Leopoldo Marechal - El hipogrifo

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EL HIPOGRIFO

Maestro de primaria, ¿recuerdas al niño Walther? Yo soy aquel maestro, y narraré la historia del hipogrifo, una bestia mitad águila, según el vuelo celeste, y mitad caballo, según las fugas terrestres. Una vertical aquilina y una horizontal de caballo: si eres hombre, tal es la síntesis de tu movimiento. En cuanto al niño Walther, su desaparición continúa en la noche de lo indecible. Pero, ¡cuidado, almas bue-nas! No todos los desaparecidos están ausentes. El niño Walther, sentado en su pupitre delantero: así lo miraré todavía. Si el teorema de Pitágoras lo tiene atado en el salón, todo él parece fugarse ahora por el ventanal con la mitad exacta de su enigma. El niño Walther está dentro, según el caballo, y está fuera, según el águila: será difícil entender su histo-ria sin la noción de Walther en esa ubicuidad. Su pa-dre me ha llamado: es el brigadier Núñez de las fuer-zas aéreas, un hombre volador sobre artefactos de metal a hélices o a turbinas. Me habla del niño Walther, y sus ojos grises parecen abismados en pla-fones de cielo que no conozco: sí, el brigadier Núñez también es un ausente, como el niño Walther cuando está y no está en el teorema de Pitágoras. —Un muchacho lúcido —me ha dicho el brigadier—, y usted lo sabe, profesor. Tiene solo dos fallas que me inquietan; un gusto arisco por la soledad, gue lo ha llevado a eludir toda compañía; y una inclinación a evadirse por la tangente de cualquier hecho real o imaginario. Naturalmente, hay algunas razones que justificarían esas dos fallas. —¿Cuándo perdió a su madre? —inquiero yo. —Muy tempranamente —se anubla el brigadier. —Ahí está la cosa. Brigadier, cuando nace una cria-tura, entre la madre y el hijo hay un cordón umbi-lical, el que se corta, y otro que no se corta ni debe cortarse, un cordón umbilical psíquico de funciones muy delicadas. —Por desgracia —se lamenta el brigadier—, las obligaciones de mi cargo me tienen lejos de la casa y Aparecido en Atlántida, Buenos Aires, octubre de 1968.

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de Walther. En uno de mis regresos, observé que las atonías del muchacho se transformaban en una hostilidad no beligerante sino más bien "irónica". Por aquellos días el contralmirante Bussy nos acompañó en un almuerzo familiar. Sentados a la mesa, el con-tralmirante y yo discutíamos asuntos referentes a nuestras armas, cuando Walther, saliendo de su abs-tracción habitual, interrogó al marino intempestiva-mente. "Señor, ¿no derrocha usted su paga en aguar-diente, con los masteleros borrachos de Shangai?" El contralmirante y yo nos miramos en nuestro común asombro. Pero el marino lo tomó a broma, y dirigién-dose a Walther le advirtió: "Muchacho, desde la trac-ción a vapor no abundan los masteleros en el agua dulce ni en la salada. En cuanto al aguardiente, si yo fuera bebedor preferiría un whisky escocés madura-do en su pipa de roble". Walther lo estudió, al parecer defraudado: "Capitán —insistió—, ¿no ha hecho usted ningún desembarco en la isla Tortuga de los filibus-teros ?". "Te juro que no —le dijo Bussy—: creo, muchacho, que todavía estás en la cubierta de tu Salgari". "A propósito de Salgari —le anuncié yo riendo—, este muchacho ha escrito una historia titu-lada El bucanero rojo: la descubrí en un cajón de su pupitre y tiene algún mérito literario." Al oírme, Wal-ther se puso de todos los colores y temí que fuese a llorar: se puso de pie, dejó la servilleta junto a su plato y abandonó el comedor en busca de su escon-dite preferido. Advierto un sobresalto en las últimas palabras del brigadier. —¿Cuál es el escondite de Walther? —lo interrogo. El aviador me conduce a una ventana del estudio en que nos encontramos, y desde allí me indica el fondo mismo de la casa. Es un espectro de jardín cuyas líneas originales están desdibujadas por -un largo descuido y una invasión triunfante de malezas. En el centro distingo una piscina y el verdemusgo de su costra en la tez de un agua que no se ha renovado quizá desde muertos y felices días. —¿El refugio de Walther? —interrogo de nuevo. —Sí, en general, y no en particular —afirma y niega el brigadier—. No es el jardín en sí: observe

