María Estuardo¡sicos en Español/Friedrich... · gurarme de la resistencia de los cerrojos, o de...

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MARÍA ESTUARDO Friedrich Schiller Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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MARÍAESTUARDO

Friedrich Schiller

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PERSONAS

ISABEL, reina de Inglaterra.MARÍA ESTUARDO, reina de Escocia prisio-

nera en Inglaterra.ROBERTO DUDLEY, conde de Leicester.JORGE TALBOT, conde de Shrewsbury.GUILLERMO CECIL, baron de Burleigh, gran

tesorero.EL CONDE DE KENT.GUILLERMO DAVISON, secretario de Esta-

do.AMIAS PAULETO, caballero, carcelero de

María.MORTIMER, su sobrino.EL CONDE DE L'AUBESPINE, embajador de

Francia.EL CONDE DE BELLIÈVRE, enviado extra-

ordinario de Francia.OKELLY, amigo de Mortimer.

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DRUGEON DRURY, segundo carcelero deMaría.

MELVIL, mayordomo de, la casa de María.BURGOYN, su médico.ANA KENNEDY, su nodriza.MARGARITA KURL, su camarera.El Sherif del condado.Un oficial de guardias de Corps.Caballeros franceses e ingleses. -Guardias, -

Criados de la Reina de Inglaterra. -Hombres ymujeres al servicio de la Reina de Escocia.

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ACTO I

Una sala del castillo de Fotheringhay.

Escena primera

ANA KENNEDY, nodriza de la Reina de Esco-cia, disputando con viveza con PAULETO, que seempeña en abrir un armario. -DRUGEON DRU-RY, con una palanqueta de hierro.

ANA.- Qué hacéis, sir? ¡Qué nueva indig-nidad!... Dejad este armario.

PAULETO.- ¿De dónde proceden estas jo-yas arrojadas del piso superior para seducir aljardinero? ¡Maldita sea la astucia mujeril! Apesar de mi vigilancia y mis atentas investiga-ciones, todavía encuentro objetos preciosos ytesoros escondidos. (Echa abajo las puertas delarmario.) Sin duda, hay otros aquí.

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ANA.- Retiraos, temerario. Aquí se guar-dan los secretos de mi señora.

PAULETO.- Que es precisamente lo quebusco.

(Saca al-gunos papeles.)

ANA.- Papeles insignificantes, ejercicios deescritura para hacer más llevadero el triste ociode la prisión.

PAULETO.- En el ocio, suele tentarnos elenemigo malo.

ANA.- Son escritos en francés. PAULETO.- Peor que peor; esta es la len-

gua de nuestros enemigos. ANA.- Éstos son borradores de cartas a la

Reina de Inglaterra. PAULETO.- Yo se los remitiré: pero ¿qué

veo brillar aquí? (Aprieta un resorte secreto y sacauna joya de un cajoncito oculto.) ¡Una diademareal con piedras preciosas y adornada con lasflores de lis de Francia! (La entrega a su segundo.)

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júntala a los demás objetos, Drury, y guárdala.(Drury se va.)

ANA.- ¡Tan afrentosa violencia se nosfuerza a soportar!

PAULETO.- Mientras algo posea, algopodrá hacer en nuestro daño, porque todo seconvierte en arma en sus manos.

ANA.- Sed compasivo para con ella, sir, yno le arranquéis el último ornato de su existen-cia. La desgraciada se regocija aún de cuandoen cuando a la vista de las insignias de su anti-guo poder; pues cuanto tenía se lo habéis arre-batado.

PAULETO.- Se halla en buenas manos, yos será devuelto a su tiempo.

ANA.- ¿Quién diría, al aspecto de estosmuros, que aquí vive una reina?... ¿Dónde sehalla el dosel, que la cobijó en su trono? ¿Cómosu delicado pie, habituado a hollar blandostapices, podrá acostumbrarse al duro suelo? Sele sirve a la mesa con grosera vajilla de estaño,

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que desdeñaría la más humilde esposa delúltimo gentil-hombre.

PAULETO.- Así trataba ella a su marido enSterlyn, mientras bebía en copas de oro en losbrazos de su amante.

ANA.- ¡Ni un espejo tenemos siquiera! PAULETO.- Mientras le sea dado contem-

plar su vana imagen, abrigará en su pecho es-peranza y osadía.

ANA.- Ni un libro para entretenerse. PAULETO.- Le hemos dejado la Biblia, pa-

ra corregir su corazón. ANA.- ¡Hasta el laúd le habéis quitado! PAULETO.- ¡Cómo se servía de él, para

entonar canciones amorosas! ANA.- ¿Esta es la suerte que reserváis a

quien fue educada con delicadeza, reina desdesu cuna, crecida entre los placeres de la cortebrillante de los Medicis? ¿No basta haberlearrebatado su poder, y hay que envidiarle sushumildes pasatiempos? En la desgracia, losnobles corazones vuelven al recto camino, pero

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es siempre muy triste hallarse privado de lasmenores comodidades de la vida.

