Sevilla Total Urban

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Texto RAFAEL ARJONA y LOLA WALS Sevilla Urban

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Esta guía de Sevilla, dedicada a la ciudad y su provincia, es un eficaz instrumento para descubrir todos sus secretos y tesoros. La información, completamente actualizada, se divide en cuatro apartados. En el primero, Itinerarios por Sevilla, se describen 6 recorridos por la capital andaluza. El plano que se incluye facilitará el desplazamiento por la ciudad y ayudará a localizar los monumentos más destacados. En la sección titulada Provincia de Sevilla se describen las localidades y lugares más significativos de la provincia. El contexto, su tercer apartado, supone un buen modo de aproximarse a la historia y el arte, la gastronomía y otros aspectos, como la arquitectura popular y la oferta cultural, de Sevilla y su provincia. En el capítulo Informaciones prácticas se pueden obtener las direcciones y los teléfonos de hoteles, restaurantes y otros servicios turísticos seleccionados.

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Texto

RAFAEL ARJONA y LOLA WALS

Sevilla

Urban

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ITINERARIOS POR SEVILLA

En este apartado se describen 6 itinerarios por la ciudad de Sevilla.

Los nombres de los monumentos van seguidos de una referencia entre paréntesis que señala su ubicación dentro del plano que aparece en las páginas 11-23. Por ejemplo, los Reales Alcázares (10, A1) se encuentran situados en el plano número 10, fila A, columna 1. La referencia (f.p.) significa que dicho monumento se encuentra fuera del plano.

Las estrellas (★ y ★★) que aparecen junto a los lugares de interés hacen referencia a su importancia monumental e histórica.

1. SEVILLA ÚNICAEl barrio de Triana, esencia pura de Sevilla, constituye el marco en el que se desarrolla la primera etapa del recorrido por la ciudad. La plaza del Altozano, el Museo de la Inquisición, la iglesia de Nuestra Señora de la O, el Cachorro, Santa Ana y la Esperanza de Triana constituyen los hitos principales de la que irán saliendo al paso del caminante. Y siempre el Guadalquivir.

La plaza encendidaLa plaza del Altozano (10, C1), en la mar-gen izquierda del río, acoge y encierra, como un gran espejo, toda la luz del cielo de Sevilla. Es una plaza alada, irregular, desafiante, popular y altiva. Es también una plaza con mucho movimiento, no en vano llegan hasta ella cinco vías de dis-tinta importancia y significación. Desde ella se recorta Sevilla, al otro lado del río, como un gran lienzo mágico obra de un pintor inmortal.

Aquí mismo está el puente de Isabel II (9, C2), con su poderosa estructura de hierro, levantado en 1852 para sustituir al de barcas que mandó construir el rey almohade Abu Yakub ben Yusuf en 1217.

En la cabecera del puente se levanta la capillita del Carmen (9, C2), que los sevi-llanos llaman cariñosamente El Mechero, por la forma peculiar de su estructura. Es obra de Aníbal González, arquitecto sevi-llano, padre del estilo regionalista, del que se hablará más extensamente en páginas sucesivas.

Junto a la capilla, al borde de la plaza, ya no está el tenebroso castillo de San Jorge, sede de la Inquisición desde 1541 hasta 1785 en que, debido al mal estado de la construcción, se trasladaron al que había sido colegio de los Jesuitas de la calle Becas. En su lugar hay un mercado, en cuyos sótanos el Ayuntamiento, con buen criterio, ha instalado un Museo

Puente de Isabel II. Al fondo, el barrio de Triana.

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ITINERARIOS POR SEVILLA

En este apartado se describen 6 itinerarios por la ciudad de Sevilla.

Los nombres de los monumentos van seguidos de una referencia entre paréntesis que señala su ubicación dentro del plano que aparece en las páginas 11-23. Por ejemplo, los Reales Alcázares (10, A1) se encuentran situados en el plano número 10, fila A, columna 1. La referencia (f.p.) significa que dicho monumento se encuentra fuera del plano.

Las estrellas (★ y ★★) que aparecen junto a los lugares de interés hacen referencia a su importancia monumental e histórica.

1. SEVILLA ÚNICAEl barrio de Triana, esencia pura de Sevilla, constituye el marco en el que se desarrolla la primera etapa del recorrido por la ciudad. La plaza del Altozano, el Museo de la Inquisición, la iglesia de Nuestra Señora de la O, el Cachorro, Santa Ana y la Esperanza de Triana constituyen los hitos principales de la que irán saliendo al paso del caminante. Y siempre el Guadalquivir.

La plaza encendidaLa plaza del Altozano (10, C1), en la mar-gen izquierda del río, acoge y encierra, como un gran espejo, toda la luz del cielo de Sevilla. Es una plaza alada, irregular, desafiante, popular y altiva. Es también una plaza con mucho movimiento, no en vano llegan hasta ella cinco vías de dis-tinta importancia y significación. Desde ella se recorta Sevilla, al otro lado del río, como un gran lienzo mágico obra de un pintor inmortal.

Aquí mismo está el puente de Isabel II (9, C2), con su poderosa estructura de hierro, levantado en 1852 para sustituir al de barcas que mandó construir el rey almohade Abu Yakub ben Yusuf en 1217.

En la cabecera del puente se levanta la capillita del Carmen (9, C2), que los sevi-llanos llaman cariñosamente El Mechero, por la forma peculiar de su estructura. Es obra de Aníbal González, arquitecto sevi-llano, padre del estilo regionalista, del que se hablará más extensamente en páginas sucesivas.

Junto a la capilla, al borde de la plaza, ya no está el tenebroso castillo de San Jorge, sede de la Inquisición desde 1541 hasta 1785 en que, debido al mal estado de la construcción, se trasladaron al que había sido colegio de los Jesuitas de la calle Becas. En su lugar hay un mercado, en cuyos sótanos el Ayuntamiento, con buen criterio, ha instalado un Museo

Puente de Isabel II. Al fondo, el barrio de Triana.

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ItInerarIos por sevIlla

de la Inquisición, en cuyo recorrido el visitante puede descubrir los inhumanos métodos con los que esta infausta orga-nización de la Iglesia católica trataba a sus víctimas, muchas de ellas reos de una acusación anónima y en bastantes casos falsa.