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con atención aquella pared que sirve de fondo a la piscina. ¿Qué ve usted en ella? —Nada —le respondo—: es una pared vulgar, cu-bierta de hiedras o algo semejante. —¿Cree usted que un niño de once años, como Walther, encuentre diversión en observar una pared abstracta y cubierta de hojas uniformes? —No, señor. ¿Lo viene haciendo él? —A ciertas horas. —¿Cuáles? —Las del mediodía. Parece que sus "observaciones" requieren mucha luz. —¿Puedo ver al muchacho? —le digo entonces. —¡Háblele, profesor! —me autoriza el brigadier en su alarma—. Sí, a esta hora lo encontrará en el jardín y observando la pared que tanto lo atrae. Me digo a veces que unos azotes en las nalgas acabarían con sus rarezas. Desciendo a la planta baja y salgo al jardín o a su entelequia: no me será difícil interpelar a Walther si acato y sigo las reglas tácitas que ha impuesto él a sus relaciones con el mundo. Conozco esas normas y sé tender el medio puente que Walther necesita para construir la otra mitad o la suya, pontífice recatado. El almuerzo con el contralmirante, que acaba de referirme el brigadier, me parece antiguo en la his-toria de Walther; desde luego El bucanero rojo pue-de ser un relato del escolar, pero solo \m dibujo de sus primaras evasiones. Lo que ignora el briga-dier es que yo he descubierto los últimos poemas de Walther, escritos con tintas de colores diferentes, en una misma estrofa, según la "esencia" de cada vocablo. "¿Las palabras tienen colores distintos?", lo interrogo yo; y Walther enrojece de vergüenza. "Sí, hay una alquimia de las palabras —lo tranquilizo—: existió un poeta que lo sabía y que se llamaba Rim-baud". Desde que se lo dije, Walther construye su medio puente si le construyo la otra mitad. ¿Dónde se ha metido ahora ese pontífice, y ese Bucanero Rojo, y ese calígrafo de palabras coloreadas? No está en el jardín ahora, ni frente a la pared con su mortaja de hiedras. ¿Por qué "su mortaja"? Según lo veo, todo el jardín es un sepulcro de antiguos y amorosos días. Y de pronto Walther está junto a

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mí, como si acabara de responder a un llamado sin voz. No me saluda, tal vez en la intuición de que su presencia es un acto continuo en mí: sólo eleva sus ojos grises a un ventanal de la casa donde un visillo recién levantado puede ocultar un dolor en acecho. —¿Habló con él? —me interroga sin inquietud—. Lo que mi padre le haya contado es la verdad y no es la verdad. —¿Cómo puede ser eso? —le digo yo. —Lo real y lo irreal son dos caras opuestas y equivalentes. —Tu padre sólo me habló de una pared vestida enteramente de hiedras —le confío. Y estudio sus ojos grises, en los cuales me parece advertir ahora una luz de recelo. No dura mucho: al fin y al cabo yo soy quien le nombró una vez la "alquimia de las palabras". Reservado y tranquilo, Walther me conduce hasta la piscina y luego me instala frente a la pared cubierta de hojas que sirve de fondo al jardín. Y es una pared abstracta y sin relieves: una triste y vulgar pared con su traje de hiedras adventicias. —Observe la pared, entre y sobre las hojas —me dice Walther al oído, como si temiese ahuyentar a un "alguien" o un "algo" con su voz. Concentro mis ojos en la pared: agrando y achico mis retinas y sólo veo un múltiplo cansador de ho-jas uniformes. ¡Qué pared tan imbécil! —Nada —le digo a Walther, que me observa con-teniendo su respiración—. No alcanzo a ver nada fuera de lo común. —Ensaye otra vez, pero sin forzar la vista —me ruega él. Así lo hago y nuevamente doy con la cara neutra de la pared. Entonces, como si debatiese una duda consigo mismo, Walther me dice o se dice: —No hay bastante luz ni afuera ni adentro. —¿Qué has visto en la pared a mediodía? —lo interrogo con tacto. No me responde, y en su mutismo "siento" la peligrosa tensión de una cuerda. En la misma tensión lo veo al día siguiente: sen-tado en su pupitre de la escuela, Walther es una

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isla ensimismada en aquel archipiélago de veinti-séis cabezas infantiles. Reconozco en mi alma que la tarde anterior, frente a la pared y su mortaja vegetal, no he sabido tender a Walther el medio puente que requería su confidencia; y he transitado sin dormir toda la noche, en busca de un método útil que me abra las puertas de su revelación. Al terminar ei turno, lo acompaño a través de la Plaza Irlanda y sus alamedas otoñales: nuestra conversa-ción es trascendente, una palabra trae la otra, y hay resquicios posibles en aquella soltura de voca-blos. —Mi padre quiere que yo sea un aviador como él —anuncia Walther al fin. —Es lógico —le digo— que un padre volador quie-ra un hijo volante. Y no es malo ese oficio de volar. Una luz recelosa en los ojos de Walther: ¡atención! —Naturalmente —añado—, el brigadier, tu padre, solo vuela en máquinas de aluminio a reactores. Tal vez ignora que hay otros vuelos y otras máqui-nas de volar. En los ojos de Walther la luz recelosa da lugar a un relámpago del ansia. Y vuelvo a decirme: "¡Aten-ción!, ¡Atención!" —¿Qué le pedirías a un vuelo? —interrogo soslaya-damente—. Yo le pediría "la facilidad" y "la felici-dad". —¡Facilidad y felicidad! —estalla Walther en este punto—. ¡Eso anuncian las alas del animal que due r -me todavía en la pared y entre las hiedras! Y se muerde los labios en un gesto final de resis-tencia interior. —¿Has visto un animal en la pared? —le digo blan-damente, como tendiendo un camino de alfombras a la revelación de su secreto. —Lo descubrí un mediodía —confiesa él—: se hizo visible un mediodía. Yo miraba las hiedras que mi madre había plantado en su hora junto a la pared. ¡Es un animal del mediodía! —¿Qué forma tiene? Walther se concentra, y dice al fin en una suerte de monólogo alucinado: —El animal tiene la cabeza, el pecho y los alones de un águila. Todo lo demás en su figura se parece

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