PAULETO.- Sólo sabéis convertir su co-razón hacia la vanidad, cuando debiera ponersesobre sí y arrepentirse; la voluptuosidad y eldesorden se expían con las privaciones y lahumillación.

ANA.- Si cometió alguna flaqueza en sujuventud, sólo a Dios y a su alma debe darcuenta de ella. No existe en Inglaterra quienpueda juzgarla.

PAULETO.- Pues se la juzgará en los mis-mos lugares en que fue culpable.

ANA.- ¡Culpable!... ¡Si sólo ha vivido aquíentre cadenas!

PAULETO.- Y sin embargo, entre cadenastiende aún la mano al mundo, agita la tea de lasdiscordias civiles, y arma contra nuestra Reina,que Dios proteja, cuadrillas de asesinos. ¿Porventura, desde esta su cárcel, no impelió al exe-crable regicidio, a Parry y a Babington? ¿Fueronobstáculo los hierros de esta verja, a que sedu-

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jera el noble corazón de Norfolk? Por ella cayóbajo el hacha del verdugo la mejor cabeza delreino, sin que este deplorable- ejemplo atemo-rizara a los insensatos que se disputaban elhonor de precipitarse en el abismo por ella.Levantase sin cesar el cadalso para las nuevasvíctimas que se sacrifican por ella. Y esto notendrá fin, hasta que ella sea también castigada,ella, la más culpable de todos. ¡Oh! Maldito seael día en que la hospitalaria costa de nuestraisla recibió a esta nueva Helena.

ANA.- ¿Y qué hospitalidad ha recibido enla isla? ¡Desgraciada! Apenas llegó a este país,desterrada e implorando el auxilio de su pa-rienta Isabel, fue detenida contra el derecho degentes y la dignidad real; y en un calabozo,entre lágrimas, se consumen los mejores añosde su juventud. Y ahora, después de haber su-frido cuantas amarguras trae consigo la prisión,vedla obligada a comparecer ante un tribunal,como un criminal vulgar, vilmente acusada deun crimen de Estado... ella... una reina!

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PAULETO.- Llegó a estas comarcas, perse-guida de su pueblo, por homicida, arrojada desu trono que manchó con horribles acciones;llegó aquí, después de haber conspirado contrala felicidad de Inglaterra, aspirando a renovarel sangriento reinado de la española María, aconvertirnos al catolicismo, a entregarnos a losfranceses. ¿Por qué se negó a firmar el tratadode Edimburgo, y abdicar con él sus pretensio-nes al trono inglés y abrirse con un rasgo depluma las puertas de la prisión? Prefirió seguirprisionera y expuesta a malos tratos, antes querenunciar al vano esplendor de un título. ¿Porqué ha obrado así? Porque espera conquistar,con sus astucias y culpables conspiraciones yartificios, a Inglaterra entera, desde el fondo desu calabozo.

ANA.- Os mofáis, sir Pauleto; a la crueldadañadís la amarga ironía. ¿Cómo alimentará se-mejantes sueños, ella, sepultada en vida entreestas paredes, sin que llegue a sus oídos ni unasola frase de consuelo, de su cara patria? Ella,

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que de mucho tiempo no vio otra figura huma-na que el sombrío rostro de su guardián, y des-de que vuestro arisco pariente se encargó decustodiarla, ha visto aumentarse los cerrojos.

PAULETO.- Ninguno de ellos basta a de-fendernos de sus astucias. Ignoro siempre, sidurante mi sueño liman los hierros de sus ven-tanas; si este suelo, estos muros sólidos al pare-cer, están minados para dar paso a la traición.¡Maldito cargo el mio! ¡Custodiar a esta mujerhipócrita, que cavila sin cesar funestos proyec-tos! El terror me arroja a veces del lecho; duran-te la noche, vago, como alma en pena, para ase-gurarme de la resistencia de los cerrojos, o de lafidelidad de mis guardias; despierto cada día,sobresaltado, creyendo realizados mis temores.Pero por fortuna, espero que esto acabará pron-to. Preferiría velar a las puertas del infiernocustodiando a una turba de condenados, a serel guardián de esta Reina artificiosa.

ANA.- Ella sale.

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PAULETO.- Con el crucifijo en la mano, yel orgullo y la lascivia en el corazón.

Escena IIMARÍA, Cubierta con un velo, y un crucifijo en

la mano. -Dichos. ANA.- ( Yendo a su encuentro.) ¡Oh, Reina!

nos pisotean; la tiranía y crueldad con que nostratan no tienen límites, y cada día viene aacumular sobre vuestra real cabeza nuevos ul-trajes, nuevos padecimientos.

MARÍA.- Cálmate, y dime qué ha pasadode nuevo.

ANA.- Ved, han forzado este armario, noshan quitado vuestros papeles, el último tesorosalvado con tantos esfuerzos, y el último restode vuestros adornos nupciales de Francia; est-áis completamente despojada... nada os quedade vuestra dignidad real.

