por los gigantes del Post-renacimiento.

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es aprontar ciertos datos. Y he aquí que todo un sis-tema de técnicas complicadas va a surgir en la pasadacenturia con el propósito exclusivo de asegurar lostdatos históricos». Pero los datos son lo que es dadoa la ciencia—ésta empieza más allá de ellos. Cienciaes la obra de Newton o Einstein, que no han encon-trado datos, sino que los han recibido o demandado.Parejamente, la historia es cosa muy distinta de ladocumentación y de la filología.

Desde las primeras lecciones que componen estelibro, Hegel ataca a los filólogos, considerándolos,con sorprendente clarividencia, como los enemigos dela historia. No se deja aterrorizar por «el llamadoestudio de las fuentes» (pág. 8) que blanden con in-genua agresividad los historiadores de profesión. Unsiglo más tarde por fuerza hemos de darle la razón:con tanta fuente, se ha empantanado el área de lahistoria. Es incalculable la cantidad de esfuerzo quela filología ha hecho perder al hombre europeo enlos cien años que lleva de ejercicio. Sin ton ni son seha derrochado trabajo sobre toneladas de documentos,con un rendimiento histórico tan escaso, que en nin-gún orden de la inteligencia cabría, como en éste, ha-blar de bancarrota. Es preciso, ante todo, por altaexigencia de la disciplina intelectual, negarse a reco-nocer el título de científico a un hombre que simple-mente es laborioso y se afana en los archivos sobre loscódices. El filólogo, solícito como la abeja, suele ser,como ella, torpe. No sabe a qué va todo su ajetreo.Sonambúlicamente acumula citas que no sirven paranada apreciable porque no responden a la clara con-

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ciencia de los problemas históricos. Es inaceptable enla historiografía y filología actuales el desnivel exis-tente entre la precisión usada al obtener o manejarlos datos y la imprecisión, más aún, la miseria inte-lectual en el uso de las ideas constructivas.

Contra este estado de las cosas en el reino de lahistoria se levanta la historiología. Va movida porel convencimiento de que la historia, como toda cien-cia empírica, tiene que ser ante todo una construccióny no un «agregado»—para usar el vocablo que Hegellanza una vez y otra contra los historiadores de sutiempo. La razón que éstos podían tener contra Hegeloponiéndose a que el cuerpo histórico fuese construi-do directamente por la filosofía, no justifica la ten-dencia, cada vez más acusada en aquel siglo, de con-tentarse con una aglutinación de datos. Con la centé-sima parte de los que hace tiempo están ya recogidosy pulimentados bastaba para elaborar algo de un por-te científico mucho más auténtico y substancioso quecuanto, en efecto, nos presentan los libros de his-toria.

Toda ciencia de realidad—y la historia es una deellas—se compone de estos cuatro elementos:

a) Un núcleo a priori, la analítica del género derealidad que se intente investigar—la materia en fí-sica, lo «histórico» en historia.

b) Un sistema de hipótesis que enlaza ese nú-cleo a priori con los hechos observables.

c) Una zona de «inducciones» dirigidas por esashipótesis.

d) Una vasta periferia rigorosamente empírica—descripción de los puros hechos o datos.

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La proporción en que estos diversos elementos uórganos intervengan en la ciencia depende de su fisio-logía particular, y ésta, a su vez, de la textura ontoló-gica que cada forma general de realidad posea. Nosólo con respecto al sujeto cognoscente, sino en símisma posee la «materia» una estructura diferente dela que tiene eí «cuerpo vivo», y ambas son muy dis-tintas de la estructura real propia de lo «histórico».Es posible que en la historia no llegue nunca el nú-cleo a priori, la pura analítica, a dominar el resto desu anatomía como ciencia, según acontece en física;pero lo que parece evidente es que sin él no cabe laposibilidad de una ciencia histórica. Querer reducirésta a su elemento superior, a la descripción de puroshechos y acumulación de simples datos, por tanto, alo que aislado y por sí no es ciencia en la ciencia,empieza ya a parecer un error demasiado grave parano reclamar correctivo. El mero acto de llamar «his-tórico» a cierto hecho y a tal dato introduce ya, déseo no cuenta el historiador, todo el a priori historioló-gico en la masa de lo puramente facticio y fenoméni-co. «Todo hecho es ya teoría», dice Goethe1.

No se comprende que haya podido imaginarse otracosa si no supiésemos cómo aparecía planteado el pro-blema epistemológico hacia 1800. Tanto el kantismo

1 Hegel (pág. 8) devuelve a los historiadores h acusa-ción que éstos dirigen a los filósofos de «introducir en lahistoria invenciones a priori*. «El historiador cornéate, me-diocre, que cree y pretende conducirse receptivamente, entre-gándose a los meros datos, no es, en realidad, pasivo ea supensar. Trae consigo sus categorías y ve a través de ellas k>existente.»

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como el positivismo partían, dogmáticamente, de lamás extraña paradoja, cual es creer que existe un co-nocimiento del mundo y a la vez creer que ese mundono tiene por sí forma, estructura, anatomía, sino queconsiste primariamente en un montón de materiales—los fenómenos—o, como Kant dice, en un «caosde sensaciones». Ahora bien: como el caos es infor-me, no es mundo, y la forma o estructura que ésteha menester ha tenido que ponería el sujeto saliván-dola de sí mismo. Cómo sea posible que formas ori-ginariamente subjetivas se conviertan en formas delas cosas del mundo es el grande y complicado inten-to de magia que ocupaba a la filosofía de aquel tiempo.

Es, pues, comprensible que los hombres de ciencia,puestos ante tal problema, considerasen preferible re-ducir al extremo las formas del mundo que estudia-ban y tendiesen a contentarse con los puros datos.

Pero hoy nos hallamos muy distantes de aquella ra-dical paradoja y pensamos que la primera «condiciónde la posibilidad de la experiencia» o conocimiento<de algo es que ese algo sea y que sea algo; por tanto,que tenga forma, figura, estructura, carácter1.

El origen de aquella desviación epistemológica fuehaber tomado, con maniático exclusivismo, como pro-totipo de conocimiento a la física de Newton, que espor su rigor formal un modelo, pero que por su con-tenido doctrinal casi no es un conocimiento. Pues, muy

1 Con esto no se prejuzga si ese ¡er, forma, estructura,etcétera, lo tienen las cosas por sí o si «surge» en ellas sólocuando el hombre se enfronta con ellas. Lo decisivo en el•sunco es que ni aun en este último caso es el ser una «formadel sujeto» que éste echa sobre las cosas.

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probablemente, es la materia aquella porción de reali-dad que más próxima se halla a ser, en efecto, uncaos. Dicho en otra forma: todo induce a creer quela materia es el modo de ser menos determinado queexiste. Sus formas, según esto, serían elementales,muy abstractas, muy vagas. Merced a esto, el caprichosubjetivo de nuestra acción intelectual goza ante ellade amplio margen y resulta posible que «la forma»proyectada sobre los fenómenos por el sujeto sea to-lerada por ellos. De aquí que puedan existir muchasfísicas diferentes y, sin embargo, todas verídicas—pre-cisamente porque ninguna es necesaria1.

Pero esta tolerancia por parte de los fenómenostiene que llegar a un término. El progreso mismo dela física, al ir precisando cada vez más la figura «me-cánica», es decir, imaginaria, parcialmente subjetiva,del mundo corpóreo, arribará a un punto en que tro-pezará con la resistencia que la forma efectiva, autén-tica de la materia le ofrezca. Y ese momento trágicapara la física será, a la par, el de su primer contactocognoscente—y no sólo de «construcción simbóli-ca»—con la realidad.

Aparte lo «absoluto o teológico», es verosímilmen-te lo real histórico aquel modo del ser que posee unafigura propia más determinada y exclusiva, menosabstracta o vaga. Bastaría esto para explicar el retra-so del conocimiento histórico en comparación con elfísico. Por su objeto mismo es la física más fácil quela historia. Añádase a esto que la física se contenta

1 Otra tazón de tindeterminación» en la física es que den-tro de ella se define la verdad por sus consecuencias iprác-ticas».

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con una primera aproximación cognoscitiva a la rea-lidad. Renuncia a comprenderla y de esta renunciahace su método fundamental. No se puede descono-cer que este ascetismo de intelección—la renuncia acomprender—es la gran virtud, la disciplina gloriosade la gente física. En rigor, lo que esta ciencia tienede conocimiento es algo meramente negativo: comoconocimiento se limita a «salvar las apariencias», estoes, a no contradecirlas. Pero su contenido positivo nose refiere propiamente a la realidad, no intenta definirésta, sino más bien construir un sistema de manipula-ciones subjetivas que sea coherente. Algo es real parala física cuando da ocasión a que se ejecuten ciertasoperaciones de medida. Sustituye la realidad cósmicapor el rito humano de la métrica.

Una vez que la historiología reconoce lo que lahistoria tiene de común con la física y con toda otraciencia empírica—a saber, ser construcción y no meradescripción de datos—, pasa a acentuar su radical di-ferencia. La historia no es manipulación, sino descu-brimiento de realidades: dXr¡8cict. Por eso tiene quepartir de la realidad misma y mantenerse en contactoininterrumpido con ella, en actos de comprensión yno simplemente en operaciones mecánicas que susti-tuyen a aquélla. No puede, en consecuencia, substan-tivar sus «métodos», que son siempre, en uno u otrogrado, manipulaciones. La física consiste en sus mé-todos. La historia usa los suyos, pero no consiste enellos. El error de la historiografía contemporánea es,precisamente, haberse dejado llevar, por contamina-ción con la física prepotente, a una" escandalosa sobre-estima de sus técnicas inferiores—filología, lingüís-

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tica, estadística, etc. Método es todo funcionamientointelectual que no está exclusivamente determinadopor el objeto mismo que se aspira conocer. El métododefine cierto comportamiento de la mente con ante-rioridad a su contacto con los objetos. Predetermina,pues, la relación del sujeto con los fenómenos y me-caniza su labor ante éstos. De aquí que todo método,si se substantiva y hace independiente, no es sino unareceta dogmática que da ya por sabido lo que se tratade averiguar. En la medida en que una ciencia seaauténtico conocer, los métodos o técnicas disminuyende valor y su rango en el cuerpo científico es menor.Siempre serán necesarios, pero es preciso acabar conla confusión que ha permitido, durante el pasado si-glo, considerar como principales tantas cosas que sóloson necesarias, mejor dicho, imprescindibles. En talequívoco nutren sus raíces todas las subversiones1.

La historia, si quiere conquistar el título de ver-dadera ciencia, se encuentra ante la necesidad de su-perar la mecanización de su trabajo, situando en laperiferia de sí misma todas las técnicas y especializa-dones. Esta superación es, como siempre, una conser-vación. La ciencia necesita a su servicio un conjuntode métodos auxiliares, sobre todo los filológicos.Pero la ciencia empieza donde el método acaba, o,más propiamente, los métodos nacen cuando la cien-cia los postula y suscita. Los métodos, que son pen-sar mecanizado, han permitido, sobre todo en Ale-mania, el aprovechamiento del tonto. Y sin duda es

1 El ejemplo más grueso de este equívoco ha sido la exal-tación política del trabajo manual, simplemente porque es im-prescindible.

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preciso aprovecharlo, pero que no estorbe, como enlos circos. En definitiva, los métodos históricos sirvensólo para surtir de datos a la historia. Pero ésta pre-tende conocer la realidad histórica, y ésta no consistenunca en los datos que el filólogo o el archivero en-cuentran, como la realidad del sol no es la imagen vi-sual de su disco flotante, «tamaño como una rodela»,según Don Quijote. Los datos son síntomas o mani-festaciones de la realidad y son dados a alguien paraalgo. Ese alguien es, en este caso, el verdadero histo-riador—no el filólogo ni el archivero—, y ese algoes la realidad histórica.

Ahora bien, esta realidad histórica se halla en cadamomento constituida for un número de ingredientesvariables y un núcleo de ingredientes invariables—relativa o absolutamente constantes. Estas constan-tes del hecho o realidad históricos son su estructuraradical, categórica, a priori. Y como es a priori, nodepende, en principio, de la variación de los datoshistóricos. Al revés, es ella quien encarga al filólogoy al archivero que busque tales o cuales determinadosdatos que son necesarios para la reconstrucción histó-rica de tal o cual época concreta. La determinaciónde ese núcleo categórico, de lo esencial histórico, esel tema primario de la historiología.

La razón que suele movilizarse contra el a priorihistórico es inoperante. Consiste en hacer constar quela realidad histórica es individual, innovación, etcé-tera, etc. Pero decir esto es ya practicar el a priori his-toriológico. ¿Cómo sabe eso el que ío dice, si no esde una vez para siempre, por tanto, a priori? Cabe,es cierto, sostener que de lo histórico sólo es posible

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una única tesis a priori: la que niega a lo históricotoda estructura a priori. Pero evidentemente no sequiere sustentar semejante proposición, que haría im-posible cualquier modo de historia. Al destacar el ca-rácter individual e innovador de lo histórico se quiereindicar que es diferencial en potencia más elevada quelo físico. Pero esa extrema diferencialidad de todopunto histórico no excluye, antes bien, incluye la exis-tencia de constantes históricas. César no es diferentede Pompeyo ni en sentido abstracto ni en sentido ab-soluto, porque entonces no habrían podido ni siquieraluchar—lucha supone comunidad, por lo menos, lade desear lo mismo uno y otro contendiente. Su di-ferencia es concreta v consiste en su diferente modode ser romanos—una constante—y de ser romanosdel siglo i a. de J. C.—otra constante. Estas constan-tes son relativas, pero en César y Pompeyo hay cuan-do menos un sistema común de constantes absolutas—su condición de hombres, de entes históricos. Sólosobre el fondo de esas invariantes es posible su dife-rencialidad.

Eduardo Meyer, queriendo llevar al extremo la dis-tinción entre historia y ciencia de leyes, de «hechosgenerales»1, proclama que «en el mundo descrito por

1 Esta distinción, propuesta con penosa insistencia por Ric-kert en su libro Die Grenzen der naturwissenschaftlicben Be-griffsbildufig, ha impedido durante quince años el progresode la historia. Casi todos los que en un primer momento laaceptaron—grandes ejemplos son Troeltsch y Max Weber—han tenido que desasirse de ella, y, por tanto, con ella no hi-cieron sino perder el tiempo

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la historia rigen el azar y el albedrío»1. Lo cual, enprimer lugar, incluye toda una metafísica de la his-toria más audaz que la expuesta por Hegel en estasLecciones. Pero, además, es una afirmación sin sen-tido. Pongamos que, en efecto, la misión de la histo-ria no sea otra que la de constatar un hecho azarosocomo éste: En el año 52 a de J. C, César venció aVercingetorix. Esta frase es ininteligible si las pala-bras «César», «vencer» y «Vercingetorix» no signi-fican tres invariantes históricas. Meyer remite a unaciencia que él llama Antropología el estudio de «lasformas generales de vida humana y de humana evo-lución»2. La historia recibe de ellas una suma de con-ceptos generales. En el ejemplo nuestro, «vencer»sería uno de ellos. No es cosa muy clara eso de queuna ciencia reciba conceptos de otra y, sin embargo,no esté constituida también por ella; en consecuen-cia, que la historia no sea constitutivamente antro-pología. Mas, aparte de esto, acaece que César y Ver-cingetorix son determinaciones exclusivamente histó-ricas, no son conceptos «generales», sino individualí-simos y, sin embargo, poseen un contenido invarian-te. Este César acampado frente a Vercingetorix es elmismo que treinta años antes fue secuestrado porunos piratas del Mediterráneo. Al través de sus díasy aventuras César es constantemente César, y si notenemos una rigorosa definición de esa naturalezaconstante, de esa estructura o figura individual, pero

1 Eduardo Meyer: Geschichte des Altertums, I, 1.—Ele-mente dar Anthropologie, 185-186, 1910.

2 Ibid, p 3

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permanente, no podemos ni siquiera entender el vo-cablo «César». Ahora bien, esa constante individualincluye múltiples constantes no individuales. César,la concreción César, está integrada por muchos ingre-dientes abstractos que no le son exclusivos, sino, alrevés, comunes con los demás romanos, con los ro-manos de su tiempo, con los políticos romanos de sutiempo, con los hombres de carácter «cesáreo», conlos generales vencedores en todos los tiempos. Es de-cir, que el hecho César, aunque sea un azar, conside-rado metafísicamente, es, como pura realidad históri-ca, un sistema de elementos constantes. No es, porcierto, sólo esto: en torno a ese núcleo de invariantes,y precisamente en función de ellas, se acumulan in-numerables determinaciones azarosas, puros hechosque no cabe reconstruir en la unidad de una estruc-tura, sino simplemente atestiguar. En vez de definirpor anticipado lo histórico como una pura serie depuros azares—en cuyo caso la ciencia histórica seríaimposible, porque sería inefable—, es la verdaderamisión de esta disciplina determinar en cada caso loque hay de constante y lo que hay de azaroso, si esque lo hay- Sólo así será la historia efectivamenteuna ciencia empírica. De otro modo topamos con unaextraña especie de a priori negativo, el apriorismodel no-apriorismo.

La más humilde y previa de las técnicas historio-gráficas, por ejemplo, la «crítica de las fuentes», in-volucra ya toda una ontología de lo histórico, es de-cir, un sistema de definiciones sobre la estructura ge-nérica de la vida humana. La parte principal de estacrítica no consiste en corregir la fuente en vista de

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otros hechos—puesto que estos otros hechos, a suvez, proceden de otra fuente sometida a la misma crí-tica—, sino que funda el valor de los hechos que lafuente notifica en razonamientos de posibilidad e im-posibilidad, de verosimilitud e inverosimilitud: loque es humanamente imposible, lo que es imposibleen cierta época, en cierto pueblo, en cierto hombre,precisamente en el hombre que escribió la «fuente».Ahora bien, lo posible y lo imposible son los brazosdel a priori.

Cuando Ranke, para su estudio sobre Sixto V, cri-tica la historia de Gregorio Leti y llega al punto enque éste describe la escena donde el cardenal arrojalas muletas del falso tullido, rechaza la autenticidaddel hecho, diciendo: «El conocedor pensará, desdeluego, que en todo esto hay muy poco de verdad:las sumas dignidades no se obtienen de esa manera.»No se comprende bien cómo Meyer puede asegurarque por su parte no ha tropezado jamás con una leyhistórica. Hay, por lo visto, tantas y tan especiales,que hasta existe una la cual formula la manera deobtenerse la dignidad pontificia, y ella tan evidente ynotoria, que basta a Ranke sugerirla para justificar suathétesis de la noticia tradicional1.

No es posible, pues, reducir la historia al ingre-diente inferior de los que enumeraba yo más arribacomo constitutivos de toda ciencia empírica. A lastécnicas inferiores con que rebusca los datos es preci-so añadir y anteponer otra técnica de rango incompa-rablemente más elevado: la ontología de la realidad

1 V. Lorenz: Die Geschichts-wissenschaft.

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histórica, el estudio a priori de su estructura esencial,Sólo esto puede transformar a la historia en ciencia,es decir, en reconstrucción de lo real mediante unaconstrucción a priori de lo que en esa realidad—eneste caso la vida histórica—haya de invariante. Porno hacer esto y contentarse con una presunta consta-tación de lo «singular», de lo azaroso, acontece loque menos podía esperarse de los libros históricos,a saber: que son casi siempre incomprensibles, lamayor parte de la gente resbala sobre los libros his-tóricos y cree haber hecho con esto una operaciónintelectual. Pero el que esté habituado a distinguircuándo comprende y cuándo no comprende—lo cualsupone haber comprendido verdaderamente algo al-guna vez y poder referirse a aquel estado mentalcomo a un diapasón—, sufrirá constantemente al pa-sar las hojas de las historias. Es evidente que si el his-toriador no me define rigorosamente a César, comoel físico me define el electrón, yo no puedo entenderfrase ninguna de su libro donde ese vocablo inter-venga.

Ha padecido la historia el mismo quid pro quoque en las mentes poco atentas padeció la física cuan-do se atribuyeron sus progresos al «experimento».Por fortuna para ésta, habían precedido a su instau-ración en la forma moderna que esencialmente con-serva largos siglos de meditación «metafísica» sobrela materia. Cuando Galileo reflexiona sobre las pri-meras leyes del movimiento, sabe ya lo que es la ma-teria en su más genérica estructura: Grecia, filoso-fando, había descubierto la ontología de la materiaen general. La física se limita a concretar y particula-

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rizar—en la astronomía llega a singularizar—ese gé-nero. Merced a esto, entendemos lo que Galileo diceal formular la ley de caída. Pero, por desgracia, noha habido una metahistoria que defina lo real histó-rico in genere, que lo analice en sus categorías pri-marias. Por su parte. ]a historia al uso habla desdeluego de lo particular o singular histórico, es decir,de especies e individuos cuyo género ignoramos. Laconcreción sólo es inteligible previa una abstraccióno análisis. La física es una concreción de la «metafí-sica». La historia, en cambio, no es aún la concreciónde una metahistoria. Por eso no sabemos nunca dequé se nos habla en el libro histórico: está escritoen un lenguaje compuesto sólo de adjetivos y adver-bios, con ausencia grave de los sustantivos. Esta esla razón del enorme retraso que la historia padeceen su camino hacia una forma de ciencia auténtica.

Por filosofía de la historia se ha entendido hastaahora una de dos cosas: o el intento de construir elcontenido de la historia mediante categorías sensustricto filosóficas (Hegel), o bien la reflexión sobrela 'forma intelectual que la historiografía practica(Rickert). Esta es una lógica, aquélla una metafísicade la historia.

La historiología no es ni lo uno ni lo otro. Losneokantianos conservan del gran chino de Konigs-berg el dogma fundamental que niega a todo sero realidad la posesión de una forma o estructura pro-pia. Sólo el pensar tiene y da forma a lo que carecede ella. De aquí que tampoco lo histórico tenga porsí una figura y un verdadero ser. El pensamiento en-

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cuentra un caos de datos humanos, puro material in-forme, al cual, mediante la historiografía, proporcio-na modelado y perfil. Si a la actividad intelectual delsujeto llamamos logos, tendremos que no hay másformas en el mundo que las lógicas, ni más catego-rías o principios estructurales que los del logos sub-jetivo. De esta manera los neokantianos reducen lafilosofía de la historia a una lógica de la historio-grafía.

La historiología parte de una convicción inversa.Según ella, todo ser tiene su forma original antes deque el pensar lo piense. Claro es que el pensamiento,a fuer de realidad entre las realidades, tiene tambiénía suya. Pero la misión del intelecto no es proyectarsu forma sobre el caos de datos recibidos, sino preci-samente lo contrario. La característica del pensar, suforma constitutiva, consiste en adoptar la forma delos objetos, hacer de éstos su principio y norma. Ensentido estricto no hay, pues, un pensar formal, nohay una lógica con abstracción de un objeto deter-minado en que se piensa1. Lo que siempre se ha de-nominado pensamiento lógico puro no es menos ma-terial que otro cualquiera. Como todo pensar disci-plinado, consiste en analizar y combinar ideas obje-tivas dentro de ciertas limitaciones—los llamadosprincipios. En el caso de la lógica pura estos princi-pios o limitaciones son sólo dos—a saber: la identi-dad y la «contradicción». Pero estos dos principiosno son principios de la actividad subjetiva, que de

1 No se me oculta que esta tesis implica una grave hete-rodoxia frente al canon tradicional filosófico. Espero, sin em-bargo, en un estudio especial exponer sus fundamentos.

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hecho se contradice a menudo, 7 no es nunca rigoro-samente idéntica, sino que son las formas más ele-mentales y abstractas del ser. Cuando nuestro inte-lecto funciona atendiendo sólo a esas dos formas delser, analiza y combina los objetos reduciendo éstosa meros sustratos de las relaciones de identidad yoposición. Entonces tenemos la llamada lógica for-mal. Si a esas formas añadimos la de relación nume-ral, tenemos el logos aritmético. Si agregamos, porejemplo, la relación métrica y exigimos a nuestrosconceptos que impliquen las condiciones de medición,tenemos el pensar físico, etc., etc. Hay, pues, tantaslógicas como regiones objetivas. Según esto, es lamateria o tema del pensamiento quien, a la par, seconstituye en su norma o principio. En suma, pensa-mos con las cosas.

A mi juicio, ésta fue la gran averiguación de He-gel. ¿Cómo no se ha entrevisto nunca, por debajode la realización que el sistema de Hegel proporcionaa ese descubrimiento—y que es, sin duda, manca—,el brillo de esa magnífica verdad? «La razón, de lacual se ha dicho que rige el mundo, es una palabratan indeterminada como la de Providencia. Se hablasiempre de la razón (logos), sin saber indicar cuálsea su determinación, cuál sea el criterio según el cualpodemos juzgar si algo es racional o irracional. Larazón determinada es la cosa»1.

Se trata, pues, nada menos que de la des-subjeti-vación de la razón. No es esto volver al punto de vis-ta griego, pero sí integrarlo con la modernidad, jun-

1 Pág 25.

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tar en una síntesis a Aristóteles y a Descartes y, aljuntarlos, evadirse de ambos.

La historiología no es, por tanto, una reflexiónmetodológica sobre la historia rerum gestarum o his-toriografía, sino un análisis inmediato de la res gesta,de la realidad histórica. ¿Cuál es la textura ontoló-gica de ésta? /De qué ingredientes radicales se com-pone? ¿Cuáles son sus dimensiones primarias?

La mayor porción de mi vida individual consisteen encontrar frente a mí otras vidas individuales quetangentean, hieren o traspasan por diferentes puntosla mía; así como la mía, aquéllas. Ahora bien, en-contrar ante sí otra vida, no es lo mismo que hallarun mineral. Este queda incluido, incrustado en mivida como mero contenido de ella. Pero otra vidahumana ante mí no es sin más incluíble en la mía,sino que mi relación con ella implica su independen-cia de mí y la consiguiente reacción original de ellasobre mi acción. No hay, pues, inclusión, sino con-vivencia. Es decir, que mi vida pasa a ser trozo deun todo más real que ella si la tomo aislada, comosuele hacer el psicólogo. En el convivir se completael vivir del individuo; por tanto, se le toma en suverdad y no abstraído, separado. Pero, al tomar elvivir como un convivir, adopto un punto de vista quetrasciende la perspectiva de la vida individual, dondetodo está referido a mí en la esfera inmanente quees, para mí, mi vida. La convivencia interindividuales una primera trascendencia de lo inmediato y «psi-cológico». Las formas de interacción vital entre dosindividuos—amistad, amor, odio, lucha, compromi-so, etc.—son fenómenos biformes en que dos series

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de fenómenos psíquicos constituyen un hecho ultra-psíquico. No basta que yo sea un alma y el otro tam-bién para que nuestro choque o enlace sea tambiénun suceso psicológico. La psicología estudia lo quepasa en un individuo, y es enturbiar su concepto lla-mar también psicología a la investigación de lo quepasa entre dos almas, que al pasar entre las dos nopasa a la postre, íntegramente, en ninguna de ellas.Por eso digo que es un hecho trascendente de la vidaindividual y que descubre un orbe de realidad radical-mente nuevo frente a todo lo «psíquico»1. Ese com-plejo de dos vidas vive a su vez por sí según huevasleyes, con original estructura, y avanza en su pro-ceso llevando en su vientre mi vida y la de otros pró-jimos. Pero esta vida interindividual, y cada una desus porciones individuales, encuentra también ante síun tercer personaje: la vida anónima—ni individualni interindividual—, sino estrictamente colectiva, queenvuelve a aquéllas y ejerce presiones de todo ordensobre ellas. Es preciso, por tanto, trascender nueva-mente y de la perspectiva interindividual avanzar ha-cia un todo viviente más amplio que comprende loindividual y lo colectivo; en suma: la vida social.Esta nueva realidad, una vez advertida, transforma lavisión que cada cual tiene de sí mismo. Porque, si alprincipio le pareció ser él una substancia psíquica

1 Dejo aquí intacta la cuestión fundamental—tan funda-mental, que es previa a todo el tema de este estudio y lo des-borda—de si la vida individual misma no es ya trascendencia.Siempre me he resistido a creer que mi vida sea no más queun «hecho de conciencia». Creo más bien lo contrario, quemi «conciencian está en mi vida, es un hecho de mi vida.

