Haffner, Sebastian - Historia de Un Aleman

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Sebastian Haffner Sebastian Haffner Historia de un Historia de un alemán alemán Memorias (1914-1933) Memorias (1914-1933) 1

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Una historia que tiene que ver con el nazismo, interesante libro

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Sebastian Haffner

Historia de un alemn

Memorias (1914-1933)

Ttulo original: Geschichte eines Deutschen. Die Erinnerungen 1914-1933La publicacin de este libro ha recibido una subvencin del Goethe-Institut

Internationes, Bonn

2000 Sarah Haffner y Oliver Pretzel

2000 Deutsche Verlags-Anstalt, Stuttgar/ Mnchen Ediciones Destino, S. A.

Provena, 260. 08008 Barcelona www.edestino.es

de la traduccin, Beln Santana, 2001 Primera edicin: noviembre 2001 Segunda edicin: mayo 2002

Tercera edicin: octubre 2003 ISBN: 84-233-3343-4

Depsito legal: M. 42.7542003

Impreso por Lavel Industria Grfica, S. A.

Gran Canaria, 12. 28970 Humanes de Madrid Impreso en Espaa - Printed in Spain

Nota editorial

Historia de un alemn, de Sebastian Haffner, es una obra pstuma que pertenece a la etapa juvenil de su autor. La redaccin del texto puede fecharse a comienzos del ao 1939. La obra fue traducida al ingls con el fin de ser publicada en Inglaterra; no obstante, el texto jams lleg a editarse, ni en ingls ni en alemn. El fragmento que faltaba en la versin alemana pudo recuperarse gracias a una retraduccin del ingls realizada por Oliver Pretzel (pp. 58-74).

Alemania en s no es nada, pero cada alemn es mucho por s mismo. (GOETHE, 1808)Primero lo ms importante: A qu se dedica usted realmente en esta gran poca? Y digo: grande: pues todas las pocas me parecen grandes cuando cada uno, al fin y al cabo, apoyado tan slo en sus propias piernas, y acosado casi hasta la muerte por el espritu de su tiempo, ha de tomar conciencia, quiera o no, nada menos que de S MISMO! La pausa de una simple inspiracin es a veces suficiente, usted ya me entiende. (PETER GAN, 1935)

Prlogo

1

La historia que va a ser relatada a continuacin versa sobre una especie de duelo.

Se trata del duelo entre dos contrincantes muy desiguales: un Estado tremendamente poderoso, fuerte y despiadado, y un individuo particular pequeo, annimo y desconocido. Este duelo no se desarrolla en el campo de lo que comnmente se considera la poltica; el particular no es en modo alguno un poltico, ni mucho menos un conspirador o un enemigo pblico. Est en todo momento claramente a la defensiva. No pretende ms que salvaguardar aquello que, mal que bien, considera su propia personalidad, su propia vida y su honor personal. Todo ello es atacado sin cesar por el Estado en el que vive y con el que trata, a travs de medios en extremo brutales, si bien algo torpes.

Dicho Estado exige a este particular, bajo terribles amenazas, que renuncie a sus amigos, que abandone a sus novias, que deje a un lado sus convicciones y acepte otras preestablecidas, que salude de forma distinta a la que est acostumbrado, que coma y beba de forma distinta a la que le gusta, que dedique su tiempo libre a ocupaciones que detesta, que ponga su persona a disposicin de aventuras que rechaza, que niegue su pasado y su propio yo y, en especial, que, al hacer todo ello, muestre continuamente un entusiasmo y agradecimiento mximos.

El particular no quiere hacer nada de eso. Est poco preparado para afrontar el ataque del que es vctima, no ha nacido para ser un hroe, ni mucho menos un mrtir. l es, sencillamente, un hombre normal con muchas flaquezas, y adems el producto de una poca peligrosa. As, decide aceptar el desafo; sin entusiasmo, ms bien encogindose de hombros, pero con la callada determinacin de no ceder. Claro que es mucho ms dbil que su adversario, pero, naturalmente, tambin es mucho ms gil. Veremos cmo hace maniobras de distraccin, esquiva los ataques, de repente vuelve al asalto, cmo se equilibra y para mandobles por un pelo. Habr que reconocer que, en conjunto, para tratarse de una persona normal y corriente, sin rasgos especialmente heroicos ni propios de un mrtir, este hombre se comporta de un modo muy valeroso. No obstante, veremos cmo al final ha de interrumpir la lucha o, dicho de otro modo, cmo ha de llevarla a un plano distinto.

El Estado es el Reich, el particular soy yo. El combate que mantenemos puede resultar interesante, como cualquier combate (espero que sea interesante!). Pero no lo cuento slo como mero entretenimiento. Mi intencin es otra, y la considero mucho ms importante.

Mi duelo privado contra el Tercer Reich no es un suceso aislado. Este tipo de enfrentamientos en los que un particular trata de defender su yo y su honor personales contra un Estado enemigo extremadamente poderoso han venido librndose en Alemania a razn de miles y cientos de miles desde hace seis aos; todos y cada uno de ellos en medio de un aislamiento absoluto y desconocidos por la opinin pblica. Algunos duelistas de naturaleza heroica o mrtir han llegado ms lejos que yo: hasta el campo de concentracin, hasta el bloque de barracones o bien hasta quedar a la espera de ser convertidos en un monumento futuro. Otros cayeron mucho antes y en la actualidad llevan tiempo siendo gruones oficiales de las SA en la reserva o jefes de bloque del Servicio de Asistencia Social Nacionalsocialista (NSV). Puede que mi caso sea particularmente representativo. Adems, sirve para comprender cules son las perspectivas que tienen los alemanes hoy en da.

Se ver que su situacin es bastante desesperanzadora. Podra no serlo tanto si el entorno as lo quisiera. Considero que ste tiene inters en desear que la situacin sea menos desesperanzadora, de forma que pudiera ahorrarse no ya una guerra -para eso es demasiado tarde-, pero s algunos aos de combate, pues los alemanes de buena voluntad que pretenden defender su paz y libertad personales estn defendiendo a la vez, sin saberlo, algo ms: la paz y la libertad mundiales.

Por esta razn sigo creyendo que merece la pena el esfuerzo de dirigir la atencin del mundo hacia los acontecimientos que estn sucediendo en una Alemania desconocida.

Con este libro slo pretendo contar una historia, no predicar ninguna moral. Sin embargo, la obra tiene una moraleja, la cual, lo mismo que ese otro tema ms importante de las variaciones Enigma de Elgar, se repite a lo largo de toda la obra: en silencio. No tengo nada en contra de que, tras la lectura, se olviden rpidamente todas las aventuras y peripecias relatadas, pero me quedara muy satisfecho si la moraleja que silencio no cayera en el olvido.

2

Antes de que el Estado totalitario se dirigiera a m con exigencias y amenazas y me enseara lo que significa vivir la historia en carne propia, yo ya haba sido partcipe de una buena cantidad de eso que se denomina acontecimientos histricos. Todos los europeos de generaciones contemporneas pueden afirmar lo mismo y, ciertamente, nadie con ms razn que los alemanes.

Es evidente que todos esos acontecimientos histricos han dejado su huella tanto en m como en mis compatriotas, y no es posible comprender lo que pudo suceder despus sin entender esta circunstancia.

Sin embargo, existe una diferencia importante entre todo lo que ocurri antes de 1933 y lo que vino despus: todo lo anterior pas de largo, por encima de nosotros; nos preocupamos y nos exaltamos por ello y fue la causa de que alguno que otro muriera o cayera en la pobreza, pero nadie tuvo que tomar decisiones ltimas que apelaran a su conciencia. El espacio vital ms ntimo permaneci intacto. Se vivieron experiencias, se lleg a distintos convencimientos, pero cada uno continu siendo lo que era. Ninguno de los que, bien de forma voluntaria u oponiendo resistencia, cay presa de la maquinaria del Tercer Reich puede decir lo mismo con sinceridad.

Es obvio que los sucesos histricos tienen distintos grados de intensidad. Un acontecimiento histrico puede pasar casi inadvertido en la realidad ms prxima, es decir, en la vida ms autntica y privada de cada persona, o bien puede causar en ella estragos que no dejen piedra sobre piedra. Esto no se detecta en el relato normal de la historia. 1890: Guillermo II destituye a Bismarck. Sin duda alguna se trata de una fecha clave, escrita en maysculas dentro de la historia alemana. Sin embargo, difcilmente ser una fecha importante en la biografa de un alemn cualquiera, excepto en la de los miembros del pequeo crculo de implicados. Todas las vidas continuaron como hasta entonces. Ninguna familia fue separada, ninguna amistad se malogr, nadie tuvo que abandonar su tierra natal ni ocurri nada similar. Ni siquiera se cancel una cita ni la representacin de una pera. Quien sufra de mal de amores, sigui padecindolo, quien estaba felizmente enamorado, continu estndolo, los pobres siguieron siendo pobres y los ricos, ricos... Y ahora comparemos esto con la fecha 1933: Hindenburg nombra canciller a Hitler. Un terremoto acababa de comenzar en la vida de sesenta y seis millones de personas.

Como he dicho antes, el relato cientfico-pragmtico de la historia no dice nada acerca de esta diferencia de intensidad en los sucesos histricos. Quien desee saber algo al respecto ha de leer biografas, y no precisamente las de los hombres de Estado, sino las de individuos desconocidos, mucho ms escasas. En ellas comprobar cmo un acontecimiento histrico pasa de largo ante la vida privada, es decir, la verdadera, como una nube sobre un lago; nada se inmuta, slo se refleja una imagen fugaz. El otro tipo de acontecimiento hace saltar las aguas como un temporal acompaado de tormenta; apenas es posible reconocer el lago. El tercer acontecimiento tal vez consista en la desecacin de todos los lagos.

Creo que la historia se interpreta mal si se olvida esta dimensin (lo cual ocurre casi siempre). Por lo tanto, permtanme contar veinte aos de historia alemana desde mi perspectiva, por puro placer, antes de llegar al tema propiamente dicho: la historia de Alemania como parte de la historia de mi vida privada. Este relato ser muy rpido y facilitar la comprensin de todo lo que viene despus. Adems, as podremos conocernos un poco mejor.

3

El estallido de la pasada Guerra Mundial, con el que la etapa consciente de mi vida comenz de golpe y porrazo, me pill como a la mayora de europeos: en plenas vacaciones de verano. Lo dir de entrada: la frustracin de estas vacaciones fue la peor consecuencia que toda la guerra pudo tener en mi persona.

Cun benigno fue el estallido repentino de la guerra anterior en comparacin con el acercamiento lento y martirizador de la que se avecina! Aquel primero de agosto de 1914 acabbamos de decidir no tomarnos en serio todo aquello y quedarnos disfrutando del veraneo. Estbamos en una finca muy recndita, situada en Pomerania Ulterior, entre bosques que yo, un pequeo escolar, conoca y amaba como ninguna otra cosa en el mundo. El regreso desde aquellos bosques a la ciudad, todos los aos a mediados de agosto, era para m el acontecimiento ms triste e insoportable del ao, slo comparable al saqueo y la quema del rbol de Navidad tras la fiesta de Ao Nuevo. El primero de agosto todava faltaban dos semanas para la vuelta: toda una eternidad.

