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    H INRI H VON KL IST

    vutsrqponmlkjihgfedcbaZYXWVUT

    EL TERREMOTO E HILEKJGFCBA

    L M UERTE DE UN PO ET

    M I HE L TO URN IER

    TR DU i N

    JO S LU IS R IS S

    M IG U EL S E N Z

    JU N JO S D E L S O L R

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    T L N T

    2008

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    En Santiago, capital del reino de Chile, precisa-

    mente en el momento del gran temblor de tierra de

    1647, en el que perecieron muchos m iles de personas,

    un joven espaol llamado Jernimo Rugera, acusado

    de un delito, se encontraba junto a una columna de la

    prisin donde lo haban encerrado, y ten a la in ten -

    cin de ahorcarse. Haca aproximadamente un ao

    que Don Henrico Asrern, uno de los nobles ms

    ricos de la ciudad, lo haba echado de su casa, donde

    estaba empleado como preceptor, por haber entabla-

    do una relacin de cario con Doa Josefa, su nica

    hija. Un mensaje secreto del que tuvo noticia por la

    maliciosa vigilancia de su orgulloso hijo el anciano

    caballero, que haba advertido expresamente a su hija,

    lo indign de tal forma que la mand al convento de

    carmelitas de Nues tra Seora de la Montaa.

    Por una feliz casualidad, Jernimo pudo reanudar

    su relacin

    y,

    una noche discreta, hizo del jardn del

    convento el escenario de su dicha ms completa. Fue

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    el da de Corpus Christi, y la solemne procesin de las

    monjas, a las que seguan las novicias, acababa de co-

    menzar cuando la desdichada Josefa, al sonar las cam-

    panas, se derrumb en los escalones de la catedral con

    lo s dolores del parto.

    E l acontecimien to caus gran revuelo; sin conside-

    racin por su estado, llevaron inmediatamente a la

    joven pecadora a la prisin y, apenas pas el puerpe-

    rio, la sometieron, por or en del arzobisp , a

    riguroso de los procesos. En la ciudad se hablaba con

    tan gran encono del escndalo, y las lenguas se ensa-

    aban tanto con el convento entero en que se haba

    producido, que ni la intercesin de la familia Asterri

    ni los deseos de la propia abadesa, que haba tomado

    cario a la joven por una conducta por lo dems inta-

    chab le, pudieron suavizar la severidad con que la ame-

    naz la ley eclesistica. Todo lo que poda ocurrir era

    que la muerte en la hoguera, a la que haba sido con-

    denada, fuera conmuta da por decisin del virrey, con

    g ran indignacin de las matronas

    y

    doncellas de San-

    t iago, por la decapitacin.

    En las calles por donde haba de pasar la comitiva

    de la ejecucin se alquilaron ventanas, se quitaron los

    techos de las casas, y las piadosas hijas de la ciudad

    invitaron a sus amigas a presenciar, como hermanas,

    el espectculo de la venganza divina.

    Jernimo, que entretanto haba sido puesto tam-

    bin en prisin, crey perder el juicio al enterarse del

    monstruoso giro que haban tomado los aconteci-

    mientos. En vano pens en la salvacin: dondequiera

    que lo llevaran las alas de sus pensamientos ms des-

    medidos, tropezaba con cerrojos y muros, y un inten-

    to de limar los barrotes de la ventana lo condujo, al

    ser descubierto, a un encierro todava ms severo. Se

    arrodill ante la imagen de la Santa Madre de Dios, y

    le rez can infinito fervor, como si fuera la nica de la

    que caba an esperar la salvacin.

    Sin embargo, amaneci el da ms temido y, Con l,

    la ntima conviccin del absoluto desamparo en que

    se encontraba. Resonaron las campanas que acompa-

    aban a Josefa al cadalso, y la desesperacin se apode-

    r del alma del joven. La .da le eci

    a orrecible ,

    y decidi darse muerte con Una soga que el azar le

    haba deparado. Como queda dicho, estaba precisa-

    mente junto a una columna, asegurando a una abraza-

    dera de hierro, incrustada en la cornisa misma, la soga

    que deba arrebatado de aquel mundo abominable

    cuando de pronto se hundi la mayor parte de la ciu-

    dad, con gran estruendo, como si cayera el firmamen-

    to enterrando bajo sus escombros todo cuanto respi-

    raba. Jernimo Rugera qued paralizado de espanto;

    y, como si su conciencia hubiera sido aniquilada, se

    aferraba ahora, para no caerse, a la columna en la que

    haba querido morir. El suelo vacilaba bajo sus pies,

    todas las paredes se agrietaron, el edificio entero se

    inclin para precipitarse en la calle, y slo la cada del

    edificio de enfrente, que coincidi con su lenta cada,

    impidi, al formarse una oportuna bveda, el de-

    rrumbamiento to tal. Temb lando, con el cabello eriza-

    do y unas rodillas que queran romperse baj o su cuer-

    po, Jernimo se desliz por el suelo inclinado, hacia

    la abertura que haba quedado en el muro delantero

    de la prisin por la colisin de las dos casas.