A la izquierda, la plaza se extravía en un pronunciado declive que salvan unas anchas escaleras. Un ficus lujurioso, de gigantesca copa, ofrece su sombra a una estatua del torero Juan Belmonte, el Pasmo de Triana, que fundió Venancio Blanco. Siguiendo la acera, hacia el cen-tro de la plaza, una gitana de bronce, con su guitarra al brazo, sirve de homenaje al arte flamenco. En el río, tenso como una lámina de acero, navegan a toda velocidad un buen número de piraguas de distintos tipos, a las que se unen los hidropedales y, a ratos, el vapor que hace la travesía desde el puente de San Telmo hasta el del Alamillo. Los automóviles van y vienen, sobre todo, del puente a la calle San Jacinto y viceversa. La gente, en cam-bio, discurre en todas direcciones, cruza el puente a pie, entra y sale del mercado, afluye sobremanera a la calle San Jacinto o se pierde por las restantes bocacalles. Un par de bares ofrecen sus amplias terra-zas, perfectas tanto para el aperitivo como para la copa nocturna.

Esta plaza, sensual y bulliciosa, cons-tituye el compás y la entrada natural al legendario barrio de Triana, y es también uno de los mejores lugares, si no el mejor, para iniciar la visita a la ciudad.

Triana es el barrio sevillano por exce-lencia. Los trianeros afirman lo contra-rio, afirman que Sevilla es, en realidad, un barrio de Triana. En cualquier caso, aquí se encuentra la cuna de la maravillosa alfa-rería sevillana; aquí se encuentra la cuna de las patronas de la ciudad, las santas Justa y Rufina, y aquí se encuentra la cuna de buena parte del cante flamenco y del toreo, dos elementos fundamentales que identifican no solo a Sevilla, sino a toda Andalucía. La leyenda asegura que la ciu-dad de Sevilla fue fundada por Hércules. En Triana añaden que la leyenda está incompleta, que algo antes que Hércules, Astarté, señora de las estrellas y gran madre de la naturaleza y la fertilidad, que venía huyendo del héroe griego, se había instalado en la margen derecha del río y

había fundado Triana. Marinero desde sus orígenes, lo que prueba su raigambre popular y aventurera –aquí vivía el céle-bre Rodrigo, primero en ver con sus ojos las tierras del Nuevo Mundo–, laborioso y emprendedor, Triana conserva muchas de las características y peculiaridades de la Sevilla más auténtica.

Nuestra Señora de la O (9, C2)Desde la plaza del Altozano, si es por la mañana, conviene entrar al mercado (9, C2), uno de los mejores lugares para captar la idiosincrasia del barrio. Llaman la atención los puestos de verduras y de frutas, tan relucientes, así como los de pescado, fresco como en la costa y muy variado, y más aún la llama el ambiente cordial que se descubre entre los parro-quianos y entre estos y los vendedores, de gente que se conoce de toda la vida, casi de pueblo, donde nadie, ni siquiera los forasteros, resultan extraños.

Al otro lado del mercado está Callao, un ensanchamiento más que una plaza, en cuyo número 6 tiene su domicilio la célebre Peña Trianera, fundada en 1932. Aquí empieza la calle Castilla (9, C2), una de las principales del barrio. Larga, comercial y muy concurrida en ella nació Alberto Lista y Aragón y pasó su infan-cia Belmonte. Cuenta con alguno de los antiguos corrales que hicieron famoso a Triana, como, por ejemplo, el del número 16. Posee también un buen número de bares en los que, si es el tiempo apropiado, puede probarse el mosto nuevo que viene del Aljarafe.

Hacia la mitad, aparece la colorista fachada de la iglesia de Nuestra Señora de la O, con su graciosa torre decorada con azulejos sevillanos y la portada de piedra. Construida por el cantero Antonio Gil Gataón entre los años 1697 y 1702, bajo proyecto de los hermanos Félix y Pedro Romero, tiene tres naves separadas por arcos de medio punto sobre columnas toscanas de mármol rojo. Cuatro columnas salomónicas muy decoradas resaltan en el altar mayor, construido en 1716 por Miguel Franco siguiendo las pautas del estilo barroco. En el camarín se venera la imagen de la Virgen de la O, una talla muy bella realizada después de la guerra civil por el sevillano Castillo Lastrucci. Dos

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obras esenciales guarda este templo, el Nazareno de la O, al que los vecinos llaman el Jorobadito, y el grupo de San Joaquín y Santa Ana con la Virgen, ambas de las mejores de Pedro Roldán.

El Cachorro★

Al final de la calle Castilla, pasada la plaza de Chapina, se llega a la capilla del Patrocinio (9, D2), cuyo origen se sitúa en un pozo en el que, según la leyenda, se encontró una imagen de la Virgen con el Niño, a la que se llamó del Patrocinio por el que enseguida ejerció sobre sus devotos. El edificio muestra una doble fachada, las dos con acceso a dintel y coronadas por sendas espadañas, aunque una pequeña y la otra mucho mayor y con un gran arco

de ladrillo de medio punto y azulejos con escenas religiosas abrazando el dintel. Ello se debe a que se trata, en realidad, de dos construcciones distintas; la más pequeña corresponde a la ermita original, muy refor-mada en estilo barroco en el siglo xviii, y la otra, a una nueva edificación realizada en el siglo xx.

En el altar mayor de la primera se encuentra la imagen de la Virgen del Patrocinio. En la cabe-cera de la capilla nueva, sin retablo alguno que lo acoja, se conserva uno de los Crucificados más famosos de Sevilla, el Cristo de la Expiración, el Cachorro,

Capilla del Carmen.

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de la Inquisición, en cuyo recorrido el visitante puede descubrir los inhumanos métodos con los que esta infausta orga-nización de la Iglesia católica trataba a sus víctimas, muchas de ellas reos de una acusación anónima y en bastantes casos falsa.

A la izquierda, la plaza se extravía en un pronunciado declive que salvan unas anchas escaleras. Un ficus lujurioso, de gigantesca copa, ofrece su sombra a una estatua del torero Juan Belmonte, el Pasmo de Triana, que fundió Venancio Blanco. Siguiendo la acera, hacia el cen-tro de la plaza, una gitana de bronce, con su guitarra al brazo, sirve de homenaje al arte flamenco. En el río, tenso como una lámina de acero, navegan a toda velocidad un buen número de piraguas de distintos tipos, a las que se unen los hidropedales y, a ratos, el vapor que hace la travesía desde el puente de San Telmo hasta el del Alamillo. Los automóviles van y vienen, sobre todo, del puente a la calle San Jacinto y viceversa. La gente, en cam-bio, discurre en todas direcciones, cruza el puente a pie, entra y sale del mercado, afluye sobremanera a la calle San Jacinto o se pierde por las restantes bocacalles. Un par de bares ofrecen sus amplias terra-zas, perfectas tanto para el aperitivo como para la copa nocturna.