Claro que durante los das previos haban sucedido cosas inquietantes. El peridico traa algo inexistente hasta entonces: titulares. Mi padre lo lea durante ms tiempo que de costumbre; al hacerlo, mostraba un semblante preocupado e insultaba a los austracos cuando terminaba de leer. En una ocasin el titular deca: Guerra!. Yo oa constantemente palabras nuevas cuyo significado desconoca y peda que me explicaran con un montn de rodeos: ultimtum, movilizacin, alianza, entente. Un mayor que viva en la misma finca y con cuyas dos hijas yo estaba en pie de guerra recibi de pronto un mandato, otra de esas palabras nuevas, y parti aprisa y corriendo. Tambin uno de los hijos de nuestro hostelero fue llamado a filas. Todos corrieron unos metros tras el carruaje de caza que le conduca a la estacin y gritaron: S valiente!, Cudate!, Vuelve pronto!. Uno exclam: Machaca a los serbios!, ante lo cual yo, pensando en lo que mi padre sola manifestar tras leer el peridico, grit: Y a los austracos!. Me qued muy sorprendido al ver que todos se echaron a rer.

Ms impresionado que entonces estuve al or que tambin los caballos ms hermosos de la finca, Hanns y Wachtel, deban marcharse, pues pertenecan a la reserva de Caballera (qu cantidad de explicaciones necesitadas a su vez de explicacin!). Yo amaba a cada uno de los caballos y el hecho de que los dos ms hermosos tuvieran que desaparecer de pronto fue como si me clavaran un pual en el corazn.

Sin embargo, lo peor de todo era que, en mitad de las conversaciones, la palabra regreso surga una y otra vez. Tal vez debamos regresar ya maana. Para m esto sonaba igual que si hubieran dicho: Tal vez debamos morir ya maana. Maana en vez de la eternidad de dos semanas!

Es sabido que por aquel entonces no exista la radio an y el peridico llegaba a nuestros bosques con veinticuatro horas de retraso. Adems traa mucha menos informacin de la que suele venir hoy en los diarios. Los diplomticos de entonces eran mucho ms discretos que los de ahora... Y as fue posible que justo el primero de agosto de 1914 decidiramos que la guerra no iba a tener lugar y que nos quedaramos all donde estbamos.

Jams olvidar aquel primero de agosto de 1914, y el recuerdo de ese da siempre me provocar una profunda sensacin de tranquilidad, de tensin aliviada, de todo ir bien. As de extraa puede resultar la experiencia de la historia.

Fue un sbado, con toda la maravillosa placidez propia de un sbado en el campo. La jornada de trabajo haba concluido, en el aire sonaba el repiqueteo de los rebaos que regresaban a casa, el orden y el silencio se extendan por toda la finca, los mozos y las criadas se aseaban en sus cuartos para ir a divertirse a algn baile vespertino. Pero abajo, en la sala de las cornamentas de ciervos que colgaban de las paredes y los utensilios de estao y platos de loza pulida colocados sobre los estantes, encontr a mi padre y al dueo de la finca, nuestro hostelero, que, sentados en butacas bajas, mantenan una conversacin juiciosa en la que valoraban con mesura la situacin. Es evidente que no comprend mucho de lo que dijeron y adems lo he olvidado por completo. Lo que no he olvidado es lo tranquilas y reconfortantes que sonaban sus voces: la de mi padre, ms aguda, y el bajo grave del dueo; la confianza que inspiraba el humo oloroso de los puros que fumaban con lentitud y que ascenda en el aire formando pequeas columnas delante de ellos y cmo, cuanto ms hablaban, ms claro, mejor y ms calmado se volva todo. S, finalmente, la conclusin de que no podamos estar en guerra result casi irrebatible y, por tanto, no nos dejaramos intimidar, sino que permaneceramos all hasta que terminaran las vacaciones, como siempre.

Cuando hube escuchado esto sal con el corazn henchido de alivio, alegra y gratitud y, casi con devocin, contempl la puesta de sol sobre los bosques, que entonces volvieron a pertenecerme. El da haba estado nublado, pero cerca del atardecer haba ido clareando cada vez ms y entonces el sol, dorado y rojizo, surcaba el azul ms puro, anunciando la llegada de un nuevo da despejado. Estaba seguro de que igual de claros seran los eternos catorce das de vacaciones que volva a tener por delante!

Cuando me despertaron al da siguiente, el equipaje se iba haciendo a marchas forzadas. Al principio no entend absolutamente nada de lo ocurrido; la palabra movilizacin no me deca nada, a pesar de que haban intentado explicrmela unos das antes. Pero haba poco tiempo para cualquier explicacin, pues ya a medioda debamos liar los brtulos; no era seguro que hubiese algn tren disponible ms tarde. Hoy va todo al cero coma cinco, dijo nuestra eficiente criada; un dicho cuyo autntico significado sigo sin tener claro, pero en todo caso aluda a que todo estaba patas arriba y cada cual tendra que arreglrselas solo. As, fue posible que me escapara sin que se dieran cuenta y corriera hacia los bosques, donde me encontraron cuando casi era demasiado tarde para partir, sentado sobre un tocn, con la cabeza entre las manos, llorando desconsolado y sin la menor muestra de comprensin ante el argumento consolador de que estbamos en guerra y de que todos tenamos que hacer un sacrificio. Me metieron en el coche como pudieron y, tirados por dos caballos castaos al trote -que no eran Hanns ni Wachtel, pues ya se haban ido-, nos pusimos en marcha dejando atrs unas nubes de polvo que lo cubran todo. Nunca he vuelto a ver los bosques de mi infancia.

Aqulla fue la primera y ltima vez que viv una parte de la guerra como algo real, con el dolor natural que siente una persona a la que le arrebatan algo que luego es destruido. Ya durante el camino de vuelta todo empez a cambiar, volvindose ms emocionante, ms arriesgado... ms festivo. El viaje en tren no dur siete horas, como siempre, sino doce. Hubo paradas continuas, nos cruzamos con trenes llenos de soldados y cada vez que pasaba uno, todos se precipitaban hacia las ventanillas con saludos y gritos estrepitosos. No tuvimos un compartimento para nosotros solos, como sola ser habitual cuando viajbamos, sino que bamos en los pasillos de pie o sentados sobre nuestras maletas, apretujados entre mucha gente que cotorreaba y hablaba sin parar, como si no fueran extraos, sino viejos conocidos. De lo que ms hablaban era de espas. En aquel viaje lo aprend todo sobre el arriesgado oficio de los espas, de quienes no haba odo hablar jams. Cruzamos todos los puentes muy despacio y, al atravesar cada uno de ellos, yo senta un escalofro agradable: pudiera ser que un espa hubiese puesto una bomba debajo del puente! Era medianoche cuando llegamos a Berln. Nunca me haba quedado despierto hasta tan tarde! La casa no estaba en modo alguno preparada para nuestro regreso, los muebles estaban cubiertos con sbanas, las camas sin hacer. Me prepararon un lecho sobre el sof del despacho de mi padre, que despeda un aroma a tabaco. No caba duda: la guerra tambin tena sus ventajas.

Durante los das siguientes aprend muchsimo en poqusimo tiempo. Un nio de siete aos como yo, que hasta haca poco apenas saba lo que era una guerra, ni mucho menos un ultimtum, una movilizacin ni una reserva de Caballera, supo enseguida no slo el qu, cmo y dnde de la guerra, sino incluso el porqu: supe que la culpa la tenan el ansia revanchista de Francia, el afn de protagonismo de Inglaterra y la brutalidad de Rusia, y muy pronto fui capaz de pronunciar todas estas palabras de forma habitual. Un da simplemente empec a leer el peridico y me maravill la increble facilidad con la que se poda entender. Ped que me ensearan el mapa de Europa, con slo un vistazo supe que nosotros probablemente acabaramos con Francia e Inglaterra, pero experiment un sordo sobresalto al ver el tamao de Rusia, si bien acept el consuelo de que los rusos compensaban su aterrador nmero con una estupidez y depravacin increbles, as como con su continua aficin a beber vodka. Me aprend -ya digo que tan rpido como si lo hubiese sabido siempre- los nombres de los mandos, la dotacin de los ejrcitos y los armamentos con un afn inocente y sin el menor pice de duda o conflicto, como efecto de la extraa habilidad que tiene mi pas para crear psicosis colectivas (una habilidad que tal vez compense el escaso talento que poseen sus habitantes para alcanzar la felicidad individual). No tena ni idea de que fuera posible mantenerse al margen de aquella locura festiva generalizada. Ni de lejos se me pas por la cabeza la idea de que pudiera haber algo de malo o peligroso en una cosa que causaba una felicidad tan obvia y regalaba aquellos estados de alegre embriaguez tan poco frecuentes. El caso es que, por aquel entonces, para un nio que viviese en Berln una guerra era, evidentemente, algo en extremo irreal: tan irreal como un juego. No haba ataques areos ni bombas. Haba heridos, pero slo a distancia, con vendajes pintorescos. Tenamos a familiares en el frente, eso es cierto, y de cuando en cuando llegaba alguna esquela, pero para eso yo an era un nio que se acostumbraba rpidamente a una ausencia, y el hecho de que sta un da se volviese definitiva era ya indiferente. Lo que era realmente duro y sensiblemente desagradable no contaba demasiado. Que la comida estaba mala?, pues bueno. Ms adelante tambin fue escasa; suelas de madera que tableteaban contra los zapatos, trajes vueltos del revs, colecciones de huesos y pipas de cereza en la escuela y, curiosamente, enfermedades habituales. Sin embargo, he de confesar que todo aquello no me causaba gran impresin. No es que me comportase como un pequeo gran hroe, sino que no sufra especialmente. Pensaba en la comida tan poco como un aficionado al ftbol durante la final de copa. El parte militar me interesaba mucho ms que el men.

La comparacin con un aficionado al ftbol llega muy lejos. De nio fui de hecho un entusiasta de la guerra, del mismo modo que es posible ser un entusiasta del ftbol. Dara una imagen de m mismo peor que la real si afirmara que, en efecto, fui vctima de la autntica propaganda de odio que durante los aos 1915 a 1918 iba a intensificar el dbil entusiasmo de los primeros meses. Yo no odiaba a los franceses, ingleses ni rusos, del mismo modo que los seguidores del Portsmouth no odian a los del Wolverhampton. Naturalmente que deseaba que fueran derrotados y humillados, pero era slo porque representaban la otra cara inevitable de la victoria y el triunfo de mi equipo. Lo importante era la fascinacin que ejerca el juego de la guerra: un juego en el que, segn reglas secretas, el nmero de prisioneros, los territorios invadidos, las fortalezas conquistadas y los barcos hundidos desempeaban aproximadamente el mismo papel que los goles en el ftbol o los puntos en el boxeo. No me cansaba de organizar interiormente tablas de clasificacin. Era un vido lector de los partes de guerra, que contabilizaba segn reglas tambin muy secretas, irracionales, en virtud de las cuales, por ejemplo, diez prisioneros rusos equivalan a uno francs o ingls, o cincuenta aviones a un acorazado. Si hubiera habido estadsticas de las vctimas, seguro que habra contabilizado sin reparo tambin los muertos, sin imaginarme cmo sera en realidad aquello con lo que estaba operando. Era un juego oscuro, secreto, que posea un encanto infinito y vicioso que extingua todo lo dems, anulaba la vida real y tena un efecto narctico como la ruleta o el opio. Mis amigos y yo jugamos a lo largo de toda la guerra, durante cuatro aos, impune y libremente, y fue este juego y no los juegos de guerra inofensivos que practicbamos al mismo tiempo en la calle y en el parque lo que dej marcas peligrosas en todos nosotros.