    Apenas se encontr al aire libre, la calle, ya estre-

    mecida, se hundi por completo a causa de un segun-

    do movimiento de tierra. Sin saber cmo salvarse de

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    aquella catstrofe general, Jernimo se apresur, pa-

    sando por encima de escombros y vigas, mientras la

    muerte lo acosaba por todas partes, hacia una de las

    puertas ms prximas de la ciudad. All se derrumb

    otra casa y, esparciendo los escombros por doquier, lo

    empuj hacia una calle lateral. En ella, en medio de

    nubes de humo, brotaban ya las llamas de todos los

    abletes, por lo que, espantado se adentro en otra

    calle. A ll vino hacia l, desbordado, el ro Mapocho,

    que lo arrastr rugiendo hacia una tercera. All haba

    un montn de muertos, all gema todava una voz

    entre las ruinas, all gritaba la gente desde los tejados

    en llamas, all luchaban hombres y bestias con las olas,

    all se esforzaba un valiente por salvarlos, all haba

    otro, plido como la muerte, que alzaba silenciosa-

    mente al cielo sus manos temblorosas. Despus de al-

    canzar la puerta y de subir a una colina que haba ms

    all, Jernimo cay al suelo sin sentido.

    Permaneci quiz un cuarto de hora en el ms pro-

    fundo desvanecimiento, cuando por fin despert de

    nuevo y, dando la espalda a la ciudad, se incorpor del

    suelo. Se palp la frente y el pecho, sin saber qu

    podra hacer, yLKJIHGFEDCBA acometi un indec ib le sentim ien to

    de bienestar cuando un viento del oeste, que vena del

    ocano, acarici su renovada vida, y sus ojos miraron

    en todas direcciones, sobre la florida comarca de San-

    tiago. Slo los grupos de personas alteradas que se

    vean por todas partes le opriman el corazn; no

    comprenda lo que poda haberlos llevado a ellos y a

    l hasta all, y slo cuando se dio la vuelta y vio la ciu-

    dad hundida a sus espaldas record los terribles

    momentos que haba vivido. Se inclin tan profunda-

    mente para dar gracias a Dios por su salvacin mila-

    grasa que roz con la frente el suelo; y, como si la

    espantosa impresin que se haba grabado en su alma

    reprimiera todas las impresiones anteriores, llor de

    alegra por el hecho de poder disfrutar an de la agra-

    dable vida y de sus mltiples encantos.

    Entonces, cuando se percat de que tena un anillo

    en la mano, record de pronto a Josefa; y con ella

    record su prisin, las campanas que haba odo y el

    momento que haba precedido al derrumbamiento.

    Una profunda melancola volvi a inundarle el pecho;

    comenz a arrepentirse de su oracin y le pareci

    terrible aquel ser que reinaba sobre las nubes. Se mez-

    cl con la gente que, por todas partes, preocupada por

    salvar sus propiedades, sala atropelladamente por las

    puertas de la ciudad, y se atrevi a preguntar tmida-

    mente por la hija de Astern, y si se la haba ejecuta-

    do. Sin embargo, no hubo nadie que pudiera darle in-

    formacin detallada. Una mujer que, con las espaldas

    inclinadas casi hasta el suelo, transportaba una enor-

    me carga de utensilios y llevaba dos nios colgados

    del pecho le dij o al pasar, como si lo hu biera visto con

    sus propios ojos, que la haban decapitado. Jernimo

    se dio la vuelta, y dado que, si calculaba el tiempo, no

    poda dudar de aquel final, se sent en un bosque

    solitario y se abandon a su inmenso dolor. Dese

    que el poder destructor de la Naturaleza volviera a

    Caer sobre l. No comprenda por qu haba escapado

    a la muerte que su alma miserable haba buscado en

    aquellos instantes, porque le pareca liberadora en to-

    dos los aspectos. Se propuso firmemente no venirse

    abajo, aunque los robles estuvieran desarraigados y

    sus copas cayeran sobre l. Una vez que se hubo desa-

    hogado llorando y, en medio de las lgrimas ms ar-

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    dientes, vio renacida su esperanza, se puso en pie y