Esta plaza, sensual y bulliciosa, cons-tituye el compás y la entrada natural al legendario barrio de Triana, y es también uno de los mejores lugares, si no el mejor, para iniciar la visita a la ciudad.

Triana es el barrio sevillano por exce-lencia. Los trianeros afirman lo contra-rio, afirman que Sevilla es, en realidad, un barrio de Triana. En cualquier caso, aquí se encuentra la cuna de la maravillosa alfa-rería sevillana; aquí se encuentra la cuna de las patronas de la ciudad, las santas Justa y Rufina, y aquí se encuentra la cuna de buena parte del cante flamenco y del toreo, dos elementos fundamentales que identifican no solo a Sevilla, sino a toda Andalucía. La leyenda asegura que la ciu-dad de Sevilla fue fundada por Hércules. En Triana añaden que la leyenda está incompleta, que algo antes que Hércules, Astarté, señora de las estrellas y gran madre de la naturaleza y la fertilidad, que venía huyendo del héroe griego, se había instalado en la margen derecha del río y

había fundado Triana. Marinero desde sus orígenes, lo que prueba su raigambre popular y aventurera –aquí vivía el céle-bre Rodrigo, primero en ver con sus ojos las tierras del Nuevo Mundo–, laborioso y emprendedor, Triana conserva muchas de las características y peculiaridades de la Sevilla más auténtica.

Nuestra Señora de la O (9, C2)Desde la plaza del Altozano, si es por la mañana, conviene entrar al mercado (9, C2), uno de los mejores lugares para captar la idiosincrasia del barrio. Llaman la atención los puestos de verduras y de frutas, tan relucientes, así como los de pescado, fresco como en la costa y muy variado, y más aún la llama el ambiente cordial que se descubre entre los parro-quianos y entre estos y los vendedores, de gente que se conoce de toda la vida, casi de pueblo, donde nadie, ni siquiera los forasteros, resultan extraños.

Al otro lado del mercado está Callao, un ensanchamiento más que una plaza, en cuyo número 6 tiene su domicilio la célebre Peña Trianera, fundada en 1932. Aquí empieza la calle Castilla (9, C2), una de las principales del barrio. Larga, comercial y muy concurrida en ella nació Alberto Lista y Aragón y pasó su infan-cia Belmonte. Cuenta con alguno de los antiguos corrales que hicieron famoso a Triana, como, por ejemplo, el del número 16. Posee también un buen número de bares en los que, si es el tiempo apropiado, puede probarse el mosto nuevo que viene del Aljarafe.

Hacia la mitad, aparece la colorista fachada de la iglesia de Nuestra Señora de la O, con su graciosa torre decorada con azulejos sevillanos y la portada de piedra. Construida por el cantero Antonio Gil Gataón entre los años 1697 y 1702, bajo proyecto de los hermanos Félix y Pedro Romero, tiene tres naves separadas por arcos de medio punto sobre columnas toscanas de mármol rojo. Cuatro columnas salomónicas muy decoradas resaltan en el altar mayor, construido en 1716 por Miguel Franco siguiendo las pautas del estilo barroco. En el camarín se venera la imagen de la Virgen de la O, una talla muy bella realizada después de la guerra civil por el sevillano Castillo Lastrucci. Dos

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obras esenciales guarda este templo, el Nazareno de la O, al que los vecinos llaman el Jorobadito, y el grupo de San Joaquín y Santa Ana con la Virgen, ambas de las mejores de Pedro Roldán.

El Cachorro★

Al final de la calle Castilla, pasada la plaza de Chapina, se llega a la capilla del Patrocinio (9, D2), cuyo origen se sitúa en un pozo en el que, según la leyenda, se encontró una imagen de la Virgen con el Niño, a la que se llamó del Patrocinio por el que enseguida ejerció sobre sus devotos. El edificio muestra una doble fachada, las dos con acceso a dintel y coronadas por sendas espadañas, aunque una pequeña y la otra mucho mayor y con un gran arco

de ladrillo de medio punto y azulejos con escenas religiosas abrazando el dintel. Ello se debe a que se trata, en realidad, de dos construcciones distintas; la más pequeña corresponde a la ermita original, muy refor-mada en estilo barroco en el siglo xviii, y la otra, a una nueva edificación realizada en el siglo xx.

En el altar mayor de la primera se encuentra la imagen de la Virgen del Patrocinio. En la cabe-cera de la capilla nueva, sin retablo alguno que lo acoja, se conserva uno de los Crucificados más famosos de Sevilla, el Cristo de la Expiración, el Cachorro,

Capilla del Carmen.

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talla de Francisco Antonio Ruiz Gijón realizada en 1682. La imagen llama la atención enseguida por los característicos vuelos del perizoma o lienzo de pureza, pero impresiona por la firmeza angus-tiada de la musculatura y, más aún, por

el rictus terrible del rostro en el momento indecible de exhalar el último suspiro. En un anexo de la capilla, siempre muy concurrida, se expenden artículos reli-giosos relacionados con el Crucificado y su cofradía.

Cuando el utrerano Francisco Antonio Ruiz Gijón recibió el encargo de tallar el Crucificado de la Expiración era un artista solvente, pero sin demasiadas obras en su haber, por lo que, encan-tado, se dio prisa en firmar el contrato con la cofradía. Corría el año 1682, el autor contaba veintinueve años y Sevilla se recuperaba a duras penas de la última epidemia de peste. Sin embargo, Ruiz Gijón no pudo imagi-nar las dificultades que iba a encontrar en su camino. Nada menos que siete años tardó en concluir su obra. No tuvo mayores problemas en mode-lar el cuerpo en barro, como paso previo para su talla en madera, pero, por más vueltas que le daba, por más que componía y recomponía las pellas de greda, no conseguía encontrar la expresión que debía tener el rostro. Miles de veces había leído el versí-culo 37, capítulo 15 del Evangelio de

san Marcos al que, a su juicio, debía adaptarse su Cristo, y miles de veces se había encontrado con la obstinación de la materia, que se negaba una y otra vez a adoptar la forma adecuada.