4

Tal vez haya quien opine que no merece la pena describir con tanto detalle las reacciones de un nio ante una Guerra Mundial, obviamente inadecuadas.

Bien es verdad que no merecera la pena si se tratara de un caso aislado, pero no era un caso aislado. Toda una generacin de alemanes vivi la guerra durante su infancia o juventud temprana as o de forma similar y, adems, resulta significativo que se trate de la generacin que hoy est preparndose para repetir lo mismo.

El hecho de que los que vivieron este acontecimiento fuesen nios o jovencitos en modo alguno rebaja la intensidad ni la repercusin de lo ocurrido, todo lo contrario! El alma colectiva y el alma infantil reaccionan de forma muy parecida. Los conceptos con los que se alimenta y se moviliza a las masas nunca sern lo suficientemente infantiles. Para que las verdaderas ideas se conviertan en fuerzas histricas capaces de influir a las masas en general se han de simplificar primero hasta el punto de que las pueda comprender un nio. Y un desvaro infantil, concebido en las mentes de diez generaciones de nios y anclado en ellas durante cuatro aos, puede muy bien reflejarse veinte aos despus en la poltica a gran escala como ideologa mortalmente seria.

La guerra como un gran juego entre naciones, excitante y entusiasta, que depara mayor diversin y emociones ms intensas que todo lo que pueda ofrecer un perodo de paz: sa fue la experiencia diaria de diez generaciones de nios alemanes entre 1914 y 1918, y se convirti en la postura fundamental y positiva del nazismo. De ah su fuerza de atraccin, su simpleza, su incitacin a la fantasa y al afn emprendedor, y tambin de dicha postura deriva la intolerancia y crueldad frente al adversario poltico en el mbito nacional, pues quien no desea participar de ese juego, ni siquiera es reconocido como adversario, sino que simplemente es considerado un aguafiestas. Por ltimo, de dicha postura toma el nazismo su actitud abiertamente blica frente al pas vecino, pues a su vez ningn otro Estado es reconocido como vecino, sino que, lo quiera o no, ha de ser un adversario; de lo contrario no habra con quien jugar!

Ms adelante hubo muchos factores que contribuyeron al nazismo y modificaron su esencia. Sin embargo, ste no radica en la experiencia del frente, sino en la experiencia de la guerra vivida por los nios alemanes. De toda la generacin que estuvo en el frente han salido pocos nazis autnticos y lo que sta genera an hoy son principalmente quejicas y criticones, y con toda razn, pues quien ha vivido la guerra como una realidad suele juzgarla de otra forma (salvo algunas excepciones: los eternos combatientes, quienes a pesar de todos los horrores encontraron en la realidad de la guerra su forma de vida y siguen hacindolo an hoy, y las eternas existencias fracasadas, aquellos que precisamente vivieron y viven el terror y la destruccin causados por la guerra con jbilo, como una especie de venganza contra una vida que les viene grande. Al primer tipo responde tal vez Gring, al segundo desde luego Hitler). Pero la autntica generacin del nazismo son los nacidos en la dcada que va de 1900 a 1910, quienes, totalmente al margen de la realidad del acontecimiento, vivieron la guerra como un gran juego.

Totalmente al margen! Cabr objetar que, al fin y al cabo, pasaron hambre. Eso es cierto, pero ya he contado cun poco afectaba el hambre al juego. Tal vez incluso lo beneficiase. Las personas satisfechas y bien alimentadas no suelen ser dadas a tener visiones de futuro y fantasas... en cualquier caso: el hambre sola no desilusionaba. Digamos que se digera. Lo que ha quedado de todo aquello son incluso ciertas defensas contra la malnutricin, tal vez uno de los rasgos ms agradables de dicha generacin.

Muy pronto nos acostumbramos a salir adelante con un mnimo de comida. La mayora de los alemanes que todava viven hoy recibi una alimentacin de calidad inferior a la media en tres ocasiones: la primera durante la guerra, la segunda durante el perodo de la gran inflacin y la tercera hoy, bajo el lema caones en lugar de mantequilla. En este sentido digamos que estn entrenados y que no plantean grandes exigencias.

Me parece muy dudosa esa teora tan extendida de que los alemanes interrumpieron la guerra a consecuencia del hambre. En 1918 llevaban ya tres aos pasando hambre, y 1917 fue un ao de hambruna peor que 1918. En mi opinin, los alemanes interrumpieron la guerra no porque pasaran hambre, sino porque consideraron que la tenan perdida desde el punto de vista militar y que no tenan posibilidades de xito. Sea como fuere, los alemanes en modo alguno frenarn el nazismo o la Segunda Guerra Mundial a causa del hambre. Hoy unos s y otros no creen que pasar hambre es una obligacin moral y, en cualquier caso, no tan terrible. Poco a poco han ido convirtindose en un pueblo que casi se avergenza de la necesidad fsica de alimentarse, de forma que los nazis, paradjicamente, no dndoles nada de comer obtienen de paso un medio indirecto de propaganda.

Y as, a todo el que protesta lo acusan abiertamente de hacerlo porque no tiene mantequilla ni caf. Ahora bien, en Alemania se protesta mucho, pero la mayora lo hace por motivos muy distintos a la malnutricin -y de hecho casi siempre ms honrosos-, y se avergonzara de tener que protestar por eso. En Alemania se protesta por la escasez de alimentos mucho menos de lo que se debera pensar tras la lectura de la prensa nazi. Sin embargo, sta sabe muy bien lo que logra haciendo creer lo contrario, pues antes de que un alemn insatisfecho se gane la fama de estar descontento a causa de una vulgar glotonera, prefiere mantener un silencio absoluto.

Por cierto, ya digo que sta es una de las caractersticas que me resultan ms agradables en los alemanes de hoy.

5

Durante los cuatro aos que dur la guerra, poco a poco fui dejando de percibir qu y cmo poda ser la paz. Los recuerdos de la poca anterior al conflicto iban palideciendo lentamente. Ya era incapaz de imaginar un da sin parte de guerra. De haber existido un da as, ste habra perdido su principal encanto. Qu otra cosa poda ofrecer? Uno iba al colegio, aprenda a escribir y a calcular, ms adelante Historia y Latn, jugaba con amigos, iba de paseo con sus padres, pero acaso esto poda dar sentido a una vida? Lo que la haca emocionante y llenaba el da de color eran los acontecimientos militares del momento; si se estaba llevando a cabo una gran ofensiva acompaada de cifras de prisioneros de cinco dgitos, fortalezas derribadas y un botn inconmensurable de material de guerra, era tiempo de celebracin, haba temas infinitos para dar rienda suelta a la imaginacin y la vida ascenda imparable, como ocurrira ms adelante cuando uno se enamorase. Si slo se producan tediosos combates defensivos, Nada nuevo en el Oeste o incluso una Retirada estratgica efectuada segn lo previsto, la vida se volva totalmente griscea, los juegos de guerra con los amigos perdan su encanto y los deberes eran doblemente aburridos.

Todos los das iba a la comisara que se encontraba a un par de esquinas de nuestra casa, all estaba el parte de guerra, clavado a un tabln de anuncios muchas horas antes de que apareciese en el peridico. Era una hoja estrecha y blanca, con un texto unas veces ms largo, otras ms corto, sembrado de maysculas borrosas que a todas luces procedan de una multicopista muy desgastada. Tena que ponerme ligeramente de puntillas e inclinar la cabeza hacia atrs para poder descifrarlo todo. Lo haca con paciencia y gran dedicacin, todos los das.

Lo dicho, ya no tena ninguna idea concreta de lo que era la paz, pero s de la victoria final. La victoria final, esa gran suma de las mltiples victorias parciales contenidas en el parte de guerra, que algn da terminaran por contabilizarse, era para m, por aquel entonces, algo parecido a lo que representan el juicio final y la resurreccin de la carne para los cristianos devotos o la llegada del Mesas para los judos devotos. Era la culminacin inconcebible de todas las noticias relacionadas con victorias, en la que las cifras de prisioneros, los territorios conquistados y el nmero de botines aprehendidos se anulaban a s mismos ante tanta magnificencia. Era imposible imaginar nada ms all. Yo aguardaba la victoria final con cierta expectacin salvaje pero temerosa a la vez, era inevitable que llegara algn da. Lo nico incierto era saber qu podra ofrecer la vida una vez ocurrido esto.

Realmente esper la llegada de la victoria final incluso en los meses de julio a octubre de 1918, si bien no fui tan insensato como para no darme cuenta de que los partes de guerra se volvan cada vez ms y ms sombros y mi espera poco a poco ms irracional. Al fin y al cabo, no haba cado Rusia? Acaso no poseamos Ucrania, que nos suministrara todo lo necesario para ganar la guerra? No seguamos estando bien instalados en Francia?

Por aquel entonces tampoco me pas inadvertido el hecho de que, con el transcurso del tiempo, muchos, muchsimos, casi todos se haban formado una opinin respecto de la guerra distinta a la ma, si bien mi postura haba sido inicialmente la ms generalizada (por eso precisamente me haba adherido a ella!). Me molestaba tremendamente que, justo en aquel momento, casi todos parecieran haber perdido las ganas de disfrutar del conflicto, justo en aquel momento, cuando un pequeo esfuerzo adicional habra bastado para que los partes de guerra regresaran desde la zona sombra de bajas presiones generada por titulares como Intentos de envolver al enemigo frustrados y Retirada a las posiciones de seguridad dispuestas segn lo previsto a latitudes anticiclnicas radiantes, como Avance de hasta treinta kilmetros, Sistema de posiciones enemigas aniquilado, Treinta mil prisioneros!

En las tiendas en las que haca cola para comprar sucedneos de miel y de leche desnatada -mi madre y la criada no daban abasto con todo ellas solas, as que tambin yo tena que guardar cola de vez en cuando-, oa a las mujeres quejarse y pronunciar palabras malsonantes dando muestras de una gran disconformidad. No siempre me contentaba con escuchar: en ocasiones alzaba sin miedo mi voz infantil, an bastante aguda, y peroraba sobre la necesidad de resistir. La mayora de las veces las mujeres primero rean, luego se sorprendan y, de cuando en cuando, lograban conmoverme volvindose inseguras e incluso apocadas. Yo abandonaba victorioso el campo de batalla dialctico, balanceando absorto un cuarto de litro de leche desnatada... Sin embargo, los partes de guerra no iban a mejorar.

Y entonces, a partir de octubre, empez a avecinarse la revolucin. sta fue preparndose poco a poco, como la guerra, con palabras y conceptos nuevos que de repente zumbaban en el aire y, lo mismo que la guerra, al final la revolucin lleg casi por sorpresa. Pero aqu termina la comparacin. La guerra, independientemente de lo que se opine al respecto, haba constituido un todo, una cosa que funcion, un xito un tanto particular, al menos al principio. De la revolucin no se puede decir lo mismo.