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independiente y la sociedad mera combinación deátomos sueltos como él y como él suficientes en símismos, ahora se percata de que su persona vive,como de un fondo, de esa realidad sobreindividuaique es la sociedad. Rigorosamente, no puede decirdónde empieza en él lo suyo propio y dónde terminalo que de él es materia social. Ideas, emociones, nor-mas que en nosotros actúan, son, en su mayor nú-mero, hilos sociales que pasan por nosotros y que 0inacieron en nosotros ni pueden ser dichos de nues-tra propiedad. Así notamos toda la amplitud ingenuade la abstracción cometida cuando creíamos plena-mente recogida nuestra realidad por la psicología.Antes que sujetos psíquicos, somos sujetos socioló-gicos1.

Pero, a su vez, la vida social se encuentra siempreincompleta en sí misma. El carácter de cambio in-cesante y constitutivo movimiento, flujo o procesoque aparece, desde luego, en la vida individual, ad-quiere un valor eminente cuando se trata de la vidasocial. En todo instante, es ésta algo que viene de unpasado, es decir, de otra vida social pretérita, y va ha-cia una vida social futura. El simple hecho de hallarseestructurado todo hoy social por la articulación detres generaciones, manifiesta que la vida social pre-sente es sólo una sección de un todo vital amplísimo,de confines indefinidos hacia pasado y futuro, que sehunde y esfuma en ambas direcciones2. Esta es sensu

1 Esto es lo que Hegel llamó espíritu objetivo.2 Es esencial a la vida del individuo datarse a sí misma de

un cierto instante—el nacimiento—y extenderse desde cual-quier presente hasta un tiempo aproximado en que la muerte

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stricto la vida o realidad histórica. No digamos vidahumana o universal. Precisamente, uno de los temashistoriológicos es determinar si estas dos palabras«humanidad»—en sentido ecuménico—y «universa-lidad» o «mundialidad», son formas efectivas de rea-lidad histórica o meras idealizaciones. Ese círculo vi-tal máximo a que hemos llegado es lo histórico. Perono está dicho cuál sea el significado real de sus círcu-los interiores; por ejemplo, si el individuo que vivesumergido en lo histórico, como la gota en el mar,es, no obstante, y en algún sentido, un ser indepen-diente dentro de él, o si lo es «una sociedad», pueblo,estado, raza, etc., ni cómo ni en qué medida influyenunos sobre otros estos círculos. Ni siquiera está di-cho que ese círculo máximo que es «una vida socialcon su pasado y su futuro», es, a su vez, independien-te y forma un orbe aparte, o es sólo fragmento, unauténtico, definito y único «mundo histórico». Sólova dicho con ello que de ese círculo máximo no cabeulterior trascendencia.

(Revista de Occidente, febrero, 1928.)

ha <3e venir. Esta conclusión cierta actúa por anticipado en«nuestros días»; es el gran mañana, que modela nuestro hoy.Sobre esto, finas verdades y finos errores en el estudio recientede Heidegger: Sein und Zeit, 1927. Puede descubrirse aquí,desde luego, una diferencia a priori entre la estructura de lohistórico y la del vivir individual. La historia no muere nunca,y sus movimientos no van gobernados "por la idea de un tér-mino y consumación.

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I

HISTORIA Y ESPÍRITU

/^.OLPBAMOS con los nudillos en la puerta. « ¿Quién-̂* anda ahí?», preguntamos. Hemos oído ruidos

en la habitación vecina. La puerta está cerrada. Nopodemos entrar. Del interior nos llegan sólo rumores.Oímos éstos perfectamente, pero cuanto mejor los oi-gamos y menos problemas nos sean por sí mismos,no podemos contentarnos con ellos. Inevitablementellegan a nosotros convertidos en signos o síntomasde un acontecimiento o serie de ellos, en suma, dealgo que pasa bajo ellos, de que ellos son manifes-tación parcial, anuncio incompleto. Y ese algo quepasa del otro lado de la puerta sólo se nos aclaracuando averiguamos a quién le pasa: el algo sospe-chado empuja nuestra mente hacia un alguien. Poreso preguntamos: «¿Quién anda ahí?» Tal ve2 esla criada que golpea los muebles o un hombre enfrenesí que se martiriza. Cuando logramos averiguar-lo, el tropel desordenado de ruidos cobra súbito orden,

1 Conferencia dada en el Instituto Internacional de Se-íoritas, de Madrid, en 1931.

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se organiza, como claro acontecimiento cuyo centroes el alguien que lo produce o padece.

Una vida individual es, por lo pronto, no más queun tropel de hechos pululantes e inconexos, comoaquellos rumores. Pero al ser los hechos de una vidasabemos quién es el alguien a quien pasan. A cadacual le pasa su vida—es decir, la serie de hechos quela integran. En todos y cada uno de ellos está, sola-pado, el Mismo. Yo soy el Mismo, el punto de iden-tidad o mismidad latente bajo la diversidad e in-conexión aparente de los hechos que urden mi vida.

Pero los hechos de mi vida no terminan en ella,en su órbita individual, sino que actúan sobre la ór-bita de otras vidas como la mía, penetran en ellaproduciendo múltiples efectos. Y viceversa, lo quea otros les pasa—su vida—rezuma sobre la mía. Ten-go un amigo. La amistad es un hecho que me pasaa mí, pero que también le pasa a mi amigo. Portanto, su realidad no consiste sólo en la parte deamistad que me toca a mí, sino también en la quetoca al otro. No es, pues, rigorosamente hablando,un hecho exclusivo de mi vida, sino que es el hechode dos vidas, entre dos vidas—es un hecho de con-vivencia. ¿Quién es, entonces, el «alguien» de laamistad? Evidentemente, ese alguien es un personajeextraño que se llama «dos seres humanos». Un al-guien dual, que no es ninguno de los dos, ni la sim-ple suma, sino alguien sobre ellos, sujeto del hechoamistad, y a quien podemos llamar indiferentemente«convivencia» o «compañía» o «sociedad».

Como se advierte, el «alguien» a quien las cosaspasan es el substrato del acontecer; pero, al mismo

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tiempo, es el punto de vista, el principio de la pers-pectiva desde el cual el acontecimiento se entiende.La vida individual es. en este sentido, una perspectiva.La convivencia es otra.

Pero no se puede negar que no nos parecen igual-mente claros el alguien o mismo que soy yo o queeres tú y el alguien o mismo que es la compañía. Estenuevo personaje está menos a la mano; su perfiles más difuso y problemático. Por lo menos, a pri-mera vista. No voy ahora a entrar en esta cuestión;pero, de paso, sugiero que esa presunta claridad dequién sea ei alguien que soy yo se oscurece desespe-rantemente cuando con ánimo de hallar una respuestarigorosa nos preguntamos: ¿Quién soy yo? Porqueyo no soy mi cuerpo ni mi alma. Cuerpo y alma soncosas mías, cosas que me pasan a mí; los más próxi-mos y permanentes acontecimientos de mi vida, perono son yo. Yo tengo que vivir en este cuerpo enfermoo sano que me ha tocado en suerte y con esta almadotada de voluntad, pero acaso deficiente de inteli-gencia o de memoria. ¿Qué diferencia últimamenteesencial existe entre la relación de mi cuerpo y mialma conmigo y la que conmigo tienen la tierra enque nazco y vivo, la suerte social, mejor o peor, quetengo, etc., etc.? Ninguna. Y si yo no soy mi almani mi cuerpo, ¿quién es el alguien, quién es el mis-mo a quien acontece la sarta de sucesos que integranmi vida? Como se ve, hay aquí un problema tremen-do que va oculto y en cierto modo cloroformizadopor la facilidad de habituación con que decimos «yo».La identidad de la palabra nos finge una evidenciade la cosa.

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Pero el hombre muere y otras vidas suceden a lasuya. La convivencia actual o sociedad de ahora seprolonga asimismo en la de mañana, en la de dentrocL un siglo, como, viceversa, es continuación de lade ayer y de la de hace centurias y centurias. Es decir,que nos encontramos con un nuevo tropel de hechos—los históricos—enormemente más rico, multiforme,caótico, que el atribuíble a la vida individual o a íasociedad de hoy. En suma, nos encontramos con elrumor innumerable de la historia universal. Guerrasy paces, angustias y alegrías, usos, leyes, Estados, mi-tos, ciencias: es la pululación superlativa, el moremagnum de lo confuso e ininteligible. Al pronto lamente se pierde en esa selva indómita de hechos in-conexos y dispares. La historia es como el oído conque oímos tales ruidos; nos cuenta esto y esto y esto.Pero con ello no hace sino incitar nuestra incompren-sión y movernos a demandar: ; Qué pasa en la his-toria y a quién le pasa?

En sus Memorias, la marquesa de La Tour-du-Pin,que vivió en tiempos de la Revolución francesa, noscuenta que, siguiendo la moda anglómana de la épo-ca, encarga de sus caballos a un palafrenero inglés.Este hombre no consigue aprender la lengua fran-cesa, e. incomunicante con el contorno, vive ensimis-mado, atento sólo a su menester. Cuando la revolu-ción comienza y ve a las gentes ir y venir enloque-cidas, juntarse y separarse, gritar y estremecerse, elpobre hombre cae en estupefacción. No entiende nadade lo que acontece, y cada cinco minutos se acercaa su señora y, quitándose la gorra, pregunta: Please,

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mÜLtdy. wbat are they olí about? (Señora, perdón,¿qué les pasa a todos éstos?)

El palafrenero no podía entender lo que a éstosles pasaba, porque en realidad, la Revolución fran-cesa no era un hecho de la vida privada o individualde ninguno de ellos, ni siquiera de su vida colectivao social. Era un hecho de la historia, y sólo resultarácomprensible cuando se golpee con los nudillos sobreel telón gigantesco de los hechos y se pregunte:¿Quién anda ahí? ¿Quién produce y padece todosesos ruidos? En suma: ¿a quién le pasa la historiauniversal como a mí me pasa mi vida? ¿Quién es elalguien, el Mismo de la historia que pulsa y late bajosus sucesos?

La Filosofía de la Historia Universal es el golpede nudillos que da Hegel sobre los fenómenos deldestino humano. Al buscar el Mismo de la historia,su substrato y sujeto, tiene que buscar también, comoantes indiqué, una nueva perspectiva, distinta de lavida individual y de la vida social. Ahora se trata dela vida histórico-universal que comprende aquellasotras dos formas de vida; es decir, que la perspectivahistórico-universal incluye la perspectiva individualy la social, es la perspectiva integral de lo humano.

Ahora bien, ¿cómo, sumergidos en el enjambrede los hechos históricos, podremos descubrir su subs-tancia permanente, ese alguien o Mismo de que ellosson manifestación, variación, modificación incesante?Hay varios caminos o métodos. Uno consiste en apli-car a los fenómenos históricos la misma táctica men-tal que seguimos para descubrir las leyes de los fenó-menos naturales. Es el método empírico. Observando

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los hechos, ensayando hipótesis que esta observaciónnos sugiere, vemos si aquéllos se dejan reducir a unorden o regularidad. Este orden, si transparece, nosmostrará todos los cambios históricos como transfor-maciones comprensibles de alio que es el substrato dela transformación. Y, en efecto, la obra de Hegel,que no usa este método, provoca durante todo el si-glo XIX una serie de ensayos inspirados en este pro-cedimiento. Todos ellos coinciden en elegir una clasede hechos como realidad fundamental de que todoslos demás son consecuencias. Así, Carlos Marx creehaber hallado la substancia, el alguien de la historiaen la economía. Lo que diferencia las épocas y hacesalir una de otra es el proceso de la producción. Cadaetapa humana tiene su última realidad en lo que, ala sazón, sean los medios de producción. Cada nuevaforma de éstos crea una nueva forma de organizaciónsocial; suscita una clase social propietaria de ellosy otras sometidas a ésta. Las ideas, la moral, el de-recho, el arte, no son más que reacciones de cadadase social según sea su puesto en la jerarquía co-lectiva. Ni las ideas ni la moral ni el derecho ni elarte son fuerzas primarias de la historia, sino, por elcontrario, resultado de lo substancial: la realidad eco-nómica. El hombre no actúa según sus ideas, senti-mientos, etc., sino, al revés, las ideas, sentimientos deun hombre, son consecuencia de su situación social,esto es, económica. El alguien de la historia es, pues,el hombre como animal económico.

Frerte a esta interpretación económica cabe ponerinnumerables otras en que se prefiere como substancialotra especie de fenómenos. Cabe, por ejemplo, una

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interpretación bélica de la historia. Según ella, lo deci-sivo en los cambios históricos sería el cambio en losarmamentos, en los medios de destrucción. Es el exactopendant del marxismo. He aquí un ejemplo de sumanera de razonar. Durante el sialo v dominan toda-vía sobre los Estados griesos las viejas aristocracias,porque las guerras entre ellos se hacen con miliciaspoco numerosas compuestas de soldados calificados,portadores de armas cuyo empleo requiere largo y difí-cil entrenamiento. Pero he aquí que se anuncia labajada de los persas contra Grecia. Los persas lleganpor tierra y por mar. Temístocles tiene la genial intui-ción de que la parte decisiva de la lucha habrá deser marina, y propone a Atenas la creación de unapoderosa escuadra. Pero esto supone el empleo decatorce mil remeros. Los aristócratas no pueden pensaren proporcionar tan elevado contingente ni están dis-puestos a remar. Es preciso recurrir a las clases infe-riores, poner en sus manos la nueva arma—el remo.El efecto fue fulminante. La extensión del serviciomilitar trae consigo la extensión del poder político.Los catorce mil remeros son todo Atenas, y no yaunas cuantas familias nobles. El remo, como armabél'ca, como medio de destrucción, suscita la demo-cracia y todo lo que ésta trae inevitablemente consi-go: el abandono de la tradición, el racionalismo, laciencia, la filosofía1.

La interpretación bélica de la historia no es ni másni menos fantástica que cualquiera otro de los ensa-

1 Véase El Espectador, VI (1927): «La interpretación bé-lica de la Historia».

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vos parejos emprendidos empíricamente con ánimode reducir a un orden el caos que es la historia. Quienhaya leído la Historia del arte de la guerra, com-puesta por Delbrück, reconocerá que es esta interpre-tación una idea luminosa, capaz de esclarecer admi-rablemente no pocos estratos de la realidad histórica.

Es sorprendente la docilidad de ta historia ante lafuria de orden que lleva a ella el pensamiento. Sepuede llegar a sistemas francamente cómicos y que,en principio, no son menos verídicos que los de as-pecto más trágico y solemne. Cabe, por ejemplo, loque yo llamaría la interpretación hidrológica de lahistoria. En efecto, la historia comienza con una ci-vilización que brota entre dos ríos menores—lamesopotámica. Pasa luego a las riberas de un granrío—el Nilo. Se derrama después sobre un mar inte-rior—el Mediterráneo. Avanza más tarde al mar abier-to—el Atlántico—, y en nuestros días comienza a ba-ñarse en el mar máximo—el Pacífico. Pero al seguirla línea de esta evolución caemos en la cuenta de otrasposibilidades de interpretación: la interpretación si-deral. En efecto, el centro de la historia se ha des-plazado en el mismo sentido en que marchan las es-trellas. El proceso universal de lo humano gira deOriente a Occidente.

II

Todas estas ideas de la historia pretenden hacernosver el claro proceso real que «pasa» verdaderamenteí>ajo el confuso proceso aparente de ella. Y nos sor-

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prende un poco que todas nos convencen en un mo-mento, lo cual seria imposible si no poseyesen algunadosis de verdad.

¿Como es posible que sean todas verdad, siendodispares? Evidentemente, sólo de una manera: nosiéndolo del todo ninguna. Son, en efecto, verdadesparciales, cuasi-verdades. Los fenómenos, tanto de lanaturaleza como de la historia, pueden ser ordenadospor nuestra mente de infinitos modos. Imagínenseustedes delante de una cantidad grande de objetos.Pueden clasificarlos o por su tamaño o por su coloro por su forma o por su peso o por innumerablescaracteres. Con increíble maleabilidad, los objetosaguantan, reciben nuestra ordenación. Como cada unode ellos tiene infinitas notas, siempre podremos to-marlos por una cualquiera de ellas como por un asa.Pero, si luego comparamos unas ordenaciones conotras, notaremos que unas precisan más la clasifica-ción y otras menos. Si dividimos los objetos en clarosy oscuros, es evidente que habremos producido unorden colocándolos en dos enormes provincias. Mas,si nos fijamos luego en el contenido de cada una deellas, advertiremos que dentro de lo claro hay objetosmuy diferentes entre sí—rojos, azules, blancos, etc.Nuestra ordenación ha sido, pues, muy somera; naha penetrado en las diferencias más detalladas. Den-tro de cada provincia quedan desordenadas las cosas.El orden era superficial: no prendía bien, no definíacada objeto; no nos decía, en suma, nada sobre elobjeto singular, sino sólo sobre grandes y vagos con-juntos. Ahora bien, lo que se trataba de aclarar, dedefinir y conocer, era precisamente cada objeto, cada

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fenómeno, porque ése es el auténtico problema quese ofrece al esfuerzo de nuestro pensamiento. Pensares comprender las cosas en su plenitud, no sólo tomarvistas parciales, vagas, que digan algo sobre ellas,pero que dejen fuera mucho de ellas. Cuando lo quedecimos de un fenómeno no coincide completamentecon él, nuestro hablar, nuestro pensar, es abstracto.Y mientras el pensamiento es sólo abstracto, no hahecho sino empezar.

* * *

Esas teorías sobre la historia son verdades abstrac-tas, por tanto parciales. Son vistas tomadas arbitra-riamente sobre la realidad. Toda vista es verdadera,puesto que nos da algo de la cosa. Pero como lahemos tomado desde un punto de vista cualquiera,sin dejar de ser verdadera, resulta arbitraria. Lo afbi-trario no es tanto la vista como el punto de vista.

Esta es la máxima preocupación de Hegel: en-contrar un punto de vista que no sea uno cualquiera,sino que sea aquel único desde el cual se descubrela verdad entera, la verdad absoluta. Sea nuestropunto de vista no el nuestro, sino precisamente eluniversal o absoluto.

Este abandono de nuestro punto de vista y esteesfuerzo por instalarnos en lo absoluto y mirar desdeél todo y cada cosa es para Hegel la filosofía. Nodiscutamos ahora si esto es factible. Mi tema no esla metafísica de Hegel, sino su metafísica de la his-toria.

Al hablar sobre las cosas materiales o históricas,

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Hegel quiere evitar decir sobre ellas verdades parcia-les. Se exige la verdad absoluta, y, por tanto, tieneque averiguar ante todo cuál es la absoluta realidadde que todo lo demás no es sino modificación, particu-larización. ingrediente o consecuencia. Hegel cree ha-berlo logrado en su Filosofía fundamental, que élllama Lógica. Con esa enorme averiguación, dueñodel máximo secreto que es lo Absoluto, se dirige ala naturaleza, se dirige a la historia, que son no másque partes o modos de lo absoluto. Pero, claro es, vaa ellas en una disposición intelectual opuesta a laque inspira el método empírico que acabo de dibujar.Hegel no es hombre de penetrar en la historia, su-mirse en ella, perderse en la infinita pululación desus hechos singulares para ver si consigue de ellosla esencial confidencia, para ver si los hechos le des-cubren su verdad latente. Todo lo contrario: cuandoHegel se acerca a la historia, sabe de antemano loque en ella tiene que haber pasado y quién es el al-guien de su acontecimiento. Lleca, pues, a lo histó-rico autoritariamente, no con ánimo de aprender dede la historia, sino, al revés, resuelto a averiguar sila historia, si la evolución humana se ha portado bien,quiero decir, si ha cumplido su deber de ajustarse ala verdad que la filosofía ha descubierto. Este métodoautoritario es lo que Hegel llama «Filosofía de lahistoria».

La realidad única, universal, absoluta, es lo queHegel denomina «Espíritu». Por tanto, todo lo queno sea francamente Espíritu tendrá que ser manifes-tación disfrazada del Espíritu. En la medida en queno «parezca» ser Espíritu su realidad será pura apa-

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rienda, ilusión, óptica no arbitraria, sino fundada enla necesidad que el Espíritu tiene de jugar al escon-dite consigo mismo.

¿Qué es el Espíritu en Hegel.'' No nos engañe-mos: el Espíritu en Hegel es una enormidad en to-dos los sentidos de la palabra. una enorme ver-dad, un enorme error y una enorme complicación.Hegel es de la estirpe de los titanes. Todo en él esgigantesco, miguelangelesco.

Yo no sé cómo en poquísimas palabras se puedaproporcionar un atisbo de lo que Hegel entiendebajo ese soplo verbal que es el vocablo «Espíritu».

Es preciso declarar que el vocablo «Espíritu», em-pleado por Hegel para denominar tan enorme y de-finitiva realidad como la que con él quiere enunciar,no es muy acertado. Se han llamado espíritu tantascosas, que hoy no nos sirve esta deliciosa palabrapara nada pulcro. Hegel mismo vaciló mucho antesde decidirse por esta terminología. En su juventudprefería hablar de «vida». Hoy le acompañaríamosen esta preferencia. ¿Por qué?

El atributo principal del Espíritu en Hegel es co-nocerse a sí mismo. Es, pues, una realidad que con-siste en comprensión, pero lo comprendido es ellamisma. Lo cual supone que es, a la vez, incompren-sión, porque de otro modo no consistiría en un mo-vimiento y esfuerzo y faena para hacerse transparentea sí misma. Tiene, pues, dos haces: por uno es cons-tante problema para sí, por otro es interpretación

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de ese problema. ¿No es esto lo característico de lavida humana? ¿No es nuestro vivir sentirse cadacual sumergido en un absoluto problema? Cada actovital, no sólo el específicamente intelectual, va ins-pirado por la necesidad de «salvar la vida», es decir,de hacer de ésta «lo que debe ser». Todas las éticas—la más egoísta o la más altruista, el epicúreo yel kantiano, el asceta y Don Juan—buscan colocarnuestra vida en su verdad, y esto implica una inter-pretación, una idea de lo que nuestro destino «es».Ahora bien, ideal tal obliga a construirse una con-cepción del mundo en torno nuestro y de nuestrapersona en él. La vida no es el sujeto solo, sino suenfronte con lo demás, con el terrible y absoluto«otro» que es el mundo donde al vivir nos encon-tramos náufragos. No creo que haya imagen más ade-cuada de la vida que esta del naufragio. Porque nose trata de que a nuestra vida le acontezca un díau otro naufragar, sino que ella misma es desde luegoy siempre hallarse inmerso en un elemento negativo,que por sí mismo no nos lleva, sino, al contrario,nos anula. De aquí que vivir obligue constante yesencialmente a ejecutar actos para sostenerse en eseelemento o, lo que es igual, para convertirlo en me-dio positivo. Y de éstos, el fundamental y primarioes formarse una idea de sí misma, ponerse en clarosobre qué sea ese elemento en que a ratos flotamos,a ratos nos hundimos, y qué sea nuestra pobre per-sona náufraga en él. Todos nuestros demás actos sur-gen ya dentro de esa interpretación de la vida y vaninspirados por ella.

Pues bien, para Hegel lo decisivo en la interpre-

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tación de la vida no es obra de ningún individuo porgenial que sea, sino que procede de todo un pueblo.Cada uno de los grandes pueblos ha consistido enser una nueva interpretación. Por eso, porque va «ins-pirado» por una idea unitaria y original, consigue lle-gar a una fuerte disciplina e imponerse durante unaépoca en la historia universal.

* * *

Pero Hegel, que hasta aquí no tendría tal vez in-conveniente en aceptar esta sustitución de su «Espí-ritu» por nuestra «vida», se resistiría a contentarsea la postre con ella. Pertenece él, y con él nosotros,a la gran unidad occidental que llama «el mundogermánico». Tiene éste una interpretación de lavida según la cual todo es espíritu. Así piensa Hegel.Esta es para él «la» verdad, por tanto, no una inter-pretación entre otras del misterio vital, sino la absolu-ta y la definitiva. Y creyéndolo así, no tiene másremedio que integrar en ella todo el proceso histó-rico y mostrar cómo todas las grandes interpretacio-nes de la vida han sido estadios necesarios para esegran descubrimiento.

Mas esta resistencia de Hegel acaso no estuvieseen lo esencial justificada. Para él «Espíritu» ño es elalma humana, ni el ñus del cosmos, sino simplementeaquello que se sabe a sí mismo, es decir, que consisteen llegar a la transparencia de sí, cuyo ser estriba pre-cisamente en averiguarse a sí propio y descubrirse, ha-cerse patente. Nuestra vida es, como he indicado, elparcial logro de eso. Una vida que en absoluto no se

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comprendiese y aclarase a sí misma, sucumbiría. Porotra parte, una vida que se viese con plena claridada sí misma, sin timebla alguna, sin rincón de proble-ma, sería la absoluta felicidad. Donde no hay pro-blema no hay angustia, pero donde no hay angustiano hay vida humana. Por esto la vida humana nopuede ser lo que Hegel llama «Espíritu», sino sólomovimiento y estación hacia él: afán de transparen-cia, parcial iluminación, constante descubrimiento yaveriguación, mas por lo mismo nunca plenaria cla-ridad.

III

HISTORIA Y GEOGRAFÍA

El espiritualismo radical de Hegel domina su con-cepción de la historia. Es éste un drama que consisteen un apasionado monólogo. No hay más que unpersonaje: el Espíritu. A este personaje le aconteceperderse en sí mismo, en la selva magnífica de símismo, y se afana heroicamente en encontrarse. Paraesto necesita caer en la cuenta de que él existe y deque todo lo demás—piedra, astro, ave, hombre—noes sino secreción suya, ensayos que va haciendo parallegar a la idea de que él es y que es todo. Cuandocomienza la historia, ha terminado el primer acto,en el cual el Espíritu no se sospecha a sí mismo,«está fuera de sí» y parece ser pura Naturaleza. LaNaturaleza es la selva preespirituál—lo mineral, loanimal. Ni el mineral ni el animal saben de sí mis-

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mos: gozan—¿o padecen?—una ea:>u ignorancia desu propio ser. Su ser consiste simplemente en «estarahí», hincado en un lugar y un instante. Vivir en un«ahí» y en un «ahora» : esta servidumbre de la glebaespacio-temporal es para Hegel la condición de todolo «natural». El Espíritu, en cambio, es ubicuo y eter-no, mejor dicho, no está en ningún lugar, en ningúntiempo, porque los contiene en sí todos. El ser delEspíritu no consiste, como el de la piedra, en «estarahí», sino, por el contrario, en «estar en sí y sobresí». Esto que Hegel insinúa se advierte muy bien enel hombre, que es, a la par, término de la Naturalezae iniciación del Espíritu. Realidad fronteriza y osci-lante, el hombre es unas veces lo uno, y otras, lo otro.Por eso distinguimos cuándo el prójimo «está fuerade sí»—y decimos: «¡Qué animal!»—y cuándo«está sobre sí»—y decimos: «¡Qué espíritu!»

La Naturaleza es, pues, esencialmente prehistoria,preparación o material para la historia, ya que éstaes la lucha del Espíritu frente a la Naturaleza paraencontrarse en ella. La Naturaleza es el escenario yla peripecia del drama, el laberinto extraño, el puro«lo otro» donde la razón se ha perdido. En esta pere-grinación del Espíritu por la Naturaleza queda cali-ficado por ella, influido por ella, y en este procesoterrenal del Espíritu consiste para Hegel la historia.El Espíritu procede condensándose en la serie de losgrandes pueblos, cada uno de los cuales es una inter-pretación de sí mismo que el Espíritu ensaya. Por esoen la historia no ha triunfado en cada época más queun pueblo: porque sólo en él actuaba el Espíritu, quelo necesitaba como un peldaño para su genial ascen-

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sion hasta la pura idea de si mismo. Una vez que hausado de ese pueblo, el Espíritu lo abandona, y elpobre pueblo triunfante un día queda anulado histó-ricamente, depotenciado como mera materia para elnuevo pueblo floreciente. Queda, en suma, «desespi-ritualizado».

Esta es la lamosa idea del Volksgeist, del «espíritunacional», que constituye, sin duda, una de las creacio-nes más originales del romanticismo alemán (Herder,Fichte, Schelling, la escuela histórica). El personajeúnico—Espíritu—se pluraliza en los «espíritus nacio-nales» de los grandes pueblos verdaderamente histó-ricos—y no prehistóricos o «naturales»—: China,Egipto, India, Persia, Grecia, etc.