El escultor, cada vez más angus-tiado, cruzaba muchas tardes el río para aliviar la tensión en las taber-nas de la Cava. Allí tenía un amigo, El Cachorro, un gitano de noble planta aceitunada, al que Ruiz Gijón le había pedido que le sirviese de modelo para alguna de sus esculturas. Más el gitano se negaba siempre, llevado de la alergia a ser retratado. Cierta noche lluviosa en que el artista, desesperado, se dirigía a la sede de la cofradía con el propósito de renunciar a su encargo, oyó, al pasar por la plazoleta de Callao, un lamento angustiado que parecía una voz de auxilio. Ruiz Gijón se acercó con cautela, alzó el farol con el que se alumbraba y se encontró con El Cacho-rro herido de muerte en un charco de sangre. Nada pudo hacer el imagi-nero por su amigo y el gitano murió en sus brazos entre oscuros temblores y gemidos espantosos. Ruiz Gijón se incorporó anonadado, volvió sobre sus pasos, corrió a su estudio y durante muchas semanas nadie lo vio salir de él. Cuando, meses más tarde, el escul-tor llevó su obra a la capilla y retiró las sábanas que la cubrían, los miembros de la hermandad descubrieron mara-villados que se trataba de la imagen del gitano. Se corrió la voz y, en unos minutos, Triana entera se agolpaba en la capilla comprobando enfervori-zada el prodigio. Desde aquel mismo momento el Cristo de la Expiración fue rebautizado con el sobrenombre de El Cachorro, y con este apelativo lo cono-cen y lo aclaman no solo los trianeros, sino todos los sevillanos.

el crIsto gItano

sevIlla únIca

Iglesia de San Jacinto (10, C1)Desde la capilla del Patrocinio, lo mejor es volver por Alfarería, nombre expresivo, ya que en ella se encuentran muchos de los alfa-res de Triana, que son casi todos, si se suman los que hay en la calle Antillano Campos, con la que forma una cruz casi perfecta. En muchos de estos talleres se ve a los artesanos trabajando el barro y hasta es posible char-lar con ellos mientras elaboran sus bellas y coloristas piezas.

Esta calle, en la que hay también un par de estudios de imagineros, a los que se puede igualmente ver trabajar a través de las ven-tanas, desemboca en San Jacinto, arteria principal del barrio, con abundantes y varia-dos comercios, muy concurrida y animada a casi cualquier hora del día. En el número 41 se sitúa la capilla de la Estrella (10, C1), trianera desde 1566, fecha de la fundación de la hermandad. La Virgen de la Estrella, su titular, una Dolorosa espléndida que muchos atribuyen a Montañés, se encuentra en el altar mayor. A la izquierda, el crucero se alarga en una pequeña nave en cuyo altar se venera a Jesús de las Penas, sentado en una peña y con el rostro alzado hacia las alturas, obra atribuida a Pedro Roldán y fechada hacia 1676.

Algo más adelante, cruzando Pagés del Corro, un ficus enorme crece en el com-pás de la iglesia de San Jacinto, de la que oculta, en según qué ángulo, buena parte de su fachada. Muestra ésta, no obstante, una hermosa estructura, con sus roleos laterales rematados con pináculos, el notable abuhar-dillamiento superior, incluida la balconada, que esconde la doble agua del tejado, y la espadaña lateral desmochada que se levantó no hace mucho para suplir la falta de la torre nunca terminada. La portada consiste en un dintel abrazado por un gran arco triunfal al que coronan un frontón triangular con piná-culos en los extremos y un óculo de grandes dimensiones.

La iglesia, construida en el lugar en el que hasta 1587 estuvo el hospital de la Candelaria, formaba parte del convento de los dominicos, clausurado durante la Desamortización, se abrió al culto en 1775 y es obra del arquitecto Matías Figueroa. El interior es de planta rectangular con tres naves separadas por arcos de medio punto sobre pilares muy gruesos y crucero, sobre el que se levanta una gran cúpula con columnas salomónicas y abundantes yese-

rías barrocas. El retablo mayor, articulado a base de columnas salomónicas, es del siglo xviii. En él aparece, presidiéndolo, San Jacinto. La mejor capilla es la del Sagrario, que se encuentra a los pies de la nave derecha, con abundantes yeserías doradas de muy buena traza y disposición. Cuando la peste azotó Sevilla en el año 1649, fueron muchos los muertos que se enterra-ron en el solar en el que luego se levantaría el convento. En recuerdo de este suceso, el mismo año de la inauguración de la iglesia se colocó una gran cruz de hierro en mitad de la calle San Jacinto, que muy pronto se convirtió en uno de los principales puntos de referencia del barrio. A la sombra de este humilladero, muchos fueron los sucesos raros y las leyendas de contrabandistas y de malhechores que se fueron tejiendo, muchas las historias de aparecidos que regresaban del más allá a implorar una oración por el descanso definitivo de su alma. A todo ello puso fin el terrible vendaval que se produjo un día del invierno de 1844, que arrancó de cuajo la cruz y la arrastró hasta el río, más allá de la plaza del Altozano.

Convento de las MínimasLa calle Pagés del Corro (10, C1) se corres-ponde, aunque completamente renovada en sus edificios, con la célebre Cava tantas veces mencionda por los viajeros románti-cos que pasaron por Sevilla. Y es que la Cava era entonces un lugar pintoresco y ague-rrido, territorio romaní, ya que en ella vivían la mayor parte de los gitanos de Sevilla, y tanto sus corrales como sus ta bernas eran el mejor sitio para escuchar el cante jondo.

En esta calle, a escasos metros de San Ja cinto, se encuentra el convento de las Mínimas, dedicado a Nuestra Señora de la Salud. La portada de la iglesia es un dintel flanqueado por pilastras, sobre el que se sitúa un frontón curvo partido y una hor-nacina con una imagen de San Francisco de Paula de mediados del siglo xviii. Lo mejor de este templo es el retablo del altar mayor, una preciosa máquina barroca atribuida a García de Santiago, quien debió construirlo hacia 1760. Organizado a base de estípites muy estilizados, forma bello contraste la decoración dorada, abundante pero conte-nida, con el verde azuloso del fondo. En la hornacina central, sobre el manifestador, figura la imagen de vestir de la Virgen de Consolación.

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talla de Francisco Antonio Ruiz Gijón realizada en 1682. La imagen llama la atención enseguida por los característicos vuelos del perizoma o lienzo de pureza, pero impresiona por la firmeza angus-tiada de la musculatura y, más aún, por

el rictus terrible del rostro en el momento indecible de exhalar el último suspiro. En un anexo de la capilla, siempre muy concurrida, se expenden artículos reli-giosos relacionados con el Crucificado y su cofradía.