El estallido blico, a pesar de las terribles secuelas, estuvo asociado para la mayora a unos das inolvidables de mxima exaltacin y vida intensa, mientras que la Revolucin de 1918, que fue en definitiva la que trajo la paz y la libertad, en realidad dej recuerdos sombros a casi todos los alemanes. Este contraste tuvo un efecto funesto sobre toda la historia alemana que estaba an por llegar. Tan slo la circunstancia de que la guerra hubiese estallado cuando haca un tiempo de verano magnfico y la revolucin surgiera bajo la niebla hmeda y fra de noviembre fue un duro handicap para esta ltima. Probablemente esto sonar ridculo, pero es cierto. Los republicanos pudieron comprobarlo por s mismos ms adelante; nunca les acab de gustar que les recordaran el 9 de noviembre y jams lo celebraron en pblico. Los nazis, que se beneficiaron del contraste entre agosto de 1914 y noviembre del 1918, siempre lo tuvieron fcil. Noviembre de 1918: aunque la guerra estaba acabando, las mujeres recuperaron a sus maridos y los maridos sus vidas; es curioso que a esta fecha no vaya unido ningn regusto festivo, sino todo lo contrario: una sensacin de malhumor, derrota, miedo, tiroteos absurdos, confusin y encima mal tiempo.

Personalmente no me di mucha cuenta de la verdadera revolucin. El sbado el peridico anunci que el kiser haba abdicado. En cierto modo me sorprendi que viniera tan poca informacin. Slo se trataba de un titular y durante la guerra los haba visto mucho ms grandes. Por cierto que, en realidad, el kiser ni siquiera haba abdicado an cuando lemos el peridico. Sin embargo, como despus se apresur a hacerlo, aquella circunstancia dej de ser relevante.

Bastante ms estremecedor que el titular El kiser abdica fue el hecho de que el domingo el peridico Tgliche Rundschau se llam de repente Die Rote Fahne. El cambio haba sido impuesto por unos revolucionarios que trabajaban en la imprenta. Por lo dems el contenido haba sufrido pocas modificaciones y, al cabo de unos das, el peridico volvi a llamarse Tgliche Rundschau. Un leve rasgo que no deja de ser simblico en cuanto a la Revolucin de 1918.

Aquel domingo fue tambin la primera vez que o un tiroteo. Durante toda la guerra jams haba escuchado ningn disparo. Pero ahora, como la guerra estaba finalizando, en Berln empezaban a disparar. Estbamos en uno de los cuartos interiores, abrimos las ventanas y escuchamos lejana pero claramente el fuego entrecortado de unas ametralladoras. Me sent angustiado. Alguien nos explic cmo sonaban las ametralladoras ligeras a diferencia de las pesadas.

Especulamos sobre el tipo de combate que estara librndose. El tiroteo proceda de la zona de palacio. Acaso la guarnicin de Berln estaba oponiendo resistencia en contra de lo esperado? Tal vez la revolucin no estaba resultando tan fcil como pareca?

Si hubiera alimentado alguna esperanza -es obvio que yo estaba totalmente en contra de la revolucin, lo cual no sorprender a nadie despus de lo dicho hasta ahora-, se habra frustrado al da siguiente. Se haba tratado de un tiroteo bastante absurdo entre varios grupos revolucionarios, cada uno de los cuales se arrogaba el derecho de ocupar las caballerizas. No haba ni rastro de la menor resistencia. Era evidente que la revolucin haba triunfado.

Por otra parte, qu significaba aquello? Al menos un estado de caos festivo, todo patas arriba, aventuras y anarqua colorista? Nada de eso. Es ms, aquel mismo lunes el ms temido de nuestros profesores, un tirano colrico que revolva sus ojillos maliciosos, explic que aqu, es decir, en el colegio, s que no haba habido ninguna revolucin, que all segua imperando el orden y, para corroborarlo, puso a algunos alumnos sobre el banco -aquellos que haban destacado especialmente mientras jugbamos a la revolucin durante el recreo- y les propin una buena y significativa tunda. Todos los que asistimos a la ejecucin de la pena tuvimos la oscura impresin de que aquello era un smbolo que auguraba algo peor y de mayor envergadura. Algo fallaba en la revolucin si, ya al da siguiente, en el colegio pegaban a los chicos por jugar a sublevarse. Una revolucin as no poda llegar a ninguna parte. Y, efectivamente, no lleg a ningn sitio.

Entretanto estaba pendiente el final de la guerra. Tanto yo como cualquiera tenamos claro que la revolucin equivala al trmino de la guerra, y era evidente que se trataba de un desenlace sin victoria final, ya que el pequeo esfuerzo extra necesario para ello, incomprensiblemente, no se haba llevado a cabo. Sin embargo, yo no tena ni idea de en qu poda consistir un desenlace as, sin victoria final; primero deba presenciarlo para poder imaginrmelo.

Como la guerra haba tenido lugar en algn sitio de la lejana Francia, en un mundo irreal del que slo nos llegaban los partes blicos como mensajes del ms all, su final no tuvo verdaderamente ningn viso de realidad para m. No hubo nada que cambiara en mi entorno ms inmediato y perceptible. El acontecimiento sucedi exclusivamente en ese mundo fantstico del gran juego en el que haba vivido inmerso durante los ltimos cuatro aos... Pero claro, ese mundo era mucho ms importante para m que el real.

El 9 y el 10 de noviembre todava hubo partes de guerra segn el estilo habitual: Intentos enemigos de irrupcin frustrados, .., tras oponer una valiente resistencia nuestras tropas regresaron a las posiciones previstas.... El 11 de noviembre, cuando me present en la comisara de mi distrito a la hora habitual ya no haba ningn parte de guerra clavado en el tabln. ste se abra negro y vaco ante m y entonces imagin aterrado qu ocurrira cuando, all donde haba alimentado mi espritu diariamente durante aos y donde haba llenado de contenido mis sueos, no hubiese ms que un tabln de anuncios vaco por siempre jams. Pero, entretanto, segu caminando. Tena que haber alguna noticia procedente de los escenarios de batalla. Ya que la guerra haba acabado (eso pareca evidente), al menos el final deba haberse producido, algo parecido al toque de silbato con el que termina un partido, algo digno de ser contado, al fin y al cabo. Unas calles ms all haba otra comisara. Tal vez all colgara el parte.

All tampoco haba nada. La polica tambin se haba contagiado de la revolucin y el orden anterior haba sido destruido. Pero yo no estaba dispuesto a conformarme. Segu recorriendo las calles bajo la fina lluvia hmeda de noviembre en busca de alguna noticia. Llegu a una zona desconocida.

En algn lugar me encontr con un montn de gente apelotonada ante el escaparate de una tienda de peridicos. Me puse a la cola, fui abrindome paso lentamente y, al final, pude ver lo que todos lean malhumorados y silenciosos. Lo que estaba expuesto era un peridico de edicin temprana con el siguiente titular: Firmado el alto el fuego. Debajo figuraban las condiciones, una larga lista. Las le. Mientras lo haca me qued atnito.

Con qu comparar mis impresiones, las de un chico de once aos cuyo mundo de fantasa se rompe totalmente en pedazos? Por ms que lo pienso, me resulta difcil encontrar algo equivalente en la vida real y normal. Determinadas catstrofes imaginarias slo son posibles precisamente en mundos de fantasa. Es probable que alguien que lleve aos depositando grandes cantidades de dinero en el banco, al solicitar un da un extracto de su cuenta y comprobar que, en lugar de disponer de un capital, ha de enfrentarse a una carga insoportable de deudas, sienta algo parecido. Pero esto, lgicamente, es slo una fantasa.

Dichas condiciones no utilizaban el lenguaje moderado de los ltimos partes de guerra. Empleaban el lenguaje de la derrota sin contemplaciones, con la misma insensibilidad con la que los partes haban hablado slo de las derrotas enemigas. Mi cabeza era incapaz de comprender que algo as pudiera ocurrirnos tambin a nosotros y, adems, no ya como incidente aislado, sino como resultado final de muchas y muchas victorias.

Le las condiciones una y otra vez, con la cabeza inclinada hacia atrs, tal y como haba ledo los partes de guerra durante cuatro aos. Al cabo me apart de la masa de gente y me march sin saber adnde dirigirme. La zona a la que haba ido a parar en busca de noticias casi me era extraa, y ahora entraba en una que lo era an ms; vagu por calles que no haba visto nunca. Caa una fina lluvia de noviembre.

Al igual que aquellas calles, todo el mundo se haba vuelto extrao e inquietante a mis ojos. Era evidente que el gran juego, adems de las reglas fascinantes por m conocidas, haba tenido otras secretas que se me haban escapado. Haba habido algo de falso y engaoso. Pero, a qu agarrarse, dnde encontrar la seguridad, en qu creer y confiar si los acontecimientos histricos eran tan alevosos, si una victoria tras otra no conduca ms que a la derrota definitiva y las verdaderas reglas de lo que ocurra no se divulgaban, sino que se descubran a posteriori, en forma de un resultado aplastante? Me encontraba ante un abismo. Sent pavor ante la vida.

Creo que la derrota alemana a nadie le produjo una conmocin tan grande como a aquel chico de once aos que erraba por calles extraas, vctimas de la humedad de noviembre, sin darse cuenta de adnde se diriga ni reparar en cmo la fina lluvia iba calndolo poco a poco. De lo que s estoy convencido es de que el dolor que sinti el cabo segundo Hitler, quien, aproximadamente a la misma hora, fue incapaz de soportar el anuncio de la derrota en el hospital militar de Pasewalk, no pudo ser ms profundo que el del chico. Bien es verdad que su reaccin fue ms dramtica que la ma: Me result imposible permanecer ms tiempo all, escribe. Mientras la vista se me nublaba, regres tambalendome y a tientas al dormitorio comn, me arroj sobre el lecho y enterr la cabeza ardiente en la manta y la almohada. Despus de lo cual decidi convertirse en poltico.

Curiosamente su reaccin fue mucho ms infantil y ms cabezota que la ma. Y esto no slo es vlido desde un punto de vista externo. Si comparo las consecuencias internas que sacamos Hitler y yo del dolor vivido en comn, stas fueron para uno la ira, la obstinacin y la decisin de convertirse en poltico y para otro el cuestionamiento de la validez de las reglas del juego, as como un pavor instintivo ante el carcter imprevisible de la vida; al hacer esta comparacin no puedo evitarlo: la reaccin del chico de once aos me parece ms madura que la del joven de veintinueve.

En cualquier caso, a partir de aquel momento estuvo claro que el destino no iba a permitir que el Reich de Hitler y yo hicisemos buenas migas.

6

Sin embargo, en un primer momento no tuve que vrmelas con el Reich de Hitler, sino con la Revolucin de 1918 y la Repblica Alemana.

La revolucin tuvo en m y en mi generacin justo el efecto contrario al de la guerra: sta no haba alterado nuestra vida real y cotidiana, hacindola ms aburrida si cabe, pero s que haba dotado a nuestra fantasa de un material riqusimo e inagotable. La revolucin trajo a la realidad diaria muchas novedades variadas y bastante emocionantes -enseguida hablar de ello-, pero mantuvo desocupada a la fantasa. Digamos que, a diferencia de la guerra, la revolucin no fue de naturaleza sencilla y evidente, de forma que los acontecimientos pudieran interpretarse. Todas sus crisis, huelgas, tiroteos, manifestaciones y golpes fueron siempre contradictorios y confusos. Nunca estuvo del todo claro su objetivo. Era imposible sentir entusiasmo alguno. Ni siquiera era posible entender lo que pasaba.