Ahora bien, esa multiplicación sobreviene al Espí-ritu, que es, por esencia, uno, único, al ser tamizadopor la Naturaleza. Al hacerse «nacional» el Espíritu«nace»—y por que nace, muere, como un animal.Nat-uraleza es lo que nace. La nación es espíritu mi-neralizado y animalizado; por tanto, adscrito a unlugar, a un paisaje. La historia con su enjambre depueblos brota de la geografía. Ya en otra ocasióntoqué este punto de las relaciones que en el sistemahegeliano guardan geografía e historia. Fue con mo-tivo de precisar lo que Hegel pensaba sobre América,«cuyo principio es lo inconcluso y el no llegar nuncaa plenitud»1. Ahora me interesa tomar la cuestión entoda su generalidad. ¿Cómo ve Hegel esa insercióndel Espíritu en la Naturaleza, en la tierra? ¿Cuál es

1 Véase «Hegel y América» en El 'Espectador, tomo VII.1930.

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la relación entre un pueblo y su horizonte geográfi-co? ¿Influye el clima en la historia que es siemprehistoria espiritual? ¿El «espíritu nacional» es produc-to del medio, una planta más en el paisaje?

Hegel no puede aceptar que el Espíritu «dependa»de la materia, es decir, que las condiciones naturalessean causa de un cierto modo de ser espiritual. «Es opi-nión tan generalizada como vulgar—dice—que el pe-culiar espíritu nacional está en conexión con el climade esa nación... Así, se habla mucho y con frecuen-cia del benigno cielo jónico que ha engendrado aHomero. Y, sin duda, ha contribuido no poco alencanto de los poemas homéricos. Pero la costa delAsia Menor ha sido siempre la misma y sigue sién-dolo: no obstante, del pueblo jónico ha salido sólo unHomero. El pueblo no canta: sólo el hombre sin-gular crea una poesía, sólo un individuo, y aunquefuesen varios los que han producido los cantos homé-ricos, siempre se trataría de individuos. A pesar delclima benigno no han vuelto a surgir Homeros, es-pecialmente bajo la dominación turca.»

No hay, pues, que hablar del influjo causal entreuna tierra y una nación. El nexo entre ambos es deespecie muy diversa.

«No nos interesa considerar el territorio como lo-calidad externa, sino atender al tipo natural de lalocalidad en cuanto corresponde al tipo y carácterdel pueblo que es hijo de tal territorio.» «Siendo lospueblos espíritus de determinada configuración, estasu determinación o peculiaridad sería de orden espi-ritual»—por tanto, no originada por peculiaridadesgeográficas, étnicas, etc. Pero a esa peculiaridad espi-

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ritual o modo de ser corresponde la peculiaridad dela Naturaleza en la región donde el pueblo se forma.Hegel no aventura más. Se contenta con hablar de«correspondencia» para designar relación entre pue-blo y contorno físico.

Hace años, perescrutando yo el mismo problema,llegué a la conclusión de que las condiciones geográ-ficas no determinan la historia de un pueblo. En unmismo rincón del planeta han acontecido las formasmás diversas de historia, es decir, de existencia hu-mana de ser hombre. La humanidad india de la pam-pa era sobremanera distinta de la actual argentinidad.Distinta no sólo como dos estadios de evolución muylejanos entre sí, sino como dos especies divergentes.Es posible que al cabo de los siglos la tierra pamperareabsorba al hombre actual y de él vuelva a formarun pueblo en que rebroten los caracteres fundamen-tales de las razas autóctonas. Más de un síntoma nosinduciría a esta sospecha, sobre todo, si recordamoslo que acontece en Australia.

Pero si es posible que cada terruño sea como unescultor que crea indefectiblemente una forma de es-tilo siempre idéntico—dejemos el asunto para otraocasión—, no por eso determina propiamente la his-toria. Hay un factor que podríamos llamar «la ins-piración histórica del pueblo», que no puede expli-carse zoológicamente. Y ese factor es el decisivo ensus destinos. Con el mismo material geográfico y aunantropológico se producen historias diferentes. Hayademás otro fenómeno de gran importancia: la emi-gración de los pueblos. La autoctonía es siempre pro-blemática o utópica. De hecho no conocemos en la

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historia más que pueblos que se han movilizado, yal fijarse transitoriamente—con una transitoriedad demilenios a veces—en un lugar del planeta han creado allí su historia. Si nos atenemos, pues, al rigor d,los hechos, lo que importa comprender es por queun pueblo que se desplaza se detiene de pronto y seadscribe a un paisaje. Es como un hombre que avan-za entre las mujeres y de pronto queda prendido,prendado de una. Es vano acudir, como se suele, conconsideraciones utilitarias que sucumben siempre en-tre contradiciones de los hechos. Hay que acabar porreconocer una afinidad entre el alma de un pueblo yel estilo de su paisaje. Por eso se fija aquél en éste:porque le gusta. Para mí, pues, existe una relaciónsimbólica entre nación y territorio. Los pueblos emi-gran en busca de su paisaje afín, que en el secretofondo de su alma les ha sido prometido por Dios.La tierra prometida es el paisaje prometido.

Hegel no interpreta así la correspondencia entregeografía y cultura. Pero no anda muy lejos de ello.

IV

MESETA, VALLE, COSTA

Según Hegel, hay tres tipos de tierra para los efec-tos históricos—lo que yo llamaría tres paisajes: laaltiplanicie, el valle fecundo, la costa. Esta divisiónle ha sido inspirada por la consideración de que nues-tro planeta no es sólo tierra, sino también agua. Los

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tres paisajes se caracterizan por la relación de la tierraal líquido elemento. La altiplanicie es la aridez. Elvalle es obra del río. En la costa «tremola la mari-na», como dice Dante.

En la Filosofía de la Historia Universal brotan sú-bitamente altos surtidores de espléndida poesía, gei-seres cálidos, irisados, que se alzan sobre el horizontelunar de su gélida dialéctica. Así en este lugar. ¡Quédelicia oír que de pronto se nos habla—corroborandocon un gesto romántico hacia significaciones infini-tas—del «principio de la meseta, el privilegio del va-lle, el principio de la costa»! La mente nos quedarepentinamente fecundada por el polen de estas pa-labras y germina en ilimitadas posibilidades de pen-samiento.

Con esta preparación creo yo que podremos enten-der bastante bien la idea que Hegel se hace de las re-laciones entre lo geográfico y lo histórico, aun cuan-do sus textos no pasan de ser vagas insinuaciones.

Recuérdese que, para Hegel, es el hombre una rea-lidad oscilante entre la Naturaleza y el Espíritu, entreel «estar fuera de sí» y el «estar sobre sí». Cuando elhombre vive fuera de sí está dominado por la necesi-dad cósmica, lo mismo que el astro y la planta. Esuna realidad esclava. Ahora bien, la historia es el pro-ceso del espíritu, el cual consiste en libertad. El «pro-greso en la conciencia de libertad» constituye paraHegel el contenido de la historia universal.

¿Por qué el espíritu consiste en libertad? Por unrazonamiento muy sencillo. Para Hegel—como he-mos visto—es «Espíritu» el nombre de la realidadabsoluta, de la única realidad verdadera. Esto signi-

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fica que sobre lo que el espíritu sea lo será por su pro-pia cuenta y riesgo, ya que no existe ninguna otra rea-lidad de que él dependa. Realidad independiente \realidad libre son sinónimos. El Espíritu se determinaa sí mismo, crea por sí sus propias determinacionesDe aquí que la forma más característica del Espíritu.su facies más evidente sea la voluntad. Porque no hayvoluntad si no es libre, e La voluntad es libre, comola materia es grave.» Querer es resolverse; por tanto,decidir la propia determinación. Hegel combate laidea, a un tiempo inglesa y mediterránea, de la liber-tad, que nos hace pensar en un mero «libertarse de»,en un movimiento de evasión y de fuga. El que nohace sino escaparse de una prisión habrá logrado des-prenderse de lo que no es él; pero si no hace másque eso no ha llegado a ser sí mismo. El que se limitaa no ser prisionero se queda en mero no ser y carecede realidad positiva. La verdadera libertad es un nuevoacto creador por el cual el libertado de un mando fo-rastero se manda a sí mismo, se da a sí mismo un serpositivo. Libre es, pues, quien manda—entiéndase—,quien manda sobre sí mismo, quien se da a sí propiola ley. Pero esto ¿ quién lo hace de verdad en el mun-do? ¡El Estado, sólo el Estado! He aquí por qué,según Hegel, el Espíritu no aparece en el mundo, notiene realidad efectiva sino en forma de Estado. Y lahistoria espiritual será para él historia del Estado. Poreso no pertenecen a la historia los pueblos salvajes,sin ley, sin mando, sin Poder público.

Mas la aparición sobre el planeta del fenómenoLey, Orden, Imperio representa un lujo vital. El hom-bre demasiado ungido por la necesidad animal no

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tiene holgura para que sus energías rebosen de la ac-tuación al menester inmediato, de vivir zoológica-mente y pueda ocuparse de sí mismo. Con esto tene-mos definida la relación primaria entre geografía e his-toria. En aquellas zonas del planeta cuyas condicio-nes vitales son extremas—la tórrida, la gélida—nopuede haber historia. «En ellas vive el hombre enton-tecido. La Naturaleza lo deprime y no puede sepa-rarse de ella, que es la primera condición para unacultura espiritual. La violencia de los elementos esdemasiado grande para que el hombre pueda emergeren su lucha contra ellos y ser lo bastante poderosopara hacer valer su libertad espiritual frente al pode-río de la Naturaleza.»

En definitiva, lo específico del hombre radica enun privilegio de la atención. Observad al animal enla selva. Tiene que estar constantemente atento a loque pasa en su derredor. Su mundo es un permanentey omnímodo peligro. No le queda respiro para des-entenderse del contorno y volver la atención haciasí- Hace algún tiempo me impresionó leer en el librode Stefanson, Tierras del porvenir, que las focas noduermen más que dos o tres minutos seguidos. Alcabo de ellos vuelven a abrir los párpados, otean elhorizonte para ver si no surge en él ninguna nuevaamenaza y vuelven a sumirse en su sueño pespuntea-do. Ahora bien, la retorsión de la atención hacia den-tro de sí es, zoológicamente considerado, un aparta-miento del contorno más radical y profundo que elsueño mismo. Es el soñar despierto, pensar. El hombreno llega a serlo suficientemente sino en aquellas con-diciones de paisaje que no son premiosas y le permi-

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ten recogerse en sí mismo, concentrarse, aislarse o ce-rrarse frente a la Naturaleza. He aquí el Espíritu ensu primera actividad, en su libertad negativa, que lehace evadirse de la Naturaleza.

En el hombre civilizado es tan fuerte ya el hábitode vivir dentro de sí y no en su contorno, que nosdeprime la idea de vernos obligados a atender cons-tantemente las vicisitudes del mundo en derredor.Entonces pensamos que la selva, la selva abierta es lamás auténtica prisión y que el hombre es el animalque se ha escapado de ella y se ha libertado metién-dose dentro de sí mismo. Naturaleza y espíritu se-rían, según esto, dos direcciones antagónicas de laatención: el «hacia fuera» y el «hacia dentro».

A esta forma de relación negativa, en que los ex-tremos del frío y el calor excluyen el florecimientodel Espíritu, hay que añadir la de carácter positivoque se ofrece en las zonas templadas.

Hay, según Hegel, tres configuraciones topográfi-cas, tres principios geomorfos que condicionan tres ti-pos de vida natural a las cuales corresponden tresestadios o formas del Espíritu, es decir, del Estado.Uno es la meseta, la enorme altiplanicie. Su tipo vitales el nomadismo. La existencia en este país seco espobre, pero además no está limitada por ningunacontención espacial. Vivir es vagabundear. Hoy seestá en un lugar, mañana en otro. No hay fuerza nin-guna que obligue a la convivencia. El hombre sienteímpetus de empresa, pero discontinuos e informes,imprecisos. Lo único que se le puede ocurrir es echarpara adelante, sin rumbo, sin meta, sin designio pre-formado. No es posible en estas condiciones el naci-

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miento de la ley, del Estado, que implica convivenciaestabilizada. Hay sólo la momentánea organizaciónde guerra bajo un caudillo genial que reúne las hor-das normalmente dispersas y cae con ellas sobre lastierras fértiles.

La meseta, el nomadismo, es, pues, la pura inquie-tud, el puro ir y venir. Ahora bien, el Espíritu es,frente a la Naturaleza, la inquietud misma, porquees exclusivamente actuación. Un espíritu quieto esuna contradicción en el adjetivo. La piedra puede es-tar quieta, pero el Espíritu no. Por eso cuando Des-cartes hace consistir el alma en exclusiva espiritua-lidad y dice que su ser consiste tan sólo en pensar,los contemporáneos objetaban: y cuando el alma nopiensa, por ejemplo, cuando el hombre duerme, ¿esque el alma se muere, se aniquila? Y, sin embargo,la inquietud del nómada no es aún, para Hegel, eí«espíritu de la inquietud», esto es, la inquietud verda-deramente espiritual. La meseta es la guerra por laguerra, la guerra sin concreta finalidad, como meraexplosión de activismo en pueblos durante centuriaspacíficos. El nómada, que es pastor, súbitamente setransforma en el más crudo guerrero. Esta guerra esciertamente empresa, intento de algo más allá de locotidiano, por tanto, Espíritu. Pero es empresa incon-creta, diríamos, el temple de una empresa sin su con-tenido. No es creación de un orden. En la meseta,pues, tenemos el germen de lo espiritual, su apari-ción embrionaria, nada más.

La meseta termina en laderas donde los ríos hanevacuado valles. A veces estas laderas confinan inme-diatamente con el mar: Perú, Chile, Ceilán. No

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forman, por tanto, un ámbito suficiente para cons-tituir un nuevo tipo de vida. En cambio, los largosvalles—Mesopotamia, Egipto, China—representan unnuevo principio geohistórico. El valle es una unidadconclusa, cerrada en sí, independiente, no como lameseta, que es la independencia inconcreta de lo queno tiene límites y no es nada determinado. La alti-planicie no tiene estructura porque es siempre iguala sí misma. El valle tiene una organización diferen-ciada: el río y sus dos riberas que cierran las altu-ras. Es, además, la tierra más fértil. La agriculturasurge en él, y con ella la propiedad, las diferenciasde dase, en suma, las normas jurídicas. La agriculturano es una actividad momentánea, explosiva y de azarcomo el puro belicismo del nómada. Tiene que regirsesegún el ciclo de las estaciones y es, en sí misma,previsión, régimen general y no caprichoso. Porotro lado, el valle obliga a la convivencia, que es,a su vez, imposible sin modos generales de conducta,es decir, sin un Estado, sin el imperio de las leyes.He aquí cómo todos estos caracteres telúricos delvalle preforman un tipo de vida que no es ya lavida meramente natural, sino una vida conforme anormas, en la cual viene aquélla a encajarse. Esa so-brevida normativa es precisamente el Espíritu.

Pero el valle fija el hombre al terruño: lo limita,lo hace dependiente de un sistema poco variado decondiciones. De aquí que estas civilizaciones fluvialeshayan girado eternamente sobre sí mismas, recluidasen un repertorio de temas, de modos, de intentos,de normas. Son culturas «hieráticas», es decir, rígi-das : la egipcia, la china. El gran principio liberador

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EN EL CENTENARIO DE HEGEL

es la costa, donde combate la intensa dualidad detierra y mar. «El mar da lugar siempre a un peculiartipo de vida. El indeterminado elemento nos da unaimagen de lo ilimitado e infinito, y al sentirse el hom-bre en él se anima al más allá sobre toda limitación.El mar suscita el valor: incita al hombre a la con-quista y la rapiña, pero también a la ganancia yla industria. El trabajo industrioso se refiere a aque-lla ciase de fines que se llaman necesidades. El es-fuerzo para satisfacer estas necesidades trae consigo,empero, que el hombre quede enterrado en ese oficio.Mas, cuando la industria pasa por el mar, la rela-ción se transforma. Los que navegan pretenden cier-tamente ganar, lucrarse, satisfacer sus necesidades;pero el medio para ello incluye en este caso lo con-trario del proposito con que se eligió, a saber: elpeligro.» La vida marítima es un constante riesgode perderse a sí misma. Es libre ante sí misma e im-plica serenidad y astucia incesantes. Por todo ello tieneun claro sentido de creación y fue dondequiera elmar el gran educador para la libertad. El mar es unperpetuo «más allá de la limitación de la tierra». Esel verdadero «espíritu de la inquietud», que de sumovimiento elemental pasa a las almas de sus mo-radores y hace del existir una permanente creación.El principio supremo constitutivo del espíritu fue ex-presado un día por alguien con monumental inge-nuidad: «Es necesario navegar, pero no es necesariovivir».

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D Í L T H E Y

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GUILLERMO D1LTHEY Y LA IDEADE LA VIDA

C L 19 de noviembre se cumplen los cien años des-*"* de el nacimiento de Guillermo Dilthey. Este nom-bre goza aún de tan escasa resonancia fuera de Ale-mania, que no es ocioso orientar desde luego al lec-tor advirtiéndole que Dilthey es un filósofo y, además,que es el filósofo más importante de la segunda mitaddel siglo xix. Claro es que esta desproporción entreimportancia de un hombre y resonancia de un nom-bre, aunque se produce a veces en la historia, implicasiempre algún coeficiente de anormalidad. Y, en efec-to, que Dilthey sea tan poco conocido todavía fuerade Alemania se debe a que aun dentro del orbe inte-lectual germánico no llegó a tener, hasta hace muypocos años, una nombradla que por la precisión yrango de su fama correspondiese ni de muy lejos asu efectivo valor.

Pero lo interesante—y algo más que interesante—del caso está en que la sorprendente oscuridad de supersona no fue ocasionada porque el candelero estu-viese bajo el celemín ni mucho menos. Desde 1882hasta 1911 este hombre ha sido profesor de la Uni-versidad de Berlín como sucesor, nada menos, de Loóte.Miembro de la Academia prusiana, maestro de toda

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DILTHEY

una escuela filosófica, respetadísimo por el círculo depersonas más influyentes en la ciencia y en la direc-ción de la enseñanza, no ha existido ninguna causaexterna y accidental que estorbase la plena expansiónde su influjo y, con ella, de su notoriedad.

El desdibujo de su figura, el retraso de su epifaníaproceden de razones hondas, esenciales, radicadas úl-timamente en su propia doctrina, hasta el punto deque es una misma cosa exponer el pensamiento deDilthey y mostrar las causas de su escaso influjo otardo triunfo.

Este propósito bilateral anima el estudio que sigue.Se nos ofrece excelente ocasión para sorprender elsutilísimo^ proceso en que consiste la historia de lasideas, la marcha real del pensamiento humano. Ahora setrata de la nueva gran Idea que está ahí ya en el planeta,operando su obra misteriosa y casi mágica. Esta Idea,así con mayúscula porque ella misma lo es, es todolo contrario que una ocurrencia. Las ideas con mi-núscula pueden o no ocurrírseles a los hombres; de-pende ello del puro azar, en virtud del cual tal com-binación de conceptos surge o no en la mente de unindividuo. Pero una Idea de esta clase superlativa nopuede dejar de ocurrírsele a los hombres porque esuna forma necesaria del destino humano, una etapade su evolución a la cual llega inexorablemente lahumanidad cuando ha agotado las anteriores. Ideasde este orden son el estoicismo, el racionalismo, elidealismo, el positivismo. A la postre no tiene sentidod«cir de estas Ideas que están en este u otro hombre—que se le han ocurrido—, sino, al revés, son los

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DILTHEY Y LA IDEA DE LA VIDA

hombres quienes desde una cierta fecha están en ellas.Todo lo que hacen, piensan y sienten, dense de ellocuenta o no, emana de esa básica inspiración queconstituye el suelo histórico sobre que actúan, la at-mósfera en que alientan, la substancia que son. Poreso los nombres de estas Ideas matrices designanépocas.

La nueva gran Idea en que el hombre comienza aestar es la Idea de la vida. Dilthey fue uno de los pri-meros en arribar a esta costa desconocida y caminarpor ella, como suele acontecer a los primeros ocupan-tes, ya veremos con qué género de fatigas e insufi-ciencias. Este estudio va a precisar cómo, en rigor,Dilthey no supo nunca que había llegado a un nuevocontinente y tierra firme. No logró nunca posesio-narse del suelo que pisaba. Durante cincuenta afiosha extendido las manos, en constante y laboriosísi-mo esfuerzo, para apresar la intuición en que habíacaído, la entrevisión de la Idea que desde la primeramocedad le había embargado. ¡Esfuerzo vano! LaIdea que en su inicial presentación parecía tan fácil-mente dominable, se alejaba siempre, se alejaba cadadía más de la presión intelectual con que Dilthey in-tentaba someterla a concepto claro. ¿Era incapacidadpersonal de Dilthey como pensador? ¿Era la tragedia,tantas veces repetida, de que la primera aparición deuna Idea es siempre prematura y el pensador que lapresencia, como «el que ha visto demasiado joven labelleza perfecta», sufre dentro de sí el terrible ana-erpnismo de tener que pensar la nueva Idea con lasideas de su tiempo, es decir, con ideas emanadas de

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otra Idea moribunda? Todas estas interrogaciones aque necesitamos contestar, ponen al lector en la pistade por qué un estudio sobre Dilthey permite descu-brir no pocos secretos de la arcana fermentación queconstituye la historia de las ideas—una de las dimen-siones radicales de la historia del hombre. Nuncahasta ahora había acontecido que una gran Ideaemergiese cuando los contemporáneos poseían visiónhistórica. Con plena agudeza de ella asistimos ahoraa un alumbramiento, y con la insólita realidad a lavista, sin la intermisión problemática de documentosy testimonios, porque el hecho acontece en nosotrosmismos y nuestro más inmediato pasado—el de lamemora viviente que aún no es archivo—, podemosrectificar no pocos supuestos tópicos de la metodo-logía histórica.

Uno de ellos es éste: el historiador tiene que bus-car a toda idea surgida en una cierta fecha su fuente,es decir, otra idea surgida en alguna fecha anterior. Estosignifica rigorosamente buscar la influencia directa,precisa e incuestionable de un individuo—por sí opor su obra—sobre otro individuo. Este es un prin-cipio regulativo de fortaleza inexpugnable y repre-senta la condición de posibilidad de una ciencia his-tórica. En las mentes de los hombres no hay ideasespúreas, súbitas, sin filiación ni precedentes. La his-toria es perfecta continuidad. Toda idea mía viene deotra idea mía o de la idea de algún otro hombre.No hay generación espontánea. Omnis cellula ecetttda. Intente el lector imaginar una idea suya qne

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no venga de otra y que no vaya a otra, que no desem-boque en otra. Venir de e ir a son atributos consti-tutivos de toda idea. Por eso es esencial a toda ideatener fuente y desembocadura, imágenes hidráulicasde firme validez.

Pero es acaso un error creer que este principio notiene excepción y vale también para las grandesIdeas, quiero decir, que su aparición concreta en elpensamiento individual suponga necesariamente unafuente también individual y concreta. El caso es quecuando una gran Idea ha madurado por completo yreina por impregnación en una época, a nadie se leocurre buscar para su expresión en un libro determi-nado una fuente también determinada. La Idea triun-fante y vigente está en todas partes, es la época mis-ma, y como antes dije, son ios individuos quienesflotan en ella y no al revés. Pues bien, nadie tieneque contarme que esto, si bien por otras razones,acontece también, y muy especialmente, en la etapainicial de una gran Idea. Esto lo sé por mí, ya queen el advenimiento de la Idea de la vida estoy yo,intervengo yo y me consta que la intuición de ellano vino a mí de ninguna fuente m pudo venirme. Y sé.además, que a cada uno de los otros cuatro o cincohombres que hasta la fecha han llegado primaria-mente a ella tampoco les ha servido lo que pensa-fSOB los demás. La comprobación de este sorprendentehecho y su porqué es el contrapunto del tema des-arrollado en este estudio y que podríamos enunciar<fe la siguiente manera, sólo en apariencia exagerada^paradójica:

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DILTHEY ,

1.° La obra genial de Dilthey ha servido demuy poco, por no decir de nada, para los otros avan-ces posteriores en la concepción de la Idea de lavida.

2.* Lejos de esto, han sido estos avances inde-pendientes quienes han servido para que el pensa-miento de Dilthey cobre un significado y una im-portancia que antes y por sí solo no tenía. Se trata,{raes, aquí de que es la idea posterior quien lleva elagua a «su» fuente.

3.* El extraño caso ha debido acontecer siempreen el estadio inicial de una gran Idea. La razón deello estriba en que la gran Idea es un organismocuyos elementos o ingredientes son enormemente dis-tantes entre sí. Si no lo fueran no abarcarían la to-talidad del problema universal y no podrían modifi-car in integrum la vida humana. Ahora bien, no esfácil que un solo hombre pueda variar su ángulovisual tanto que logre ver por vez primera todos esoselementos tan dispares entre sí. La gran Idea nacea pedazos, cada uno de los cuales es visto indepen-dientemente por un hombre aprovechando la afini-dad previa con su ángulo visual. Cuando han sidopuestos a flor de tierra todos sus elementos, la Idease integra y parece una idea única, enteriza y simpli-císima.

4° La verdadera y exclusiva fuente para los ini-ciadores de una Idea es el nivel del destino intelec-tual a que ha llegado la continuidad humana. Poreso, los pedazos de la Idea son descubiertos por hom-bres que se ignoran mutuamente, desde puntos geo-

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gráficamente muy distantes. Su única comunidad esla de nivel en la escala de experiencias intelectualeshumanas1.

1 Esta rectificación de la metodología histórica libera alhistoriador de escandalosas antinomias en que suele enredarse.Si se quiere un ejemplo grotesco de éstas, recuérdese la dis-cusión sin fin sobre el presunto origen del Cogito cartesianoen San Agustín. También se trata en este caso de la emergen-cia de una gran Idea: el racionalismo idealista. Cada día apa-recen mayores coincidencias de expresión entre Descanes y elPadre de la Iglesia referentes a este problema radical de laexistencia del yo. Y, al mismo tiempo, cada día se ve conmayor evidencia que se trata de dos tesis filosóficas comple-tamente distintas. Lo único que de verdad une a Descartes conSan Agustín es algo tan básico, que no está en ninguna tesisni fórmula posible de ninguno de los dos, algo precisamente queios historiadores no han visto o no se han atrevido a declarar, asaber: que la filosofía de Descartes como tal—no, pues, el in-dividuo Descartes, sino su doctrina formal—es la continuacióndel Cristianismo y supone la gran experiencia humana queéste es. Pero, claro está, ese cristianismo «fuente» de Descartesno es San Agustín ni San Anselmo, ni mucho menos ésta o laotra idea particular de ningún Padre de la Iglesia. En cambio,hablar de San Agustín como fuente sensu stricto del Cogito,que es una tesis particular, si bien decisiva en el cartesianismo,resalta ridículo, y lo será tanto más, cuantas mayores coinci-dencias literales se encuentren. Bastaría para rechazar esa fi-liación hacerse cargo de que las frases de San Agustín estabanahí desde hacía trece siglos patentes a todos, sin que de esafuente manase el Cogito—¡qué casualidad!—hasta el dece-nio de 1620.

Otro ejemplo del mismo error metodológico, bien que entema de menores dimensiones, sería considerar a Aristarco deSamos como fuente de Copérnico. Al revés que Descartes, granborrador de sus propias huellas, el admirable canónigo acu-mula en su libro todas las opiniones del pasado que tienensemejanza con su tesis. Pero la interposición de dieciocho si-

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I

«La vida es una misteriosa trama de azar, destinoy carácter»1. Así dice Dilthey hacia el fin de su lar-ga vida, que había mantenido sin descanso inclinadasobre el secreto de la vida humana en general. Im-posible aclarar ahora de golpe todo lo que esa fórmu-la incluye y significa. Es la diferencia que hay entrela expresión filosófica y la literatura. Esta es expan-

gfos entre Aristarco y Copérnico prueba irrefragablemente quela tesis copernicana no viene de la idea de Aristarco, sino que,al revés, lleva a ésta su influjo. El disparo de un gran inventono sólo produce sus efectos hacia adelante, sino que da unculatazo sobre el pretérito y repercute en él, influye en él. Estaposibilidad de retroefecto que sin metáfora no existe en elmundo físico, es característica y esencial en la causalidad histó-rica. La vida, que es permanente creación del futuro, es, a lavez, permanente reforma del pasado, quiero decir, que vive elpasado como tal, de manera diferente en cada época.