MARÍA.- Tranquilízate, Ana; mi dignidadreal no consiste en estas niñerías. Pueden tra-

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tarnos con vileza, nunca envilecernos. Heaprendido a sufrir en Inglaterra, y puedo so-portar lo que me dices. Sir, os habéis apoderadocon violencia de lo que precisamente queríahoy mismo entregaros, una carta hay entre mispapeles, destinada a mi real hermana de Ingla-terra: os suplico que me deis palabra de remitir-la fielmente a sus propias manos, y no al pérfi-do Burleigh.

PAULETO.- Pensaré lo que debo hacer. MARÍA.- Puedo revelaros su contenido,

Pauleto. Pido en ella un gran favor; una entre-vista con la Reina en persona, a quien no hevisto jamás. Se me ha obligado a comparecerante un tribunal de hombres que no conozcopor iguales míos, y no me resigno a comparecerante ellos. Isabel es de mi familia.... igual a mien jerarquía.... de mi sexo. Como hermana, co-mo reina, como mujer, sólo en ella puedo ponermi confianza.

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PAULETO.- Señora, con harta frecuenciahabéis confiado el honor a hombres que eranmenos dignos de vuestra estimación.

MARÍA.- Pido además una segunda gra-cia, que sería inhumano rehusarme. De muchotiempo acá, me veo privada en este calabozo delos consuelos de mi religión y del beneficio delos sacramentos. Quien me arrebató la corona yla libertad, quien amenaza hasta mi existencia,no querrá cerrarme las puertas del cielo.

PAULETO.- El capellán del castillo aten-derá vuestras súplicas.

MARÍA.- (Interrumpiéndole con viveza.) Na-da quiero de él; yo quiero un sacerdote de mireligión. Quisiera también a mi servicio un es-cribano, un notario a quien dictar mi testamen-to. Minan mi vida el pesar y los prolongadospadecimientos, y temo que mis días están con-tados; me contemplo a mi misma como a unaagonizante.

PAULETO.- Hacéis bien; estas son ideasadecuadas a vuestra situación.

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MARÍA.- ¡Quién sabe si una mano rápidaacelerará la obra lenta de la pena!... Quierohacer mi testamento y disponer de cuanto po-seo.

PAULETO.- Podéis hacerlo; la Reina deInglaterra no quiere enriquecerse con vuestrosdespojos.

MARÍA.- Me han separado de mis camare-ras, de mis criados... ¿dónde están? ¿cuál es susuerte, puedo prescindir de sus servicios, peronecesito saber para mi tranquilidad, que misfieles servidores no padecen, no sufren priva-ciones.

PAULETO.- Hemos cuidado de ellos. (Haceque se va.)

MARÍA.- ¿Os vais, sir? ¿Me abandonáis denuevo, sin aliviar de los tormentos de la duda ami inquieto y amedrentado corazón? Estoy se-parada del mundo entero gracias a la vigilanciade vuestros espías, ninguna noticia llega hastamí a través de los muros de mi cárcel; mi suertese halla en manos de mis enemigos. Ha trascu-

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rrido lenta y penosamente todo un mes, desdeel día en que mis cuarenta jueces-vinieron asorprenderme en este castillo y se constituye-ron con inconveniente precipitación en tribu-nal. Sin preparación ninguna, sin abogado queme defendiera, contra toda regla de justicia, fuillamada a responder a severas y artificiosasacusaciones, sorprendida y turbada como mehallaba, sin haber tenido siquiera tiempo paraponer en orden mis recuerdos. Entraron aquícomo fantasmas y desaparecieron del mismomodo. Desde entonces, todo ha enmudecidopara mí. En vano intento leer en vuestra miradasi ha prevalecido mi inocencia y el celo de misamigos, o los malvados consejos de mis enemi-gos. Romped en fin vuestro silencio; decidmequé debo temer o qué debo esperar.

PAULETO.- (Pausa.) Arreglad vuestrascuentas con Dios.

-MARÍA.- Confío en su misericordia, ycuento con la rigurosa justicia de mis jueces dela tierra.

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PAULETO.- Se os hará justicia, no lo dud-éis.

MARÍA.-¿Ha terminado mi proceso? PAULETO.- Lo ignoro. MARÍA.- ¿He sido condenada? PAULETO.- Lo ignoro, señora. MARÍA.- Aquí gustan de obrar con rapi-

dez. ¿Se presentarán de improviso los verdugoscomo los jueces?

PAULETO.- Figuraos siempre que así seráy os hallarán en mejores disposiciones.

MARÍA.- Nada puede sorprenderme; mefiguro qué sentencia puede pronunciar el tri-bunal de Westminster, gobernado por el odiode Burleigh y los esfuerzos de Hatton. Sé tam-bién de qué es capaz la Reina de Inglaterra.