Es sabido que la Revolucin de 1918 no fue una operacin premeditada ni planeada con antelacin. Fue un subproducto del colapso militar. El pueblo -de verdad, el pueblo!, no hubo prcticamente ningn lder- se sinti engaado por sus dirigentes militares y polticos y los ahuyent. Los ahuyent, ni siquiera los expuls, pues ya ante el primer indicio de amenaza y espanto todos, empezando por el kiser, desaparecieron sin hacer el ms mnimo ruido ni dejar el menor rastro, ms o menos como, ms adelante, entre 1932 y 1933, lo haran los dirigentes de la Repblica. Los polticos alemanes, empezando por los de derechas hasta llegar a los de izquierdas, tienen muy mal perder.

El poder estaba en la calle. Entre quienes lo tomaron haba en realidad muy pocos revolucionarios autnticos y, considerndolo retrospectivamente, ni siquiera stos tenan una idea demasiado clara de cules eran sus verdaderas pretensiones ni de cmo ponerlas en prctica (en definitiva no fue slo la mala suerte, sino tambin una muestra de falta de talento lo que hizo que se los cargaran a casi todos en el plazo del medio ao posterior a la revolucin).

La mayor parte de los nuevos gobernantes eran aburguesados confusos, viejos que llevaban tiempo apoltronados en la costumbre de ejercer una oposicin leal, en extremo angustiados ante el poder que haba cado en sus manos inesperadamente y, presas del miedo, preocupados por quitrselo de encima cuanto antes de la mejor forma posible.

Finalmente, entre ellos haba cierto nmero de saboteadores decididos a pescar la revolucin, es decir, a traicionarla. Noske, un personaje terrible, fue el ms conocido de todos.

A partir de entonces comenz un espectculo consistente en que los autnticos revolucionarios dieron unos cuantos golpes chapuceros y mal organizados, y los saboteadores decidieron poner la contrarrevolucin encima de la mesa en forma de los llamados Freicorps, los cuales, ms adelante, disfrazados de tropas gubernamentales, acabaran sangrientamente con la revolucin en el plazo de algunos meses.

Por ms que uno se esforzara, no haba nada que resultara fascinante en todo aquel espectculo. Como chicos burgueses a quienes ante todo los acababan de despojar sin suavidad alguna de un estado de embriaguez patritica y blica de cuatro aos de duracin, es obvio que nosotros slo podamos estar en contra de los revolucionarios rojos: en contra de Liebknecht, de Rosa Luxemburg y de su Liga espartaquista, de la que slo sabamos vagamente que nos lo quitara todo, que con toda probabilidad matara a nuestros padres en cuanto stos hubiesen alcanzado una posicin acomodada y que, en cualquier caso, impondra unas terribles condiciones de vida rusas. Por lo tanto, nosotros estbamos sencillamente a favor de Ebert, Noske y sus Freicorps. Sin embargo, desgraciadamente, tampoco era posible entusiasmarse por estos personajes. El espectculo que ofrecan era de una repugnancia tal que resultaba obvia. El olor a traicin que llevaban adherido era demasiado penetrante: llegaba hasta la nariz de los nios de diez aos. (Quisiera insistir una vez ms en que, desde el punto de vista histrico, la reaccin poltica de un nio merece especial atencin: lo que sabe cualquier cro suele ser casi siempre la ltima y ms innegable quintaesencia de un proceso poltico.) Algo ola mal en el hecho de que los Freicorps, marciales y despiadados -a quienes tal vez no habra desagradado ver regresar a Hindenburg y al kiser- luchasen con tanto empeo a favor del Gobierno, es decir, a favor de Ebert y Noske, que a ojos vistas eran traidores a su propia causa y, por cierto, se mostraban como tales.

Adems se dio la circunstancia de que los acontecimientos, desde que se haban vuelto tan cercanos, eran mucho ms confusos y ms difciles de entender que antes, cuando tenan lugar en la lejana Francia y cada da eran puestos en su sitio por el parte de guerra. Ahora haba perodos en los que se oan disparos prcticamente a diario, pero no siempre se saba cul era la causa.

Un da no haba electricidad, otro no circulaban los tranvas, pero segua sin estar claro si tenamos que quemar petrleo en favor de los espartaquistas o del Gobierno o bien ir andando. Nos llenaban las manos de octavillas y leamos carteles cuyo titulo rezaba: La hora del ajuste de cuentas est cerca!, pero primero haba que hacer el esfuerzo de leer largos prrafos repletos de insultos y reproches inextricables antes de poder darnos cuenta de si las palabras traidores, asesinos de los obreros, demagogos sin escrpulos, etc., se referan a Ebert y Scheidemann o bien a Liebknecht y Eichhorn. Todos los das haba manifestaciones. Por aquel entonces, los participantes tenan la costumbre de gritar a coro arriba o abajo cada vez que, desde el centro, alguien pronunciaba algo parecido a un brindis. As, a cierta distancia slo se oan los arriba y abajo de miles de personas; la voz del solista que haba gritado la palabra clave resultaba imperceptible desde la lejana, con lo cual de nuevo era imposible saber de qu iba aquello.

Todo sigui as, con algunas interrupciones, durante ms de medio ao; luego la cosa empez a remitir, mucho despus de haberse convertido en algo absurdo. En realidad, la suerte de la revolucin estuvo echada -cosa que entonces yo naturalmente no supe- cuando, el 24 de diciembre, tras una lucha callejera mantenida delante del palacio, que acab con la victoria de los obreros y los marineros, stos se dispersaron y se fueron a sus casas a celebrar la Nochebuena. Bien es verdad que una vez acabada la fiesta regresaron de nuevo al campo de batalla, pero entretanto el Gobierno ya haba agrupado Freicorps suficientes. Durante catorce das no hubo peridicos en Berln, slo tiroteos ms o menos cercanos... y rumores. Despus volvi a haber peridicos, el Gobierno haba vencido y, un da ms tarde, lleg la noticia de que Liebknecht y Rosa Luxemburg haban sido abatidos mientras huan. Segn tengo entendido, ste es el origen de la expresin abatir en la huida, que desde entonces se ha convertido en la forma habitual de tratar a los adversarios polticos al este del Rin. Por aquel entonces uno estaba tan poco acostumbrado a aquello que muchos incluso lo tomaban al pie de la letra y pensaban: qu tiempos ms civilizados!

As, la decisin de poner freno a la revolucin estaba tomada, pero en modo alguno lleg la calma; todo lo contrario, los combates callejeros ms duros no se produjeron en Berln hasta marzo (y en Munich en abril), cuando en realidad se puede decir que ya slo se trataba de enterrar el cadver de la revolucin. En Berln los combates estallaron cuando Noske decidi disolver formalmente y sin mayor gesto de despedida la Divisin de la marina del pueblo, la tropa que inici la revolucin; sus miembros no lo permitieron, se rebelaron, los obreros del noroeste de Berln se sumaron a su causa y durante ocho das las masas descarriadas, incapaces de entender que su propio gobierno las conduca derechas hacia sus enemigos, libraron un combate desesperado, sin posibilidades de xito y tremendamente encarnizado. El final estaba previsto de antemano y la venganza de los vencedores fue terrible. Merece la pena recalcar el hecho de que, por aquel entonces, en la primavera de 1919, cuando la revolucin de la izquierda se esforzaba en vano por tomar forma, la futura revolucin nazi ya estaba all, dispuesta y poderosa, slo que sin Hitler: los Freicorps, encargados de salvar a Ebert y a Noske, eran simplemente lo que ms adelante seran las tropas de asalto nazis, incluso en cuanto a la identidad de sus componentes, por no hablar de sus convicciones, su conducta y la forma de combatir. Ellos ya haban inventado el abatimiento durante la huida, haban adelantado un buen trecho en la ciencia de la tortura y tenan una forma muy generosa de conducir a los adversarios menos significativos al paredn sin ms, sin hacer muchas preguntas ni distinciones, anticipndose al 30 de junio de 1934. Slo faltaba la teora que encajara con la prctica, y sa la proporcionara Hitler ms adelante.

7

Si lo pienso detenidamente, tengo que decir que tambin las juventudes Hitlerianas estaban prcticamente listas en aquella poca. En nuestra clase, por ejemplo, habamos formado por entonces un club llamado Equipo de carreras de la Antigua Prusia, que tena el siguiente lema: Antiespartaquismo, deporte y poltica! Nuestra poltica consista en que, en ocasiones, de camino al colegio, pegbamos a algunos infelices que haban declarado estar a favor de la revolucin. Por lo dems la actividad principal era el deporte: organizbamos carreras en el patio de los colegios o en pistas pblicas y, al hacerlo, sentamos que estbamos comportndonos como verdaderos anitespartaquistas, nos creamos patriotas muy importantes y corramos por nuestro pas. Cul era realmente la diferencia respecto a las futuras juventudes Hitlerianas? De nuevo nos faltaban algunas de las caractersticas que, ms adelante, aportaran las inclinaciones personales de Hitler, por ejemplo el antisemitismo. En nuestro caso, los compaeros judos corran con la misma actitud antiespartaquista y patritica que el resto; es ms, nuestro mejor corredor era judo. Y juro que no hicieron nada por socavar la unidad nacional.

Durante los combates de marzo de 1919, la actividad habitual del Equipo de carreras de la Antigua Prusia fue interrumpida provisionalmente, ya que durante un tiempo nuestras pistas se transformaron en campos de batalla. Nuestro barrio pas a ser el centro de la lucha callejera. El colegio se convirti en el cuartel general de las tropas gubernamentales, la vecina escuela normal primaria, qu simblico!, en una base de los rojos y durante das se luch por tomar ambos edificios. Nuestro director, que haba permanecido en su vivienda oficial, fue asesinado de un tiro; cuando volvimos a verla, la fachada de la casa estaba totalmente acribillada a balazos y, una vez reanudadas las clases, bajo mi pupitre hubo durante semanas una mancha enorme de sangre imposible de eliminar. Tuvimos varias semanas de vacaciones inesperadas y, durante ese tiempo, nos sometimos a lo que puede denominarse nuestro bautismo de fuego, pues en cuanto podamos nos escapbamos de casa e bamos en busca de los lugares de combate para ver algo.

No es que viramos mucho; incluso la lucha callejera mostraba el vaco moderno del campo de batalla. Pero tanto ms haba por escuchar: pronto estuvimos totalmente curtidos frente al ruido de metralletas normales, artillera de campaa e incluso fuego de tropa. La cosa slo se pona interesante cuando poda distinguirse el sonido de los lanzaminas y la artillera pesada.

Convertimos en un deporte el acto de acceder a calles cortadas atravesando furtivamente casas, patios y stanos, para luego aparecer de repente a espaldas de las tropas de interceptacin, mucho ms all de los carteles que decan: Alto! Se disparar contra todo el que rebase este punto. A nosotros no nos disparaban. Nadie nos haca nada.