La historia, mucho más que la física, es ciencia de causacio-nes y, como la física, no investiga sino eso. lodo lo que noes proceso de efectuación no tiene realidad histórica, como nolo tiene en física lo que no da lugar a establecer una función.De aquí qué la igualdad entre dos ideas no significa nada enhistoria: es preciso, además y aparte, demostrar el influjo efec-tivo de la una sobre la otra y la proporción de ese dinamis-mo. Por lo que hace a Copérnico y Descartes es de sobra pa-tente que en la causación de sus descubrimientos el papel delas tesis de Aristarco y San Agustín es prácticamente nulo, yque si no hubiesen existido otras verdaderas causas, las fórmu-las de éstos hubieran seguido siendo infecundas como lo fue-ron hasta aquellas fechas.

1 Dilthey: Obras Completas, VII, 74.

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stva, vuelca sobre el lector, sobre el oyente todo sosignificado y, a veces, más de lo que propiamentesignifica. Claro es que no podría hacer esto si susentir fuese demasiado rico y de una riqueza precisa.La expresión filosófica, en cambio, es hermética; aunen el caso más favorable, del pensador más claro, laspuettecitas de la frase se cierran hacia el exterior.El sentido no sale afuera por su propio pie. Para en-tenderla, irremediablemente, hay que entrar en ella,y al estar dentro comprendemos el porqué de esa ex-traña condición aneja a la frase filosófica, que siendofrase y, por tanto, un decir, es, al mismo tiempo, ymucho más que eso, silencio y secreto. El pensarfilosófico es sistema y en un sistema cada conceptoincluye todos los demás. Pero el lenguaje no puede,en cada momento, decir sino algunas cosas, no puedede una vez decirlas todas. Es discurso, es ir diciendoy no haber acabado nunca de decir. La frase filosó-fica no puede ser expansiva, porque es, por esencia,inclusiva. Pasa como con el amor o el gran dolor,que cuando van a manifestarse, a decirse, se ahogan,estrangulada la garganta por la avalancha de cuantohabría que decir. El amor y el gran dolor son tam-bién, a su modo, sistemas y, consecuentemente, dis-ciplinas de silencio y arcano., Por ahora, esa frase de Dilthey nos sirve sólo comoespolón de nave para lanzarnos tras ella a una largay complicada navegación. Va ahí como símbolo delo que en este estudio representa intención de ho-menaje al admirable pensador. Y, la porción de ho-menaje consiste en llevar este estudio de historia de

ÜB ideas—asunto perenne de su trabajo—según su

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espíritu, según creo 70 que le habría complacido.He aquí por qué comienzo—quien no conozca muybien la obra de Dflthey lo extrañará al pronto—conuna cuestión autobiográfica.

Yo no be conocido algo de la obra filosófica deDüthey hasta estos últimos cuatro años. De modo su-ficiente no la he conocido hasta hace unos meses.Pues bien, afirmo que este desconocimiento me hahecho perder aproximadamente diez años de mi vida.Por lo pronto, diez años en el desarrollo intelectualde ella, pero claro está que esto implica una pérdidaigual en las demás dimensiones.

¿Es esto un azar de mi vida, pertenece a su desti-no o es obra de mi carácter? Esto es lo que vamosa ver. Pero, a fin de precaver al lector, anticiparéque esa afirmación mía vale, en una u otra medida,en forma más o menos demostrable, para todos. Elrazonamiento que me hace pensar así pudiera reci-bir este enunciado esquemático: el proceso de la vidaeuropea actual depende del tempo de desarrollo quelleve la Idea de la vida1. Pero este desarrollo va re-trasado aproximadamente un decenio, porque loshombres capaces de acelerarlo no han conocido an-tes la obra de Dilthey. Ahora bien, si no la han co-nocido a tiempo no ha sido sólo por culpa suya, esdecir, de su carácter, ni tampoco por puro azar.En la demora lamentable ha intervenido dedsivameü-

1 En qué sentido preciso puede decirse que la realidad bi*-tfxxar depende de esto o de lo otro, por tanto, de una ouJtparticular, se verá más adelante.

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te como factor la necesidad misma de las cosas, portanto, el destino.

Cuando con ánimo de entenderla entramos en larealidad histórica por cualquiera de sus puntos, loprimero que topamos es un azar. El azar es la peri-feria, el pellejo de lo histórico.

Cuando en 1906 estudiaba 70 en Berlín, no había«n las cátedras de aquella Universidad ninguna granfigura de la filosofía. Daba la casualidad de que Dü-they desde unos años antes había dejado de explicarsus lecciones en el edificio universitario y sólo admi-tía a su enseñanza, que practicaba en su propia casa,unos cuantos estudiantes especialmente preparados.Esta casualidad hizo que yo no tropezase con su per-sona. Sin embargo, yo quise entonces conocer suobra. Pero ¿cuál era su obra? Lo siguiente: unmamotreto, de contenido puramente histórico, com-puesto en su juventud: Biografía de Schleierma-cher (1870), tomo primero, al cual no ha seguidoun segundo. Otrosí: el primer tomo—también sinsubsecuente segundo—de su obra capital, de su úni-ca obra: Introducción a las ciencias del espíri-tu (1883)1, unos cuantos artículos, muy importantespero de aspecto puramente histórico y no conclui-dos, sobre las ideas en la época del Renacimientojr el siglo xvu, o sobre el siglo xvm alemán, publi-cados sólo en el Archivo para la historia de la filo-sofía en los años de 1890; media docena de estu-dios, fragmentarios también, leídos en las sesionesde la Academia de Prusja y aparecidos en las Sit-

1 [Posteriormente ha sido traducida al español.3

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soto y ampie hecho: Dilthey no ha expresado non*oí en forma ajfcn^fa y pública su pensamiento. Sólohoy, al aparecer en sus Obras competas las notas pri-vadas, los bocetos, los intentos de exposición que ensus papeles dejó, empieza a ser posible formarse unaidea dará de sus tendencias decisivas. Hasta hoy, úni-camente el reducidísimo círculo de los discípulos másinmediatos pudo aprovechar su fértil inspiración.

Digamos, pues, ya lo penúltimo: la presunta ca-sualidad de que yo no haya conocido a tiempo el pen-samiento de Dilthey pierde casi todo su carácter paraconvertirse en una consecuencia natural de la formainsuficiente en que su obra publicada lo expuso. Poreso, no sólo yo, sino todos los demás que podían deverdad haber aprovechado su influjo y con ello aven-tajar el desarrollo de la Idea de la vida, casualmentepor unas u otras anécdotas, no tropezaron con él atiempo. El hecho de que un hombre como Scheler,con olfato de perdiguero para todo lo importante,frenéticamente curioso, pasase al lado de Dilthey sinsospecharlo, me excusa de aportar más datos y razo-nes. Lo casual hubiera sido lo contrario: perteneceral número limitadísimo de discípulos íntimos, únicamanera de haber recibido a fondo su influjo y pe-netrado en su secreto.

Y ahora va lo último: que Dilthey no expusiesenunca con plenitud o siquiera suficiencia su propiopensamiento—causa de todas esas casualidades—, ffloes tampoco casualidad. Lo característico de Diltbey «fque no llegó él mismo a pensar nunca del todo, Aplatinar y dominar su propia intuición. Su discípulomás próximo y, a la vez, familiar, Georg Misch, le

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Te obligado a hacerlo constar, aunque lo excusa, alcomienzo de los dos estudios que ha dedicado a sumaestro: «El sentido de su labor y su anhelo nollega... plenamente a conceptos radicales y adecua-damente expresivos. En este punto, en el tránsito dela iatttitio a la ratio, el lugar espinoso de toda filoso-losofía, está la causa del aspecto aparentemente frag-mentario y, en verdad, inacabado de su obra.»1 Poreso no ha conseguido «hasta después de su muerteuna influencia extendida más allá del circulo de susdiscípulos, y aun esto muy lentamente»2.

II

Dilthey, pues, se queda a medio camino de su pro-pia idea. De aquí la falta de plenitud y precisión, lafalta de conclusión en todas sus fórmulas. No tendríasentido escribir sobre ellas un libro dejándolas en suconstitutiva insuficiencia. La exposición de un pensa-miento anterior al nuestro implica siempre que loentendemos mejor que su propio autor, y esto es im-posible si no hemos llegado más allá de él3. Tal es

1 En la Exposición provisional. Obras Completas, V, XII,1924.

* Georg Misch: Filosofía de la vida y fenomenología,1930, pág. 1. El anterior estudio y este otro libro de Mischson los dos únicos trabajos apreciables que sobre Dilthey sehan hecha

8 El porqué de esto, que no es una pretensión, sino unaobligación, se verá más adelante, cuando nos ocupemos de laHermenéutica de Dilthey. Es, precisamente, una de sus ideascentrales.

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el supuesto y, a la vez, el imperativo de toda historia.Conviene, por tanto, que el lector ingrese en lo quesigue, prevenido de que exponer es, en este caso, com-pletar.

Probablemente no es tan anómala como pueda alpronto juzgarse esa insuficiencia del pensamiento deDfltbey medido consigo mismo. Es lo más verosímilque haya acontecido lo propio con todo pensador co-locado en el estadio primerizo de la evolución de unagran Idea. Y es también muy natural que a los in-mediatos sucesores de aquél les haya pasado lo mis-mo que a nosotros con Dilthey.

Importa, pues, formular desde luego esto que conél nos ha pasado y que las páginas siguientes mostra-rán con todo detalle y rebosante comprobación.

Al tomar recientemente contacto pleno con la obrafilosófica de Dilthey, he experimentado la patéticasorpresa de que los problemas y posiciones apuntadosen toda mi obra—se entiende, los estricta y decisiva-mente filosóficos—corren en un extraño y azoranteparalelismo con los de aquélla. Nada más azorante,en efecto, que encontrarse ya muy dentro de la vida,de pronto, con que existía y andaba por el mundootro hombre que en lo esencial era uno mismo. Laliteratura ha dado forma a ese medular azotamientoen el tema del alter ego.

Desde las Meditaciones del Quijote (1914) hastami ensayo sobre Historiología (1928) y La rebeliónde las masas (1930), se afirma, con paradisíaca ino-cencia, este insistente paralelismo. ¿Por qué, enton-ces, valorar como pérdida de diez años en mi desarro-llo intelectual mi desconocimiento de Dilthey? ¿No

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significa ese paralelismo que había llegado yo con miespontáneo andar a las mismas ideas que éste anteslogró y expuso? ¿Qué hubiera ganado recibiéndolasdea?

No: la cuestión no es ésa. Es algo más compli-cado.

En mi obra no hay apenas ideas que coincidan conlas de Dilthey, ni siquiera que las incluyan y supon-gan como precedente. ¡ Esto es lo que lamento! ¡ Poreso he perdido diez años! Pero hay más: mis pro-blemas y posiciones no sólo coinciden e incluyen comoprecedentes las de Dilthey, sino que parten ya, desdésu primer paso, de una estación más allá de Diltheyen la trayectoria de la Idea de la vida.

Pues ¿y el paralelismo? El paralelismo excluyeprecisamente la coincidencia y significa sólo estrictacorrespondencia. Las paralelas no pueden tocarse enningún punto porque vienen de un origen indepen-diente. Su convergencia en el infinito expresa esta con-tradicción de que son la misma línea y, a la vez, lamás diferente. Sólo dos pensamientos paralelos pue-den estar seguros de no coincidir materialmente nunca,porque les separa lo más fundamental: un punto dearranque distinto y distante, porque toman desde lue-go el problema a diferente nivel, uno más avanzadoy pleno que el otro. La idea de la razón vital repre-senta, en el problema de la vida, un nivel más eleva-do que la idea de la razón histórica, donde Dilthey sequedó. Este libro se propone demostrarlo minuciosa-mente.

En cambio, la labor cumplida por Dilthey sobre suÜiad es maravillosa, con medios de erudición y técni-

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ca de taller que sólo podían darse en el heredero deuna espléndida tradición filosófica. Esta labor era, pornecesidad histórica, un supuesto para mi trabajo, parael desarrollo de mi idea, y ese supuesto es el que pormala ventura no pude observar a tiempo. Como ve-remos, apenas hay nada en Dilthey que se pueda for-malmente aprovechar para los términos decisivos dela razón vital, pero a ésta le hubiera convenido mu-cho haber pasado por la disciplina de Dilthey. Se ha-bría ahorrado no pocas vacilaciones e intentos infér-tiles, se habría nutrido y corroborado a buen tiempo.Que sea necesario alimentarse de lo que, en definiti-va, hay que eliminar, es una de las leyes fundamenta-les de la vida.

Con esto termina el preámbulo autobiográfico queorientará al lector más de lo que en el presente instan-te sospecha, a lo largo del camino, lleno de encruci-jadas, que vamos a hacer. Por otra parte, acaso tengatodo ello un carácter menos individual y aleatorioque cuanto puede imaginarse—acaso posea valor pa-radigmático. En el proceso inicial de una Idea emer-gente han debido pasar siempre las cosas de modoparecido.

III

LA «ESCUELA HISTÓRICA»

Este hecho de que haya estado ahí, en el mundo delos intercambios intelectuales, un hombre como Dil-they, y que, sin embargo, resulte—prácticamente—

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como si no hubiese estado, este paradójico carácter deausencia que ha tenido su presencia requiere una ex-plicación a fondo. Porque a todo lo indicado fueramenester añadir la última potencia, que es ésta: nosólo no ha influido más allá de sus inmediatos y comocorporales discípulos, sino que estos mismos se hancaracterizado también por una extraña incapacidadde llegar a un cuerpo aristado de doctrina y de influir,a su vez, sobre el contorno. Convenía no ocultar estacondición como paralítica de toda una escuela, porqueacaso sólo ello haga caer en la cuenta a los lectorestotalmente ajenos al caso Dilthey de la superlativaanomalía con que el papel histórico de este gran pen-sador se nos presenta.

Hay, pues, que hacerla inteligible mostrando susraíces, de una parte, en la coyuntura de la época don-de tuvo que vivir y pensar; de otra, en las condicio-nes de su persona y estilo—estilo intelectual y estilode expresión. Pero toda esta aclaración flotaría en elaire y quedaría sin evidencia para quien me lee, si noanticipamos, desde luego, la exposición de su idea fun-damental.

Esta es, por lo pronto, de una simplicidad extrema.Sólo requiere una somera preparación, que es la si-guiente :

Dilthey, hijo de un pastor protestante, dedica susprimeros estudios universitarios a la teología; pero,careciendo de fe viva, el estudio de la religión se letransmuta en pura investigación histórica. Es el mo-mento glorioso de los grandes historiadores y filólo-gos alemanes. En ambiente tal, brota decisiva su voca-ción hacia la historia.

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«Cuando hacia 1850 llegué a Berlín—dice Dil-they—¡cuánto tiempo hace y cuan pocos quedan quelo vivieron! —, había llegado a su mayor altura elgran movimiento en que fue lograda la constitucióndefinitiva de la ciencia histórica y, merced a ello, delas ciencias morales en general. El siglo xvn produ-jo la ciencia físico-matemática, mediante una colabo-ración sin par de los pueblos cultos de entonces; masla constitución de la ciencia histórica ha partido deAlemania—aquí, en Berlín, tuvo su centro—, y yogocé la inestimable dicha de vivir y estudiar aquí enaquel período.»1

Dilthey oye o trata a Bopp, el fundador de la lin-güística comparada; a Bockh, el archifilólogo; a Ja-cobo Grimm, a Mommsen, al geógrafo Ritter, a Ran-ke, a Treitschke. Con la generación anterior de losHumboldt, Savigny, Niebuhr, Eichhorn, forman es-tos gigantes la formidable falange de la llamada «es-cuela histórica». Significa la obra de ésta el primerenfronte de la conciencia científica con una extrañaforma o región de la realidad hasta entonces inad-vertida: la realidad que es la vida humana. ¿Quése quiere decir al afirmar que hasta entonces realidadtal, la realidad que es el hombre mismo, no habíasido advertida? ¿Es que los hombres fenecidos antesde 1800 no se habían dado cuenta de que vivían?Claro que sí, ya que vivir es precisamente darse cuen-ta de que se vive, asistir a lo que a uno le pasa. Pero

1 Obras Completas, V, 7-9. Discurso pronunciado ante susamigos y discípulos, en la fiesta íntima que con ocasión de sussetenta años éstos le dedicaron.

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esta presencia que nuestra vida propia tiene ante cadauno de nosotros es cosa muy distinta de advertir queesa nuestra vida y la de los otros hombres aún vi-vientes o sidos es una realidad peculiar, junto a la delos astros o la de los organismos. La cuenta que medoy de mi vida al vivirla no me presenta a ésta comoun objeto que está ahí, fuera de mí, lo mismo que lapiedra y el árbol, y que por estar fuera de mí, por seruna realidad objetiva, puedo y debo investigar en supeculiar contextura, según hacemos con la piedra yel árbol. La intimidad primaria que con mi vida tengoal irla viviendo me impide vería como un objeto orealidad que pueda constituir tema de investiga-ción, problema para el conocimiento. Mi vida mees transparente, y lo transparente es lo más difícilde ver. El hombre repara mejor en lo que está fuerade él y que, por lo mismo, le es desconocido, opacoy enigmático. De aquí que el vocablo «extraño» ar-ticule uno en otro los dos sentidos de externo y pro-blemático. Para que algo se nos convierta en tema deconocimiento es preciso que antes se nos vuelva pro-blema, y para que esto acontezca es, a su vez, menes-ter que lo extrañemos.

Desde Grecia al siglo xvm la historia es narra-ción. Se cuenta la vida humana contemporánea o delpasado como se cuenta la propia. Esta narración po-drá ser más o menos aguda y complicada—en Tucí-dides y Polibio lo es muy respetablemente—, pero elcaso es que la actitud fundamental desde la cual elhistoriador trabaja es la de un narrador. Ahora bien,la narración implica que lo narrado es, por esencia,transparente y no problemático. Conserva el carác-

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tec del espoatáneo recordar que forma parte de nues-tra existencia personal e inmediata y, como éste, nosuele reparar en esa nuestra vida como tal, sino sóloen aquellas porciones de ella que parecen extraordi-narias : las batallas y catástrofes, las figuras de reyesy jefes de Estados, de generales y prodigios.

Para que el hombre se extrañase de la vida huma-na y reparase en que es una realidad peculiar, fuemenester que llegara antes a poseer un sistema rigo-roso y preciso de la realidad cósmica, que conociesede verdad la consistencia de los fenómenos materia-les. La interpretación mecánica del mundo triunfanteen Newton tenía por fuerza que llevar al intento desometerle toda la realidad. Por eso se ensaya a finesdel siglo xvii y durante todo el xvill, en Inglaterray Francia, extenderla a lo humano, y en ese momen-to, al percibir la resistencia que opone a la interpreta-ción mecánica, comienza a descubrirse la vida huma-na como una realidad sui generes, tan opaca o másque había sido hasta entonces la cósmica a la penetra-ción cognoscitiva. Esta se había hecho, por fin, inteli-gible; más aún, era ya lo inteligible por excelenciay, en principio, había dejado de ser problema. La in-sumisión del hecho humano a esa intelección meca-nicista es lo que lleva a reparar en él y le proporcionael carácter de realidad propia. La cosa es sorprenden-te, pero innegable: nada aparece ante nosotros comorealidad sino en la medida en que es indócil.

Según suele acontecer en estas grandes experien-cias, precede a todos un hombre que, como Vico, tie-ne de la nueva realidad una entrevisión tan genialcomo sonambúlica. De un golpe se anticipa a todos

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sus sucesores en el siglo xvín y se coloca más alláde ellos, pero como en ensueño o pesadilla1. La plenay clara posesión de la nueva tierra va a costar los es-fuerzos de siglo y medio. Como a Copérnico siguióel genio de la precisión en las medidas, Tycho Brahe,sucede a Vico el francés Bayle, que no es sino eso:el microscopio de la crítica histórica. Y como a Tychosigue Kepler, a Bayle, Voltaire. No pretendo dar sus-tantividad al paralelo, pero por ser tan sugestiva lacorrespondencia que se advierte entre el orden deaquellos grandes descubrimientos físicos y el de loshistóricos, puede servirnos de artificio para precisaréstos. Kepler es el primero que no impone a los datosmétricos de las posiciones estelares la idea preconce-bida de una forma—el círculo—que razones pura-mente subjetivas de los pensadores habían aventaja-do en la atención. Comprendió que la misión de laastronomía es, precisamente, partir de los datos parabuscar la forma que la realidad tenga en gana poseer.Algo parecido hace Voltaire: es el primero que nove en las batallas y las grandes catástrofes, en la in-triga política de Cortes y asambleas la realidad his-tórica exclusiva. Se hace cargo de que nada de eso esla forma substantiva de la vida humana. Esta es másque eso, y antes que eso lo contrario: lo cotidiano.la vida es «costumbres y espíritu»—modos de sentir,pensar, querer, que entretejen las horas y los minutosdel tiempo histórico y llevan sobre sí esas otras figu-ras de mayor espectáculo. En su Essai sur les moeurs

1 Vico no es plenamente eficaz hasta un siglo después,pero también Copérnico tardó medio siglo en influir.

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et l'esprit des nations, Voltaire supera definitivamen-te cuanto en la historia quedaba de crónica, es decir,relato de lo más o menos extraordinario1.

Como Kepler entrelaza cronológicamente su obracon Galileo, así Voltaire la suya con la de Montes-quieu. Kepler y Voltaire descubren la forma de larealidad. Pero, a diferencia de los griegos, el hombrede Occidente no cree tener nada cuando ha llegadoante una forma. Necesita explicarse por qué esa for-ma es tal, y esto supone buscar tras ella las fuerzasque la engendran y sostienen; por tanto, su mecáni-ca, su dinamismo. Esto añade Galileo a Kepler y Mon-tesquieu a Voltaire. Por vez primera intenta éste lainterpretación dinámica de los fenómenos históricosy ve la vida humana como constituida en su últimarealidad, no por figuras, sino por impulsos, virtualida-des. La forma monárquica es la expresión y resultadodel «honor» actuando; la república, de la «virtud».Honor y virtud son pura acción: cuando aflojan o ce-san, la monarquía y la república decaen y sucumben.

Pero la dinámica de Montesquieu explica sólo laforma en su presente. Es ciega para lo decisivamentehistórico, que es el movimiento de las formas, el

1 Véase Cassirer: Die Pbilosophie der Aufklarung, 1932,página 297. Con ser sobremanera insuficiente el capítulo queCassirer dedica a la historiografía del siglo XVIII, es lo mejorque he visto sobre el tema. Puede agregarse el estudio delpropio Dilthey: El siglo XVIII y el mundo histórico, O. C?.,III, 209-268. En rigor, falta un estudio decente sobre estaetapa en que la historiografía inicia su instauración como cien-cia. Por supuesto, falta también el de la física entre Copérnicoy Pascal. Parece mentira, pero es así.

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salir unas de otras, la transformación. La vida huma-na es permanente metamorfosis. Cada forma apareceen un lugar determinado de la serie en que se su-ceden temporalmente las formas. No hay «concien-cia histórica» mientras no se ve cada forma en esasu perspectiva temporal, en su sitio del tiempo his-tórico, emergiendo de otra anterior, emanando otraposterior. Es decir, que la realidad humana es evolu-tiva 7 su conocimiento tiene que ser genético. En Tur-got, Condorcet y Lessing se completa este magníficoamanecer de la historia con la interpretación de suproceso como evolución.

Ya están todos los ingredientes elementales paraque el hombre piense históricamente, para que vea,en su sorprendente peculiaridad frente a la materia,la realidad que él es. Entonces comienza su faena la«escuela histórica»1.

Dilthey ha delineado, con la brevedad sustanciosaque le es propia, el sentido de esa faena dentro de lacual se formó su mente. Conviene advertir que fueDilthey el primero en reconocer, más bien en descu-brir, que es un error caracterizar el siglo XVIII comouna edad antihistórica. Lejos de ello, fueron los hom-bres de esa centuria quienes, según hemos visto, des-cubrieron, uno tras otro, los componentes para la óp-

1 Para que el cuadro fuese completo, sería menester aña-dir la aportación de los ingleses—Gibbon, Hume. En rigor,los ingleses hacen más historia positiva que los franceses, perosus descubrimientos son menos decisivos que los de éstos. Poreso, a fin de reducir las líneas del proceso a lo más necesario,renuncio a hablar de ellos. Hume, sobre todo, reclama un es-tudio muy atento.

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rica del historiar. Gracias a ellos, liberando la mentede los preconceptos que la impiden ver la realidadhistórica, surge ésta ante ella, desnuda y palpitante.Mas por lo mismo que aquel siglo fue hallando unoa uno los componentes de esa nueva manera de ver,no llegó a reunirlos y no pudo ejercitar la visión queél preparaba; no logró, en suma, entregarse de llenoy sin más a contemplar lo histórico como taL Unacausa había que se lo estorbó, y ésta es la única por-ción de verdad en el sumario juicio sobre su antihisto-rismo. El siglo xvm es fiel a su maestro el xvil enla convicción de que el hombre posee últimamenteuna «naturaleza», un modo de ser definitivo, perma-nente, inmutable. El hombre es «razón» en su radi-cal substancia, y en tanto piensa, siente y quiere racio-nalmente, no es de ningún tiempo o lugar. Tiempoy lugar sólo pueden nublar, detener la razón, ocul-tarle al hombre su propia racionalidad. Hay una re-ligión natural—es decir, racional, idéntica a sí mismabajo todas sus deformaciones históricas. Hay un de-recho natural y un arte esencial y una ciencia únicae invariable. Ahora bien: esto es declarar que la ver-dadera «naturaleza» humana no es histórica, que lasformas de lo histórico son, en rigor, deformacionesdel hombre. Este residuo del siglo XVII anula, a lapostre, para los mismos espíritus que la descubrieron,la «conciencia histórica», y hace que no se detenganen las variaciones humanas ya patentes a sus ojos,sino que raudamente las atraviesen buscando tras ellasel hombre substancial e invariable. La forma histórica,repito, es vista, pero, a la vez, es pensada como sim-ple deformación de lo humano. A la postre reapare-

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ce el prejuicio del círculo, como si Kepler retrocedie-se a Ptolomeo.

Pero basta con extirpar este residuo racionalistapara que quede franca ante nuestra mirada como«substancia» del hombre precisamente su variación, lohistórico. El hombre, según esto, no tiene una «natu-raleza», sino una... historia1. Su ser es innumerabley multiforme: en cada tiempo, en cada lugar, es otro.Ver esto, sumergirse en este kaleidoscopio de lo mu-dable histórico, describir sus figuras sin cuento, aten-diendo precisamente a lo que tiene cada una de pecu-liar, de indócil y arisco, de simpar y exclusivo—ésaes la faena de la «escuela histórica». Por eso he di-cho que en ella, por vez primera, se enfronta la con-ciencia científica con lo humano en su realidad y noen sus meras idealizaciones. El hombre de Aristóte-les, como el de Descartes, no es el hombre que sepuede encontrar y porque se le encuentra ahí se le ve,sino una abstracción de ese hombre, una idealizaciónconstructiva de su nuda y plena realidad.

La «escuela histórica» toma posesión de ese enor-me y virginal territorio, no sólo en la historiografía,sino en todas las ciencias propiamente humanas: de-recho, filología y lingüística, literatura, política, cien-cia de las religiones. En poco tiempo se reconquistatodo el pretérito momificado en documentos, seacumula un saber enorme de figuras humanas, demodos y aspectos de la vital realidad. Un espectáculoprodigioso y nunca visto se presenta ante el nuevo

, J [Véase, del autor: Historia como sistema, segunda edi-06o. Revista de Occidente. Madrid, 1942.]

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ver—el ballet luminoso e infinitamente pintorescode la multiforme vida humana. En la riqueza y es-plendor de ese panorama, la «escuela histórica» sepierde. Complacida en mirar, en describir, no logradar a su visión una suficiente arquitectura. Odia laconstrucción intelectual, que amenaza siempre conviolentar la realidad y ser antihistoria. Consigue, sinduda, fabricar los exquisitos instrumentos formalesque exige el operar sobre tan delicada materia—losmétodos críticos, diplomáticos, lingüísticos, jurídicos,estéticos. Baste recordar de nuevo los nombres deNiebuhr, Savigny, Bopp, Bockh, Ranke, Grimm. Pero,con ser tan importantes, tan ineludibles estos méto-dos, llegan sólo al umbral del efectivo pensamientohistórico. No basta con preparar cuidadosamente elhecho del pasado para que en toda su pureza se lepueda ver. La historia no es sólo ver: es pensar lovisto. Y pensar es siempre, en uno u otro sentido,construcción. Por insuficiencia y hasta antipatía a ella,la «escuela histórica»—dice Dilthey—«no llega a unconocimiento de la realidad histórico-social que se pre-cise en claros conceptos y fórmulas y, por tanto, quesea aprovechable». Cabe añadir que sus conceptosfundamentales son sólo los que Vico, Voltaire, Mon-tesquieu habían forjado. Para no tomar sino un ejem-plo, ¿cuál es el pensamiento de Savigny? El de-recho es fundamentalmente derecho consuetudinario—moeurs, diría Voltaire—que emana de un «espíritunacional»—Volksgeist—Voltaire diría esprit des na-tions. Por eso he indicado antes que la «escuela his-tórica», en última instancia, no añade ningún princi-

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pió al siglo xviil, y surge, más bien, por una opera-ción de resta: desentenderse de la raison.