    recorri el campo en todas direcciones. Visit todas

    las colinas en las que se haba reunido gente; todos los

    caminos por los que la gente an hua en desbandada

    lo vieron dirigirse a su encuentro; su paso vacilante lo

    llev a todos los lugares donde ondeaba al viento

    alguna prenda femenina. Sin embargo, ninguna cubra

    a la amada hija de Astern. El sol se pona, y con l

    volva a hundirse su esperanza, cuando lleg al borde

    de una roca y se le ofreci el espectculo de un amplio

    valle, slo frecuentado por algunas personas. Re-

    corri, indeciso sobre lo que deba hacer, los distintos

    grupos, cuando de pronto, junto a una fuente que

    regaba la quebrada, vio a una mujer joven ocupada en

    lavar a un nio en sus aguas. Y en ese instante le dio

    un vuelco el corazn. Baj de las rocas con un fuerte

    prese ntimiento y exclam: i Oh Madre de Dios ben-

    dito , al reconocer a Josefa cuando, atemorizada por

    el ruido, mir a su alrededor. Con qu felicidad se

    abrazaron aquellos infelices, a los que un milagro del

    c ie lo hab a salvado

    En su camino hacia la muerte, Josefa estaba ya

    muy cerca del cadalso cuando, por el estruendoso

    derrumbam iento de los edificios, se dispers el corte-

    jo de la ejecucin. Sus primeros pasos aterrorizados la

    llevaron hacia la puerta de la ciudad ms prxima;

    pero la reflexin le hizo dar la vuelta enseguida y se

    dirigi apresuradamente hacia el convento, donde

    haba quedado su nio desamparado. Encontr ya en

    llamas todo el edificio, y a la abadesa, a la que, en

    aquellos momentos que iban a ser sus ltimos, haba

    encomendado el pequeo, de pie ante la puerta, pi-

    diendo ayuda a gritos para salvarlo. Con denuedo, sin

    temer el humo que iba a su encuentro, Josefa se pre-

    cipit dentro del edificio, que se derrumbaba ya por

    todas partes y, como si todos los ngeles del cielo la

    protegieran, volvi a salir enseguida, ilesa, por la puer-

    ta principal. Quiso echarse en brazos de la abadesa,

    que tena las manos juntas so b re la cabeza, cuando,

    con casi todas las mujeres del convento, la abadesa

    muri de forma lamentable al carsele encima un

    frontn del edificio. Josefa retrocedi temblorosa

    ante el horrible espectculo, cerr rpidamente los

    ojos de aqulla y huy, llena de espanto, para arreba-

    tar a la muerte el querido nio que el cielo le haba

    devuelto.

    Apenas haba dado unos pasos, se encontr con el

    cadver del arzobispo, al que acababan de sacar des-

    trazado de los escombros de la catedral. El palacio del

    virrey se haba hundido, el tribunal donde se haba

    dictado la sentencia estaba en llamas, y en el lugar en

    que haba estado el hogar paterno haba aparecido un

    lago del que brotaba un hirviente vapor rojizo. Josefa

    hizo acopio de fuerzas para no desfallecer. Alejando

    el pesar de su pecho, avanz valientemente con su

    botn, de calle en calle, y estaba ya prxima a la puer-

    ta de la ciudad cuando vio tambin en ruinas la pri-

    sin en que Jernimo se haba consumido. Al verla

    vacil, y fue a dejarse caer sin conocimiento en un

    rincn. Pero el derrumbe, a sus espaldas, de un edifi-

    cio que los temblores haban estremecido ya, hizo que

    volviera a levantarse fortalecida por el espanto. Bes

    al nio, se limpi las lgrimas de los ojos y alcanz la

    puerta, sin prestar ms atencin a los horrores que

    la rodeaban. Cuando se vio al aire libre, lleg a la con-

    clusin de que no todo el que haba vivido en uno de

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    lo svutsrqponmlkjihgfedcbaZYXWVUTSRQPONMLKJIHGFEDCdificio s destruidos ten a que haber sid o aplastad o

    necesariamente por l.

    En la siguiente encrucijada se detuvo y esper para

    ver si apareca aquel que, despus del pequeo Felipe,

    era lo que ms quera en este mundo. Como no acuda

    nadie y la multitud de personas no haca ms que cre-

    cer, prosigui su camino, pero se volvi otra vez, y

    esper de nuevo; y, derramando muchas lgrimas, se

    adentro en un valle oscuro, som breado por pinos, para

    rogar por el alma de l, que crea liberada de su cuerpo;

    y fue all donde l

    encontr

    a su amada, en el valle, y

    tambin felicidad, como si hubiera sido el valle del

    Edn.

    Todo eso contaba ahora emocionada a J ernimo, y

    cuando hubo acabado, le dio al nio para que lo besa-

    ra ... Jernimo lo cogi y acarici con inefable alegra

    paterna, y, como el nio llorase ante aquel rostro des-

    conocido, le sell la boca con caricias sin fin. En-

    tretanto haba cado la noche ms hermosa, llena de

    aromas suavsimos, tan silenciosa y plateada como

    s l o podra soar un poeta. Por todas partes, a lo

    largo del a rroyo del v alle, se hab an asentad o persona s,

    al resplandor de la luna, y preparaban blandos lechos

    de musgo y hojas para descansar de un da tan angus-

    tioso. Y comoquiera que los pobres seguan la~en-

    tndose, ste porq ue haba perdido su casa, el otro a

    su esposa y su hijo,

    LKJIHGFEDC

    un tercero, todo, Jernirrio y

    Josefa se ocultaron entre unos espesos arbustos para

    no entristecer con su secreta alegra el nim o de nadie.