PAULETO.- Los soberanos de Inglaterrasólo respetan su conciencia y su Parlamento. Elfallo de la justicia se ejecutará sin temor, a la fazdel mundo.

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Escena IIIDichos. -Sale MORTIMER, sobrino de PAULE-

TO, y sin hacer caso de la Reina, se acerca a su tío. MORTIMER.- Tío, os llaman. (Se retira co-

mo salió.)(La Reina le mira manifestando desagrado y se

dirige a Pauleto que se va.) MARÍA.- Pauleto... otra súplica. Cuando

tengáis algo que decirme... de vos puedo sopor-tar muchas cosas, porque respeto vuestras ca-nas, pero no me siento con fuerzas para sufrirla insolencia de este joven; os suplico que meevitéis el espectáculo de sus groseros modales.

PAULETO.- Precisamente lo que en él osrepugna, le da precio a mis ojos; no es por cier-to uno de aquellos hombres débiles e insensa-tos, a quienes enternecen las mentidas lágrimasde una mujer. Ha viajado mucho; llega de Parísy de Reims, pero su corazón ha permanecidofiel a la vieja Inglaterra. Todos vuestros artifi-cios serán vanos con él. (Vase.)

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Escena IVMaría.- Ana Kennedy. ANA.-¿Cómo se atreve a hablaros así ese

grosero? ¡Oh! ¡esto es cruel!... MARÍA.- (Abismada en sus reflexiones.) En

los días de esplendor, prestamos el oído com-placiente a la lisonja; justo es que ahora, mibuena Kennedy, soportemos la voz austera dela reprobación.

ANA.- ¡Cómo se muestra hoy tan humilde yresignada la señora... antes tan alegre! ¡Si meconsolabais a mí, y antes hube de reprocharosla indiferencia que el abatimiento!

MARÍA.- ¡Ah! la reconozco... la sombra en-sangrentada de Darnley que deja irritada latumba para turbar mi reposo, hasta colmar lamedida de mis tormentos.

ANA.- ¡Oh!... ¡qué ocurrencias! MARÍA.- Tú lo has olvidado, Ana, pero mi

memoria es más fiel. Hoy es el aniversario deesta fatal acción y lo solemnizo con el ayuno yel arrepentimiento.

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ANA.- Dejad en paz este funesto recuerdo;harto habéis expiado esta acción con tantosaños de arrepentimiento, y tantas pruebas aque os sujetó la desgracia. La Iglesia que porcada falta tiene una absolución, la Iglesia y elcielo os han perdonado.

MARÍA.- A pesar de este perdón, alcanza-do tanto tiempo ha, esta falta surge todavía dela entreabierta tumba, con manchas de sangre,que se diría reciente. Ni el son de la campana,ni la mano poderosa del sacerdote, puedenhundir en la huesa la sombra de un esposo pi-diendo venganza.

ANA.- No fuisteis vos quien le mató; otrosson los autores de este crimen.

MARÍA.- Pero yo sabía que iba a cometer-se y dejé que se cometiera yo le atraía con sua-ves palabras hacia el lazo donde debía hallar lamuerte.

ANA.- Los pocos años os disculpan. Eraistan niña...

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MARÍA.- Tan niña, y apenas empezaba,echaba sobre mi vida el peso de un crimen.

ANA.- ¡Apuró de tal modo vuestra pacien-cia este hombre con sus sangrientas injurias, ysu conducta insolente! él, sacado de la nadacomo por divina mano, traído por vos a vuestrolecho nupcial, al pié del trono, él, a quien pro-digasteis vuestros hechizos, a quien disteisvuestra corona. ¿Podía olvidar que debía a lagenerosidad de tal amor su brillante carrera?¡Pues lo olvidó... el indigno! Os ultrajó con sos-pechas injuriosas, ofendió vuestra delicadezacon sus groseros modales; se hizo insoportable.Desvanecido el encanto que os había fascinado,os vimos huyendo colérica de los brazos delinfame, y librarle al desprecio. ¿Intentó porventura reconquistar vuestro favor? ¿Os pidióperdón? ¿Se arrojó arrepentido a vuestras plan-tas con propósito de enmienda? ¡Ah! ¡no...cruel! Por el contrario,... desafió vuestro poder,y quien fue vuestra hechura,... ¡pretendía sertenido por soberano! Hizo matar en vuestra

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propia presencia al hermoso trovador Riccio...¡Ah!... no hicisteis mas que vengar con su san-gre este horrible crimen.

MARÍA.- Y será vengado a su vez con san-grienta condenación. Cuando pretendes conso-larme, pronuncias mi sentencia.

ANA.- Ocurrió el hecho, en época que noerais dueña de vos. Y el delirio y ceguera de lapasión os hizo esclava de un terrible seductor,el desgraciado Bothwel. Su arrogante voluntados dominó con el terror; extravió vuestra mentecon filtros mágicos e infernales artificios.

MARÍA.- No hubo otra magia que su firmevoluntad y mi flaqueza.