Los cortes casi nunca funcionaban particularmente bien y la vida civil de la calle se mezclaba a menudo con las acciones blicas de forma tal que no haba ms remedio que aguzar el sentido para percibir lo grotesco. Recuerdo un hermoso domingo, uno de los primeros domingos clidos del ao, con gran cantidad de paseantes que transitaban a lo largo de una ancha avenida; el ambiente era realmente plcido, ni siquiera se oan disparos por ningn sitio. De repente, a derecha e izquierda, una marea de gente se precipit en direccin hacia los portales, los tanques llegaron con estruendo, fuera se oyeron detonaciones terriblemente cercanas, las ametralladoras se despertaron de golpe, durante cinco minutos aquello fue un infierno; despus los tanques prosiguieron su ruidosa marcha, se alejaron, el fuego de las ametralladoras se extingui. Nosotros, los chicos, fuimos los primeros en atrevernos a salir del portal y contemplamos un panorama extrao: la avenida estaba totalmente desierta, pero, a cambio, delante de cada edificio haba montones de cristales rotos de varios tamaos: el vidrio de las ventanas no haba resistido la sacudida de aquellos disparos tan prximos. Despus, al ver que no suceda nada ms, los paseantes salieron temerosos de los portales y, unos minutos ms tarde, la calle volvi a llenarse de gente que transitaba dando un paseo primaveral, como si nada hubiese ocurrido.

Todo aquello era extraamente irreal. Adems, nunca nos explicaban los detalles. Por ejemplo, jams supe el significado de aquel tiroteo. Los peridicos no dijeron nada al respecto. En cambio, gracias a ellos nos enteramos de que, precisamente ese domingo, mientras nosotros estbamos paseando bajo un cielo azul de primavera, a unos pocos kilmetros de all, en Lichtenberg, un barrio situado en las afueras, varios cientos (o tal vez miles?, las cifras oscilaban) de obreros capturados haban sido reunidos y abatidos a fuego graneado. La noticia nos asust. Aquello era mucho ms cercano y ms real que todo lo sucedido en la lejana Francia aos atrs.

Sin embargo, como despus no ocurri nada, ninguno de nosotros conoca a ninguno de los muertos y, al da siguiente, tambin los peridicos tuvieron otros asuntos sobre los que informar, nos volvimos a olvidar del susto. La vida continu. El ao avanzaba en pos del hermoso verano. En algn momento se reanudaron las clases y tambin el Equipo de carreras de la Antigua Prusia retom su actividad victoriosa y patritica.

8

Curiosamente, la Repblica se mantuvo. Curiosamente es la palabra correcta y justa en vista de que, a ms tardar a partir de la primavera de 1919, la defensa de la Repblica estuvo exclusivamente en manos de sus enemigos, pues, por aquel entonces, todas las organizaciones revolucionarias militantes haban sido abatidas, sus dirigentes estaban muertos, sus miembros diezmados y slo los Freicorps llevaban armas; los Freicorps que, en realidad, eran ya unos buenos nazis, slo que sin ese nombre. Por qu no derrocaron a sus dbiles dirigentes e instauraron ya entonces un Tercer Reich? Apenas les habra resultado difcil.

S, por qu no lo hicieron? Por qu frustraron las esperanzas que seguramente muchos habran puesto en ellos, no slo nosotros, los del Equipo de carreras de la Antigua Prusia?

Probablemente por el mismo motivo en extremo irracional por el que, ms adelante, el ejrcito del Reich frustr las esperanzas de todos aquellos que durante los primeros aos del Tercer Reich creyeron que los militares pondran fin al compromiso de sus propios ideales y objetivos por parte de Hitler: porque los militares alemanes carecen de valor cvico.

El valor cvico, es decir, el arrojo necesario para tomar decisiones autnomas y actuar segn la propia responsabilidad, es ya de por s una rara virtud en Alemania, tal y como sentenciara Bismarck en su da. Y es una virtud que abandona por completo al alemn cuando ste lleva uniforme. Un soldado u oficial alemn, sin lugar a dudas excepcionalmente valeroso en el campo de batalla y casi siempre dispuesto a disparar sobre sus compatriotas civiles por orden de una autoridad, se vuelve cobarde como una liebre cuando se trata de enfrentarse a dicha autoridad. Como por arte de magia, esta idea enseguida pone ante sus ojos la imagen terrorfica de un pelotn de fusilamiento y eso lo paraliza totalmente. Bien es verdad que no teme a la muerte, pero s a ese tipo concreto de muerte, y adems su miedo es inmenso. As, esta circunstancia hace que cualquier intento de desobediencia o de golpe de Estado por parte de un militar alemn sea de todo punto imposible, da igual quin gobierne.

El nico ejemplo en apariencia contrario es verdadera y precisamente un caso que corrobora mi afirmacin: el putsch de Kapp producido en marzo de 1920, un intento de golpe de Estado llevado a cabo por algunos polticos antirrepublicanos que iban por libre. Aunque tenan totalmente de su lado a una parte del mando del Ejrcito republicano y al resto al cincuenta por ciento, aunque la Administracin pronto mostr su flaqueza y no se atrevi a oponer resistencia, aunque personas con gran poder de convocatoria militar, como Ludendorff, pertenecan al equipo, finalmente fue slo una parte de la tropa, la denominada Brigada Ehrhardt, la que llev a cabo dicha empresa. Todos los dems Freicorps permanecieron leales al Gobierno y, naturalmente, se ocuparon de que tambin este intento de putsch por parte de la derecha redundase en azote de la izquierda.

Se trata de una historia turbia que se cuenta en pocas palabras. Un sbado por la maana, mientras la Brigada Ehrhardt desfilaba bajo la Puerta de Brandenburgo, el Gobierno se fug y se puso a salvo tras haber incitado rpidamente a los obreros a la huelga general.

Kapp, el lder del golpe, proclam la Repblica Nacional bajo la bandera negra, blanca y roja, los obreros iniciaron la huelga, el ejrcito se mantuvo leal al Gobierno, la nueva Administracin no logr ponerse en marcha y, cinco das ms tarde, Kapp volvi a dimitir. El Gobierno regres y exigi a los obreros que reanudaran su labor, pero entonces stos demandaron su salario: primero deban desaparecer al menos algunos ministros cuya situacin era a todas luces comprometida, empezando por el tristemente clebre Noske; la reaccin del Gobierno fue volver a dirigir a sus leales tropas contra los obreros y stas llevaron a cabo otro trabajito prdigo en sangre, especialmente en Alemania Occidental, donde se libraron autnticas batallas. Aos ms tarde o a un antiguo miembro de los Freicorps que haba vivido todo aquello. No sin cierta compasin benvola hablaba de los cientos de vctimas que entonces haban cado o haban sido abatidas mientras huan. Eran la flor de la juventud obrera, repeta pensativo y melanclico. Al parecer sa era la expresin bajo la cual guardaba aquellos acontecimientos en su mente. En parte muchachos valientes, prosigui admirado. No como en Munich, en 1919: aqullos eran granujas, judos y haraganes, por ellos no sent ni una pizca de lstima. Pero en 1920, en la regin del Ruhr, aqullos s que eran la flor de la juventud obrera. La verdad es que lo sent mucho por algunos. Pero eran tan cabezotas que no nos dejaron otra opcin, tuvimos que matarlos y punto. Cuando les queramos dar una oportunidad y en el interrogatorio les preguntbamos: "Entonces, a vosotros simplemente os han engaado, no es cierto?", ellos gritaban: "No!" y "Abajo los asesinos de los obreros y los traidores al pueblo!". En fin, entonces ya no haba nada que hacer y no tenamos ms remedio que asesinarlos, siempre por docenas. Por la noche nuestro coronel dijo que jams se haba sentido tan afligido. S, los que cayeron all, en la regin del Ruhr en 1920, aqullos s que eran la flor de la juventud obrera.

Cuando todo eso ocurri yo, naturalmente, no supe nada al respecto. Adems todo acaeci lejos, en la regin del Ruhr; en Berln los acontecimientos se sucedan de manera menos dramtica, es ms, eran civilizados y apenas sangrientos. Tras los salvajes tiroteos de 1919, aquel marzo de 1920 result silencioso e inquietante. Lo inquietante era justamente el hecho de que nada ocurriera y toda la vida se hubiese detenido. Fue una revolucin extraa que me gustara describir:

Sucedi un sbado. A medioda, en la panadera, la gente deca El kiser va a volver. Por la tarde se suspendieron las clases -por aquel entonces a menudo tenamos clase por las tardes, pues la mitad de las escuelas estaban cerradas a causa de la escasez de carbn, de forma que dos colegios compartan un edificio, uno por la maana y otro por la tarde- y como haca buen tiempo, nos fuimos al patio a jugar a rojos y nacionales. La dificultad estribaba en que ninguno quera hacer de rojo. Todo era muy agradable, slo en ocasiones resultaba an poco creble; la revolucin haba ocurrido as, de repente, y desconocamos los detalles.

Y seguimos sin saberlos, pues por la tarde ya no hubo peridicos y, por cierto, tal y como se puso de manifiesto ms adelante, tambin se fue la luz. A la maana siguiente fue la primera vez que tampoco hubo agua. Y no pas el cartero. Tampoco circularon los medios de transporte. Las tiendas cerraron. En una palabra: no haba absolutamente nada.

En algunas esquinas de las calles de nuestro barrio haba fuentes antiguas que no pertenecan a la compaa de agua. stas vivieron entonces das de gloria: cientos de personas guardaban cola ante ellas con jarras y cubos para recoger su racin de agua; un par de jvenes fornidos bombeaban el lquido. Al terminar, caminbamos por las calles con cuidado, haciendo equilibrios con los cubos llenos para no derramar nada del preciado bien.

Por lo dems, lo dicho: no ocurra nada. En cierto modo, incluso menos que nada, es decir, ni siquiera ocurra lo que suele pasar cualquier da normal y corriente. Nada de disparos, nada de manifestaciones, nada de alborotos ni discusiones callejeras. Nada.

El lunes volvieron a suspender las clases. En la escuela segua reinando un estado de autntica satisfaccin, mezclado por supuesto con una leve angustia, pues todo transcurra de forma muy extraa. Bien es cierto que nuestro profesor de gimnasia, que era muy nacionalista (todos los profesores eran nacionalistas, pero ninguno ms que los de gimnasia), nos explic repetidamente y con conviccin: Uno se da cuenta enseguida de que hay otra mano llevando el timn. Sin embargo, y a decir verdad, no se notaba nada en absoluto y, adems, probablemente l slo lo deca para consolarse porque tampoco notaba nada.

Salimos del colegio y nos dirigimos hacia la avenida de los Linden, siguiendo un oscuro instinto que deca que en los das grandes para la patria haba que estar en Unter den Linden, y tambin con la esperanza de que all pudisemos ver o enterarnos de algo. Pero no haba nada que ver ni nada de lo que enterarse. Algunos soldados permanecan ociosos y aburridos tras unas ametralladoras instaladas intilmente. Nadie vino a atacarlos. El ambiente era tpicamente dominical, apacible y sosegado. sa fue la consecuencia de la huelga general.

Durante los das siguientes todo se volvi sencillamente aburrido. El hecho de guardar cola para recoger agua de la fuente, que en un principio haba posedo el encanto de la novedad, pronto se hizo tan pesado como el mal funcionamiento de los retretes, la falta de cualquier tipo de noticias o la simple ausencia de cartas, la dificultad para conseguir alimentos, la oscuridad absoluta al anochecer y, por encima de todo, esa sensacin de eterno domingo. Tampoco sucedi nada que, a modo de compensacin, generara entusiasmo a escala nacional, ningn desfile militar, ningn llamamiento A mi pueblo, nada, nada de nada. (Si al menos hubiera existido la radio!) Slo una vez aparecieron unos carteles que decan: No habr intervencin extranjera. As que ni siquiera eso!