    Encontraron un esplndido granado, que desplegaba

    ampliam ente sus ramas, cargadas de frutos perfuma-

    dos; y un ruiseor cantaba en la copa su voluptuosa

    cancin. All se recost Jernimo junto al tronco,

    Josefa a su lado y Felipe en el regazo de Josefa, cu-

    biertos con la capa de aqul, y descansaron. La som-

    bra del rbol se fue desplazando sobre ellos con sus

    luces dispersas, y la luna volvi a palidecer ante la

    aurora, antes de que se durmieran. Haban tenido

    infinitas cosas que contarse del jardn del convento

    y

    de sus risiones, y de lo que haban sufrido el uno por

    el otro, iY se conmovieron al pensar en cunta mise-

    ria haba tenido que caer sobre el mundo para que

    e llo s fu eran fe li ce s

    Decidieron que en cuanto hubieran cesado lo s

    temblores iran a La Concepcin, donde Josefa te-

    n a una amiga n tim a y, con un pequeo prstamo que

    esperaba conseguir de ella, se embarcaran hacia

    Espaa, donde vivan los parientes maternos de

    Jernimo, para pasar all felizmente el resto de sus

    das. Despus de mucho besarse, se quedaron dor-

    midos.

    Cuando despertaron, el sol estaba ya alto en el

    cielo, y vieron cerca de ellos a varias familias, ocupa-

    das en preparar junto al fuego un pequeo desayuno.

    Jernimo pensaba tambin en cmo conseguir comi-

    da para los suyos, cuando un hombre joven y bien

    vestido, con un nio en los brazos, se acerc a Josefa

    y le pregunt, con aire comedido, si no podra, por

    corto tiempo, dar el pecho a aquel pequen, cuya

    madre yaca herida entre los rboles. Josefa se sinti

    un tanto confusa, cuando advirti que se trataba

    de un conocido. Sin embargo, l, que interpret mal

    SU

    confusin, continu diciendo: Es slo por unos

    momentos, Doa Josefa; este nio, desde el mom ento

    que nos hizo a todos tan desgraciados, no ha comido

    nada; de forma que ella dijo: Slo callaba ... por

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    otra razn, Don Fernando; en estos tiempos tan

    horribles nadie se niega a compartir lo que posee; y

    cogi al nio ajeno, mientras daba el propio al padre,

    y se lo puso al pecho. Don Fernando agradeci mu-

    cho aquella bondad y le pregunt si no quera unirse

    al grupo que en aquel momento preparaba un peque-

    o desayuno junto al fuego. Josefa respondi que

    aceptara con gusto el ofrecim iento y, como Jernimo

    tampoco tuvo nada que objetar, sigui a Don Fer-

    nando hasta donde se encontraba su familia, y all

    fue acogida de la forma ms entraable y cariosa por

    las dos cuadas de Don Fernando, a las que conoca

    como muy dignas dam iselas.

    Cuando la esposa de Don Fernando, Doa Elvira,

    que yaca en el suelo gravemente herida en las piernas,

    vio que su afligido hijo tomaba el pecho de Josefa, la

    invit amablemente a sentarse a su lado. Tambin

    Don Pedro, su suegro, que estaba herido en un hom-

    bro, la salud con la cabeza amablemente.

    En el pecho de Jernimo y de Josefa se agitaban

    pensamientos extraos. Al ser tratados con tanta con-

    fianza y amabilidad, no saban qu pensar del pasado,

    del cadalso, de la prisin y de las campanas; no seran

    slo un sueo? Era como si los nimos, tras el terri-

    ble golpe sufrido, se hubieran reconciliado. Sus re-

    cuerdos no podan remontarse ms all de aquel

    momento. y Doa Isabel, que haba sido invitada por

    una amiga al espectculo de la maana anterior, pero

    no haba aceptado el ofrecimiento, posaba de cuando

    en cuando la mirada en Josefa, con ojos soadores.

    Sin embargo, la noticia de alguna desgracia nueva y

    horrible devolvi su alma a una realidad de la que

    apenas haba podido escapar.

    Se habl de cmo la ciudad, inmediatamente des-

    pus del primer temblor importante, se llen de muje-

    res que dieron a luz ante los ojos de los hombres; de

    cmo los monjes, con el crucifijo en la mano, iban

    de un lado a otro gritando:

    LKJIHGFEDC

    El fin del mundo ha lle-

    gado ; de cmo una guardia que, por orden del

    virrey, exiga que se abandonara una iglesia recibi

    como respuesta: [Ya no hay virrey de Chile ; de

    cmo el virrey, en los momentos ms terribles, tuvo

    que levantar patbulos para poner coto al pillaje; y de

    cmo un inocente, que se haba salvado atravesando

    un edificio en llamas, fue precipitadamente capturado

    por el propietario, y colgado al punto.