Esta noluntad de construcción hizo degenerar la«escuela histórica» en mero anticuarismo esteticista opatriótico1, en folklorismo y costumbrismo.

IV

LA IDEA FUNDAMENTAL DE DILTHEY

Este es el punto donde brota la idea fundamentalde Dilthey, que, sin perjuicio de emplear sus propiostextos, voy a exponer a mi manera, manteniéndomerigorosamente dentro de ella, pero dándole una ex-presión algo más rotunda y vigorosa.

El hombre, por necesidades de su vida, se ve for-zado a pensar sobre qué es el mundo, qué es el Es-tado, qué es lo justo, qué es la sociedad, qué es labelleza del cuadro que pinta o contempla, de la mú-sica que compone o escucha, qué es el lenguaje queusa. Lo que pretende al preguntarse qué son todasestas cosas es llegar a una respuesta absoluta acercade ellas, averiguar qué es en absoluto o en verdad el

1 Veo que el conde Yorck, el gran amigo de Dilthey, meapoyaría en este juicio. «El nombre de la escuela históricaocasiona una ilusión óptica Aquella escuela no era histórica,sino sólo anticuaría, y construía estéticamente» Sin embargo,la sentencia, como muchas otras de este tremendo prusiano,es, a la vez, profunda, excesiva e inductora a error. Corres-pendencia entre Guillermo Dilthey y el conde Pablo Yorck4* Wartenburg, 1923, página 69.

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mundo, el Estado, lo justo, la sociedad, la belleza ar-tística, el lenguaje. Esfuerzo tal hacia esos absolutosson la filosofía, la ciencia del Derecho y del Estado,la sociología, la estética y poética, la gramática.

Pero he aquí que ese hombre, junto a su afán deaveriguar lo absoluto respecto a esas cosas, por habernacido en una época que ha acumulado mucho sa-ber histórico, se encuentra, quiera o no, con la sub-rayada noticia de que hombres innumerables antesque él se han hecho las mismas preguntas y se handado, cada cual, su absoluta respuesta; es decir, cadacual ha creído a pie juntillas y sin reserva que, porejemplo, el Estado era lo que él pensaba y no otracosa. Esta multiplicidad de preguntas «absolutas»anula su absolutismo. ¿Por qué? No basta la razónmeramente cuantitativa de que sean muchas las opi-niones—podría muy bien ser en absoluto verdaderauna y falsas todas las demás. Lo que pasa es que esasopiniones múltiples, al aparecer las unas junto a lasotras, actúan las unas sobre las otras, es decir, que secritican mutuamente, se objetan con incontrastableeficacia y cada cual demuestra el error de la vecina.

La pretensión que cada una tenía de haber descu-bierto la entidad absoluta mundo, Estado, sociedad,belleza, lenguaje, queda fallida y convicta de error.Ante esta averiguación, el hombre antiguo se que-daba sin realidad o entidad alguna entre las manos—caía en radical escepticismo.

Pero el hombre que hacia 1850 frisa en los vein-te años—la generación de Dilthey—ha heredadode dos siglos «idealistas» esta enseñanza decisiva :cuando lo que alguien piensa es un error, lo pensa-

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do no tiene realidad, pero queda como realidad elhecho mental de que alguien lo ha pensado. Y lomismo pasa con lo que alguien quiere y lo que al-guien siente. El idealismo descubre y afirma parasiempre1 la realidad invulnerable de lo subjetivo,pero intenta, a su vez, construir sobre ella nuevosabsolutos. También el idealismo en cuanto opina ab-solutamente sobre el mundo, el Estado, la belleza,etcétera, es un error y de él queda sólo como reali-dad el simple hecho de que alguien lo opina. El es-cepticismo no dejaba entre las manos nada; el idea-lismo al fracasar como absolutismo deja, en cambio,como realidad ante nosotros, los hechos de que seha pensado, querido, sentido de esta y de la otramanera en tal lugar y en tal tiempo.

El pensamiento renuncia a definir, por lo menosdirectamente, nada que pretenda ser absoluto y seresuelve a investigar la única realidad que incuestio-nablemente encuentra ante sí: esos hechos subjeti-vos del pensar, querer, sentir, acontecidos en algúnlugar y en algún tiempo, es decir, los hechos histó-ricos. El «puro» o absoluto pensamiento se convier-te en pensamiento histórico.

Hace, pues, en orden a las cosas humanas—filo-sofía, derecho, sociedad, artes y letras, lenguaje, reli-gión—lo mismo que comenzó por hacer la ciencia delas cosas materiales al constituirse en Kepler y Gali-

1 El lector hallará en este libro, más allá de Dilthey, unadoctrina nada idealista, pero ésta implica el reconocimiento dea la verdad que reside en el idealismo. Mas resulta que

la verdad del idealismo no es la verdad toda.

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leo: se atiene a los simples hechos, se comporta empí-ricamente y es, por lo pronto, «positivismo».

Pero el «positivismo» físico llevaba una delante-ra de tres siglos y había conseguido forjar un «sis-tema de la naturaleza» en que se integran con rigorejemplar las ciencias fisicomatemáticas y en torno aellas, con un rigor menos ejemplar, pero muy eficaz,las ciencias biológicas. Este cuerpo del saber adquie-re desde el siglo xvn el rango del saber-modeío. Lafilosofía se supedita a él, recibe de él las orientacio-nes decisivas. La física se erige en prototipo de laverdad, y como la razón no es sino la conducta delpensar que lleva a la verdad, se hace sinónima de«ciencia natural».

¿Qué conducta intelectual había proporcionadotan simpar triunfo? Este es el tema de Kant que,interrumpido por la «orgía romántica» de Fichte,Schelling, Hegel, va a reproducirse hacia 1850. Larazón física o método fisicomatemático comienza, enefecto, por atenerse a los simples hechos, pero no secontenta con eso. Otra cosa llevaría a perderse enla mera descripción de los fenómenos que son unocéano insondable por su cuantía y variedad. La fí-sica no se compone sólo de observaciones, sino quees también mecánica, una disciplina no empírica, sinode estricta racionalidad matemática1. En ella se cons-truye el cuerpo ideal y se deducen las leyes de sumovimiento. Esto proporciona un esquema único yunitario al que podemos referir los innumerables fe-

1 Véase mi estudio La «Filosofía de la Historian de Hegely la bistoriología [en este mismo volumen]

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nómenos sin perdernos en su inagotable muchedum-bre. Así se logra ordenarlos y reducirlos a sistema.

La «escuela histórica», cuya atmósfera Diltheyrespka en su mocedad, se limita a la observación,es mero «positivismo» aplicado a los hechos histó-ricos. Por eso se pierde en ellos. Como todo estrictopositivismo, se encuentra con que no puede, ni si-quiera, tomar posesión del contenido que es cada he-cho singular. Carece de instancia a que apelar paradecidir si tal hecho acontecido en el Ática o en laBactriana es, en efecto, un hecho religioso o un he-cho poético o un hecho de la organización social.Sin una idea previa y resuelta sobre qué sea religióncomo actividad subjetiva del hombre, no hay modode apresar siquiera el hecho en cuestión. En suma,que la «escuela histórica» se queda, como antes dije,en mero ver y no se constituye en efectivo pensarhistórico, no es de verdad historia. La cosa es másgrave de lo que parece. Porque cabría suponer—yaveremos con qué enorme error—que el hombre pue-de prescindir de su historia. Pero la realidad huma-na no es sólo la del pasado, sino que es tambiénla nuestra, la actual. Dios, el mundo, el Estado, lasociedad, el arte, son problemas que irremediablemen-te nos afectan por sí mismos, no ya como hechos delpasado. De aquí que la ciencia de lo humano no seasólo la historia, sensu stricto, sino la teología, lafilosofía o interpretación del mundo, la jurispruden-cia, la sociología, la estética, etc. Cortado el caminopara que el hombre pueda, con la ingenuidad y con-fianza de antaño, intentar directamente una verdadabsoluta respecto a los problemas de todas estas clen-

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cías, en que nuestras convicciones y nuestros actostienen que orientarse, no nos queda otra ruta, parapoder constituirlas, que el estudio histórico de loque han sido hasta aquí las ideas humanas sobreesos temas1.

Por esta razón llega a ser la historia, es decir, lascdencias de lo humano», las ciencias que se han lla-mado morales, culturales, del espíritu, etc., tan inelu-dibles, por lo menos, como las naturales.

Y una de dos: o el pensamiento histórico, lasciencias morales se constituyen como un caso particu-lar de la razón física, o habrá que dar un fundamentopropio a esas ciencias elevándolas a razón histórica,Lo primero es intentado por el positivismo francése inglés—Comte, Stuart Mill, Spencer, etc. Lo segun-do será la empresa genial de Dilthey.

Se trata, pues, de un contraposto a la tarea deKant. Junto a la Crítica de la razón pura, esto es, fí-sica, Dilthey se propone una Crítica de la razón his-tórica. Lo mismo que Kant se preguntó: ¿cómo esposible la ciencia natural?, Dilthey se preguntará:¿cómo es posible la historia y las ciencias del Estadoy de la sociedad, de la religión y del arte? Su temaes, pues, epistemológico, de «crítica del conocimien-to», y en este punto Dilthey no es más que un hom-bre de su tiempo. Ya veremos cómo, en rigor, no lo-

1 Por tanto, el hombre de la generación de Dilthey, a fuetde empirista, intentará averiguar qué es el mundo, el Estado,el derecho, etc., mediante una inducción histórica. Ya veremoscómo no lo logra, porque la «lógica inductiva» de que tantose hablaba entonces, bajo la presión de Stuart Mill, es im-posible.

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gró nunca evadirse del ángulo visual que mira todoslos problemas filosóficos desde la «teoría del conoci-miento».

Oigamos a Dilthey: «Toda ciencia es ciencia em-pírica; pero toda empiria, toda experiencia encuen-tra su conexión originaria y la validez que ésta leproporciona en las condiciones de nuestra conciencia,dentro de la cual surge; en la totalidad de nuestranaturaleza. A este punto de vista que consecuente-mente se percata de ser imposible retroceder másallá de esas condiciones—sería como querer ver sinojos o querer mirar con el conocimiento por detrásde los ojos—le llamamos epistemológico, la cienciamoderna no puede aceptar otro.»1

Parece que oímos a Kant, incluso en el detalle dela terminología. Sin embargo, Dilthey siente en Kantel enemigo. No tiene con él de común más que elimperativo general al siglo de fundar todo conoci-miento en el estudio de las condiciones de la concien-cia que lo produce. El punto decisivo de que va a sa-lir todo el pensamiento de Dilthey—sirva ya comoejemplo del cuidado con que hay que leer este estiloque se niega a subrayar ni destacar nada y menos loque más le importa—va en la última frase—«en latotalidad de nuestra naturaleza»—que no parece sinorepetir la misma idea kantiana antepuesta a ella—«condiciones de la conciencia dentro de la cualsurge».

«Ahora bien—prosigue Dilthey—, comprendí ade-

1 O. C, I. Prólogo a la Introducción a las ciencias delespíritu. XVII, 1883.

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más que la independencia de las ciencias moralesrecibía desde este punto de vista una fundamentacióntal y como la escuela histórica lo necesita. Porque,según él, resulta que nuestra imagen de la naturalezaes mera sombra proyectada por una realidad que noses desconocida, y que, en cambio, sólo poseemos rea-lidad, según es en sí misma, en los hechos de la con-ciencia que la experiencia interna nos proporciona.El análisis de estos hechos es el centro de las cien-cias morales, y así, en consonancia con el espíritu dela escuela histórica, queda el principio del mundo es-piritual1 en el recinto mismo de éste, formando lasciencias morales un sistema independiente.»

«Pero si me encontraba coincidiendo en no pocospuntos con la escuela epistemológica de Locke, Humey Kant, me vi forzado a interpretar de modo diversoque esta escuela precisamente esa conexión o com-plexo de los hechos de conciencia en que con ellosreconozco el fundamento integral de la filosofía. Enlas venas del sujeto cognoscente que Locke, Humey Kant construyeron, no corre sangre real, sino el en-rarecido jugo de la razón como actividad meramen-te intelectual. Mas mi trabajo histórico y psicológicosobre el hombre íntegro me llevó a basar la explica-ción del conocimiento y sus conceptos (como mundoexterior, tiempo, substancia, causa) en ese hombre, enla multiplicidad de fuerzas constituyentes de ese serque quiere, siente y representa, aun cuando tanto elconocer como esos sus conceptos parecen entretejersesólo con percepciones, representaciones y pensamien-

1 Entiéndase, de lo humano.

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tos. Por tanto, el método de nuestro intento es éste:todo elemento del pensar que hoy tiene un aspectoabstracto y científico, lo refiero a la naturaleza totaldel hombre, según la experiencia, el estudio del len-guaje y la historia nos la presentan. Al referirlo bus-co su conexión con los demás. Y entonces resulta losiguiente: los elementos más importantes de nuestraimagen y conocimiento de la realidad, como son launidad personal viviente, el mundo externo, los in-dividuos fuera de nosotros, su vida en el tiempo y susrecíprocos influjos, pueden todos ser explicados par-tiendo de esa naturaleza total humana de cuyo realproceso vital son querer, sentir y representar tan sólolos lados diversos. Las preguntas que todos necesita-mos dirigir a la filosofía no pueden ser contestadassuponiendo un rígido a priori de nuestra facultadcognoscitiva; sólo se contestan mediante una conside-ración evolutiva—Entwicklungsgeschichte, que par-te de la totalidad de nuestro ser1.»

Dikhey coloca estas palabras en el prólogo a suprimera obra filosófica importante—la Introduccióna las ciencias del espirita—, cuyo segundo tomo nose publicó nunca. Estamos en 1883. El autor ha pa-sado el equinoccio de los cincuenta años. Pues bien,ese párrafo es la primera expresión de conjunto queda a su pensamiento. La cosa es extraña. Pero es aúnmás extraño esto otro: ese párrafo—tan mísero, abs-tracto y formalista, tan sin gracia y tan como si nodijera nada—es la única expresión que al sentido ge-neral de su labor ha dado al público en toda su vida.

1 Ibídem, XVII-XVIII.

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Es la única clave que nos permite no perdernos ensus demás publicaciones, todas fragmentarias, man-cas y sobre los temas aparentemente más inconexos.Sería vano que el lector busque en la Introducción,tras ese prólogo, alguna mayor precisión sobre lo queel párrafo citado quiere, en rigor, decir. El libro novuelve a ocuparse del asunto.

Ahora bien, no puede negarse que las frases ci-tadas son todo menos precisas. Decir que se funda lalegitimidad de la experiencia como conocimiento enlas condiciones de la conciencia no es sino repetirpalabras de Kant. Pero luego resulta que Diltheyquiere, con esas mismas palabras, decir algo muy dis-tinto, en cierto modo, opuesto a Kant. Y eso otroque quiere decir consiste en que las «condiciones dela conciencia», fundamento de todo conocer, no sonsólo, como para Kant, condiciones de la concienciaintelectual o, mejor dicho, condiciones intelectualesde la conciencia, sino que son también las volitivasy sentimentales o, según él dice, «la naturaleza en-tera del hombre». Con esto no nos aclaramos muchola anunciada diferencia con Kant, porque éste, al finy al cabo, hace intervenir también la voluntad al tra-vés de la razón práctica y el sentimiento al travésdel juicio. Por consiguiente, la lectura de ese párrafoúnico y fundamental de Dilthey no nos sirve de nadapara entender el propósito que es su filosofía. Si pornuestra cuenta no hubiésemos averiguado lo mismoque Dilthey averiguó y junto a ello algo más que élno averiguó, nos sería por completo imposible en-tender con fertilidad ese párrafo, que es lo acaecido

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a cuantos, sin ser sus discípulos inmediatos, ío hanleído durante cuarenta años.

Y el caso es que la idea balbuciente en aquellaserpresiones es sobremanera sencilla y luminosa, has-ta el punto de que su aclaración completa puede lo-grarse en las pocas páginas que siguen:

1.° No hay más conocimiento que la experien-cia1.

2.° Experiencia es un advertir, un percibir he-chos—externos o internos, por tanto, sensibles o ín-timos—y un tomar posesión intelectual de esos he-chos mediante las operaciones lógicas de comparar,distinguir, identificar, inferir, etc. Podemos juntaraquel percibir y todo este operar bajo el nombre co-lectivo de «actividades intelectuales» o concienciacognoscente.

3.° Esas actividades intelectuales que en cadacaso concreto ejercitamos tienen, por fuerza, unaconstitución previa y genérica, la cual consiste en lascondiciones generales de su ejercicio. Así, percibirahora este papel impreso y luego pensarlo «como»papel impreso supone ciertas condiciones generalesdel percibir y el pensar. Por ejemplo: esa percepciónaos presenta este papel como objeto del mundo exte-rior. Este carácter de «objeto exterior» es común a

1 No quisiera equivocarme, pero se da el caso estupendo<ÍE que en toda su obra Dilthey no dice ni una sola palabralobre el conocimiento matemático. Pero claro es que la afir-moción de empirismo se refiere en Dilthey al conocimiento¡de lo real. Las ciencias «puras» como la lógica y la matemá-tica serían, pues, instrumentos para conocer, más bien quefaopios conocimientos.

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todo lo que vemos, oímos, tocamos, y no es especial-mente percibido en ningún caso concreto. Es, pues,un elemento de toda percepción concreta y, al serlo,un supuesto o condición de la conciencia percipiente,mas por lo mismo no lo encontramos, sin más, apar-te y acotado en nuestra percepción singular de estepapel. Para descubrirlo o notarlo tenemos que some-ter nuestra percepción a un análisis, a una disección.

Parejamente acontece con nuestra operación depensar sensu stricto. Al pensar que «esto ante nos-otros» es un papel impreso, le atribuímos, entre otrascosas, identidad: es un algo determinado, inconfun-dible con todo otro algo, inclusive con cualquier otropapel impreso. Será acaso igual a otro, pero aun sien-do igual, no es el mismo. Esta mismidad o identidadno la vemos en él, como vemos su color, sino que sela atribuímos. Por eso se trata de una operación depensar y no simplemente de percibir.

«Realidad exterior» e «identidad» son, pues, doselementos, supuestos o condiciones de nuestra con-ciencia de este papel, de nuestra experiencia o conocimiento de él.

4.° Fundar la validez o pretensión de verdad ane-ja a esa experiencia, a ese conocimiento, consistirá,por tanto, en: a) hallar todos los elementos, supues-tos o condiciones decisivas de la conciencia cognos-cente; b) mostrar su conexión y unidad, esto es, elsistema de esas condiciones, y c) descubrir cómo, enqué medida y en qué sentido satisface este sistema alo que esa pretensión de verdad significa.

En este punto cuarto es donde se verifica una pri-mera y fundamental divergencia entre Dilthey con

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todo su tiempo, de un lado, y Kant, de otro. Ambosusan las mismas expresiones, pero dándoles un sig-nificado radicalmente distinto.

Cuando Kant quiere fundar la validez de la expe-riencia buscando sus condiciones en la conciencia, loque busca es las «condiciones de la posibilidad de laexperiencia»; esto es, imagina o construye a prioricómo tendría que ser nuestra conciencia y su rela-ción con la realidad para que resultase inteligible, ra-zonable esa pretensión de verdad aneja a nuestra efec-tiva experiencia. Por tanto, para Kant las condicionesde la experiencia no se dan dentro de la experiencia,sino que son una pura construcción intelectual y, eneste sentido, una ficción. Los elementos de la con-ciencia—esto es esencial al kantismo—no se dan enla conciencia cuyos elementos son; no son hechos deconciencia, sino hipótesis del filósofo.

La actitud de Dilthey es, en cambio, de radical em-pirismo. La experiencia es una realidad de concien-cia : yo me doy cuenta de que ante mí hay ahora unpapel impreso y me doy cuenta de que lo piensocomo papel impreso con todos los atributos que estocontiene. Darme cuenta inmediata de algo y ser unhecho de conciencia son sinónimos. La experiencia,el conocimiento, la ciencia, toda ciencia, con su pre-tensión de verdad, es un hecho de conciencia. Fun-dar la validez de esa pretensión que es un hecho evi-dente de conciencia no puede consistir sino en des-cubrir los elementos o condiciones reales de la con-ciencia, que integran la experiencia y engendran a.nuestra vista su pretensión. No, pues, condiciones de

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la posibilidad de la experiencia, sino condiciones dela realidad, de la facticidad de la experiencia.

Si de hecho yo pretendo que es verdadero un pen-samiento mío, esa pretensión se da en mí de hechomotivada por otro hecho de conciencia que será, porejemplo, otro pensamiento mío, al cual llamo «prue-ba» o «razón» de aquél. Este, a su vez, extraerá suvalidez de otro hecho de mi conciencia, y así sucesi-vamente. Todo ello, la pretensión primera como susfundamentos, se da patente en mi conciencia y se dapatente también el nexo, el darme cuenta de quecreo en aquel pensamiento porque creo antes en esteotro. Mal puede ser fundamento de mi pretensión,de mi creencia algo de que yo no me dé cuenta, queno la motive efectivamerte, conscientemente,

Ahora bien, si yo persigo esas cadenas de motiva-ción que de hecho nutren mis diversas conviccioneso conocimientos, llego siempre a un repertorio deconvicciones elementales que van implicadas activa-mente en todas las demás. Por ejemplo, todos mispretensos conocimientos sobre objetos corporales lle-van en sí, como ingredientes, la convicción de que elmundo exterior existe, que en sus mudanzas algo per-manece (substancia), que nada varía sin una causa, et-cétera, etc.

De esta manera llego, por directa contemplaciónde los hechos de mi conciencia, a un repertorio últi-mo de elementos que son los hilos cuya textura for-ma todos mis conocimientos concretos y reduzco asíel problema de la validez del conocimiento a pre-guntarme cuáles son, a su vez, los motivos efectivosde esas convicciones elementales.

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Pero es el caso que a fuer de conocimientos o con-vicciones elementales, supuesto de todos los demás.no hay otros que les puedan servir de motivo. Todaslas escuelas anteriores a Kant les reconocían este ca-rácter de datos irreductibles entre sí y a ningún prin-cipio superior—eran las «ideas simples» de Descar-tes, o los seminaveritatum del Renacimiento, o las«nociones comunes» de los estoicos, o los «principiosde identidad y razón suficiente» en Leibniz, o las for-mas substanciales y los principios del ser y el conoceren Aristóteles. Parecían el confín postrero de nues-tra mente. En ellos se apoyaban todos nuestros otrosconocimientos, mientras ellos sin apoyo flotaban enel aire, y por eso se les llamaba «principios». Coneste nombre se quería decir que el principio, como elPríncipe, no tiene que justificar su actuación, es so-berano. Esta presunta soberanía de los principios oelementos del conocer se expresaba diciendo queeran evidentes por sí mismos, que eran verdades«axiomáticas», per se nota—la autarquía de los prin-cipios, su se l f-suff tciency que, en rigor, no es sino au-tocracia.

Ello es que la ciencia se encontraba en la situación-escandalosa de no contentarse nunca con un hechocomo simple hecho, sino que se exigía la razón deél y, en cambio, cuando llegaba a lo principal, queson los principios, los aceptaba, sin más. como sím-iles hechos últimos de los cuales no había para qué

que razón. El empirismo de que la ciencia se aver-gonzaba en su periferia lo admitía en su centro y fun-damento.

Desde Descartes la filosofía, con una u otra clari-

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dad de propósito, aspiraba a salir de tan bochornosasituación. Pero sólo Kant ataca por derecho y a fon-do el tema; su obra se propone lo que hasta el Re-nacimiento hubiera parecido un despropósito y unescándalo, a saber: dar la razón también de los prin-cipios o elementos del conocimiento, por lo pronto,del fisicomatemático y del metafísico. Esta cuestióntan brava pero tan sencilla significa, y no otra cosamás complicada, su famosa y enigmática pregunta:¿cómo son posibles los juicios sintéticos a priori?Este hirsuto e inabordable nombre significa simple-mente : los principios de las ciencias.

Pero Kant cree que la razón de esos principioshay que ir a buscarla detrás de la conciencia efectivaempírica, de lo que nos damos cuenta a toda hora—en una hipotética «conciencia trascendental».

¿Por qué los antecesores de Kant no hallaron larazón de los principios y por qué Kant mismo creyótener que ir a buscarla en lo hipotético, por tanto,en ninguna parte, en lo utópico? Por una cegueraoriunda del más tenaz prejuicio. Por creer que el co-nocimiento es todo él como un compartimiento es-tanco, que empieza y acaba en sí mismo, que es unazona de nuestra conciencia aparte e impermeable alas demás. A este prejuicio llamo «intelectualismo».

5.° El paso decisivo de Dilthey consiste en ad-vertir que no hay sino tomar los hechos de concien-cia según ellos se presentan y son, ya que no tienesentido querer brincar fuera de nuestra conciencia.No hay otra realidad con que podamos mediatizarlay no es posible perforarla para ver lo que «en reali-dad» pasa tras ella.

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L

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Ahora bien, lo más obvio y claro en todo hechode conciencia es que se presenta siempre y constitu-tivamente en conexión con otros hechos de concien-cia. Si yo creo algo lo creo porque pienso tal otracosa. Si yo quiero algo es por tal motivo y para talfin. En suma, lo más esencial del hecho de concienciaes que se da en complexo, conexión, interdependen-cia y contexto1 con otros hechos de conciencia. Esta« un conjunto en que todo anda trabado.

Es un error, pues, suponer que los hechos de laconciencia cognoscente son impermeables a la con-ciencia volitiva y sentimental, de suerte que éstas nointervengan constitutivamente en aquéllos. Dicho enforma más precisa, es un error creer que el motivo,fundamento o suficiente porqué de una creencia nues-tra no sea un querer o un sentimiento. La realidades estrictamente lo contrario: el conocimiento de-pende de la voluntad y el sentimiento, como éstosde aquél. Las ideas o convicciones elementales no tie-nen su motivo, «razón» o fundamento en otras por-que lo tienen en voliciones y sentimientos. En otrostérminos: el conocimiento no se explica por sí solo,sino como miembro de la conciencia humana total2.

1 Todas estas palabras—y aún habrá que añadir algunasmás—transcriben los diversos matices de la palabra que Dil-they ha escrito más veces en su vida: Zusammenbang.

2 Esta es la segunda discrepancia radical de Dikhey conKant; pero esta vez la discrepancia no le es común con los hom-bres de su tiempo, sino que es original suya y además le hacediscrepar, no sólo de Kant, sino de casi toda la tradición fi-losófica que ha sido intelectualista. En momento oportunohablaré de los antecedentes que pueden hallarse a esta idea,•que es la idea de Dilthey.

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De esta manera, ios principios del conocimiento,que parecían constituir un borde intransitable y síafundamento o razón en ninguna otra cosa, quedanderivados de otras partes de la conciencia, radicadosen ellas y como, a su vez, estas partes—querer y sen-tir—se fundan en nuestros conocimientos y convic-ciones, descubrimos en la conciencia un sistema circu-lar y cerrado, donde todo encuentra su explicación,su razón1.

La teoría del conocimiento consistiría, pues, enperseguir la motivación de los conceptos fundamea-tales en el organismo íntegro de nuestra mente, enver y precisar qué papel juegan en el funcionamientointegral de ésta.