Cuando el utrerano Francisco Antonio Ruiz Gijón recibió el encargo de tallar el Crucificado de la Expiración era un artista solvente, pero sin demasiadas obras en su haber, por lo que, encan-tado, se dio prisa en firmar el contrato con la cofradía. Corría el año 1682, el autor contaba veintinueve años y Sevilla se recuperaba a duras penas de la última epidemia de peste. Sin embargo, Ruiz Gijón no pudo imagi-nar las dificultades que iba a encontrar en su camino. Nada menos que siete años tardó en concluir su obra. No tuvo mayores problemas en mode-lar el cuerpo en barro, como paso previo para su talla en madera, pero, por más vueltas que le daba, por más que componía y recomponía las pellas de greda, no conseguía encontrar la expresión que debía tener el rostro. Miles de veces había leído el versí-culo 37, capítulo 15 del Evangelio de

san Marcos al que, a su juicio, debía adaptarse su Cristo, y miles de veces se había encontrado con la obstinación de la materia, que se negaba una y otra vez a adoptar la forma adecuada.

El escultor, cada vez más angus-tiado, cruzaba muchas tardes el río para aliviar la tensión en las taber-nas de la Cava. Allí tenía un amigo, El Cachorro, un gitano de noble planta aceitunada, al que Ruiz Gijón le había pedido que le sirviese de modelo para alguna de sus esculturas. Más el gitano se negaba siempre, llevado de la alergia a ser retratado. Cierta noche lluviosa en que el artista, desesperado, se dirigía a la sede de la cofradía con el propósito de renunciar a su encargo, oyó, al pasar por la plazoleta de Callao, un lamento angustiado que parecía una voz de auxilio. Ruiz Gijón se acercó con cautela, alzó el farol con el que se alumbraba y se encontró con El Cacho-rro herido de muerte en un charco de sangre. Nada pudo hacer el imagi-nero por su amigo y el gitano murió en sus brazos entre oscuros temblores y gemidos espantosos. Ruiz Gijón se incorporó anonadado, volvió sobre sus pasos, corrió a su estudio y durante muchas semanas nadie lo vio salir de él. Cuando, meses más tarde, el escul-tor llevó su obra a la capilla y retiró las sábanas que la cubrían, los miembros de la hermandad descubrieron mara-villados que se trataba de la imagen del gitano. Se corrió la voz y, en unos minutos, Triana entera se agolpaba en la capilla comprobando enfervori-zada el prodigio. Desde aquel mismo momento el Cristo de la Expiración fue rebautizado con el sobrenombre de El Cachorro, y con este apelativo lo cono-cen y lo aclaman no solo los trianeros, sino todos los sevillanos.

el crIsto gItano

sevIlla únIca

Iglesia de San Jacinto (10, C1)Desde la capilla del Patrocinio, lo mejor es volver por Alfarería, nombre expresivo, ya que en ella se encuentran muchos de los alfa-res de Triana, que son casi todos, si se suman los que hay en la calle Antillano Campos, con la que forma una cruz casi perfecta. En muchos de estos talleres se ve a los artesanos trabajando el barro y hasta es posible char-lar con ellos mientras elaboran sus bellas y coloristas piezas.

Esta calle, en la que hay también un par de estudios de imagineros, a los que se puede igualmente ver trabajar a través de las ven-tanas, desemboca en San Jacinto, arteria principal del barrio, con abundantes y varia-dos comercios, muy concurrida y animada a casi cualquier hora del día. En el número 41 se sitúa la capilla de la Estrella (10, C1), trianera desde 1566, fecha de la fundación de la hermandad. La Virgen de la Estrella, su titular, una Dolorosa espléndida que muchos atribuyen a Montañés, se encuentra en el altar mayor. A la izquierda, el crucero se alarga en una pequeña nave en cuyo altar se venera a Jesús de las Penas, sentado en una peña y con el rostro alzado hacia las alturas, obra atribuida a Pedro Roldán y fechada hacia 1676.

Algo más adelante, cruzando Pagés del Corro, un ficus enorme crece en el com-pás de la iglesia de San Jacinto, de la que oculta, en según qué ángulo, buena parte de su fachada. Muestra ésta, no obstante, una hermosa estructura, con sus roleos laterales rematados con pináculos, el notable abuhar-dillamiento superior, incluida la balconada, que esconde la doble agua del tejado, y la espadaña lateral desmochada que se levantó no hace mucho para suplir la falta de la torre nunca terminada. La portada consiste en un dintel abrazado por un gran arco triunfal al que coronan un frontón triangular con piná-culos en los extremos y un óculo de grandes dimensiones.

La iglesia, construida en el lugar en el que hasta 1587 estuvo el hospital de la Candelaria, formaba parte del convento de los dominicos, clausurado durante la Desamortización, se abrió al culto en 1775 y es obra del arquitecto Matías Figueroa. El interior es de planta rectangular con tres naves separadas por arcos de medio punto sobre pilares muy gruesos y crucero, sobre el que se levanta una gran cúpula con columnas salomónicas y abundantes yese-

rías barrocas. El retablo mayor, articulado a base de columnas salomónicas, es del siglo xviii. En él aparece, presidiéndolo, San Jacinto. La mejor capilla es la del Sagrario, que se encuentra a los pies de la nave derecha, con abundantes yeserías doradas de muy buena traza y disposición. Cuando la peste azotó Sevilla en el año 1649, fueron muchos los muertos que se enterra-ron en el solar en el que luego se levantaría el convento. En recuerdo de este suceso, el mismo año de la inauguración de la iglesia se colocó una gran cruz de hierro en mitad de la calle San Jacinto, que muy pronto se convirtió en uno de los principales puntos de referencia del barrio. A la sombra de este humilladero, muchos fueron los sucesos raros y las leyendas de contrabandistas y de malhechores que se fueron tejiendo, muchas las historias de aparecidos que regresaban del más allá a implorar una oración por el descanso definitivo de su alma. A todo ello puso fin el terrible vendaval que se produjo un día del invierno de 1844, que arrancó de cuajo la cruz y la arrastró hasta el río, más allá de la plaza del Altozano.

Convento de las MínimasLa calle Pagés del Corro (10, C1) se corres-ponde, aunque completamente renovada en sus edificios, con la célebre Cava tantas veces mencionda por los viajeros románti-cos que pasaron por Sevilla. Y es que la Cava era entonces un lugar pintoresco y ague-rrido, territorio romaní, ya que en ella vivían la mayor parte de los gitanos de Sevilla, y tanto sus corrales como sus ta bernas eran el mejor sitio para escuchar el cante jondo.