Entonces, de repente, un da dijeron que Kapp haba dimitido. No se supo nada ms concreto; sin embargo, como al da siguiente se volvieron a or disparos aqu y all, pronto nos dimos cuenta de que nuestro querido y antiguo Gobierno haba vuelto. En algn momento las caeras volvieron a resoplar y a gorgotear. Al poco se reanudaron las clases. En el colegio todo pareca un poco fuera de lugar. Y despus hasta volvi a haber peridicos.

Tras el putsch de Kapp decay el inters de nosotros los jvenes por el devenir diario de la poltica en general. Todas las partes haban hecho el ridculo por igual y el tema perdi todo su encanto. El Equipo de carreras de la Antigua Prusia se disolvi. Muchos de nosotros buscamos nuevas aficiones como coleccionar sellos, tocar el piano o participar en grupos de teatro. Slo unos pocos se mantuvieron fieles a la poltica, y de hecho aqulla fue la primera vez que repar en que, curiosamente, stos eran ms bien los tontos, los brutos y los menos simpticos. Fue entonces cuando se adscribieron a agrupaciones de verdad, como la Asociacin Nacional de Jvenes Alemanes o la Agrupacin Bismarck (las juventudes Hitlerianas no existan an), y pronto exhibieron en el colegio puos americanos, porras e incluso rompecabezas, se vanagloriaron de haber participado en peligrosas salidas nocturnas para pegar o arrancar carteles y comenzaron a hablar una determinada jerga que los distingua de todos los dems. Adems empezaron a comportarse de forma poco amigable contra aquellos de nosotros que eran judos.

Poco despus del putsch de Kapp, durante una clase aburrida observ cmo uno de ellos garabateaba unas figuras extraas en su cuaderno; siempre lo mismo: un par de rayas que de forma sorprendente y satisfactoria componan un ornamento simtrico parecido a un cuadrado. Enseguida estuve tentado de imitarlo. Qu es eso?, le pregunt por lo bajo, pues al fin y al cabo, aunque fuese aburrida, estbamos en una clase. Smbolos antisemitas, me susurr l en estilo telegrfico. Lo llevaban las tropas de Ehrhardt en sus cascos de acero. Significa "Fuera los judos". Hay que saber reconocerlo. Y sigui garabateando tan tranquilo.

ste fue mi primer encuentro con la cruz gamada y lo nico perdurable que dej el putsch de Kapp. A partir de entonces, ese smbolo se vera con frecuencia.

9

Tendran que pasar dos aos para que la poltica volviera a resultar interesante de golpe, y as fue gracias a la aparicin de una sola persona: Walther Rathenau.

Jams antes ni despus surgi en la Repblica Alemana un poltico que ejerciera semejante influencia en la imaginacin de las masas y de la juventud. Stresemann y Brning, que estuvieron largos perodos en activo y con cuya poltica marcaron en cierta medida dos breves etapas histricas, nunca tuvieron la misma magia. A lo sumo Hitler puede tomarse como elemento de comparacin en cierto sentido, pero haciendo una salvedad: desde hace tiempo existe tal maniobra propagandstica alrededor de su figura que hoy en da apenas es posible distinguir el verdadero efecto de la persona del de la manipulacin de la que es objeto.

En la poca de Rathenau el estrellato poltico no exista an y l mismo tampoco hizo ni lo ms mnimo para llamar la atencin. Es el mejor ejemplo que conozco para ilustrar ese misterioso proceso mediante el cual el gran hombre hace su aparicin en la esfera pblica: a travs de una toma de contacto repentina con la masa en todos sus estratos; un inters y atencin instintivos y generalizados, una expectacin inesperada, una preocupacin por cosas hasta ahora secundarias, un no-poder-evitarlo, una toma de partido ineludible y apasionada; el despegue de una leyenda, del culto a la personalidad, amor, odio. Todo de forma involuntaria e irremediable, casi inconsciente. Como el efecto de un imn entre un montn de virutas de hierro, igual de irracional, igual de ineluctable, igual de inexplicable.

Rathenau fue ministro de la Reconstruccin, despus ministro de Asuntos Exteriores y, de pronto, tuvimos la sensacin de que la poltica volva a existir. Cuando asista a una reunin internacional, por primera vez desde haca tiempo volvamos a sentir que Alemania estaba representada. Rathenau firm un Acuerdo de pago en especie con Loucheur, un pacto de amistad con Chicherin y a pesar de que antes casi nadie saba lo que significaba pago en especie y de que el texto del pacto ruso, con aquel lenguaje diplomtico repleto de formalismos, no les era familiar ms que a unos pocos, en las tiendas de comestibles y delante de los puestos de peridicos se hablaba de ambos con exaltacin, y nosotros, los de los ltimos cursos, nos amenazbamos con bofetadas, pues mientras unos calificaban los pactos de geniales, otros hablaban de traicin juda.

Pero no era slo la poltica. En las fotografas de los peridicos se vea un rostro como el del resto de polticos y, mientras stos eran olvidados, el de Rathenau segua mirndolo a uno directamente con ojos oscuros, llenos de inteligencia y tristeza. Al leer sus discursos, era inevitable percibir ms all del contenido un tono de denuncia, exigencia y premonicin: el tono de un profeta. Muchos recurrieron a sus libros (tambin yo lo hice) y de nuevo sintieron un llamamiento oscuro y enftico, que tena algo de obligatorio y convincente a la vez, era exigente y atractivo. A la vez: en ese a la vez radicaba su profundo encanto. Los discursos eran sobrios y fantsticos a la vez, desilusionantes y agitadores a la vez, escpticos y creyentes a la vez. Expresaban la mayor audacia con la voz ms titubeante y queda.

Curiosamente, Rathenau no ha protagonizado an la gran biografa que merece. Sin lugar a dudas, l pertenece al grupo de las cinco o seis grandes personalidades de este siglo. Fue un revolucionario aristocrtico, un gestor idealista, como judo un patriota alemn, como patriota alemn un hombre de mundo liberal y como hombre de mundo liberal a su vez un quiliasta y un estricto servidor de la ley (es decir, en el nico sentido estricto: un judo). Tena formacin, riqueza y experiencia suficientes como para estar por encima de todo ello. Se notaba que, de no haber sido ministro de Asuntos Exteriores de Alemania en 1922 podra haber sido un filsofo alemn en 1800, un magnate financiero internacional en 1850, un gran rabino o un anacoreta. Su figura conciliaba lo inconciliable de una manera peligrosa, algo alarmante y slo posible justo en aquel momento. l encarn la sntesis de todo un batiburrillo de culturas y corrientes ideolgicas no en forma de pensamiento ni de accin, sino como persona.

Es ste el aspecto de un lder de masas?, se preguntarn algunos. Curiosamente la respuesta es: s, lo es. La masa -y con esto no me refiero al proletariado, sino a ese ente annimo y colectivo al que todos, ya procedamos de una clase alta o baja, solemos pertenecer en determinados momentos- reacciona con la mxima intensidad ante aquel que les resulta ms ajeno. La normalidad unida a la habilidad bien pueden hacerle a uno popular, pero tanto el amor apasionado como el odio acrrimo, tanto la deificacin como la demonizacin van dirigidos a quien ms se aparta de la norma, a quien resulta ms inalcanzable para las masas, ya est muy por encima o muy por debajo de ellas. Si de algo estoy convencido gracias a mi experiencia como alemn es de eso. Rathenau y Hitler fueron las dos presencias que lograron estimular al mximo la imaginacin de la masa alemana: uno gracias a su increble cultura y otro gracias a su increble maldad. Ambos, y esto es lo decisivo, procedan de regiones inaccesibles, de algn ms all. El uno del mbito de la mxima espiritualidad, donde las culturas de tres milenios y dos hemisferios celebran su simposio; el otro de una jungla situada muy por debajo del nivel de la peor literatura ms reciente, de un submundo en el que emergen demonios a partir del olor rancio fermentado en los cuartos interiores de pequeos burgueses, en los asilos de mendigos, en las letrinas cuarteleras y en los patios de ejecucin. Una vez fuera de su entorno, ambos tuvieron verdaderos poderes mgicos, independientemente de cul fuese su poltica.

Resulta difcil aventurar adnde habra conducido la poltica de Rathenau a Alemania y a Europa en caso de que ste hubiera tenido tiempo de ejecutarla. Es sabido que no goz de esta oportunidad, ya que fue asesinado medio ao despus de haber comenzado a desempear el cargo.

Ya he explicado que Rathenau despertaba verdadero amor y autntico odio entre las masas. Este odio era salvaje, irracional, un odio primigenio, cerrado en banda a cualquier discusin, tal y como el que, desde entonces, slo se ha granjeado un poltico alemn: Hitler. Se sobreentiende que los que odian a Rathenau y los que odian a Hitler se diferencian tanto unos de otros como ambas figuras entre s. Hay que cargarse a ese cerdo, se era el lenguaje de los adversarios de Rathenau. Sin embargo, fue sorprendente el hecho de que, un da, los peridicos del medioda trajeran simple y llanamente el siguiente titular: Asesinado el ministro de Asuntos Exteriores Rathenau. Tuvimos la sensacin de que el suelo se esfumaba bajo nuestros pies y sta se intensific al leer de qu forma tan extremadamente sencilla, carente de esfuerzo y casi obvia se haba producido aquel hecho.

Todas las maanas, a una hora determinada, Rathenau sala de su casa, situada en Grunewald, y se diriga a la calle Wilhelmstrae en un descapotable. Un da sucedi que otro coche lo esperaba en la silenciosa Villenstrae; ste sigui al vehculo del ministro, lo adelant y, en el momento de rebasarlo, sus ocupantes, tres jvenes, dispararon con sus revlveres a distancia mnima y todos a la vez sobre la cabeza y el pecho de la vctima. Despus huyeron a toda velocidad. (En ese lugar se encuentra hoy una lpida conmemorativa en honor de los tres.)

Fue as de fcil. En cierto modo tan sencillo como el huevo de Coln. Y haba pasado aqu, en Berln-Grunewald, nada de Caracas ni Montevideo. El lugar de los hechos se poda visitar, era una calle como tantas otras, situada en las afueras. Los autores, como pronto supimos, eran jvenes como nosotros, uno de ellos estaba en sptimo. Acaso no podra haberse tratado perfectamente de este o aquel compaero de clase que haca poco haba dicho: Hay que cargarse a ...? Adems de toda aquella indignacin, toda aquella ira y todo aquel dolor poda sentirse levemente el efecto casi cmico de aquel glorioso descaro: claro, haba sido facilsimo, a uno ni siquiera poda habrsele ocurrido de puro fcil. As, de pronto fue terriblemente fcil, s, terriblemente fcil hacer historia. Era obvio que el futuro no les perteneca a los Rathenau, que se esforzaban por convertirse en personalidades excepcionales, sino a los Techov y Fischer, que simplemente aprendan a conducir y a disparar.