Si ensanchando el tema de Kant nos preguntamoscómo son posibles los principios de todas las ciencias—de las naturales y de las históricas—caeremos en

1 Dilthey, claro está, no ha dicho nunca esto y hasta es¡o más probable que tampoco llegó a. pensarlo con claridadSin embargo, eso es lo que Dilthey hace y, por tanto, lo queen su pensamiento había, lo que su pensamiento era. Cuandose le ocurrió, allá en su mocedad—puede precisarse con granaproximación la fecha, merced a los tro2os de su diario ínti-mo publicados—no sospechaba ni de lejos que su radical em-pirismo le llevaba, con soberana sencillez, a lo mismo que consu radical logicismo, y a costa de mil ficciones y tártagos, in-tentó Hegel. Mucho tiempo después siente Dilthey esta afini-dad, pero no estoy muy seguro de que viera con entera diafa-nidad en qué consistía, a saber: la condición cíclica de laconciencia, no haber nada en nuestra mente que sea comienzoen seco o término abrupto, que sea discontinuo, sino que todoen ella viene de algo y va a algo—en suma, la estricta, con-tinuidad de la conciencia humana. Si Colón no se hubiet»anticipado en lo del huevo, el huevo de Colón sería esto

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la cuenta de que hace íaita otra ciencia—la uentiade los fundamentos o fundamental—que investigueionio es de hecho la conciencia del hombre, base yclave de todo lo demás. Esa ciencia tendrá, pues, queser por lo pronto psicología, pero una psicología or-denada a descubrir la estructura general de la con-ciencia, el sistema genérico de su funcionamiento;en suma, la vida real de la conciencia en su articu-lación típica1. Esa ciencia será, a la vez, la auténticafilosofía2.

Por tanto, para Diíthey la filosofía es también unconocimiento empírico, es la última y decisiva tomade posesión que el hombre como inteligencia hacede toda la realidad, que es su realidad, sin abstraccio-nes ni parcializaciones, como hacen y han hecho siem-pre todos los demás conocimientos, incluso la filoso-fía tradicional.

1 Veremos corno en Diíthey ie distinguen dos épocas: enla primera cree que esa ciencia fundamental es psicología, bienque de un típo algo diferente de lo así llamado en su tiempo.Bn la segunda, convencido de que por ese camino no se logra-ba su propósito, abandona la psicología y busca lo que llamafeflexión del sujeto sobre sí mismo, autognosia: Selbestbe-stmutng.

2 Esta disciplina, que descubre la estructura general e in-ranable de la conciencia humana, y que, por lo mismo, sepresenta primero con el aspecto de psicología, vendría a sera la masa de los hechos históricos lo que en la física es lamecánica a la masa de los hechos observados 7 observablesTendría como ésta el papel de disciplina regukdora. La his-loria se constituiría, en esencia, compuesta de modo análogoa la física. Véase lo dicho más arriba, pág 156, y, sobre todo,ffli estudio citado sobre La «Ptlosoffa de la Historia» de Hegely la bistoriologta

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Pero ¿como puede lograrse ese saber de lo que esla conciencia humana? Puedo observar la mía, peroesto no basta para conocer la de los demás y menosla de los hombres de otros tiempos. Dilthey, hemosvisto, está sumergido en la nueva «conciencia histó-rica». Cree, como la «escuela» así llamada, que nopuede a priori definirse el hombre, que la realidadde éste es innumerable. Aun sin apurar lo individualde cada sujeto humano, atendiendo sólo a formas ge-néricas—lo cual es ya una abstracción—, hay el hom-bre salvaje, el hombre de Caldea y Asiría, el hombrefaraónico, el persa, el griego, el romano de la Re-pública y el del Imperio, el germano de Tácito y elgodo romanizado, etc., etc. ¿Son el organismo y es-tructura de su mente idénticos a los nuestros? Pue-do hacer psicología sobre mí y, en el mejor caso, so-bre mis contemporáneos. De los demás hombres notengo una psicología, sino, a lo sumo, una historiaEste conocimiento fundamental que será para Diltheyla filosofía—esa ciencia general del hombre o antro-pología espiritual—tendrá que consistir, por tanto,en una investigación de la naturaleza total humana«según la experiencia, el estudio del lenguaje y lahistoria» la revelan. La «experiencia» representa aquíla psicología de sí mismo y de los contemporáneosEl estudio del lenguaje, ¡a filología. Lo que filologíae historia enseñan del hombre pretérito queda con-trastado con lo que la psicología descubre del presen-te y viceversa.

Como se ve, esa filosofía tan clara en su propósi-to es sumamente indefinida aun en su método y ar-quitectura. /Quién decidiría en definitiva? ¿La psí-

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colegía sobre la historia o la historia sobre la psico-logía? Ambas son experiencia; no parece que quepauna jerarquía favorable a una de ellas. Pero estaigualdad de derechos entre psicología e historia pro-duce un círculo vicioso. La ciencia histórica necesitafundarse en un conocimiento radical del hombre,pero éste, a su vez, tiene, por lo menos en parte, quesalir de la historia1.

Sin embargo, estamos en la expresión primariadel pensamiento de Dilthey. Conviene, antes de es-tudiar uno a uno los grupos de problemas que estafilosofía plantea, exponer a continuación la formaque en la segunda etapa de su evolución personal dioa esa misma idea eje de toda su obra2.

1 DiJthey se ocupará más tarde insistentemente de estecírculo vicioso que aun en la forma más depurada de su filo-sofía persiste y que considera constitutivo del conocimiento

* Al corregir estas pruebas veo el anuncio de un ciclode tres lecciones que sobre Dilthey habrá dado a estas horasdon Francisco Romero en la Facultad de Filosofía y Letrasde Buenos Ajres Tal curso habrá sido la primera contribuciónhispánica—el autor nació en España—al estudio de Dilthey,y es seguro que, además, será muy estimable trabajo, dadas laserenidad y cuidadosa información de este excelente profesorEsas dos cualidades que le llevan, no sólo a precisar fechas,ano a repensar a fondo lo que un autor de verdad ha dicho,aunque lo haya dicho sin solemnidad ni pedantesco subrayado,ha permitido al señor Romero ser acaso el único hombre dehabla española que comienza a darse cuenta concreta y precisade que en los últimos veinte años se ha pensado en Españacon una originalidad superior a cuanto suele sospecharse yque se ha anticipado en los puntos más decisivos al pensamien-9o extranjero. Me hace colegir esto la lectura de su conferen-oa sobre las corrientes filosóficas de la actualidad.

Por primera vez se cita allí con plena conciencia de su tras-

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V

SEGUNDA EXPRESIÓN DE LA IDEAFUNDAMENTAL

Esta primera expresión de la idea de Dilthey nosla presenta biográficamente; es decir, que la va enun-ciando según el orden sucesivo en que Dilthey h*llegado a ella. Primero: estado de «conciencia his-tórica», averiguación de que todo lo humano es re-

cendencia una nota mía publicada en la Revista de Occidente,en 1924, con el título «Ni vitalismo ni racionalismo» *,trascendente a pesar de que la frena y aun deforma el exclu-sivo propósito de eliminar una mala interpretación.

Yo estaba seguro de que esto llegaría irremediablemente enalguna fecha, porque dependía, sin más, de que alguien sepusiese a leer, lo que se llama leer, aquello que desde hacemucho tiempo está escrito y publicado. En España todavía nose sabe leer bien, se resbala sobre lo negro, y los que leen eninglés o alemán son incapaces de enterarse cuando leen enespañol. Algún día explicaré por qué secretos de las almas seproduce tan extraño fenómeno, aunque esto obligará a hacerpatente el feo y ruin interior de muchas gentes.

Tengo derecho a hablar con soltura del asunto por lo mismoque, durante veinte años, hasta fecha reciente, no había pro-nunciado ni en público ni en privado una sola palabra acercade él. He guardado silencio durante la etapa de mi vida enque me hubiera convenido romperlo. He dejado sin la menorprotesta que se considerasen mis escritos como «meramenteliterarios». Hablo ahora que ya no me hace falta.

Hubiera, sin embargo, preferido que este comienzo de «caída

" [Incluido en el volumen El tema de nuestro tiempo, deesta colección.]

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lativo .1 un tiempo, salvo el hecho mismo de la exis-tencia de lo humano. Segundo: necesidad consecuen-te de fundar esa conciencia histórica, es decir, esaúnica afirmación que parece quedar en pie cuandolas demás sucumben: que el hombre es relatividad,historicidad. Tercero: postulación de una ciencia delo humano como tal que al ser la disciplina funda-mental y quien propiamente conoce la única reali-dad salvada del naufragio—el hombre—, será lo que

en la cuenta» se produjera antes y no después de que mis li-bros, que como libros no han tenido nunca pretensiones, han«do babelizados, vertidos a muchas lenguas.

Por todo ello escojo este tema, que es, por su materia, deradical importancia y, por su forma, de una precisión extrema,incompatible con escapatorias y vaguedades, para asegurar conformal compromiso al señor Romero que si sigue esa ejemplarconducta hallará mucho más de lo que ahora él mismo ima-gina. Y para no andar con generalidades, agrego como ejem-plo que esa misma cita de mi nota hecha por él contiene mu-chísimo más de lo que en su conferencia advierte. El serioestudio posterior que el señor Romero ha hecho de Dilthey,unido a la lectura de las páginas presentes, le habrán hechover que en esa cita se sugiere nada menos que lo siguiente:

La irracionalidad de los principios en la cual desembocael racionalismo—tesis hasta entonces no expresada formalmen-te y con ese decisivo sentido por nadie—proviene de que seentiende por razón la razón «pura», esto es, la razón «sola»y aparte; pero desaparece si se funda la razón «pura» en latotalidad de la razón «vital». El irracionalismo a que se vecondenada precisamente la orgullosa «razón pura» se con-vierte en claro e irónico racionalismo de la «razón vital».Por eso, desde hace muchos años, califico mi actitud filosóficacomo racio-vitalismo Ahora bien, esta faena de fusión e in-tegración es la que El tema de nuestro tiempo plantea. Esto eslo que Dilthey ha querido decir y ha querido pensar sin acá-

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se ha pretendido siempre con el nombre de filosofía.Trece años más tarde—en 1896—es Dilthey re-

querido para hacer un brevísimo resumen de su fi-losofía, que pueda servir como exposición de ella enla Historia de la Filosofía de Ueberweg. Es muycomprensible que los autores de esta obra se viesenobligados a solicitar de Dilthey una fórmula autén-tica de su pensamiento. En efecto, no podían referir,-se a ninguna exposición antecedente. Como todos los

bar de poseerlo. Ahora lo entrevemos, gracias a la publicaciónpostuma de sus papeles, que se ha hecho bascantes años des-pués que aquella obra mía apareciese. En el tomo VIII de susObras Completas, aparecido en 1931, se encuentra una fraseque nunca ni aproximadamente había hecho pública Diltheyy que parece extraída a mi artículo antiguo: «Lo que nos esproporcionado—das uns Gebotene—es irracional; los ele-mentos mediante los cuales representamos son entre sí irre-ductibles»—página 177. La frase va contra Hegel.

Pero el señor Romero, que conoce bien todo lo que ha pa-sado en filosofía durante los últimos treinta años, sabe queen 1924 nadie en Alemania y, claro está, yo tampoco desdeEspaña, sospechaba que eso era el sentido futuro que en lahistoria de la filosofía iba a tener Dilthey. Lo cual significa,lisa y llanamente, quiérase o no, que hemos sido unos cuan-tos los que entonces construíamos originalmente ese futuro, acuya luz—sin ella, no—cobra sentido fecundo Dilthey. Estopor lo que hace a su idea inicial, pero ya veremos que la «ra-zón vital» significa todavía una cosa más decisiva que lo en-trevisto por Dilthey.

La pura verdad es que éste se quedó prisionero del irraciona-lismo vital frente al racionalismo intelectual y no acertó a des-cubrir ese nuevo racionalismo de la vida. Así se explica queaun en sus últimos años escribiese frases como ésta: «En todacomprensión de la vida hay algo irracional, como la vida mis-ma lo est, VII, 218.

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que entonces se ocupaban de filosofía, no podían veren los dos o tres párrafos citados por mí en el capí-tulo anterior el esquema de una filosofía.

Düthey se pone a la obra. Forzado por esta presiónexterna—muy atendible para él porque la obra mo-numental iniciada por Ueberweg tenía y tiene unainfluencia enorme en el mundo filosófico—intentadar forma escueta, claro perfil a su idea. Hizo variosproyectos—tres por lo menos1. ¡Intento vanoÜ Elque más, llegó a cuatro o cinco páginas y queda in-terrumpido en el aire. Una vez más este genial tarta-mudo de la filosofía opta por silenciar la suya.

Sin embargo, esos conatos de exposición nos bas-tan para dibujar la concepción definitiva a que llegaDüthey de lo que es filosofía2.

Ahora la trayectoria que lleva la idea es inversaa la anterior. No se sigue el orden biográfico y, eneste sentido, histórico de cómo el autor llega a lafilosofía, sino, al revés, se parte ya de ésta.

La filosofía es un hecho humano, y hemos visto

1 Estas notas fracasadas, y que se encontraron entre suspapeles, han visto la luz pública el año 1931, en el to-mo VIII de sus Obras Completas, págs. 174 a 193. Véase tam-bién la carta a Yorck, de julio de 1896. Briefwecksel, pági-nas 219-221. Esto es todo. Complementariamente sirve el es-tudio sobre La esencia de la filosofía, publicado primero en1907 y en las O. C., V. 339 y siguientes.

2 Definitiva, bien entendido, en cuanto a la arquitecturageneral del conocimiento filosófico, no en cuanto al particularde las doctrinas anteriores a él. Respecto a éstas, Dilthey ex-perimenta una decisiva modificación después de 1900, en quellega a la forma más profunda y más fértil de su pensamien-to. ¡Por tanto, después de los setenta años!

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que para Dilthey^-ésta su genialidad y su limita-ción—el hombre no tiene una «naturaleza», un modode ser único e invariable en su última contextura,como creía aún el siglo xvín1, sino que sólo tienehistoria. Pero esto significa para Dilthey varias co-sas juntas que nunca ha expresado formalmente yque yo enuncio de una vez y con todo rigor, paraque no haya vacilación alguna sobre el sentido deltérmino.

El hombre es histórico:1.° En el sentido de que no tiene una constitu-

ción efectiva que sea inmutable, sino que, al revés,se presenta en las formas más variadas y diversas.Historia, pues, significa, por lo pronto, el simple he-cho de las variaciones del ser humano.

2.° En el sentido de que, en cada momento, loque el hombre es incluye un pasado. Esto es cierto,aunque sólo lo refiramos a la existencia individual.En lo que cada cual es ahora interviene el recuerdode lo que le ha pasado y de lo que ha sido en la por-ción antecedente de su vida. Por tanto, historia sig-nifica aquí persistencia del pasado o tener un pasado,venir de él.

3.° Ese pasado de nuestro recuerdo influye ennuestra actualidad, en cuanto nos da un resumen de

1 Por ejemplo: en su Investigación sobre el entendimien-to humano, dice Hume, aun siendo el menos «racionalista»de todo su siglo: «Se reconoce generalmente que existe unagran regularidad en el comportamiento humano de todos lospueblos y en todos los tiempos, y que la naturaleza humana,en sus leyes y procesos, permanece igual a sí misma.»

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nuestra vida anterior1; es decir, que recordar es ya,en germen, interpretación de nuestra vida, de lo quehemos sido, e influye en nuestro tabora» precisamen-te porque es interpretación. La historia no hace sinoampliar y depurar esa explicación o saber de nuestravida que el recuerdo inicia. Historia, pues, es, en estenuevo sentido, reconstrucción—más o menos adecua-da—que la vida humana hace de sí misma.

4.° Esos tres sentidos, que se engendran el unodel otro, se elevan a un sentido último, según el cualhistoria es el intento de llevar a la perfección posibleesa interpretación de la vida humana, considerándoladesde el punto de vista de la humanidad toda encuanto ésta forma una unidad y conjunto reales yefectivos, no un ideal abstracto. En suma, historiaen el sentido formal de historia universal2.

Esta consistencia3 histórica del hombre no es pa-

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1 No se podría recordar si el trozo de vida a que se re-fiere el recuerdo reapareciese con todos sus pormenores y, enconsecuencia, ocupando el mismo tiempo que al ser origina-riamente vivido ocupó. Por tanto, el recuerdo es por sí unaabreviatura de la vida.

* Cuando lleguemos a estudiar especialmente la idea queDilthey se hÍ2o de la historia, estudiaré con detalle cada unode estos sentidos y aportaré todos los textos que al asunto serefieren—como siempre en Dilthey escasos, desparramados y aveces surtos en los lugares menos presumibles.

3 La filosofía tradicional distingue en toda cosa su esenciay su existencia. Pero el término esencia lleva juntas varias sig-nificaciones, que convendría mantener separadas, a fin de queal complicarse no se perjudiquen. Pues bien: la significaciónprimaria y menos exigente de esencia es que toda cosa, ademásde existir, consiste en algo. A esto en que consiste le llamo suconsistencia—frente a su existencia.

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ra Dilthey una broma. Tomará radicalmente en seriotodos esos sentidos y en el orden en que acabo deenunciarlos.

Así, frente a todo asunto humano, antes de decidirnada sobre él, Dilthey buscará cuáles han sido susvarías manifestaciones en el pretérito, es decir, lotratará con rigoroso empirismo histórico. No podíadejar de hacerlo al ocuparse del asunto humano quees la filosofía. Por eso comenzará la exposición desu idea sobre ésta diciendo:

«Qué sea filosofía es una cuestión que no puedecontestarse según el gusto de cada cual, sino que sufundón tiene que ser empíricamente descubierta enla historia. Esta historia, claro es, tendrá que ser en-tendida partiendo de la vitalidad espiritual de quenosotros mismos partimos y en que vivimos filosofía.Dondequiera que se suscitó una síntesis con la pre-tensión de que fuese válida para todos y que propor-cionaba sentido de conjunto a la vida espiritual me-diante unificación de tipo intelectivo, hubo filosofía.La índole de ese sentido de conjunto fue diferentesegún las circunstancias y estuvo siempre bajo elimperio de las determinaciones intelectuales de laépoca. Pero, en contraste con la ocupación científicaparticularizada, se buscó siempre una síntesis o co-nexión que se extendiese sobre todo el horizonte es-piritual del tiempo. Por otra parte, en contraste conla religión, se intentó dar a esa síntesis el carácterde validez general.»

«Por fuerza hay en nuestra conciencia ciertas con-diciones que producen con regularidad constantecreaciones tales siempre que la situación espiritual

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lo permite. De otro modo, sería incomprensible se-mejante regularidad. En efecto, la estructura de lavida espiritual lleva a ejercitar conocimiento de la na-turaleza, dominio sobre ella, vida económica, derecho,arte 7 religiosidad. Además, reúne estas actuacionescreando su organización externa. La conciencia queengendra todas estas formas no puede menos de des-cubrir su íntima conexión en tan varia actividad. Y esaconexión abarca todas estas actuaciones de modo tantomás completo cuanto la reflexión haya logrado ele-varlas más sobre el horizonte filosófico, y llegará asu plenitud cuando logra abarcar todos los ladosde la actividad humana que han dejado su reflejo enalguna ciencia. Mientras el hombre manifiesta su ac-tividad en el conocimiento de la naturaleza, en lavaloración de las cosas y en la adopción de finalida-des, la filosofía se ocupará de conseguir una unidadespiritual en tan múltiple actuar. Y esto porque sóloasí logra la conciencia, activa en esas formas, unaimpresión vital de autonomía e independencia y sóloasí llega a sentirse contenta de su realidad y poderconstructivo. La función que en la economía del es-píritu y la sociedad da cima siempre a esta tarea esla filosofía.1»

1 Conviene que, junto al texto transcrito en el capítuloanterior, quede también este otro bajo los ojos del lector es-pañol a fin de que advierta la extraña manera de expresar suspensamientos que empleó Dilthey toda su vida. Es justo ob-servar que el párrafo citado pertenece a un esbozo íntimo en-contrado entre sus papeles y que hay siempre más pulimentoy alguna mayor luminosidad en sus trabajos puestos a puntode publicación. Pero casi siempre domina la falta de plasticí-

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Dilthey trata, pues, también, al definir la filoso-fía, de evitar el «absolutismo». En nuestra vida ac-tual nos sentimos impulsados a buscar una unidadintegradora de todos nuestros conocimientos que, ala vez, fundamente y ponga un orden en nuestrasvaloraciones sentimentales y en las finalidades denuestra voluntad. Este es un hecho inmediato denuestra conciencia viviente1. Y para nosotros eso es,par lo pronto, filosofía. Se diferencia de los demásconocimientos en que se levanta sobre todos los par-ticularismos científicos y aspira no sólo a la unidadintegral de ellos, sino a la unidad de todo nuestrosaber con todo nuestro sentir y nuestro querer. Poreso su procedimiento consiste en recurrir del hombredesparramado en esta o la otra actividad científica—ciencias naturales o del arte, del derecho y delEstado—a la unidad viva que ese hombre es y de lacual se han separado diversificándose, esto es, per-diendo la unidad originaria que tienen en la concien-cia que las crea.

En este sentido de total unificación coincide lafilosofía con la religión, pero se diferencia, a su vez,

dad ea el giro, la impalpabilidad del concepto, la tenuidad es-pectral de la elocución, cualidades de estilo que comentaré enel capítulo siguiente.

1 Me importa hacer notar que Dilthey no emplea jamásesta expresión, «conciencia viviente», sino «vida espiritual»—Seelenlebe»—o, a lo sumo, «vitalidad»—Lebendigkeit. Ladiferencia parece inapreciable; sin embargo, es decisiva y,como veremos, supone dar el paso que Dilthey no consiguiónunca dar, y por no darlo este genial filósofo de' la «vida»

.90 consiguió plantarse jamás dentro de ella.

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de elk en que la. unificación filosófica se presenta conla pretensión de valer para todo hombre, de imponer-se a toda mente por la evidencia de lo intelectual.«El nacimiento de la filosofía supone, pues, que 1aconvicción religiosa no satisface ya a las personasmás aventajadas. Por eso se encuentran siempre alfondo de la filosofía naciente concepciones simbóli-cas de los dogmas, interpretaciones alegóricas de losdocumentos religiosos, de la doctrina de salvación.»Todas estas cosas son el ante-estadio de la filosofíaque, por tanto, significa «la plenitud de la autonomíaespiritual», la conciencia de vivir por propia cuentay no por tradición o revelación. «Y aun cuando deeste orgullo por el saber proviene no pocas vecesdescontento y dolor, sólo en la filosofía logra reali-zarse con alguna satisfacción el afán humano de ejer-citar libremente la razón, en suma, la autonomía delsujeto.» La filosofía no es, pues, sólo asunto intelec-tual : en elk aspira a un régimen autónomo la tota-lidad del sujeto, su pensamiento, su emoción, su vo-luntad.

Esa función que representa o sirve en nuestra vidala filosofía nos aparece, con uno u otro cariz, en to-dos los períodos del pasado que no han vivido ex-clusivamente de la religión o del mito. Las doctrinasque en cada caso constituyen la filosofía, la idea mis-ma que del tema y métodos de ésta se tuviera, han•variado mucho y, por eso, sería un error intentarformarse una idea de la filosofía mediante una sim-ple inducción histórica que comparase sin más lasfórmulas de los filósofos. Por ese camino llegaría-ffnos a una definición cero, ya que la multiplicidad

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de fórmulas sólo produciría su mutua anulación.Pero, a la vez, aprendemos con ello que es imposi-ble hacer la historia sólo con el pasado. Hace faltacompletar el pasado con otra instancia que somosnosotros. En el análisis de nuestra propia vida espi-ritual, la filosofía no es primero una doctrina ni unafórmula. Llegamos a una y otra porque esa vida es-piritual nuestra nos impulsa a buscarlas. Esto es, quela filosofía es una función constante de nuestra con-ciencia viviente que, siendo ella la misma, producetías filosofías» más diversas. Una vez aclarado enqué consiste dentro de nosotros esa función de con-ciencia, podemos buscarla en las etapas del pretéritohumano, y entonces descubrimos su identidad y per-manencia al través de las doctrinas más divergentes.

Dos y sólo dos son, por tanto, las notas que de-finen la filosofía en cuanto función permanente eidéntica de la vida humana a lo largo de su historia:la totalidad como tema y la autonomía como modo1.Toda otra calificación es estrecha y pertenece sóloa direcciones especiales de la filosofía. Pero una vezvista con claridad la identidad funcional de la filo-sofía, vemos con luz no menor el porqué de sus va-riaciones.

En la filosofía, la conciencia responde a la totali-

1 Desde hace muchos años expongo en mis cursos elsentido de la filosofía como aquel hacer humano que va im-pulsado por estos dos imperativos: pantonomta y autonomía.Sin embargo, a diferencia de Dilthey, consideraba y consideroestos dos caracteres como secundarios. Bajo ellos late unacuestión previa y mas decisiva, que Dilthey no entrevio y enque penetraremos más adelante.

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dad de su horizonte. Pero éste varía—ya averigua-remos cómo y por qué. Frente a ese horizonte deter-minado, «la filosofía de cada pueblo y tiempo acen-túa una relación vital sobre las demás, parte de ellay a ella subordina el resto». Esta violenta jerarqui-zación engendra la doctrina filosófica determinadaque en cada caso sirve a la función permanente delfilosofar. «Y siempre es proyectada esa síntesis comosi fuese la objetividad misma, hasta que una mayorclarividencia descubre sus junturas y rendijas for-zando a reabsorberla en la subjetividad», es decir, areconocer que no es la realidad, sino una mera inter-pretación del sujeto, manca e insuficiente.

La filosofía es, pues, a la vez, «una predisposicióny una necesidad» que nos encontramos en nuestrapropia conciencia. Pero al ir a satisfacerla, esto es,a elaborar nuestra filosofía, tenemos que hacerlo conlo demás que en nuestra conciencia hay. Y en estaconciencia hay, queramos o no, los resultados delpretérito. La conciencia de nosotros mismos, es de-cir, de lo que en nosotros hay y nos constituye, eshistórica. En el caso del hombre que Dilthey y sugeneración fueron, esta condición inexorable de todaconciencia había llegado a convertirse en una eviden-cia primaria que, sin buscarla, encontraba actuandosobre sí. No sólo era histórico, sino que se sabía his-tórico. De aquí que necesite orientarse en el pasa-do aun para la inicial faena de definir la filosofía,según acabamos de ver. Pero esa clara conciencia dela propia historicidad obliga a más. Obliga a reco-nocer que la primera tarea filosófica, por tanto, ladisciplina en que arranca la filosofía, consistirá en

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elevar aquelk necesidad y predisposición existentesen el sujeto a plena y concreta conciencia de su lugarhistórico. ¿Cómo se logra esto? Sencillamente re-construyendo tíos grados de su historia», «la suce-sión de posiciones que ha adoptado la vida humanaespiritual». La filosofía comienza, pues, muy esen-cialmente, por ser su propia historia, «indispensablepropedéutica para la filosofía sistemática»1.

Ño basta con renunciar a que los resultados denuestro conocimiento sean «absolutos», sino que esun craso error presumir que podamos ponernos apensar sobre cosa alguna con independencia «abso-luta» del pasado humano, de lo que se ha pensado,querido y sentido en los milenios pretéritos de hu-manidad. No: la verdad es todo lo contrario. Pen-samos con nuestro pasado y desde la altura a quenuestro pasado nos ha traído. De aquí que la prime-ra labor del filósofo sea hacerse cargo de cuál es lasituación histórica donde está. Pero ésta, a su vez,no es sino la consecuencia de las situaciones históri-

cas anteriores.

Esta cadena de situaciones o posiciones por que

1 Véase de nuevo cómo Diltbey, por el camino del másradical empirismo, llega a las mismas posiciones de Hegel.También para éste la filosofía comienza por una propedéutica,la tfenomenología del espíritu», cuya faena consiste en llevarla mente desde la actitud más ingenua y primaria—la quecree encontrar la verdad en lo sensible, viendo, tocando, oyen-do—-hasta la actitud plenamente filosófica—la conciencia co-mo dialéctica. Estas formas escolares de la conciencia son, a lavez, pata Hegel, etapas de la historia.

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ha pasado el hombre se presenta a Dilthey reducidaa las grandes etapas siguientes:

1.° Cubre primero la tierra, como el tapiz vege-tativo, una variedad sin límites de ideas primitivasa cuyo conocimiento no llega la historia1.

2.° La primera época cultural que la historia co-noce nos presenta la filosofía sacerdotal de los pue-blos orientales: la doctrina del monoteísmo y unidaa ella una técnica éticorreligiosa para la dirección dela vida2.