ANA.- No, repito; llamó en su auxilio alespíritu de perdición y cogió en sus redes vues-tra alma inocente. Sorda a los consejos de laamistad, olvidada de los preceptos del decoro,abjurasteis la púdica reserva, y en aquel rostro,que veló hasta entonces casto rubor, llameabael fuego de las pasiones. Arrojasteis el mantodel misterio; así triunfaba de la timidez la inso-

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lente lascivia de un hombre; así con altiva fren-te disteis vuestra deshonra en espectáculo.Permitisteis que aquel hombre, aquel asesino,paseara por las calles de Edimburgo la real es-pada de Escocia, seguido de las maldiciones dela multitud. El Parlamento fue sitiado por vues-tras tropas, y allí, en el mismo templo de la jus-ticia, forzasteis a los jueces, gracias a una inso-lente farsa, a que absolvieran del crimen al cul-pable. Hicisteis más todavía... ¡Dios!...

MARÍA.- Acaba. Le di mi mano en el altar. ANA.- ¡Oh! sepultad esta acción en eterno

silencio, por atroz, por repugnante... digna deuna perdida... y sin embargo, no lo sois. Osnutrí y eduqué desde niña, y os conozco perfec-tamente; vuestro corazón es débil, pero no des-provisto de pudor;... la ligereza es vuestro úni-co delito. Pero hay seres malvados que en cuan-to ven un alma sin defensa, se establecen en ellaun instante, la empujan al crimen, y despuéshuyen al infierno dejándola sumida en elhorror de la mancha del pecado. Nada censu-

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rable habéis hecho desde aquella época, quecubrió con sombrío velo la vida de María;... hesido testigo de su conversión. Así, pues,... ¡va-lor!,... reconciliaos con la propia conciencia. Nisois culpable en Inglaterra, sean los que fuerenvuestros remordimientos, ni Isabel y su Parla-mento tienen derecho a juzgaros. Sois víctimade la opresión, y debéis comparecer ante estetribunal ilegal con el valor que da la inocencia.

MARÍA.- ¿Quien llega?(Sale Mortimer.)

ANA.- El sobrino de vuestro carcelero. Re-tiraos.

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Escena VDichos. -MORTIMER adelantándose con precau-

ción. MORTIMER.- (A la nodriza.) Id, y vigilad

junto a la puerta. Tengo que hablar a la Reina. MARÍA.- (Con firmeza.) Ana, aguarda. MORTIMER.- No temáis nada, señora; vais

a conocerme mejor. (Le entrega un papel.) MARÍA.- (Lee y retrocede sorprendida.)

¡Ah!... ¿que es esto? MORTIMER.- (A la nodriza.) Id, Kennedy; y

cuidad de que mi tío no nos sorprenda. MARÍA.- (A la nodriza que vacila y mira a la

Reina.) Ve ve; haz lo que te ha dicho.(Ana se va manifestando sorpresa.)

Escena VIMORTIMER. -MARÍA. MARÍA.- ¡De mi tío el cardenal de Lore-

na!... de Francia! (Lee.) «Fiad en sir Mortimer,portador de esta carta, porque es el amigo más

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fiel que poseéis en Inglaterra. «(Contempla aMortimer con sorpresa.) ¿Es posible?... ¿no esengañosa ilusión? Cuando me creía abandona-da del mundo todo, hallo tan cerca un amigo,...un amigo en el sobrino de mi carcelero quetenía por el más cruel enemigo!

MORTIMER.- (De hinojos.) Perdonadme,señora, si tomé este odioso disfraz, a pesar de lalucha que hube de sostener para resolverme aello; mas yo me felicito ahora de esta resolu-ción, que me ha permitido acercarme a vos,para prestaros auxilio y traeros la libertad.

MARÍA.- Alzad. Me sorprendéis, sir Mor-timer... no me es posible pasar de un salto, deldolor a la esperanza. Hablad; persuadidme deque es verdad mi dicha, para que os crea.

MORTIMER.- (Se levanta.) El tiempo vuela,y pronto vendrá mi tío, acompañado de unhombre execrable. Antes que os sorprendancon su terrible comisión, oíd cómo el cielo hapreparado vuestra libertad.

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MARÍA.- La deberé a un milagro de suomnipotencia.

MORTIMER.- Permitidme que empiecehablando de mí.