    Doa Elvira, de cuyas heridas cuidaba con celo

    Josefa, en un momento en que los relatos se entrecru-

    zaban vivamente, aprovech la oportunidad para pre-

    guntarle qu le haba ocurrido en aquel da horrible.

    Y como Josefa, con el corazn oprimido, se lo cont

    a rasgos generales, tuvo la dicha de ver cmo apare-

    can las lgrimas en los ojos de la dama. Doa Elvira

    la cogi de la mano, apretndosela, y le hizo gesto de

    que guardara silencio. Josefa crey estar entre los bie-

    naventurados. Un sentimiento que no pudo reprimir

    le hizo comprender que el da transcurrido, por

    mucho dolor que hubiera trado al mundo, era una

    gracia como nunca se le haba concedido. Y realmen-

    te, en medio de aquellos instantes horrorosos en los

    que fueron destruidos todos los bienes terrenales de

    los hombres y la Naturaleza entera corri el riesgo de

    verse sepultada, el espritu humano pareca florecer.

    En los campos, hasta donde alcanzaba la vista, se vea

    mezcladas a personas de todos los estarnentos: prnci-

    pes y mendigos, matronas y campesinas, funcionarios

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    y jornaleros, monjes y monjas; compadecindose mu-

    tuamen te, p res tndose ayuda recp roca, compar tien-

    do con alegra lo que haban salvado para conservar la

    vida, como si la desgracia general y todo lo que ha-

    ba escapado de ella los hubieran convertido en una

    sola familia.

    En lugar de las conversaciones insustanciales para

    las que el mundo haba suministrado alimento en las

    mesas de t, se contaban ahora ejemplos de hechos

    extraordinarios: personas a las que se haba prestado

    normalmente poca atencin en la sociedad haban

    mostrado una grandeza romana; multitud de ejem-

    plos de intrepidez, de alegre desprecio del peligro, de

    abnegacin y divino sacrificio, de ofrenda ilim itada

    de la propia vida, como si, igual que un bien despre-

    ciable, pudiera recuperarse en cualquier momento.

    Efectivamente, como no haba nadie a quien no hu-

    biera ocurrido en aquel da algo conmovedor o que

    no hubiera realizado algo generoso, e dolor de todos

    los pechos humanos se mezclaba a tanta dulzura que,

    como se deca, no se poda saber si la suma de bienes-

    tar general no haba aumentado tanto por un lado

    como haba disminuido por otro.

    Jernimo tom a Josefa de brazo, despus de

    haberse en tregado en s ilencio a esas cons ideraciones ,

    y la llev a pasear con indecible alegra, de un lado a

    otro, bajo el espeso follaje del granada . l le dijo que,

    dado e estado de nimo y el cambio de las circuns-

    tancias, renunciaba a su decisin de embarcarse hacia

    Europa; que si el virrey, que siempre se haba mostra-

    do favorable a su causa, segua vivo, se arriesgara a

    postrarse ante l; y que tena la esperanza (y le estam-

    p un beso) de poder quedarse con ella en Chile. [o-

    sefa le respondi que haba tenido pensamientos

    parecidos; que tampoco dudaba de poder reconciliar-

    se con su padre, si ste segua con vida; sin embargo,

    en lugar de prosternarse, preferira ir a La Concep-

    cin e iniciar desde all por escrito el proceso de

    reconciliacin con el virrey; as estara en cualquier

    caso cerca del puerto y, en el mejor de ellos, si el asun-

    to tomaba el rumbo deseado, podra volver fcilmen-

    te a Santiago. Tras reflexionar un instante, Jernimo

    reconoci la sensatez de esa medida, recorri con JLKJ IHGFED

    sefa an los paseos, imag inando los alegres momentos

    futuros, y volvi con ella a reunirse con el grupo.

    Entretanto haba llegado la tarde, y los nimos de

    los refug iados que a ll e staban se hab an tranqu ilizado

    un poco, al haber cesado los temblores de tierra,

    cuando se difundi la noticia de que en la iglesia de

    los Dominicos, la nica que el terremoto haba respe-

    tado, el propio prelado del convento dira una misa

    solemne para rogar al cielo que los protegiera de nue-

    vas calamidades.