En esta calle, a escasos metros de San Ja cinto, se encuentra el convento de las Mínimas, dedicado a Nuestra Señora de la Salud. La portada de la iglesia es un dintel flanqueado por pilastras, sobre el que se sitúa un frontón curvo partido y una hor-nacina con una imagen de San Francisco de Paula de mediados del siglo xviii. Lo mejor de este templo es el retablo del altar mayor, una preciosa máquina barroca atribuida a García de Santiago, quien debió construirlo hacia 1760. Organizado a base de estípites muy estilizados, forma bello contraste la decoración dorada, abundante pero conte-nida, con el verde azuloso del fondo. En la hornacina central, sobre el manifestador, figura la imagen de vestir de la Virgen de Consolación.

Tiempos primerosComo muchas de las ciudades que la his-toria ha elevado a la categoría de grandes, los orígenes de Sevilla se pierden también entre las brumas imposibles de la leyenda. Esta se remonta hasta las sinuosidades de los misterios egipcios, aunque sus prota-gonistas sean los dioses y los héroes de la antigua Grecia. Cuando Hera, esposa de Zeus, hizo brotar de sí misma al gigante Tyfón, enfurecida porque su esposo había hecho nacer a Atenea de su propio cere-bro, todos los dioses, incluido Zeus, huye-ron a Egipto, espantados. Allí, Zeus, al que el mito confunde deliberadamente con la deidad egipcia Osiris, fue descuartizado por Tyfón y sus restos enterrados en una cueva. No obstante, gracias al concurso de Pan y Hermes, Zeus-Osiris consiguió resu-citar y, tras vencer a Tyfón, lo enterró a su vez y para siempre bajo el Etna, el temi-ble volcán que se alza en la isla de Sicilia. En el curso de estos acontecimientos, Hércules, hijo de Zeus y de Alcmena y, por tanto, hermanastro de Tyfón, dio muerte a Gerión, fabuloso monarca de tres cabezas que gobernaba el sur de España, y mara-villado ante la esplendidez de la región y su riqueza fundó una ciudad a orillas de su río, la legendaria Sevilla, que, en la antigüedad, sería conocida como Hispalis.

Este nombre, que no es legendario, sino real, ha originado multitud de con-troversias desde los tiempos más antiguos. Muchos lo relacionan, precisamente, con los espalos, habitantes de Escilia que acompañaban a Hércules en su viaje y que llamaron a la ciudad Espales, de donde derivaría Hispalis. Para otros, en cambio, entre los que hay que citar a San Isidoro, el nombre encuentra su motivo en los palos sobre los que los primeros pobladores de la ciudad debieron cons-truir sus casas para evitar las continuas inundaciones del territorio. La última de las más importantes hipótesis relacionan el nombre de Hispalis con el del río junto al que se fundó, que por aquel entonces sería conocido como Hispal.

Hasta fechas relativamente recientes, el río se abría en varios brazos y formaba lagunas sobre los que la vida no debía resul-tar ni fácil ni agradable. Estratégicamente, sin embargo, el lugar reunía espléndidas

cualidades, motivo por el que fue pieza importante de deseo para todas las civili-zaciones que aparecían o pasaban por la zona. Hacia el siglo vi a.C., por ejemplo, aunque la ciudad no estaba aún consoli-dada, el territorio debía ocupar un lugar de preeminencia en la cultura tartesa, circuns-tancia que corroboraría el famoso Tesoro del Carambolo, localizado en el cerro de este nombre, al lado de Camas. Poco más o menos en este momento, se registra la apa-rición de los fenicios, que habían tocado las costas andaluzas por primera vez hacia el año 1.000 a.C., cuando fundaron la ciu-dad de Cádiz. Llegaron remontando el río desde el Atlántico y se asentaron en Sevilla. A partir de este momento, crece la impor-tancia del río y con él la de ciudad. Los feni-cios traían sus habilidades para el comer-cio, de las que tantas pruebas habría de dar Sevilla en siglos posteriores, y traían su reli-gión –se han encontrado pequeñas estatuas de Astarté, diosa de los astros, Anat, diosa del amor entre los fenicios y de la guerra entre los egipcios, y de Reshef, dios de las batallas–. Además de agrandar la ciudad, ellos fueron los primeros que trataron de contener las avenidas del arroyo Tagarete que hasta fechas bien recientes produjo en la ciudad continuas catástrofes. La apa-rición de los fenicios, a los que siguieron poco después los griegos, coincidió con la hegemonía en Tartesos de Argantonio, personaje real, cuyo reinado, según refiere Herodoto, se prolongó durante ochenta años, entre el 670 a.C. y el 550 a.C.

Sevilla romanaHacia el siglo v a.C., la civilización tartesa, que se había degradado bastante, dejó paso a la cultura turdetana. Abanderaba esta un pueblo en general laborioso y pacífico que mantuvo la armonía con los fenicios hasta mediados del siglo iv, momento en que, sin que se conozcan las causas, las relaciones se agriaron de tal modo que los turdetanos intentaron expulsar a los fenicios. Viéndose perdidos, los viejos comerciantes de Tiro no tuvieron otra ocurrencia que llamar en su ayuda a los cartagineses, tremendo error que, como se verá, volverá a repetirse en distintas épocas y por distintas gentes, siempre con desastrosos resultados para el peticionario del auxilio. Los cartagineses,

■ HISTORIA

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hijos naturales de los fenicios, conquistaron, en primer lugar, Cádiz. Luego, remontando el valle del Guadalquivir, se apoderaron de Sevilla, venciendo tanto a los fenicios como a los turdetanos. Estos hechos vinieron a concluir hacia el 230 a.C. Los sevillanos, como, por otra parte, el resto de los anda-luces, asimilaron con absoluta normalidad la hegemonía cartaginesa, viviendo a partir de entonces, una época de gran prosperidad que se prolongaría hasta el comienzo de las guerras llamadas púnicas, entre Cartago y Roma. Durante este largo conflicto Sevilla sufrió múltiples quebrantos así como una pérdida importante de su población.