MARÍA.- Hablad, sir Mortimer. MORTIMER.- Contaba veinte años, señora;

había sido educado en severos principios, mehabía nutrido con el odio al papado, cuando uninvencible deseo me llevó al continente. Dejé ami espalda las sombrías predicaciones de lospuritanos, y abandonando mi país natal, crucérápidamente Francia, y corrí con ardor a visitarla famosa Italia. La Iglesia celebraba, por enton-ces, solemnes fiestas: hallé los caminos quehube de atravesar, atestados de peregrinos; lasimágenes de los santos, coronadas de flores;parecía que la humanidad entera se dirigía enperegrinación al cielo. El torrente de esta mu-chedumbre de fieles me arrastró consigo, y mecondujo a Roma. Ignoro qué fue de mí, señora,cuando vi elevarse ante mis ojos aquellas co-lumnas, aquellos pomposos arcos.... cuando el

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esplendor del coliseo cautivó mi alma y el ge-nio de la escultura desplegó en torno sus mara-villas. Yo no había sentido nunca la magia delas artes; la religión en que había sido educadolas desdeña, y no tolera imágenes ni nada quehable a los sentidos; sólo quiere la palabra secay escueta. ¿Cuál sería, pues, mi emoción, alentrar en la iglesia y oír la música que parecíadescender del cielo,... al ver en los muros ybóvedas aquella multitud de imágenes repre-sentando al Todopoderoso, al Altísimo, queparecían moverse a la vista... Contemplé arro-bado los cuadros divinos de la Salutación delÁngel, el Nacimiento del Salvador, la santaMadre de Dios, la divina Trinidad y la brillanteTransfiguración,... presencié por fin el sacrificiode la misa, celebrado por el papa, que en todosu esplendor bendecía al pueblo. ¡Ah! ¿qué va-len comparados con tanta magnificencia, el oroy las joyas de los reyes del mundo? Sólo él seofrece ceñido de divina aureola; su palacio pa-

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rece el reino de los cielos; que lo que allí se ve,no es cosa de este mundo.

MARÍA.- ¡Oh! ¡por Dios! no paséis adelan-te; atended a mi situación: no prosigáis desen-volviendo a mi vista el cuadro sonriente de lavida... ¿no veis que soy desgraciada y prisione-ra?

MORTIMER.- También vivía prisionero,señora, y mi cárcel se abrió, y mi alma, libre desúbito, rindió homenaje a los encantos de lavida. Juré de entonces odio profundo a la mez-quina y sombría interpretación de la Escritu-ra,... prometí coronar mi frente de flores, yunirme alegremente a los alegres. Algunos no-bles de Escocia y una turba de amables caballe-ros de Francia se unieron a mí, y me presenta-ron a vuestro noble tío el cardenal de Guisa.¡Qué hombre!... ¡qué aplomo! ¡Cómo se com-prende al verle, que ha nacido para gobernar alos demás!... No vi en mi vida tan perfecto de-chado de un sacerdote-rey, de un príncipe de laIglesia.

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MARÍA.- ¡Ah! ¿le habéis visto? ¿habéis vis-to a este varón sublime, a este amigo caro queme sirvió de guía en mi tierna juventud?... ¡oh!¡habladme de él! ¿Se acuerda de mí? ¿le es fiella fortuna?... ¿sigue sonriéndole la vida? ¿siguesiendo en todo su esplendor columna de laiglesia?

MORTIMER.- Este hombre excelente sedignó descender de las alturas de su doctrina,para disipar las dudas de mi ánimo; mostromecómo las sutilezas de la razón conducen siem-pre al error, que los ojos deben ver lo que elcorazón debe creer, y la Iglesia tiene necesidadde un jefe visible... que el espíritu de la verdadpresidió a las sesiones de los concilios... Laslocas presunciones de mi adolescencia se des-vanecieron ante su persuasión y victoriososargumentos. Entré en el seno de la Iglesia cató-lica y abjuré en sus manos mis errores.

MARÍA.- ¡Sois, pues, uno de estos millaresde seres que, tocados de la magia celestial de

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sus palabras, parecidas a las del sublimesermón de la montaña, alcanzaron la salvación!

MORTIMER.- Poco después, cuando losdeberes de su cargo lo llevaron a Francia, meenvió a Reims, donde la Compañía de Jesús conpiadoso celo fundó algunos seminarios para laiglesia de Inglaterra, y allí encontré a Morgan,viejo escocés, a vuestro fiel Lessley, el sabioobispo de Ross; todos sufren en tierra de Fran-cia triste destierro. Contraje con tan venerablessujetos estrechas relaciones de amistad, y meafirmé en mis nuevas creencias. Un día que mehallaba en casa del obispo, como me entretu-viera en mirar en torno mío, me sorprendiósúbitamente un retrato de mujer, de patéticaexpresión, de maravilloso encanto. Aquel cua-dro me cautivó, y estuve contemplándole sinpoder dominar la emoción que me causaba,cuando me dijo el obispo: - «No en vano osconmueve este retrato; la más bella mujer queexistió jamás, es también la más desgraciada,

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sufre persecución por nuestras creencias, y porcierto en vuestra patria.»

MARÍA.- ¡Oh!... ¡corazón leal! No; no lo heperdido todo, pues conservo en mi desgraciaun amigo como éste...