    La gente acuda ya desde todos los puntos, diri-

    gindose en masa hacia la ciudad. En el grupo de Don

    Fernando se suscit la cuestin de si no deberan par-

    t icipar ello s tamb in en la celebrac in y un ir se a l co r-

    te jo gene ra l. Doa Isabel reco rd , con cier ta angustia,

    la desgracia que le haba ocurrido el da anterior en la

    iglesia, y d ijo que esas ceremon ias de agradecimiento

    se repetiran, y que entonces se podra asistir a ellas

    con tanta mayor alegra y tranquilidad, puesto que el

    pelig ro hab ra quedado atrs . Josefa mani fes t, levan -

    tndose enseguida con entusiasmo, que nunca haba

    sentido ms vivamente el impulso de postrarse ante el

    Creador que entonces, cuando ste haba mostrado su

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    sublime e inescrutable poder. Doa Elvira declar

    con viveza que era de la misma opinin que Josefa.

    Insisti en que asistieran a la misa, y pidi a Don Fer-

    ~. ;..

    nando que condujera al grupo, y entonces todos, tam-

    bin Doa Isabel, se levantaron de sus asientos. Sin

    embargo, como esta ltima, suspirando profunda-

    mente, vacilaba al hacer los preparativos para salir y,

    a la regunta de qu le pasaba, res ondi que tena no

    s qu presentim iento infeliz, Doa Elvira la tranqui-

    liz, pidindole que se quedara con ella y con su

    padre enfermo. Josefa dijo: As, Doa Isabel, se cui-

    dar de ese pequeito que, como ve, ha vuelto a en-

    contrarse conmigo. Sin embargo, como ste se puso

    a llorar lastimosamente por la injusticia que se le ha-

    ca, y no quera en absoluto, Josefa dijo sonriendo

    que lo mantendra a su lado, y lo bes hasta que vol-

    vi a callarse. Entonces Don Fernando, a quien agra-

    daba mucho la dignidad y el nimo de su conducta, le

    ofreci el brazo; Josefa, que llevaba al pequeo Feli-

    pe, se lo ofreci a Doa Constanza; los siguieron los

    otros miembros del grupo; y, en ese orden, la comiti-

    va se dirigi a la ciudad.

    Apenas se haban alejado cincuenta pasos cuando

    se oy a Doa Isabel, que haba mantenido una ani-

    mada y secreta conversacin con Doa Elvira, gritar:

    Don Fernando , y se la vio acercarse a la comitiva

    con paso inquieto. Don Fernando se detuvo y se vol-

    vi; la esper sin soltar a Josefa del brazo, y, como-

    quiera que Doa Isabel se detuvo a cierta distancia

    como si esperara que l fuera a su encuentro, le pre-

    gunt qu deseaba. Doa Isabel se acerc a l, con

    cierta renuencia, y le murmur unas palabras al odo,

    aunque de forma que Josefa no pudiera orlas. En-

    tonces pregunt Don Fernando: Y qu desgracia

    podra ocurrir?. Doa Isabel volvi a cuchichearle al

    odo, con rostro preocupado. A Don Fernando se le

    arrebol el rostro de indignacin y respondi que

    todo estaba bien y que Doa Elvira deba tranquili-

    zarse; y prosigui su camino con la dama ...

    Cuando llegaron a la iglesia de los Dominicos, se

    oa ya el rgano con musical es lendor, y una multi-

    tud inconmensurable se agitaba dentro de ella. El

    gento se extenda mucho ms all del portal, por la

    explanada de la iglesia, y subidos a las paredes, en los

    marcos de las pinturas, haba muchachos que, con la

    gorra en la mano, miraban con ojos expectantes.

    Todos los candelabros irradiaban luz; las columnas, al

    caer el crepsculo, arrojaban sombras misteriosas; el

    gran rosetn de la pared posterior de la iglesia arda

    como el propio sol del atardecer que lo iluminaba; y,

    dado que el rgano callaba, reinaba el silencio en toda

    la congregacin, como si ningn pecho fuera capaz de

    emitir sonido alguno. Nunca haba surgido de una ca-

    tedral catlica tal llama de fervor hacia el cielo como

    aquel da, en la catedral de los Dominicos de Santiago;

    y en ningn pecho humano haba una ascua ms

    ardiente que en el de Jernimo y Josefa

    La ceremonia se inici con un sermn, pronuncia-

    do desde el plpito por el ms anciano de los canni-

    gos, revestido de pontifical. C omenz con alabanzas,

    elogio y agradecimiento, alzando hacia el cielo sus

    manos trmulas, ampliamente envueltas en la sobre-

    pelliz, por el hecho de que an hubiera personas que,

    en aquella parte del mundo en ruinas, fueran capaces

    de alzar sus voces temblorosas a Dios. Describi lo

    que haba ocurrido a una seal del Todopoderoso; el

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    juicio final no poda ser m s horrible; y cuando, sea-

    lando una grieta que se haba producido en la cate-

    dral, calific el terrem oto del da anterior de sim ple

    presagio, un estrem ecim iento recorri la congrega-

    cin. Luego, llevado por su sacerdotal elocuencia,

    habl de la corrupcin de las costum bres de la ciudad;

    se haban castigado en ella horrores com o no conocie-

    ron Sodoma y Gomorra; y atribuy slo a la infinita

    longanim idad de Dios que no hubiera sido totalm en-

    te aniquilada de la faz de la tierra.