En un primer momento esta sensacin fue por supuesto amortiguada por una mezcla sobrecogedora de tristeza y rabia. La ejecucin de miles de obreros en Lichtenberg en el ao 1919 no haba soliviantado tanto a las masas como el asesinato de este hombre que, en realidad, haba sido incluso un capitalista. En los das posteriores a su muerte su magia personal sigui vigente; durante unos das rein algo que jams he vuelto a vivir: un autntico ambiente revolucionario. En el entierro se congregaron unos cientos de miles de personas sin necesidad de recurrir a obligaciones ni amenazas. Una vez concluido, los asistentes no se dispersaron, sino que recorrieron las calles durante horas, formando grupos infinitos que se manifestaban en silencio, furiosos, desafiantes. sta era la sensacin: si aquel da se hubiese exhortado a las masas a acabar con los que por entonces an se denominaban reaccionarios y en realidad eran ya los nazis, stas lo habran hecho sin mayor inconveniente, de forma rpida, drstica y exhaustiva.

Nadie los inst a ello. Es ms, fueron llamadas a mantener el orden y la disciplina. El Gobierno debati durante semanas sobre una Ley para la Defensa de la Repblica, la cual introdujo penas leves de crcel para cualquier ofensa a un ministro y pronto fue pasto del ridculo. Unos meses ms tarde, el Gobierno se derrumb de forma turbia y silenciosa, cedindole el sitio a un ejecutivo de centro-derecha.

Lo ltimo que nos dej la breve etapa de Rathenau como sabor de boca fue la confirmacin de lo que ya el perodo 1918/1919 nos haba enseado: nada de lo que hace la izquierda funciona.

10

Lleg el ao 1923. Esta fantstica fecha es la que probablemente ha imprimido a los alemanes de hoy esos rasgos que le resultan incomprensibles e inquietantes al resto de la humanidad, y que tambin le son ajenos al carcter del pueblo alemn normal: esa fantasa desmedidamente cnica, esa alegra nihilista ante lo imposible por el mero hecho de serlo, esa dinmica convertida en un fin en s misma. Por entonces, a toda una generacin de alemanes le fue arrancado un rgano emocional, un rgano que dota a las personas de estabilidad, de equilibrio, por supuesto tambin de gravedad y que, segn la ocasin, se manifiesta en forma de conciencia, razn, experiencia, lealtad a unos principios, moral o devocin. En aquella poca toda una generacin aprendi -o crey aprender- que es posible vivir sin lastres. Los aos anteriores haban sido una buena escuela preparatoria para el nihilismo. Sin embargo, en 1923 se concedieron sus ms altos honores.

Ninguna otra nacin en el mundo ha experimentado nada equivalente al acontecimiento alemn de 1923. Todas han vivido una Guerra Mundial, la mayora tambin revoluciones, crisis sociales, huelgas, reclasificaciones de bienes y devaluaciones de la moneda. Sin embargo, ninguna ha experimentado el desbordamiento fantstico y grotesco de todo eso a la vez, tal y como ocurri en Alemania en 1923. Ninguna ha vivido esa danza de la muerte carnavalesca y gigante, esa saturnal eterna, sangrienta y grotesca, en la que no slo se devalu la moneda, sino todos los dems valores. El ao 1923 prepar a Alemania no para el nazismo en particular, sino para cualquier aventura fantstica. Las races psicolgicas e imperialistas del nazismo son mucho ms profundas, como hemos visto hasta ahora. Pero entonces s que surgi aquello que hoy confiere al nazismo su rasgo delirante: esa locura fra, esa determinacin ciega, imparable y desaprensiva de querer lograr lo imposible, la idea de que justo es lo que nos conviene y la palabra imposible no existe. Es evidente que este tipo de vivencias traspasan la frontera de lo que los pueblos pueden soportar sin sufrir secuelas emocionales. Me estremezco al pensar que, despus de la guerra, probablemente toda Europa vivir un 1923 generalizado, a no ser que algunas personas muy sabias negocien la paz.

El ao 1923 comenz con un ambiente de entusiasmo patritico, fue casi como revivir 1914. Poincar ocup la regin del Ruhr, el Gobierno llam a la resistencia pasiva y la sensacin de deshonra y peligro nacionales -probablemente ms autntica y ms grave que en 1914- que se respiraba entre la poblacin alemana super el peso de la carga acumulada por el cansancio y la decepcin. El pueblo se levant, llev a cabo un esfuerzo emocional apasionado y mostr su disposicin... a qu?, a hacer de vctima?, a combatir? No estaba del todo claro. No se esperaba nada de l. La Guerra del Ruhr no era tal. Nadie fue llamado a filas. No hubo ningn parte. A falta de objetivo, el ambiente blico fue remitiendo. Las masas entonaron el juramento del Rtli de Guillermo Tell durante das.

Este gesto se convirti poco a poco en algo ridculo, vergonzante, puesto que se exhiba en mitad de un gran vaco. Fuera de la regin del Ruhr no ocurra nada en absoluto. En el mismo Ruhr se produjo una especie de huelga pagada. No slo los obreros recibieron dinero, sino tambin los empresarios, slo que les pagaron demasiado bien, tal y como supimos poco despus. Amor a la patria o compensacin por la prdida de beneficios? Al cabo de unos meses la Guerra del Ruhr, que tan prometedoramente haba comenzado con el juramento del Rtli, se impregn de un inconfundible olor a corrupcin. Pronto dej de alterar el nimo de todos. Nadie se preocupaba por la regin del Ruhr, pues en casa ocurran cosas mucho ms inverosmiles.

Aquel ao, el lector de peridicos tuvo la oportunidad de volver a practicar una variedad ms del emocionante juego numrico que haba tenido lugar durante la guerra, cuando las cifras de prisioneros y la cuanta del botn haban dominado los titulares. En esta ocasin las cantidades no se referan a acontecimientos blicos, a pesar de que el ao hubiese comenzado con un nimo muy guerrero, sino a una cuestin burstil rutinaria, hasta entonces carente de todo inters: la cotizacin del dlar. Las oscilaciones del valor del dlar eran el barmetro que permita calcular la cada del marco con una mezcla de miedo y excitacin. Adems se poda observar otra reaccin: cuanto ms suba el dlar, ms aventurados eran nuestros vuelos hacia el reino de la fantasa.

La devaluacin del marco no era nada nuevo en realidad. Ya en 1920, el primer cigarrillo que fum a escondidas me cost cincuenta pfennige. Hasta finales de 1922, los precios haban ido aumentando poco a poco hasta alcanzar un valor entre diez y cien veces superior al nivel de los precios anteriores a la guerra y el dlar cotizaba a quinientos marcos aproximadamente. No obstante, todo esto fue producindose de forma paulatina; los salarios, los sueldos y los precios en general haban ido creciendo regularmente. Resultaba algo incmodo tener que calcular con cifras tan elevadas, pero por lo dems no era nada fuera de lo habitual. Muchos seguan hablando del aumento de precios, pero haba cosas ms emocionantes.

Entonces el marco enloqueci. Ya poco despus de la Guerra del Ruhr la cotizacin del dlar se dispar hasta alcanzar los veinte mil marcos, luego se mantuvo durante un tiempo, ascendi a cuarenta mil, vacil unos momentos y despus empez a repetir la cantinela de los diez mil y los cien mil a trompicones, con pequeas oscilaciones peridicas. Nadie supo qu haba sucedido exactamente. Seguamos aquel proceso frotndonos los ojos, como si se tratara de un fenmeno extraordinario de la naturaleza. El dlar se convirti en el tema del da y, de repente, miramos a nuestro alrededor y nos dimos cuenta de que aquel acontecimiento haba destruido nuestra vida diaria.

Todos los que tenan una cuenta de ahorro, una hipoteca o cualquier otro tipo de inversin vieron cmo stas desaparecan de la noche a la maana. Pronto dej de importar si se trataba de una calderilla ahorrada o de un gran capital. Todo se esfum. Muchos optaron rpidamente por otras inversiones para despus darse cuenta de que aquello no conduca a nada. Enseguida estuvo claro que haba ocurrido algo que echaba a perder el capital de todos y les haca dirigir sus pensamientos hacia cosas mucho ms urgentes.

El coste de la vida haba comenzado a dispararse, pues los comerciantes le pisaban los talones al dlar. Medio kilo de patatas, que el da anterior costaba todava cincuenta mil marcos, al da siguiente vala ya cien mil; un sueldo de sesenta y cinco mil marcos trado a casa un viernes el martes siguiente no llegaba para comprar un paquete de cigarrillos.

Qu iba a ocurrir? La gente pronto encontr una isla donde ponerse a salvo: las acciones. Era la nica forma de inversin que de algn modo poda aguantar aquella velocidad. No de forma regular ni todas en la misma medida, pero ms o menos lograban mantener el ritmo. As que uno iba y compraba acciones. Cualquier pequeo funcionario, cualquier empleado, cualquier trabajador por turnos se convirti en accionista. Las compras diarias se sufragaban vendiendo acciones. Los das de cobro se produca un asalto generalizado de los bancos y las cotizaciones salan disparadas como cohetes hacia el cielo. La banca nadaba en la abundancia. Los bancos nuevos y desconocidos crecan como setas y hacan negocio rpidamente. La poblacin entera devoraba el informe burstil a diario. A veces algunas acciones caan y con ellas miles de personas se precipitaban hacia el abismo dando gritos. En cualquier tienda, fbrica o escuela se susurraban consejos para hacer buenas inversiones.

Quienes peor lo pasaron fueron los viejos y los que vivan alejados de la realidad. Muchos fueron arrastrados a la mendicidad, otros tantos al suicidio. A los jvenes y a los ms espabilados les fue bien. De la noche a la maana se vieron libres, ricos e independientes. Era una situacin en la que la inercia y la confianza en las experiencias vividas se castigaban con el hambre y la muerte, mientras que la accin por impulso y una rpida capacidad de respuesta ante una situacin novedosa eran recompensadas sbitamente con una riqueza increble. Fue entonces cuando surgi la figura del director de banco de veintin aos, lo mismo que la del alumno de ltimo curso que se atena a los consejos burstiles que reciba de sus amigos, algo mayores que l. ste llevaba corbatas estilo Oscar Wilde, organizaba fiestas con champn y mantena a su desconcertado progenitor.

Entre tanto sufrimiento, desesperacin y pobreza extrema fue desarrollndose un culto a la juventud apasionado y febril, una avidez y un espritu carnavalesco generalizado. De repente fueron los jvenes y no los viejos quienes tenan dinero; es ms, ste haba mudado su naturaleza de manera tal que slo conservaba su valor por espacio de unas pocas horas, se gastaba como jams se haba hecho antes ni se ha hecho desde entonces y se dedicaba a cosas distintas a las que suelen adquirir los viejos.

De pronto surgieron innumerables bares y clubes nocturnos. Las parejas jvenes recorran presurosas las calles de las zonas de ocio, como si se tratara de una pelcula sobre la flor y nata de la sociedad. Todos se dedicaban al amor por doquier, con prisa y muchas ganas. Incluso el amor haba adquirido un carcter inflacionista. Haba que aprovechar la oportunidad, la masa tena que ofrecerla.

El nuevo realismo amoroso fue descubierto. Se produjo un estallido de ligereza despreocupada, bulliciosa y alegre. Result caracterstico que los amoros se asemejaran a una carrera en extremo veloz y sin rodeos. Los chicos que aprendieron a amar en aquellos das se saltaron el romanticismo y recibieron al cinismo con los brazos abiertos. Los de mi edad y yo no pertenecamos a ese grupo. Con quince o diecisis todava ramo