MORTIMER.- Entonces me explicó conpatético lenguaje vuestro martirio, y la sangui-naria crueldad de los perseguidores; me enseñóvuestra genealogía y origen, que se remontahasta la ilustre casa de los Tudor; por fin pro-bome que sólo vos teníais derecho al trono deInglaterra, y no esta falsa Reina, fruto del adul-terio, y rechazada como hija ilegítima por supropio padre Enrique. No quise fiarme de suúnico testimonio; consulté a algunos juriscon-sultos, estudié las antiguas genealogías, y cuan-tos documentos pude recoger confirmaron amis ojos la justicia de vuestros derechos. Supetambién que precisamente en tales derechosconsiste vuestro crimen en Inglaterra. Este re-ino, donde languidecéis prisionera e inocente,debiera ser vuestro.

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MARÍA.- ¡Oh! ¡Este desdichado derecho esla única causa de todos mis males!

MORTIMER.- Supe al propio tiempo quehabíais sido trasladada aquí, del castillo de Tal-bot, y confiada a la custodia de mi tío. Creí re-conocer en esta ocasión que se me ofrecía, lamano omnipotente y salvadora de la Providen-cia; parecíame que la voz del destino me llama-ba con estrépito a libertaros. Mis amigos meaniman en mi designio; el cardenal me aconse-ja, me bendice, me enseña el dificilísimo arte dela disimulación. Concibo rápidamente mi plan,y regreso a mi patria, a donde, como sabéis, hellegado hace ocho días. (Pausa.) Os veo al fin,¡oh Reina! a vos en persona, y no vuestro retra-to. ¡Ah! ¡qué tesoro guarda este castillo!... ¡no esuna cárcel, no,... es un templo,... un templo másbrillante que la real corte de Inglaterra! ¡Felizaquél, a quien le fue concedido respirar el mis-mo aire que vos! Razón tiene quien os ocultaaquí profundamente; si los ingleses pudieranver un instante a su reina, la juventud de Ingla-

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terra se sublevaría, ni una sola espada dormiríaociosa en la vaina, y la revolución, alzando sugigantesca cabeza, trastornaría la paz de la isla.

MARÍA.- Así pensáis vos, ¿pero pensaríanasí todos los ingleses?

MORTIMER.- Sí, si como yo fueran testi-gos de vuestras penas, y de la dulzura y noblefirmeza con que sufrís tan indigna suerte. Por-que ¿no habéis soportado, como reina, estaspruebas a que os condenaron vuestros padeci-mientos? ¿Por ventura la vergüenza de verosencarcelada pudo empañar el esplendor devuestra hermosura? Desprovista de cuanto esornato de la vida, la luz y la vida no han cesadode inundaros; jamás pisé este suelo sin sentirrasgado el corazón, mas tampoco sin embria-garme del placer de contemplar vuestro rostro.Se acerca el momento decisivo y terrible, el pe-ligro apremia y crece a cada instante; no meatrevo, pues, a diferir por más tiempo la revela-ción del terrible...

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MARÍA.- ¿Han pronunciado ya mi senten-cia?... decidlo con toda franqueza; puedo oíros.

MORTIMER.- Está pronunciada. Cuarentay dos jueces os declaran culpable, y la cámarade los lores, la de los comunes, la ciudad deLondres, todos instan vivamente la ejecución.La Reina la retarda, no por humanidad, no porclemencia, sino por cruel astucia, a fin de verseforzada a ello.

MARÍA.- (Con firmeza. ) Sir Mortimer, nime sorprendéis ni me atemorizáis: de muchotiempo acá había fortalecido mi ánimo pararecibir semejante noticia. Conozco a mis jueces;después de los duros tratos empleados contramí, claro que no querrán concederme la liber-tad, y sé a dónde quieren dirigirse. Quierencondenarme a perpetua prisión y sepultar enlas sombras de un calabozo mis derechos y mivenganza.

MORTIMER.- No, Reina, no. No se detie-nen aquí; la tiranía no quiere hacer la obra amedias. Mientras viviréis, vivirá también el

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temor en el corazón de la Reina de Inglaterra.No hay calabozo donde encerraros profunda-mente; sólo vuestra muerte puede asegurarlaen el trono.

MARÍA.- ¿Osaría decapitar a una reina? MORTIMER.- Osará; no lo dudéis. MARÍA.- ¿Así arrastraría por el polvo su

propia majestad y la de todos los reyes? ¿Noteme la venganza de Francia?

MORTIMER.- Concluye con Francia untratado de paz, y cede al duque de Anjou sutrono y su mano.

MARÍA.- ¿Y el rey de España no tomarálas armas?

MORTIMER.- Mientras se halle en paz consu propio pueblo, nada temerá del mundo en-tero.

MARÍA.- ¿Querrá dar este espectáculo alos ingleses?

MORTIMER.- Más de una vez, señora, enestos últimos tiempos, han visto los ingleses aotras reinas descender del trono para subir al

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cadalso. La misma madre de Isabel sufrió estasuerte, y Catalina Howard y lady Grey ceñíantambién corona.