El triunfo romano trajo consigo, no obstante, un nuevo impulso en el desa-rrollo de la ciudad. Es verdad que Publio Cornelio Escipión, llamado el Africano, fundó, para los veteranos de la guerra, la ciudad de Itálica, apenas a siete kilóme-tros al norte de Hispalis, y que en Sevilla no se asentaron demasiados romanos. Es cierto también que Itálica se convirtió en uno de los centros de referencia de la Bética y que en ella nacieron los empe-radores Trajano y Adriano. Pero no es menos cierto que Sevilla prolongó y aun aumentó su condición de primerísima plaza comercial durante el largo periodo de la dominación romana. Su puerto se convirtió en uno de los más importantes de Hispania. A través de él se exportaban a Roma el trigo, el vino, los metales que se producían en la Bética y, sobre todo, el aceite que, desde Jaén y Córdoba, bajaba en barcazas por el río hasta Sevilla, donde era trasbordado a barcos de mayor tone-laje, capaces de realizar la travesía hasta Roma. Sevilla alcanzó durante esta época uno de sus grandes momentos de esplen-dor. Uno de sus mayores benefactores fue Cayo Julio César, quien vivió en la ciudad primero como cuestor, en el año 69 a.C., y luego, en el año 61 a.C., como pretor de la Hispania Ulterior. Después, tras la batalla de Munda y aunque Sevilla estuvo de parte de los hijos de Pompeyo, que acabaron derrotados, César otorgó a la ciudad el título de Colonia Iulia Romula Hispalis, título que, además de emparen-tarla con él, confería automáticamente a sus habitantes la categoría de ciudadanos romanos. Sevilla era para entonces una de las grandes plazas fuertes de Hispania. Estaba completamente amurallada y su

urbanismo respondía al de una ciudad típicamente romana.

En tiempos de Roma llegó a Sevilla el cristianismo. Contrariamente a lo que sue-len afirmar las leyendas piadosas, lo traje-ron de África los soldados romanos y tam-bién mercaderes que frecuentaban la ruta de la península ibérica. Las primeras noti-cias fidedignas hacen referencia al obispo Marcelo, quien gobernó la diócesis entre los años 250 y 280. Muy poco después de esta fecha, pues murieron en el 287, durante el gobierno del obispo Sabino, se produjo el martirio de las Santas Justa y Rufina, dos jóvenes, casi unas niñas, alfa-reras de Triana que se negaron a entregar un donativo para el culto de Salambó, dei-dad de origen babilónico que los trianeros de entonces sacaban en procesión por las calles del barrio. Perecieron bajo el mando de Diogeniano, prefecto de Sevilla, siendo canonizadas y convirtiéndose muy pronto en patronas de la ciudad.

En tiempos de los bárbarosAprovechando la descomposición del impe-rio romano, distintos pueblos de allende las viejas fronteras europeas invaden España a partir del año 409. En el 426 los vándalos llamados silingos, de camino hacia África, se apoderan de Sevilla y proceden a su destruc-ción. Tras su marcha, la vida continuó con normalidad aparente bajo el control romano.

Hacia la primera mitad del siglo vi hicieron su aparición los visigodos que, en un clima de inestabilidad generali-zada, fueron muy bien recibidos por los sevillanos. Sevilla adquiere entonces un protagonismo indudable en el devenir político de la vieja Hispania. Teudis, monarca visigodo que reinó entre el 539 y el 548, estableció su corte en la ciudad, donde murió asesinado durante un ban-quete, circunstancia que se repitió con su sucesor, Teudiselo. Conocidas son la afición de los godos a las algaradas y su incapacidad para articular un sistema político que no produjese un caos tras la desaparición de cada monarca. Las luchas entre distintas facciones se suceden sin cesar y en muchas de ellas participa acti-vamente Sevilla. De estas luchas, además, no está ausente la teología, pues mientras los godos, como se sabe, son arrianos, los hispanorromanos de la época son ya cató-licos en su casi totalidad.

Historia

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Tiempos primerosComo muchas de las ciudades que la his-toria ha elevado a la categoría de grandes, los orígenes de Sevilla se pierden también entre las brumas imposibles de la leyenda. Esta se remonta hasta las sinuosidades de los misterios egipcios, aunque sus prota-gonistas sean los dioses y los héroes de la antigua Grecia. Cuando Hera, esposa de Zeus, hizo brotar de sí misma al gigante Tyfón, enfurecida porque su esposo había hecho nacer a Atenea de su propio cere-bro, todos los dioses, incluido Zeus, huye-ron a Egipto, espantados. Allí, Zeus, al que el mito confunde deliberadamente con la deidad egipcia Osiris, fue descuartizado por Tyfón y sus restos enterrados en una cueva. No obstante, gracias al concurso de Pan y Hermes, Zeus-Osiris consiguió resu-citar y, tras vencer a Tyfón, lo enterró a su vez y para siempre bajo el Etna, el temi-ble volcán que se alza en la isla de Sicilia. En el curso de estos acontecimientos, Hércules, hijo de Zeus y de Alcmena y, por tanto, hermanastro de Tyfón, dio muerte a Gerión, fabuloso monarca de tres cabezas que gobernaba el sur de España, y mara-villado ante la esplendidez de la región y su riqueza fundó una ciudad a orillas de su río, la legendaria Sevilla, que, en la antigüedad, sería conocida como Hispalis.

Este nombre, que no es legendario, sino real, ha originado multitud de con-troversias desde los tiempos más antiguos. Muchos lo relacionan, precisamente, con los espalos, habitantes de Escilia que acompañaban a Hércules en su viaje y que llamaron a la ciudad Espales, de donde derivaría Hispalis. Para otros, en cambio, entre los que hay que citar a San Isidoro, el nombre encuentra su motivo en los palos sobre los que los primeros pobladores de la ciudad debieron cons-truir sus casas para evitar las continuas inundaciones del territorio. La última de las más importantes hipótesis relacionan el nombre de Hispalis con el del río junto al que se fundó, que por aquel entonces sería conocido como Hispal.