3.° Sólo la segunda generación de pueblos logróen las tierras y culturas mediterráneas fundar unafilosofía en el pensar universalmente válido. Esta fi-losofía se articula con las ciencias y se desprende dela religiosidad. Se ha manifestado en tres actitudesde conciencia diversas:

a) En la filosofía griega sigue un comportamien-ta estéticocientífico—que engendra los conceptos decosmos, orden matemático e inteligible de la reali-dad, razón cósmica, jormae substantiales. La razón di-vina es el principio que establece un enlace para elintelecto y la voluntad entre la racionalidad de lascosas y la razón humana.

b) Es preciso reconocer en el espíritu romanouna actitud del hombre ante el mundo distinta dela anterior y peculiarísima. Para formarse sus con-ceptos, el romano parte, no del sentimiento estético

1 Nótese cómo todavía a fines del siglo pasado, qne escuando Dilthey formulaba estos pensamientos, la historia nose había empalmado con la etnología.

8 VIII, 181. En lo que sigo procuro traducir casi al pie- d* la letra el texto de Dilthey.

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ni del intelecto teorizador, como el griego, sino dela voluntad, en sus relaciones de dominio, libertad, de-recho y obligación. De esta suerte se origina el esquemade un impeñuni supremo, de la delimitación de una li-bertad personal frente a él, ley como regla para estadelimitación, reducción del sujeto a mera cosa someti-da a la voluntad. Correspondientemente, no buscaráorientarse esta voluntad como base para su acción enespeculaciones difíciles, sino en la conciencia inmedia-ta, en las notiones comunes aseguradas por el consen-sus gentium, en la naturalis ratio. Así se origina el de-recho histórico, la convicción de que el orden jurí-dico es inquebrantable y la interpretación tambiénjurídica de la relación entre el hombre y Dios.

c) Una tercera actitud se había desarrollado enlas religiones sacerdotales de Oriente, y fue elevadaa filosofía durante las luchas religiosas de los prime-ros siglos cristianos. Este comportamiento suscita losconceptos de providencia, creación o emanación, re-lación de criatura entre el hombre y Dios, salvación.Se manifiesta en la remoción del centro de gravedadde la existencia a lo trascendente y en la consecuentetransformación de la realidad en alegoría divina, enun simbolismo de lo suprasensible.

«Como tres grandes motivos musicales, estas tresposiciones filosóficas de la conciencia se combinanformando la sinfonía de una metafísica universal enla filosofía de los pueblos mediterráneos decadentesy en los comienzos de la evolución filosófica que ex-perimentan los nuevos pueblos de la Edad Media.El motivo de la trascendencia religiosa es el sonidodominante.»

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4.° tPero en la época del Renacimiento y la Re-forma estos pueblos románicos y germánicos entranen la etapa de su mayoría de edad. El timbre propiode su constitución espiritual comienza a hacerse oír.Impetuosidad que avanza sin detenerse en lo senso-rial, sin satisfacción posible en una existencia está-tica, vida como fuerza, comportamiento súbitamenteindeliberado y abrupto: éste es el timbre propio delespíritu germánico.»

«Su conciencia metafísica penetra más hondamen-te en la naturaleza de la voluntad y en el caráctermetafísico de la lucha, del sacrificio y de la entrega.Substancia significa para él fuerza, energía. Este espí-ritu germánico producirá, en consonancia con todoesto, una nueva sociedad, para la cual lo decisivo noson las relaciones de mando, sino la libertad en elejercicio de la fuerza viva y la manifestación de laconciencia metafísica y los sacrificios en ella conteni-dos. Emanará un arte nuevo, en que la forma que-da interrumpida al exteriorizarse la fuerza en expre-sión y movimiento. Hasta la tendencia dinámica dela ciencia procederá de su influjo.»

«La nueva filosofía que en esta sazón surge es com-pletamente distinta de la metafísica como ciencia ra-cional. Su supuesto es la mecánica de la naturaleza;su problema, la relación de ésta con el mundo espi-ritual; su forma, partir de la propia conciencia y dela teoría del conocimiento, fundamentar la posibili-dad de aprehender el mundo objetivo en las cienciasy la instauración de una síntesis objetiva que com-

' prenda esta realidad. Conforme la teoría del conoci-miento va descomponiendo cada vez más conceptos

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básicos de esa imagen del mundo, la síntesis objetivade la naturaleza se va convirtiendo más en meras re-laciones espacio-temporales y de principio a conse-cuencia entre los fenómenos.»

tDel contexto vital mismo brota la necesidad deextender el pensamiento que sobre él se ha formadoal contexto del mundo, en fin, de la realidad toda.De esta suerte, quedaría en este amplísimo conoci-miento de lo real incluido el de la vida como unade sus partes. Pero este propósito resulta imposible.El esfuerzo intelectual contiene en sí mismo unacontradicción y es algo trágico. La filosofía críticafue la primera que lo advirtió.»

5.° «Desde entonces el desarrollo de la cienciafisicomatemática ha traído consigo un aumento dela autonomía intelectual, la constitución independien-te de cada ciencia particular, la disolución de todointento que consista en objetivar el contexto vitalbajo la especie de una metafísica y el empeño quenuevas formas de filosofía muestran de retrocederhasta la contextura misma de la unidad vital, por lopronto, en la teoría del conocimiento.»

Este es el nivel en que Dilthey se siente colocado.Su tarea filosófica le aparece prefijada por la trayec-toria de todo ese pasado que culmina en las últimasindicaciones. En efecto, toda la situación después deKant «prepara una filosofía de la percatación, de laestricta reflexión del hombre sobre sí mismo, o loque es igual, una filosofía de la vida, cuyas iniciacio-nes se advierten por doquiera. El cinturón metafísicoque parecía ser el mundo, el anillo mágico en tornoa la frente del pensador moderno se resquebrajan

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cada vez más 7, a. la par, las investigaciones na-turalistas penetran más hondamente en el hombre.La filosofía estaría en peligro de quedarse sin su pro-pia misión1, si no se hubiese desarrollado lenta, perocontinuamente, la conciencia histórica; si DO hubie-sen crecido las ciencias morales, cuya relación con laconciencia que de sí mismo el hombre tiene es muyotra que la de las ciencias naturales, todo lo cual pro-vocó la esperanza de una nueva y enérgica actuaciónde las funciones propiamente filosóficas».

No sé si el lector habrá podido caminar sin emba-razo por estos párrafos, que son, ni más ni menos,el último extracto a que puede reducirse la historiauniversal. Bajo su apariencia gris o abstrusa, son, ami juicio, lo más genial, lo más profundo que hastaahora ha formulado el pensamiento histórico. En elcapítulo que dedico expresamente a la interpretacióndel proceso concreto acaecido en la historia humana,según Dilthey, desplegaré y haré patente todo lo queen esta superlativa abreviatura va comprimido.

Ahora nos urge sólo subrayar el precipitado quela reconstrucción de todo pretérito deja entre las ma-nos de quien hacia 1850 necesita construir su filo-sofía. He aquí los puntos decisivos:

1.° La filosofía como metafísica es ya imposible.¿Por qué? Porque la metafísica es siempre, cual-

1 Se entiende, porque había sido arrastrada unilateralmen-K por las ciencias naturales y absorbida por ellas, infiel a sumisión de afrontar toda la realidad y no sólo uno de sus kdos,que es el mundo sensible o corporal.

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zungsbencbte de ésta1. Un libro de historia literaria:Vivencia y poesía (1905).

Esto era lo más importante que hasta la fecha ha-bía dado a luz. (No se crea que luego haya dado mu-cho más: un estudio de pocas páginas sobre Laesencia de la filosofía, otro del mismo tamaño sobreLos tipos de la visión del mundo y su desarrollo enlos sistemas metafísicos—1911—' y tres o cuatro co-municaciones leídas en la Academia de Prusia, quenos ocuparán ulteriormente.)

Los estudios históricos de Dilthey son tal vez lo mejorque se haya escrito en historia nunca... para el que estáen el secreto de su pensamiento. Para el que no loestá son tan sólo investigaciones más o menos útilessobre fuentes filosóficas. Dilthey, que en sus escritosde filosofía propiamente tal, usa, como veremos, unaelocución etérea y difícilmente captable, es en su obrahistórica de una sobriedad de alusiones a los funda-dentos sistemáticos en que se inspira y al sentido quellevan, casi desesperante. Los consideraba como merosfragmentos que sólo reunidos en una proyectada ar-quitectura podían cobrar pleno sentido.

Sus Memorias en la Academia de Prusia no orien-taban mucho más sobre la intención decisiva de su

1 He aquí los títulos de los tres principales: Contribucio-nes a la solución del problema sobre el origen de nuestracreencia en la realidad del mundo exterior (1890). Ideas so-bre tma Psicología descriptiva y analítica (1894). Contribu-ciones al estudio de la individualidad (1895-1896)

2 [Véase en su traducción española Teoría de las concep-ciones del mundo, publicada por Revista de Occidente. Ma-drid, 1944.}

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filosofía. Entonces se las consideraba como mera psi-cología, fina, sutil, seria, importante, pero nada más.Ya veremos cómo, en cierto modo, para el mismoDilthey eran también eso.

Quedaba, pues, como único medio para enterarsedel pensamiento fundamental de Dilthey la lecturade su Introducción a las ciencias del espíritu. Sin em-bargo, tampoco pude leerla. Daba la casualidad deque este libro se había agotado muchos años antes yera, entre todas las contemporáneas, una de las obrasmás raras en el mercado. Una y otra vez quise leerlaen la biblioteca de la Universidad, pero su rareza na-cía que casualmente estuviese siempre en otras manos.Puedo añadir algo más: ahora que la he leído veoque, para lo esencial, hubiera sido inútil mi lecturaen 1906, por la sencilla razón de que aquella obraes sólo un comienzo y no expresa tampoco el pensa-miento de Dilthey.

Al llegar aquí se habrán formado en el lector dosimpresiones muy justas y que me interesaba provocar:una, la de que son demasiadas casualidades, y otra,la de que hay mucho de anormal en la producciónde Dilthey, por lo menos considerada ésta como loque parece habría de ser, esto es, como expresión dela filosofía de un filósofo1. Ambas se reducen a un

1 Como no ha sido traducida al español, que yo sepa,ni una sola línea de Dilthey, y como no habrá más de cuatroo cinco personas, si las hay, en el mundo de habla españolaque conozcan su obra, me he visto obligado a suscitar en ellector, con la anterior narración, esa doble impresión que sus-tituye con bastante exactitud al conocimiento directo de loshechos. Y estos hechos son muy importantes para entender loque sigue.

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básicos de esa imagen del mundo, la síntesis objetivade la naturaleza se va convirtiendo más en meras re-laciones espacio-temporales y de principio a conse-cuencia entre los fenómenos.»

cDel contexto vital mismo brota la necesidad deextender el pensamiento que sobre él se ha formadoal contexto del mundo, en fin, de la realidad toda.De esta suerte, quedaría en este amplísimo conoci-miento de lo real incluido el de la vida como unade sus partes. Pero este propósito resulta imposible.El esfuerzo intelectual contiene en sí mismo unacontradicción y es algo trágico. La filosofía críticafue la primera que lo advirtió.»

5.° «Desde entonces el desarrollo de la cienciafisicomatemática ha traído consigo un aumento dela autonomía intelectual, la constitución independien-te de cada ciencia particular, la disolución de todointento que consista en objetivar el contexto vitalbajo la especie de una metafísica y el empeño quenuevas formas de filosofía muestran de retrocederhasta la contextura misma de la unidad vital, por lopronto, en la teoría del conocimiento.»

Este es el nivel en que Dilthey se siente colocado.Su tarea filosófica le aparece prefijada por la trayec-toria de todo ese pasado que culmina en las últimasindicaciones. En efecto, toda la situación después deKant «prepara una filosofía de la percatación, de laestricta reflexión del hombre sobre sí mismo, o lo<jue es igual, una filosofía de la vida, cuyas iniciacio-nes se advierten por doquiera. El cinturón metafísico<pie parecía ser el mundo, el anillo mágico en tornoa la frente del pensador moderno se resquebrajan

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cada vez más y, a la par, las investigaciones na-turalistas penetran más hondamente en el hombre.La filosofía estaría en peligro de quedarse sin su pro-pia misión1, si no se hubiese desarrollado lenta, perocontinuamente, la conciencia histórica; si no hubie-sen crecido las ciencias morales, cuya relación con laconciencia que de sí mismo el hombre tiene es muyotra que la de las ciencias naturales, todo lo cual pro-vocó la esperanza de una nueva y enérgica actuaciónde las funciones propiamente filosóficas».

No sé si el lector habrá podido caminar sin emba-razo por estos párrafos, que son, ni más ni menos,el último extracto a que puede reducirse la historiauniversal. Bajo su apariencia gris o abstrusa, son, ami juicio, lo más genial, lo más profundo que hastaahora ha formulado el pensamiento histórico. En elcapítulo que dedico expresamente a la interpretacióndel proceso concreto acaecido en la historia humana,según Dilthey, desplegaré y haté patente todo lo queen esta superlativa abreviatura va comprimido.

Ahora nos urge sólo subrayar el precipitado quela reconstrucción de todo pretérito deja entre las ma-nos de quien hacia 1850 necesita construir su filo-sofía. He aquí los puntos decisivos:

1.° La filosofía como metafísica es ya imposible.¿Por qué? Porque la metafísica es siempre, cual-

1 Se entiende, porque había sido arrastrada unilateralmen-tc por las ciencias naturales y absorbida por ellas, infiel a sumisión de afrontar toda la realidad y no sólo uno de sus lados,que es el mundo sensible o corporal.

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quiera que sea su tendencia y doctrina, «absolutismo»del intelecto. La misión del intelecto es construir unafigura del mundo. Pero esto lo hace con el materialviviente que es cuanto lleva el hombre en su con-ciencia—no sólo, pues, los datos de los sentidos, sinosus afanes sentimentales, los fines de su voluntad ylos experimentos intelectuales que el pretérito haacumulado en nosotros y con los cuales, queramos ono, tenemos que contar. Pero todo ese material noes cosa muerta, sino vida que ha ido moviéndose ycambiando. De aquí que la figura del mundo cons-truida por el intelecto con un cariz de absoluto y deeternidad sea, en rigor, figura histórica, relativa a untiempo. La metafísica no es, pues, la realidad delmundo, sino «visión del mundo», espejamiento delo real en el espejo viviente y, por ello, cambianteque es el hombre. En suma, metafísica es la ilusiónóptica resultante de inadvertir el intelecto que notrabaja solo y por sí, sino a cuenta y con el materialque es el hombre íntegro—con su sentir y su que-rer y su tradición intelectual, positiva o negativa.

Decir «metafísica» equivale, pues, para Dilthey,a decir «intelectualismo». Ahora bien, «intelectua-lismo» es una ilusión óptica que padece el individuoal creer que en su faena intelectual puede comenzardesde el principio, como un primer hombre o, mejor,como un hombre abstracto y absoluto. Lejos de esto,es preciso caer en la cuenta, percatarse de que «la in-teligencia no es un proceso evolutivo que se produzcaen el individuo aislado y que sea concebible no supo-niendo más que a él, sino que es un proceso de evo-

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lución en la especie humana. Esta es el verdadero su-jeto en quien reside la voluntad de conocer»1.

Da a entender con esto Dilthey que la inteligenciano es una facultad de pensar o conjunto de formasintelectivas abstractas, separables de su contenido, yque sea, por tanto, igual en todos los hombres detodos los tiempos. Pensar es ya y desde luego partirde ciertas ideas determinadas, de ciertas conviccionesbásicas que resultan de todos los ensayos intelectua-les hechos por el pasado hasta la fecha en que nos-otros comenzamos a pensar. Como estrato el másprofundo de nuestra subjetividad forman el subsue-lo mental desde el cual iniciamos nuestra propia obrade conocimiento- Este subsuelo de nuestra personaintelectual pertenece, pues, a la difusa colectividadque es la especie humana hasta nuestro tiempo. Elintelecto del individuo no es, por tanto, individualen el sentido de que esté en su mano forjarse a nihilotodas sus ideas, sino que está desde luego constituidopor la herencia de lo colectivo histórico. En este sen-tido, perfectamente empírico y nada vago o místico,quien piensa en mí no soy yo solo, sino también todoel pasado humano.

1 Advierto que en ésta como en todas las traducciones detextos diltheyanos presentadas en este libro, no suele faltarnunca un coup de pouce que da a las expresiones originalesun punto más de plenitud. Conste así. En cuanto a lo que noes texto, sino exposición mía, no debe olvidar el lector enningún momento lo que anuncié en el capítulo II: «Convie-ne que el lector ingrese en lo que sigue prevenido de queexponer es, en este caso, completar.» Al final del libro se com-prenderá clarísimamente el porqué de todas estas reservas, ad-vertencias y cautelas que acumulo.

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2.° La filosofía tiene que ser en este nivel de iostiempos renuncia al intelectualismo, esto es, a laconstrucción defiritiva y a-histórica de un mundomediante puros conceptos. En vez de esto, su tareaconsiste, sencillamente, en hacerse cargo el hombredel hecho que él es; por tanto, en tomar posesiónde su realidad inmediata y no construida medianteuna pulcra reflexión sobre su propia conciencia, loque en ella hay de hecho, lo que facticiamente leconstituye.

Si la filosofía como metafísica era construcciónconceptual del universo, esta filosofía será lo queDilthey llama Selbstbesinnung—es decir, percataciónde sí mismo, autognosis.

La percatación o reflexión sobre sí misma de laconciencia es, pues, lo contrario de la construcciónconceptual. En ella no hace el sujeto más que darsecuenta de lo que le pasa y expresar en conceptos pu-ramente descriptivos eso que le pasa tal y como lepasa. Aquí el pensamiento se propone no añadir nadaa lo que encuentra como dado arte sí!, y se esfuerzaen atenerse a ello, transcribiéndolo en conceptos delmodo más pulcro posible.

Reducida toda realidad a lo que pasa en la con-

1 Véase cómo hacia 1895 Dilthey poseía en principio loque en 1901 iba a explotar en el mundo filosófico con e!nombre de «fenomenología». Sin embargo, le faltó el instru-mento metódico que ésta aporta y que hace posible lo queDilthey vio con toda claridad. Este instrumento ha permitidoa algunos de mi generación situar desde luego el problemamás allá de Dilthey. Sobre ello proporcionará plena claridadel resto de este libro

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aencia del hombre, la «ciencia» de la realidad uni-versal o filosofía no puede ser, tras su primer pasotomo historia propedéutica, más que percatación oautognosis.

En la etapa que corresponde a la primera exposi-ción de su idea fundamental, Dilthey llegaba tam-bién a topar con la necesidad de una ciencia sistemá-tica de la conciencia humana que—decía yo—repre-senta frente al puro empirismo histórico un papelparecido al que la mecánica representa frente a laobservación sensible1. Dilthey creyó entonces que esaciencia podía o debía llamarse «psicología», porqueesperaba constituirla usando radicalmente del méto-do psicológico, que es la introspección2.

En esta segunda etapa, Dilthey acaba de comuni-car esa su psicología a la Academia de Prusia. Nopuede decirse, por tanto, que haya abandonado suprimera creencia. Sin embargo, al exponer la líneageneral de su pensamiento en estos bocetos de 1896,vemos que ya rehuye llamarla así y sustituye el nom-bre tradicional por una expresión inusitada en cuan-to denominación de una ciencia, expresión, por lo

1 La diferencia radical entre la mecánica y esa ciencia deltspíritu humano está en que la mecánica es un pensamientoconstructivo y a priori, cuya relación con los hechos es, por lomenos, laxa, al paso que esta ciencia de la conciencia tendráque ser también empírica y atenerse rigorosamente a loshechos.

2 De aquí su obra filosófica más famosa y la única quetuvo verdadero influjo, aunque por una. curiosa mala inteli-gencia, no en la filosofía, sino sólo en la psicología: IdeasPara una psicología analítica y descriptiva, 1894.

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pronto, vaga y sin compromiso—Selbstbesinnungpercatación, auto^nosis \

El método de la autognosis no es ya, por lo menosdeclaradamente, la introspección, sino «el análisisque diseca desde las ciencias hasta la vida política to-dos los productos y funciones de la humanidad, a finde hallar sus irreductibles condiciones en la concien-cia».

La percatación es, pues, análisis de lo humano.Dilthey ve en ella, sin duda, el pendant de la obrade Galileo, que es calificada por él mismo como«análisis de la naturaleza»2. El hombre busca en loshechos de su propia conciencia lo que haya de estruc-tura permanente, el sistema de funciones constituti-vas de ella. Este sistema no ha de ser una hipótesiscon que intentemos explicarnos o reducir a ley loshechos inmediatos que en nuestra conciencia halla-mos, sino que ha de ser encontrado en ella tambiéncomo hecho.

Esto es lo decisivo frente a todo el pseudoempiris-mo y «positivismo» de la psicología inglesa, desdeLocke, y de la continental, desde Herbart hastaWundt y el mismo Brentano.

Cuando el hombre moderno, perdida la confianzaespontánea y primaria en la realidad transubjetivade lo que él piensa, se encuentra con que no le que-da más realidad firme e incuestionable que sus pro-pios estados o hechos inmediatos de conciencia, pro-

1 Me he visto forzado a armar este término para transcri-bí! con cierta adecuación el de Selbstbesinnung.

* n, 259.

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cura tomar posesión de éstos como tales puros hechossegún ellos se dan y presentan en la reflexión delsujeto sobre sí mismo. Este imperativo de empirismo ypositivismo es inatacable. Pero el pseudoempirismoy pseudoposirivismo no hace esto, sino que comienzaa observar los hechos mentales con el prejuicio deque han de coincidir en ciertos caracteres con los he-chos sensibles que sirven de material a la física. Así,los hechos físicos se caracterizan, ante todo, por pre-sentarse aislados, inconexos. El hecho visible de queen cierto momento la bola de billar A roce a labola de billar B y el hecho también visible de que enel momento siguiente la bola de billar B, quietahasta entonces, se desplace, no presentan ninguna co-nexión entre sí. El movimiento de B no hace paten-te por sí mismo su relación con el roce que B ha te-nido con A. El único nexo entre ambos hechos nose refiere a ellos, sino al sujeto que los ve; éste, enefecto, los ve en una sucesión temporal que, por símisma, no declara nada sobre la relación posible en-tre los movimientos de A y de B. La sucesión tem-poral misma no es ya un hecho visible; es algo,pues, heterogéneo a aquellos movimientos. Estos notienen, a su vez, relación ninguna con el hecho in-visible, por tanto, íntimo, subjetivo, de la sucesióntemporal. El hecho de que se sucedan dos fenómenossensibles no manifiesta que tengan nada que ver en-tre sí. Esto significa que los hechos sensibles se pre-sentan de hecho en pura dispersión, aislado el unodel otro, en constitutiva inconexión. Por eso la físi-ca es una labor intelectual que consiste en suponerimaginariamente un nexo entre los datos inconexos.

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Pues bien, el prejuicio del pseudopositivismo con-siste en creer, a priori, que los hechos inmediatos dela conciencia son también de hecho inconexos y, porello, hace de la psicología, desde Hume, una físicade la mente.

Pero un positivismo auténtico y radical que pro-ceda resuelto a tomar los hechos mentales según és-tos se presentan a la reflexión sobre sí mismo delhombre, se encuentra con que acaece todo lo con-trario. Cuando nos percatamos de una volición nues-tra no sólo hallamos el hecho incuestionable de quequeremos algo, esto es, nuestra decisión de que algosea realizado por nosotros y que al ser término anti-cipado de nuestro hacer llamamos «finalidad» nues-tra, sino que ese hecho de la volición no se presentaaislado, concluso en sí mismo. Al contrario: todoquerer algo se presenta de hecho como motivado porun sentimiento de valoración que es lo que nos hallevado a adoptar aquella finalidad. Y, a su vez, estavaloración se presenta por sí misma como fundadao motivada en las percepciones e ideas que sobre lascosas teníamos. De suerte que en la mente, al revésque en el mundo presentado por los sentidos, nin-gún hecho se da de hecho aislado, sino que tan hechocomo él mismo, tan patente y primario como él esel hecho de su conexión con otros.

Esto es de una importancia insuperable. Porqueequivale, ni más ni menos, a que el hecho fundamen-tal de la conciencia inmediata es la conexión. La men-te es omnímoda conexión: todo en ella se da enla-zado, articulado, relacionado. La relación, el nexo, la

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unidad integrativa y orgánica son en el mundo mentalpuro y simple hecho. El todo es en la vida espiritualantes que las partes. Y como la relación, el nexo,la unidad conectiva de elementos varios es lo que daa éstos «sentido», resulta que el radical positivismose encuentra con que no es el pensador quien tiene,como en la física, que dotar a los hechos nudos deun «sentido» hipotético que ellos no poseen, sino larealidad misma de los hechos mentales quien tienepor su propia cuenta «sentido». El investigador dela conciencia se encuentra, a un tiempo, con los he-chos y su explicación, con los fenómenos y la ley.Las leyes físicas son dictadas por el físico a los cuer-pos; las leyes de la vida espiritual o mental son dic-tadas por esta misma al filósofo.

La percatación o autognosis descubre, pues, que foque hay en nuestra conciencia es, ante todo y sobretodo, integral conexión, unidad orgánica de cuantopensamos, sentimos y queremos. Pero, al mismotiempo, nos hace caer en la cuenta de que esa cone-xión radical de nuestra mente es la realidad últimaa que cabe llegar. La conciencia no puede metersepor detrás de sí misma1. Todo lo que intentemos pen-sar está ya dentro de esa conexión radical o unidadorgánica de nuestra mente y será resultado y conse-cuencia de ella. No hay modo de saltar fuera y esabsurdo querer explicar con algún otro nexo imagi-nario esa conexión radical en que vive y que es nues-tra mente. Es ella precisamente el supuesto para ex-plicar todo lo demás. Explicar algo es, en última

1 V, 194.

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instancia, mostrar su lugar y papel dentro de la eco-nomía viviente de nuestra conciencia, fijar el «sen-tido» que tiene en la fuente originaria de todo sen-tido—la vida.

La filosofía como autognosis o reflexión del hom-bre sobre sí mismo definirá la contextura genéricade esa viviente articulación de funciones que es laconciencia. Dilthey llama a esto la «estructura psí-quica».

¿Cómo lograrlo? Mediante un método dual. Porun lado, analizar las actividades de la mente, segúnéstas se han corporeizado en productos externos co-mo son las ciencias de la naturaleza, de la historia,del Estado, de la sociedad , y en las artes, religiones,política, industria. Este análisis reduce toda esa vastafenomenología a ciertos elementos últimos. El otrolado del método consistirá en analizar la propia con-ciencia en su viviente integración y funcionamiento.Esto nos permite descubrir la unidad efectiva en queaquellos elementos, obtenidos en el análisis de lasciencias, se hallan realmente, en que viven y son deverdad, corrigiendo así la óptica falsa en que se pre-sentan cuando los vemos aislados, con la pretensióncada uno de tener sentido por sí y aislado. Conoci-miento naturalista, derecho, Estado, arte, economía,cuando aparecen señeros son sólo abstracciones queha hecho nuestro pensamiento sobre la realidad efec-tiva en que todos son inseparables1

1 La postrera actitud de Dilthey en este punto del métodono afecta a la línea general de su filosofía y por eso quedaahora fuera de consideración.

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Hacer esto no es, con otras palabras, sino cons-tituir una teoría del conocimiento o del saber, asínatural como de los asuntos morales o propiamentehumanos. Pero es, a la vez, forjar la teoría de lasvaloraciones o mundo del sentimiento y la teoría dela adopción de fines o mundo de la voluntad.

Esta es la parte más substantiva de la filosofía: lateoría del saber—del saber naturalista, del saber his-tórico, del saber jurídico, económico, religioso, esté-tico. Hagamos constar, desde luego y sin mayor co-mentario, que hay aquí una extraña inconsecuenciade Dilthey. Podrá la filosofía crítica anterior a élhaber demostrado que los objetos metafísicos no tie-nen realidad. Pero sí la tiene la conciencia del hom-bre, lo que en ella hay. La ciencia que estudia loshechos de la conciencia es, pues, una ciencia que pa-rece ocuparse directamente de la realidad, de la quequeda, de la única que hay. Debía, pues, tener un ca-rácter ontológico, y si no era una ciencia estricta-mente del ser en cuanto ser, por lo menos sí unaciencia de lo que es. Sin embargo, Dilthey es hijo desu tiempo, que ve todo lo filosófico como una ocupa-ción directa con las ciencias, con la «cultura», etc., ysólo indirecta y al través de eso, con lo real. Por eso,sin que lo justifique, la autognosis, que debía ser laciencia de la realidad «hombre», se le convierte, des-de luego, en teoría de los saberes que el hombre haejercitado. Este «pliegue de su tiempo» es el quehace imposible a Dilthey llegar a la plenitud de símismo. Su genial intuición de la «vida espiritual»como realidad fundamental queda por siempre muda,

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no puede pensarla—porque se lo intercepta la mantaepistemológica, la ontofobia kantiana y positivista.