    S in embargo, fue com o un pual que atravesara los

    . corazones ya desgarrados por el serm n de nuestros

    d os in fortu nados el q ue el eclesistico, en esa o casin,

    m encionara con todo detalle el crim en com etido en el

    jardn de las carm elitas; tach de im pa la indulgencia

    que haba encontrado en el m undo y, en una digresin

    llena de m aldiciones, entreg las alm as de los delin-

    cuentes, a los que mencion expresamente, a todos

    los prn cipes del In fierno M ien tras ap retab a el b ra zo

    de Don Jernim o, Doa Constanza grit:LKJIHGFEDC

    [ cn

    Fer-

    nando . Sin embargo, ste respondi tan clara y tan

    discretam ente com o puedan com paginarse am bas co-

    sas: Guardad silencio, seora, no m ovis ni un pr-

    pado y haced com o si os desm ayarais; entonces aban-

    donarem os la iglesia. Sin em bargo, antes de que D oa

    C onstanza hubiera podido adoptar aquella ingeniosa

    m edida de salvacin, se oy una voz que interrum pa

    el sermn del cannigo: [Apartaos, ciudadanos de

    Santiago, que aqu estn esas personas

    impas .

    Y

    otra voz llena de espanto pregunt, m ientras se for-

    maba a su alrededor un crculo ms amplio: Dn-

    de?.

    [Aqu ,

    repuso un tercero que, lleno de santa

    ruindad, agarr de los cabellos a J osefa, de form a que

    habra cado al suelo con el hijo de Don Fernando si

    ste no la hu bie ra sostenido.

    - Estis locos? -grit el joven, rodeando con el

    brazo a Josefa-. Soy Don Fernando Orrnez, hijo del

    com andante de la ciudad, al que todos conocis.

    Don Fernando Ormez?, grit muy cerca de l

    un zapatero remendn que haba trabajado para J

    sefa y la conoca tan bien com o conoca sus pequeos

    pies. Quin es el padre de ese

    nio?,

    d ij o v o lv i n -

    dose con descaro hacia la hija de Astern. Don Fer-

    nando palideci ante la pregunta. M ir tm idam ente

    ora a Jernimo ora a la gente congregada, para ver si

    alguien lo conoca. Josefa, em pujada por la espantosa

    situacin, exclam: ste no es m i hijo, maestro

    Pedrillo, com o crees; m ientras, con m iedo infinito

    en el alma, m iraba a Don Fernando: [Este joven ca-

    ballero es Don Fernando Orm ez, hijo del comandan-

    te de la ciudad, al que todos ccnocis . E l zapatero

    pregunt: Quin de vosotros, ciudadanos, conoce a

    ese joven? . Y varios de los circunstantes repitieron:

    Quin conoce a Jernimo Rugera? Que d un paso

    adelante . Ocurri entonces que, en ese m om ento, el

    pequeo Juan, asustado por el tumulto, quiso pasar a

    los brazos de Don Fernando, apartndose del pecho

    de Josefa. E ntonces grit una voz: l es el padre

    ,

    y

    o tra: ,, l es Jern im o R ugera ; y un a tercera:

    jEllcs

    son los blasfem os ; y toda la cristiandad congregada

    e n e l te mp lo d e Je s s: L ap id ad lo s L ap id ad lo s .

    E nt on ce s J er n imo d ijo : A lt o Mo ns tr uo s S i b us -

    cis a Jernim o Rugera,

    [aqu

    lo te n is S olta d a e se

    h om bre , q ue e s in oc en te ...

    La furiosa multitud, confusa por la declaracin de

    Jernimo, se detuvo; muchas manos soltaron a Don

    6

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    Fernando; y como en aquel momento un oficial de la

    Armada de alto rango lleg apresuradamente y,

    abrindose paso entre el gento, pregunt:

    LKJIHGFEDCj o n

    Fer-

    nando Ormez Qu os ha pasado ?, ste, totalmente

    libre ahora, respondi con una serenidad realmen-

    te heroica:

    -Ya veis, Don Alon so, estos crimin ales Yo hab ra

    estado perdido si este hombre respetable, para tran-

    quilizar a la furiosa multitud, no se hubi ra hecho

    pasar por Jernimo Rugera. Llveselo, tenga la bon-

    dad, y a esta joven dama, para seguridad de ambos; y

    tambin a ese hombre indigno -dijo agarrando al

    maestro Pedri llo:

    -Que es el causante del tumulto

    E l zapatero grit:

    Don

    Alonso Onoreja, os los pregunto por vues-

    tra conciencia: no es esta joven Josefa Astern?