Hasta fechas relativamente recientes, el río se abría en varios brazos y formaba lagunas sobre los que la vida no debía resul-tar ni fácil ni agradable. Estratégicamente, sin embargo, el lugar reunía espléndidas

cualidades, motivo por el que fue pieza importante de deseo para todas las civili-zaciones que aparecían o pasaban por la zona. Hacia el siglo vi a.C., por ejemplo, aunque la ciudad no estaba aún consoli-dada, el territorio debía ocupar un lugar de preeminencia en la cultura tartesa, circuns-tancia que corroboraría el famoso Tesoro del Carambolo, localizado en el cerro de este nombre, al lado de Camas. Poco más o menos en este momento, se registra la apa-rición de los fenicios, que habían tocado las costas andaluzas por primera vez hacia el año 1.000 a.C., cuando fundaron la ciu-dad de Cádiz. Llegaron remontando el río desde el Atlántico y se asentaron en Sevilla. A partir de este momento, crece la impor-tancia del río y con él la de ciudad. Los feni-cios traían sus habilidades para el comer-cio, de las que tantas pruebas habría de dar Sevilla en siglos posteriores, y traían su reli-gión –se han encontrado pequeñas estatuas de Astarté, diosa de los astros, Anat, diosa del amor entre los fenicios y de la guerra entre los egipcios, y de Reshef, dios de las batallas–. Además de agrandar la ciudad, ellos fueron los primeros que trataron de contener las avenidas del arroyo Tagarete que hasta fechas bien recientes produjo en la ciudad continuas catástrofes. La apa-rición de los fenicios, a los que siguieron poco después los griegos, coincidió con la hegemonía en Tartesos de Argantonio, personaje real, cuyo reinado, según refiere Herodoto, se prolongó durante ochenta años, entre el 670 a.C. y el 550 a.C.

Sevilla romanaHacia el siglo v a.C., la civilización tartesa, que se había degradado bastante, dejó paso a la cultura turdetana. Abanderaba esta un pueblo en general laborioso y pacífico que mantuvo la armonía con los fenicios hasta mediados del siglo iv, momento en que, sin que se conozcan las causas, las relaciones se agriaron de tal modo que los turdetanos intentaron expulsar a los fenicios. Viéndose perdidos, los viejos comerciantes de Tiro no tuvieron otra ocurrencia que llamar en su ayuda a los cartagineses, tremendo error que, como se verá, volverá a repetirse en distintas épocas y por distintas gentes, siempre con desastrosos resultados para el peticionario del auxilio. Los cartagineses,

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hijos naturales de los fenicios, conquistaron, en primer lugar, Cádiz. Luego, remontando el valle del Guadalquivir, se apoderaron de Sevilla, venciendo tanto a los fenicios como a los turdetanos. Estos hechos vinieron a concluir hacia el 230 a.C. Los sevillanos, como, por otra parte, el resto de los anda-luces, asimilaron con absoluta normalidad la hegemonía cartaginesa, viviendo a partir de entonces, una época de gran prosperidad que se prolongaría hasta el comienzo de las guerras llamadas púnicas, entre Cartago y Roma. Durante este largo conflicto Sevilla sufrió múltiples quebrantos así como una pérdida importante de su población.

El triunfo romano trajo consigo, no obstante, un nuevo impulso en el desa-rrollo de la ciudad. Es verdad que Publio Cornelio Escipión, llamado el Africano, fundó, para los veteranos de la guerra, la ciudad de Itálica, apenas a siete kilóme-tros al norte de Hispalis, y que en Sevilla no se asentaron demasiados romanos. Es cierto también que Itálica se convirtió en uno de los centros de referencia de la Bética y que en ella nacieron los empe-radores Trajano y Adriano. Pero no es menos cierto que Sevilla prolongó y aun aumentó su condición de primerísima plaza comercial durante el largo periodo de la dominación romana. Su puerto se convirtió en uno de los más importantes de Hispania. A través de él se exportaban a Roma el trigo, el vino, los metales que se producían en la Bética y, sobre todo, el aceite que, desde Jaén y Córdoba, bajaba en barcazas por el río hasta Sevilla, donde era trasbordado a barcos de mayor tone-laje, capaces de realizar la travesía hasta Roma. Sevilla alcanzó durante esta época uno de sus grandes momentos de esplen-dor. Uno de sus mayores benefactores fue Cayo Julio César, quien vivió en la ciudad primero como cuestor, en el año 69 a.C., y luego, en el año 61 a.C., como pretor de la Hispania Ulterior. Después, tras la batalla de Munda y aunque Sevilla estuvo de parte de los hijos de Pompeyo, que acabaron derrotados, César otorgó a la ciudad el título de Colonia Iulia Romula Hispalis, título que, además de emparen-tarla con él, confería automáticamente a sus habitantes la categoría de ciudadanos romanos. Sevilla era para entonces una de las grandes plazas fuertes de Hispania. Estaba completamente amurallada y su

urbanismo respondía al de una ciudad típicamente romana.

En tiempos de Roma llegó a Sevilla el cristianismo. Contrariamente a lo que sue-len afirmar las leyendas piadosas, lo traje-ron de África los soldados romanos y tam-bién mercaderes que frecuentaban la ruta de la península ibérica. Las primeras noti-cias fidedignas hacen referencia al obispo Marcelo, quien gobernó la diócesis entre los años 250 y 280. Muy poco después de esta fecha, pues murieron en el 287, durante el gobierno del obispo Sabino, se produjo el martirio de las Santas Justa y Rufina, dos jóvenes, casi unas niñas, alfa-reras de Triana que se negaron a entregar un donativo para el culto de Salambó, dei-dad de origen babilónico que los trianeros de entonces sacaban en procesión por las calles del barrio. Perecieron bajo el mando de Diogeniano, prefecto de Sevilla, siendo canonizadas y convirtiéndose muy pronto en patronas de la ciudad.

En tiempos de los bárbarosAprovechando la descomposición del impe-rio romano, distintos pueblos de allende las viejas fronteras europeas invaden España a partir del año 409. En el 426 los vándalos llamados silingos, de camino hacia África, se apoderan de Sevilla y proceden a su destruc-ción. Tras su marcha, la vida continuó con normalidad aparente bajo el control romano.

Hacia la primera mitad del siglo vi hicieron su aparición los visigodos que, en un clima de inestabilidad generali-zada, fueron muy bien recibidos por los sevillanos. Sevilla adquiere entonces un protagonismo indudable en el devenir político de la vieja Hispania. Teudis, monarca visigodo que reinó entre el 539 y el 548, estableció su corte en la ciudad, donde murió asesinado durante un ban-quete, circunstancia que se repitió con su sucesor, Teudiselo. Conocidas son la afición de los godos a las algaradas y su incapacidad para articular un sistema político que no produjese un caos tras la desaparición de cada monarca. Las luchas entre distintas facciones se suceden sin cesar y en muchas de ellas participa acti-vamente Sevilla. De estas luchas, además, no está ausente la teología, pues mientras los godos, como se sabe, son arrianos, los hispanorromanos de la época son ya cató-licos en su casi totalidad.

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