Parejo tributo a su época es lo que Dilthey con-sidera como tercera cuestión constituyente de la filo-lofía. Las ciencias, aparte de lo que son como modosdel saber, tienen un contenido, pero en la existenciadesparramada que aquéllas llevan, este contenido—por tanto, nuestras ideas vigentes sobre las cosas—•no logra la unidad. Hace falta, pues, sistematizar lasideas científicas en una «enciclopedia de las ciencias».'Tal era el lugar común de los pensadores subalternosque, no obstante serlo, regentaban la mente europeahacia 1895—por ejemplo, Wundt, gran zapatero re-mendón de la filosofía.

Pero no se agota con este tercer tema la faena dela filosofía. Aún le queda otra misión, según Dilthey.Esta:

El afán de absoluto que lleva al hombre a cons-truir las metafísicas, los sistemas del universo no esun error. El error está en que crea poder lograrlo.Pero aun convencido de su imposibilidad, el hombreseguirá siempre imaginando lo absoluto; se trata deuna función esencial a la constitución de su mente.Es decir, que los «sistemas», degradados en cuantoa su pretensión, quedan y quedarán siempre como unhecho constitutivo de la conciencia humana. En talconcepto, Dilthey los llama «visiones del mundo»,cimágenes o Ideas del universo». Estas «visiones delmundo» pueden ser estudiadas históricamente. Así lohace la filosofía en su propedéutica histórica. Con elloempieza. Pero, además, cabe preguntarse si esa fau-na de «imágenes del mundo», engendradas en la his-

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toria, es innumerable o, por el contrario, si puedentodas ellas reducirse a ciertos tipos últimos, siemprelos mismos, al adoptar los cuales se han dividido yse dividirán siempre los hombres, condenados, pordecirlo así, a moverse perpetuamente en ese reperto-rio definitivo de radicales maneras de ver el univer-so. Esta cuestión da lugar a la cuarta y última partede la filosofía: la teoría de las «imágenes del mun-do» y sus tipos.

De esta suerte, aparece integrada la filosofía porestos cuatro asuntos:

1.° Historia de la evolución filosófica como pro-pedéutica.

2.° Teoría del saber.3.° Enciclopedia de las ciencias.4.° Teoría de las Ideas del mundo1.

(Ensayo publicado en los números125, 126 y 127 de la Revista de Occi-dente, noviembre y diciembre 1933 yenero 1934, respectivamente.)

1 VII, 7; VIH, 266

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PRÓLOGO A IA «INTRODUCCIÓNA LAS CIENCIAS DEL ESPÍRITU»

DE W DILTHEY'

§ 1

'"TENÍA Dilthey cincuenta años cuando—en 1883—•*- publicó este primer tomo de su Introducción a

las tiendas del espíritu. Su vida duró treinta añosmás; sin embargo, el tomo segundo no apareció nun-ca. El caso es sorprendente, porque este primer tomono era, a su vez, más que una introducción al si-guiente, donde esas «ciencias del espíritu» iban a lo-grar su afirmativa fundamentación. Aunque parezcauna exageración o una mera figura de retórica, con-viene decir que se podría, que tal vez se debería es-cribir un tomo entero para explicar por qué Diltheyno llegó a escribir nunca ese segundo tomo que huí-biera sido su obra plenaria. ¡Cuántas cosas delica-das, precisas, secretas, profundas sobre el destino hu-mano aprendería quien se propusiese componer esetomo sobre tema tan negativo y como extravagante!La verdad es que no existen apenas libros, si algunohay, en que se aclare bien, que nos logre hacer en-

1 [A la muerte del autor quedó inconcluso este Prólogo. Elparágrafo cuarto parece corresponder a una primera versión deltexto.)

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tender con un poco de evidencia por que alguien hahecho algo—un libro, un cuadro, una ley, un cri-men. Y no me refiero a plenitudes de esclarecimien-to que puedan ser utópicas, que superen la capaci-dad iluminadora del hombre, ni siquiera del hombreactual. Precisamente en el prólogo a una obra deDilthey es oportuno hacer constar, con un moderadoaspaviento de estupefacción, que el hombre no hatenido nunca verdadero empeño en conocer lo hu-mano, o, lo que es igual, que las llamadas «cienciasdel espíritu» han solido padecer grave astenia inte-lectual. Pues bien, para descubrir los procedimientosque nos permitan aclarar por qué los hombres ha-cen algo que hacen, sería fértilísima contribución es-tudiar en casos de excepcional ejemplaridad lo inver-so: por qué cierto hombre no hizo algo. Del mis-mo modo, la Patología ha ilustrado la Fisiología.

Desde los veintiséis años posee Dilthey la intuiciónesencial de lo que iba a ser, de lo que debió ser su doctri-na. Dedicó su existencia entera, de casi ochenta años, aelaborar esa idea central. Fue superlativamente laborio-so. Poseyó con plenitud todas las técnicas instrumenta-les que tal labor reclamaba. Quedan, pues, excluidastodas las causas triviales que podían quitar interésteórico al hecho de inmaturación que la obra de Dil-they nos hace patente. Podemos admitir inclusiveque le faltó agudeza, perspicacia; pero esto sólo po-dría explicar que la exposición de su gran idea fuesemenos luminosa y transparente de lo que cabe desear.El caso es que Dilthey, durante los treinta años si-guientes a la aparición de este tomo, no cesa de pu-blicar estudios parciales en que intenta formular su

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doctrina tomándola por diversos Jados, sin que nun-ca llegase a lograr la expresión suficiente de ella.Y lo propio acontece con la importante masa de no-tas que, a veces, son verdaderos tratados, halladas asu muerte y publicadas años después. ¿Cómo puedeentenderse semejante falta?

* 2

Si por tiempo se entiende años cualesquiera devida que se cuentan con cifras cuyo sentido es pura-mente numérico, nadie podría decir que Dilthey notuvo tiempo para madurecer su doctrina. Y sin em-bargo, la causa decisiva de que su obra no granasecon la debida plenitud debería ser enunciada di-ciendo que Dilthey «no tuvo tiempo» para su obra.Porque el tiempo que tuvo no fue uno cualquiera,sino un determinado tiempo histórico, una cierta épo-ca de la vida colectiva europea, constituida por vi-gencias de creencia y pensamiento opuestos a la granidea entrevista por Dilthey.

Comenzamos a persuadirnos de que en historia lacronología no es, como suele creerse, una denomina-tío extrínseca, sino, por el contrario, la más substanti-va. La fecha de una realidad humana, sea la que sea,es su atributo más constitutivo. Esto trae consigo quela ctfra con que se designa la fecha pasa de tener unsignificado puramente aritmético o, cuando más, as-tronómico, a convertirse en nombre y noción de unarealidad histórica. Cuando este modo de pensar lle-gue a ser común entre los historiadores podrá hablar-

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se en serio de que hay una ciencia histórica. Enton-ces, cuando eso pase, haber dicho, como dije un mo-mento hace, que este libro se publicó en 1883d. d. J. C. y fue escrito en los anteriores porun hombre nacido en 1833, equivaldría, sin más yautomáticamente, a haber hecho notoria una canti-dad enorme de componentes de este libro, positivosy negativos, antes de haber leído una sola línea deél. Cada fecha histórica es el nombre técnico y laabreviatura conceptual—en suma, la definición—deuna figura general de la vida constituida por el re-pertorio de vigencias o usos verbales, intelectuales,morales, etc., que «reinan» en una determinada so-ciedad. El individuo humano, al nacer, va observan-do todas esas formas de vida; asimila la mayor par-te, repele otras. El resultado es que, en uno u otrocaso, queda constituido positiva o negativamente poresos modos de ser hombre que estaban ahí antes desu nacimiento. Esto trae consigo una extraña condi-ción de la persona humana que podemos llamar suesencial preexistencia. Lo que un hombre o una obradel hombre es no empieza con su existencia, sinoque en su mayor porción precede a ésta. Se hallapreformado en la colectividad donde comienza a vi-vir. Este precederse en gran parte a sí mismo, esteser antes de ser da a la condición del hombre un ca-rácter de inexorable continuidad. Ningún hombreempieza a ser hombre; ningún hombre estrena lahumanidad, sino que todo hombre continúa lo hu-mano que ya existía. Esa continuación puede indife-rentemente ser positiva o negativa, puede consistiren aceptar las vigencias preexistentes o rechazarlas;

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en ambos casos el a priori histórico que es la época,que es su tiempo, actúa en él y le constituye. Comodice el proverbio árabe, «un hombre se parece mása su tiempo que a su padre». Mas, por lo mismo, im-porta mucho determinar qué es lo que cada hombrehace por sí y originalmente con esa humanidad querecibe, precisar la ecuación entre su hacer personalí-simo y el canon vigente en su tiempo.

La idea de explicar el hombre por su milieu notiene nada que ver con lo que acabo de decir. En esaidea, que es de inspiración naturalista, se trata detransportar a la historia la óptica del botánico y elzoólogo. El milieu representa una ley como las fí-sicas, de la cual se deriva el individuo como un casoparticular de ella. Baste notar que en esa doctrinala relación entre el individuo y su contorno socialsólo puede ser positiva: aquél aparece como pro-ducto de éste. Pero en la doctrina de la preexistenciaparcial de la persona humara, el individuo no es pro-ducto de su contorno social, sino que, tanto al acep-tar las presiones usuales de éste como al oponersea ellas, tanto al recibir como al innovar, es agentey responsable del ser que va siendo. Por eso, la rela-ción de cada hombre con su tiempo es siempre dra-mática, aunque este dramatismo adopte a veces suavesapariencias de flotar en la época, de ser llevado blan-damente por ella. Pero la tesis aquí sugerida mani-fiesta mejor su distancia de la teoría del milieu y sufertilidad esclarecedora en los casos de acusado ne-gativismo, al mostrar cómo un hombre al oponersea su tiempo pertenece a él y lo lleva dentro.

Dilthey es, en efecto, un ejemplo de incoinciden-

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cía con su tiempo que merecería especialísima aten-ción. Se le ve toda su vida, a la vez, arrastrado porlas corrientes de la época y bogando en contra deeüas. Por esta razón, en su larga vida, y a pesar demodificar una y otra vez el arsenal de conceptos conque quiere decir su visión, avanzó muy poco sobre lodescubierto ya en su juventud. En la ecuación de sin-cronismo y anacronismo que es toda vida humana re-presenta una fórmula bastante insólita. Radicalmen-te opuesto a su tiempo en lo nuclear de su idea, esde una debilidad y sugestionabilidad extremas entodo lo demás. Ello causó la asfixia del germen ge-nial. Dilthey «no tuvo tiempo» para hacer su obraporque el tiempo que tuvo fue un puro contratiempo.

§ 3

Dilthey comenzó siendo un historiador. No dejóde serlo nunca. Ya veremos si, últimamente, fue otracosa, porque tal vez en ello está la razón de su bal-buciente filosofar y la caquexia relativa de su obradogmática.

En Dilthey, la vocación de historiador adquiere unaintensidad peculiar—a saber, la de sentir la historiacomo una forma de conocimiento más «racional»de lo que hasta entonces había sido. El hecho mismode haber convivido con los más grandes historiadoresy filólogos del siglo XIX debió de hiperestesiarlepara percibir todo lo que hay de irresponsable y deopaco a la intelección en la historia y ciencias afines.Porque, en efecto, diríase que el historiador se ha

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propuesto no querer entender nada de las cosas quenos cuenta. Y pasma que habiéndose escrito en el si-glo V a. de J. C. la obra de Tucídides, que es puraperspicacia, que parece una gota llena toda de luz,de lucidez, y que de la primera frase a la última vainspirada por el afán de comprender, veinticuatro si-glos después no exista todavía un solo libro de his-toria que pueda ponerse en las manos de nadie di-ciéndole: ¡He aquí le que es historia!1

Pero en la historia intervienen, de uno u otromodo, varias ciencias que no se presentaban con elcarácter de disciplinas históricas: la Retórica y Poé-tica, la Etica, la teoría o filosofía del Derecho, la Eco-nomía política, la Sociología, la Hermenéutica, el es-tudio de las religiones. Todas estas ciencias vienen acoalescencia con la historia por razón de su tema.Este tema es humano, tal o cual modo de compor-tamiento humano: el decir persuasivo y el lindodecir, la alabanza de un acto llamándole bueno y lareprobación que significa llamarle malo, la senten-cia del juez y el hecho de la autoridad o mando, elcertero negociar y los trajines de administrar la ri-queza publica, los efectos de la convivencia humana,

1 En la página 5 de la Introducción se verá cómo Diltheyse revuelve enojado contra los que niegan a la historia, segúnera ya practicada por los grandes historiadores de su tiempo,el carácter de ciencia. Pero conviene advertir que esta reivin-dicación va contra los que niegan a la historia el carácter deciencia porque no lo es como las ciencias naturales. Se apre-sura, pues, Dilthey en esas palabras a defender su tesis deque las ciencias históricas tienen que ser liberadas de todo(naturalismo». Esas expresiones no contradicen, pues, su in-satisfacción ante las formas usadas de historiar.

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los esfuerzos por entender un texto en que alguienexpresó un pensamiento, la plegaria y los ritos deculto a un Dios.

Todo este conjunto enorme de labor teórica se hallamado en Alemania «ciencias del espíritu» o «cul-turales», y en Francia, «ciencias morales y políticas».Estas denomir aciones son de las más desdichadas en-tre los nombres de las disciplinas científicas, que, porcaso curioso, no han tenido nunca buena suerte alser nombradas1. Yo he propuesto que se las llamesencillamente «humanidades». Basta para ello am-pliar el significado que la palabra tuvo en los estu-dios medievales y renacer tistas y advertir que estaampliación no hace sino instalar el término en elmás propio y natural sentido de la acepción vulgar.

Desde 1870 había comenzado la furia de las teo-rías del conocimiento en- sus dos formas: positivis-ta2 y trascendental o neokantiana. La ruina de lametafísica no había dejado a los hombres de Occi-dente más que los fragmentos de mundo construidospor las ciencias desde sus puntos de vista rigorosos,pero, a la vez, parciales y secundarios. Los problemasradicales y primordiales que habían ocupado siempre

1 El hecho es tan general que, por fuerza, se oculta trasél lina causa histórica de rango categórico referente al origeny evolución de la ocupación teórica en la vida humana.

2 No se confunda el positivismo con el comtismo. El pen-samiento de Comte contiene mucho más que una teoría delconocimiento. Es, en verdad, toda una gran filosofía, que noha sido aún repensada y absorbida. Pero de ella sólo influyó deun lado la parte inicial que se ocupa de las ciencias y de otrola sociología, como una nueva disciplina aislada, sin el papelsistemático que en la doctrina de Comte tiene.

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a la filosofía tuvieron que concentrarse y disfrazarseen la forma de teoría del conocimiento, cuya misiónera dar un fundamento último a las ciencias. Peroel temperamento filosófico, incitado siempre por el«principio de la razón suficiente», sí se siente obli-gado a poner en su contingente pluralidad una articu-lación y, bajo su conjunto, un cimiento decisivo.

Esto hizo Kant con las ciencias fisicomatemáticasy biológicas. El positivismo posterior aprovechó nopoco de la profunda faena realizada por Kant y, encierto modo, la trivializó y popularizó1.

Pero las Humanidades, que entre tanto habíancrecido gigantescamente, se hallaban en grave des-amparo filosófico. Su forma de conocimiento tienela peculiaridad, frente al conocimiento naturalista,de no llevar a consecuencias directa y claramente úti-les. Por otra parte, es un conocí niento estricto,pero no exacto. Además no benefician de la prepa-ración analítica que la ontología había proporciona-do desde siglos y siglos a la investigación de la natu-raleza. La física moderna no debe olvidar, por ejem-plo, que en el siglo v estaban ya ahí Leucipo y De-mócrito. Todos estos motivos dan a las disciplinashumanistas una fisonomía equívoca en cuanto cien-cias.

Las físico -natemáticas y biológicas vivían, desdehace dos siglos, seguras de sí mismas por la claridady eficiencia de sus métodos, que les permitían cami-

1 Ello no mengua la influencia en el positivismo del pen-samiento inglés—desde Locke y Hume—, que, a su vez, in-fluyó tanto en Kant, d'Alembert, Condillac y el propio Comte.

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nar siempre adelante, de triunfo en triunfo, sin echarde menos fundamentos más firmes para su existen-cia. Flotaban como islas ingrávidas en el océano delpensamiento, distantes las unas de las otras y mo-viéndose cada cual según su propia deriva. Es unhecho que esto ha podido acontecer sin grave dañodurante todo ese tiempo, pero claro es que implica-ba grave miopía en matemáticos y físicos. Porque sinuna reflexión de carácter radical y, por tanto, filosó-fica, no podían tener una conciencia clara ni de quéera en definitiva lo que estaban haciendo ni qué ca-rácter de realidad tenían esos pedazos de mundo queeran resultado de su teoría. Merced a ello, tanto elconocimiento matemático como el físico iban secre-tamente transformándose, sin que los investigadoreslo percibieran, hasta dar, un cuarto de siglo hace,en lo que se ha llamado la «crisis de los fundamen-tos» en la lógica matemática y en la física. No voyahora a referirme a los problemas que esa «crisis»ha planteado. Me basta aludir a lo más grueso y es-tupefaciente : el simple hecho de que durante losúltimos años—antes, claro está, de la guerra—lasrevistas especiales como Naiar y Die Naturwissen-scbajten publicasen artículo tras artículo en que losfísicos se preguntaban unos a otros de qué hablabala nueva teoría física, si lo en ella enunciado teníasentido o no, y si tenía, y cómo, que ver con la rea-lidad. Si a esto se añade que uno de los lógico-mate-máticos de más penetrante influencia en los últimostiempos, el holandés Brouwer, llama a la venerablelógica «la soi-disant Lógica», es suficiente para queel lector reciba el choc adecuado y entre en sospecha

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de que algo muy grave acontece en los senos profun-dos de las ciencias ejemplares.

Hacia 1883 la situación de éstas era bien distin-ta. Atravesaban la época de mayor poderío sobre lavida intelectual que nunca han gozado. La actitudmental que ellas representan y la idea de lo real queva implícita en sus métodos eran consideradas comola norma vigente.

§ 4

Partamos de esto como de una hipótesis: Diltheyvino al mundo con radical vocación de historiador.Pero una vocación no puede adecuadamente denomi-narse con un término general, porque la vocaciónno es nada genérico, sino singularísimo, ultracon-creto, como la persona. Esta es la diferencia entre vo-cación y profesión. Las profesiones son realidades quepertenecen a la «vida colectiva». Y todo lo colecti-vo es, en efecto, genérico, típico, estereotipado. 'Lasprofesiones son figuras tópicas de vida que encon-tramos establecidas en nuestro contorno social. Po-demos ejercerlas sin vocación para ellas, y entoncesnos limitamos a repetir en nuestro comportamientoel repertorio de conductas que su figura tópica pro-pone. Somos el médico cualquiera, el historiadorcualquiera.

Pero la auténtica vocación no coincide nunca conla profesión, sino que consiste en una interpretaciónoriginal de ésta. Decir, pues, de Dilthey que era devocación historiador no es sino comenzar a decir cualfue su vocación. Todo historiador que lo es de ver-

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dad va desde luego a la historia con una idea deésta que le es propia.

En 1875 publica Dilthey su ensayo Sobre el es-tudio de las ciencias del hombre, la sociedad y e'Estado, que viene a ser como el programa para todasu vida laboriosa. ¿En qué va a consistir esa labor?Dilthey la llama «investigación histórica con sentidofilosófico». La expresión, como tantas veces en Dil-they, es desafortunada y, por lo pronto, la entende-mos al revés. El «sertido filosófico» nos aparececomo algo que va a superponerse a la «investigaciónhistórica» y lo que presumimos toma el aspecto dela equívoca faena que suele llamarse «filosofía de lahistoria». Ahora bien, la «filosofía de la historia»,si fuera algo, sería filosofía y no historia. Nuestrahipótesis de que Dilthey fue vocacionalmente histo-riador quedaría a limme invalidada. Pero a conti-nuación leemos lo siguiente: «Un procedimientode esta especie es directamente opuesto al que con-siste en someter a presión la materia ya artísticamen-te agrupada por el historiador a fin de extraerle suquintaesencia o bien en mezclarla con cualesquieraverdades filosóficas para obtener un nuevo producto—la filosofía de la historia. Esta es ura nueva suertede alquimia o piedra filosofal. No; el filósofo tieneque ejecutar por sí mismo las operaciones del histo-riador sobre la materia bruta de los residuos históri-cos. Tiene que ser, a la vez, historiador.»1

Eso es ya otra cosa, completamente otra cosa. Setrata de historia y nada más que de historia. Pero de

1 Gesammelte Werke, V, 35-36.

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«na historia que llega a ser sí misma, que logra cuplenitud como obra de conocimiento.

Dilthey vivió su juventud entre gigantes—los másgrandes historiadores y filólogos. Conoce a Niebuhr,a Ranke, a Treitschke, a Mommsem, a Bock, a Ja-cobo Grimm. A estos nombres habría que agregarbastantes otros de talla nada inferior. El gigantismode esas figuras ro es arbitrario. Aunque midiésemossólo su fabulosa capacidad de trabajo y el tamañonatural de su producción, nos encontraríamos con lohercúleo. Juntos representan uno de los cuatro o cin-co grandes movimientos intelectuales que ha habidoen la humanidad. En él quedaron los estudios his-tóricos—la ocupación del hombre con el pasado hu-mano—puestos en forma; se entiende, en forma deciencia, de juicio rigoroso y seguro de sí mismo. Has-ta entonces habían seguido cor finados en la moda-lidad humarística que podemos designar como «eru-dición y coleccionismo». En poco tiempo—dos, tresgeneraciones—aquellos hombres elaboraron casi enperfección la mayor parte de las ciencias instrumen-tales históricas: lingüística, crítica de las fuentes oheurística, paleografía, diplomática, etc.1 Dilthey sesintió siempre perteneciente a esa galaxia de conquis-tadores del pretérito. En los varios lugares de sus es-critos donde alude a la iniciación de su vida se le velleno de respeto y de orgullo alistarse en aquel es-forzado tropel de investigadores. Tiene clarísima con-

1 Quedó para las generaciones siguientes elevar a nivelde ciencia estas otras técnicas históricas: mitología comparada7 estudio de las religiones, arqueología, etnografía y prehis-toria.

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ciencia del paso decisivo que su labor representa Pero,a la vez y por lo mismo, se siente como continuadorde esa obra inmensa. Mas continuar es, a la vez, con-servar y superar. Dilthey se hace perfectamente car-go de que toda la laboriosidad, rigor, ingenio, pers-picacia de aquellos hombres no habían bastado paraconstituir la historia en modo plenario de ciencia.

La cuestión es clara y de sobra evidente. Las dis-ciplinas instrumentales de la historia creadas en esasdos generaciones son auténticas ciencias. Pero lafinalidad de ellas, su resultado científico se reducea obtener datos estrictos, fehacientes para la historia.En los datos aparecen los hechos históricos, pero loshechos históricos no son la ciencia histórica. Los he-chos no son nunca ciencia, sino empina. La cienciaes teoría, y ésta consiste precisamente en una famosaguerra contra los hechos, en un esfuerzo para lograrque los hechos dejen de ser simples hechos, encerradocada uno dentro de sí mismo, aislado de los demás,abrupto. El hecho es lo irracional, lo ininteligible. Lamente siente una extraña angustia y como asfixiaante el mero hecho que la obliga a reaccionar movi-lizando sus funciones conectivas. Esta angustia men-tal ante el puro hecho es la que se ha llamado «prin-cipio de la razón suficiente», que es el auténtico prin-cipio del conocimiento y que no tiene carácter denorma sino de efectivo impulso en que el conocer,como ocupación humana, principia1. Del nudo hecho

1 Los principios lógicos—identidad, no contradicción ytercio excluso—son sólo principios (en el sentido de leyesconstitutivas) del mecanismo intelectual mediante el cual seconoce.

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hay que dar la razón—>.<>7ov StSóvaí, como decíaPlatón—, buscarle su ratio o fundamento. Nunca, adecir la verdad, se ha aclarado de modo satisfactoriopor qué el hombre es tan irremediablemente funda-dor, fundamentador; por qué lo ha sido siempre,aún antes de haber aprendido a fundar lógicamente.El mito más primitivo es, no menos que la teoría, aun-que de otra manera, una acción «fundamental»1.

La ciencia es el descubrimiento de conexiones en-tre los hechos. En la conexión el hecho desaparececomo puro hecho y se transforma en miembro de un«sentido». Entonces se le entiende. El «sentido» esla materia inteligible.

1 Más adelante quedará menos opaco lo que con estoquiero decir

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K A N T . H E G E L . D I L T H

Faltaría algo muy importante encolección «El Arquero»—dedicadagramente a la obra de don José Oíy Gasset—si no incluyera los estide nuestro filósofo sobre los filó:del pasado. Siempre es interesanhasta esencial la idea de un filosofebre otras filosofías, no sólo por lopueda tener de juicio crítico, sinoque en ella selecciona y destaca tiaspectos, y esa elección revela tamnotas fundamentales de su propiacepción, como en este caso se advclaramente en la parte de este volutitulada Filosofía pura.

Por estas razones hemos reunidctres estudios más extensos dedicpor el autor a tres grandes filosy no a tres cualesquiera, sino premente a los que más rekción han tecon su propia filosofía. Kant, reflimes de centenario. 1724-1924, poOrtega fue kantíano en sus comieratuvo que manumitirse a pulso deltismo; La aFilosofia de la Histide Hegel y la bistoriología, poconstituye una exposición del concde «razón histórica» en contraste oode «filosofía de la historias; GuilleDihbey y ¡a idea dt la vida, porqueidea es el eje de la filosofía orteguiAl primero añadimos Filosofía {Anejo a mi folleto tKantt, de impoi

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cía en el desarrollo filosófico del autor;al segundo la conferencia E» ti cents-nano de Hegel, y al tercero el prólogopara la versión española (por JuliánMarías) de la Introducción a ¿n Cien-cias del Espíritu, que el autor dejó in-concluso a su muerte.

COLECCIÓN «EL ARQUERO»

Esta colección reúne, en tomos suel-tos y económicos, toda la obra de JoséOrtega y Gasset. Junto a los tomos quepublicó el autor durante su vida—a losque se agregan, por su estrecha rela-ción con ellos, aquellos artículos no re-cogidos hasta ahora en libro, salvo en lasObras completas—se publicarán tambiénmultitud de ensayos, estudios y artículosque no habían tenido el trámite de suaparición en volúmenes independientesy que se agruparán según sus temas.

Tomos publicados:

LA REBELIÓN DE LAS MASAS.EL TEMA DE NUESTRO TIEMPO.MEDITACIONES DEL QUIJOTE.LA DESHUMANIZACIÓN DEL ARTE.EN TORNO A GALILEO.VIAJES Y PAÍSES.ESTUDIOS SOBRE EL AMOR.ESPAÑA INVERTEBRADA.MEDITACIÓN DE LA TÉCNICA.KANT. HEGEL. DILTHEY.

30 pía».

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K A N T . H E G E L . D I L T H E Y

Faltaría algo muy importante en estacolección «El Arquero»—dedicada ínte-gramente a la obra de don José Ortegay Gasset—si no incluyera los estudiosde nuestro filósofo sobre los filósofosdel pasado. Siempre es interesante yhasta esencial la idea de un filósofo so-bre otras filosofías, no sólo por lo quepueda tener de juicio crítico, sino por-que en elk selecciona y destaca ciertosaspectos, y esa elección revek tambiénnotas fundamentales de su propia con-cepción, como en este caso se advierteclaramente en la parte de este volumentitulada Filosofía pura.

Por estas razones hemos reunido lostres estudios más extensos dedicadospor el autor a tres grandes filósofos,y no a tres cualesquiera, sino precisa-mente a los que más rekción han tenidocon su propia filosofía. Kant, reflexio-nes de centenario. 1724-1924, porqueOrtega fue kantiano en sus comienzos ytuvo que manumitirse a pulso del kan-tismo; La ^Filosofía de la Historia»de Hegel y la bistoriología, porqueconstituye una exposición del conceptode «Tazón histórica» en contraste con elde «filosofía de la historia»; GuillermoDiltbey y la idea de la vida, porque estaidea es el eje de la filosofía orteguiana.Al primero añadimos Filosofía pura.Anejo a mi folleto tKant», de importan-