    Como Don Alonso, que conoca muy bien a

    Josefa, dudara entonces en su respuesta, y varias vo-

    ces, de nuevo encendidas de ira, gritaran: S lo es

    S lo es , y: Matadla , Josefa dej al pequeo Fe-

    lipe, al que Jernimo haba llevado hasta entonces, y

    al pequeo Juan en brazos de Don Fernando, y dijo:

    Don Fernando, salvad a vuestros dos hijos y aban-

    donadnos a nuestro d e stino .

    Don Fernando cogi a los nios y dijo que prefe-

    ra morir a consentir que quienes lo acompaaban

    sufrieran dao alguno. Despus de pedir la espada al

    oficial de la Armada, ofreci su brazo a Josefa y pidi

    a la otra pareja que los siguiera. Lograron salir de la

    iglesia, porque, ante esa actitud, les abrieron amplio

    paso con respeto, y se creyeron ya salvados. Sin em-

    bargo, apenas haban llegado a la explanada de la igle-

    sia, igualmente llena de gente, cuando una voz de la

    furiosa multitud que los haba seguido grit: se es

    Jernimo Rugera, ciudadanos, pues yo soy su propio

    padr e , y lo derrib al lado de Doa Constanza con

    un tremendo golpe de maza. Jess, Mara y Jos

    grit Doa Constanza, huyendo hacia su cuado;

    Trotaconventos , se oy sin embargo entonces, y

    otro mazazo de otro lado, que la derrib sin vida junto

    J o. Mo os , 1 u s o o O.

    Era Doa Constanza Xares por qu nos mien-

    ten entonces ?, respondi el zapatero.

    jBuscad

    a la

    verdadera y matadla . Don Fernando, al ver el cad-

    ver de Doa Constanza, ardi de clera; desenvain

    la espada y, blandindola, dio un golpe que hubiera

    partido en dos al fantico asesino que haba causado

    aquella atrocidad, de no haber esquivado ste el furio-

    so tajo. Sin embargo, como no poda contener a la

    multitud que se abalanzaba hacia l, Doa Josefa gri-

    t:

    [Adis,

    Don Fernando, cuidad de nuestros hi-

    jos , y: Matadme, tigres sedientos de sangre , pre-

    cipitndose voluntariamente sobre ellos para poner

    fin a la lucha. El maestro Pedrillo la derrib de un

    golpe de maza. Luego, salpicado de' sangre, grit:

    [Enviad con ella al Infierno a ese bastardo , y se

    abalanz de nuevo hacia delante, con instinto asesino

    no aplacado.

    Don Fernando, aquel hroe divino, estaba ahora

    con la espalda apoyada en la iglesia; con la mano

    izquierda sostena a los nios, con la derecha la espa-

    da. Con cada golpe fulminaba a alguien; un len no se

    defendera mejor. Siete perros sedientos de sangre

    yacan muertos ante l, y hasta el prncipe de la sat-

    nica jaura estaba herido. Sin embargo, el maestro

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    Pedrillo no descans hasta arrancarle del pecho a uno

    de los nios, cogindolo por las piernas y, hacindolo

    girar en el aire, estrellarlo contra una de las columnas

    de la iglesia. Entonces se hizo el silencio y todos se

    alejaron. Don Fernando, al ver a su pequeo Juan

    ante s con los sesos saliendo de la cabeza, alz los

    ojos al cielo con un dolo r in descriptible.

    El oficial de la Armada acudi de nuevo, trat de

    consolado y le asegur que lamentaba su propia pasi-

    vidad ante aque la desgracia, aunque justi icada por

    muchos motivos. No obstante, Don Fernando le dijo

    que no se le poda reprochar nada, y le rog que lo

    ayudara a llevarse los cadveres. Los llevaron a todos,

    en la oscuridad de la noche que caa, a casa de Don

    Alonso, adonde los sigui Don Fernando, llorando a

    lgrima viva sobre el rostro del pequeo Felipe. Pas

    la noche tambin en casa de Don Alonso, y retras

    largo tiempo, con falsas excusas, informar a su esposa

    de todo el alcance de la desgracia. Por una parte, por-

    que ella estaba enferma, y por otra porque no saba

    cmo juzgara su comportamiento en aquella ocasin.

    Sin embargo, poco tiempo despus, informada casual-

    mente de todo por una visita, aquella dama excelente

    llor en silencio su dolor maternal, y una maana,

    con las ltimas lgrimas brillando en sus ojos, se lan-

    z a su cuello y lo bes. Don Fernando y Doa Elvira

    adoptaron como hijo al pequeo; y cuando Don

    Fernando comparaba a Felipe con Juan, y pensaba en

    cmo haban llegado los dos a l, le pareca casi que

    deba alegrarse.EDC

    T r a du c c i n i g ue l S e nz