MARÍA.- (Pausa.) No, Mortimer; os ciega eltemor; el propio celo, la fidelidad, os inspirantan vanos terrores. No el cadalso, otros mediostemo,... otros medios misteriosos que la Reinade Inglaterra podría emplear para ahogar lainquietud que mis derechos le causan. Antes dehallarse un verdugo para mí, bien podría com-prar un asesino. Esto es lo que me hace temblarpor mi vida; nunca llevo a mis labios una copa,sin estremecerme de terror, sin pensar que talbebida puede ser prenda de la afección de mihermana.

MORTIMER.- No se atentará a vuestraexistencia, ni abiertamente, ni en secreto. Tran-quilizaos, porque todo está preparado. Docejóvenes gentil-hombres de Inglaterra han fir-mado conmigo un pacto; esta mañana han reci-bido la santa comunión y prometen arrancaroscon valor de este castillo. El conde de l'Aubes-

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pine, el embajador de Francia, conoce nuestraconjuración y la secunda; en su propio palacionos reunimos.

MARÍA.- Me hacéis temblar, sir Mortimer,y por cierto no de alegría, porque un siniestropresentimiento surge en mi corazón. ¿Habéisreflexionado bien lo que vais a emprender? ¿Noos espantan las ensangrentadas cabezas de Ba-bington y de Tishburn, expuestas en el puentede Londres como un aviso, ni la perdición detantos infelices que hallaron la muerte en seme-jantes tentativas, sin haber logrado más queagravar el peso de mis cadenas? Desgraciado,iluso mancebo, huid, huid si es tiempo todav-ía... si el receloso Burleigh no conoce ya vues-tros proyectos y no introdujo entre vosotros untraidor. Huid pronto de este reino;... pensadque no fue dichoso ninguno de cuantos quisie-ron proteger a María Estuardo.

MORTIMER. -Ni me aterrorizan las en-sangrentadas cabezas de Babington y de Tish-burn, expuestas en el puente Londres como un

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aviso, ni la perdición de tantos infelices quehallaron la muerte en semejantes tentativas.¿Acaso no alcanzaron al propio tiempo gloriainmortal?... ¿No es una dicha morir por liberta-ros?

MARÍA.- Es inútil; no han de conseguirloni la fuerza ni la astucia. Mis enemigos son vi-gilantes, y el poder se halla entre sus manos.No es Pauleto, ni la turba de sus carceleros losque guardan mi calabozo, sino Inglaterra ente-ra. Sólo Isabel puede abrirlo.

MORTIMER.- ¡Oh!... nunca lo esperéis. MARÍA.- Sólo un hombre entonces podría

hacerlo. MORTIMER.- Decidme su nombre. MARÍA.- El conde Leicester. MORTIMER.- (Retrocede sorprendido.) ¡Lei-

cester!; ¡el conde Leicester... el más cruel devuestros perseguidores, el favorito de Isabel, deél...

MARÍA.- Si he de ser libertada, sólo de éllo espero. Id a verle y abridle vuestro corazón,

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y en prueba de que sois mi enviado, presentad-le este escrito que contiene mi retrato. (Saca unpapel de su seno, Mortimer retrocede y titubea.)Tomadlo... hace mucho tiempo que lo llevoconmigo. La rigurosa vigilancia de vuestro tíono me dejaba medio alguno de comunicarmecon él, pero mi ángel bueno os ha enviado aquí.

MORTIMER.- Señora... ¡este enigma!... ex-plicadme...

MARÍA.- El mismo conde de Leicester oslo explicará; fiad en él y él fiará de vos... ¿Quiénllega?

ANA.- (Entrando precipitadamente.) Sir Pau-leto se acerca con un señor de la corte.

MORTIMER.- Es lord Burleigh. Serenaos,señora, y oíd con firmeza lo que viene a anun-ciaros.

(Vase por una puerta lateral. Ana le sigue.)

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Escena VIIMARÍA. -LordBURLEIGH (gran tesorero de Inglaterra). El ca-

ballero PAULETO. PAULETO.- Hoy mismo me expresabais el

deseo de conocer con certeza vuestra suerte. Suseñoría lord Burleigh viene a anunciárosla; so-portadla con resignación.

MARÍA.- Espero que sabrá soportarla conla dignidad que conviene a la inocencia.

BURLEIGH.- Vengo aquí como diputadodel tribunal.

MARÍA.- Lord Burleigh habrá consentidocon gusto en ser el órgano de un tribunal al queya había infundido su espíritu.

PAULETO.- Habláis como si conocieraisya la sentencia.

MARÍA.-Puesto que me la trae lord Bur-leigh... la conozco... Al grano, sir...

BURLEIGH.-¿No os sometisteis, señora, alfallo del tribunal de los cuarenta y dos?...

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MARÍA.- Escusadme, milord, si os inte-rrumpo desde el principio. ¿Suponéis que mesometí al tribunal de los cuarenta y dos? No; nome he sometido a él en modo alguno. ¿Hasta talpunto hubiera podido olvidar mi categoría, ladignidad de mi pueblo, la de mi hijo, la de to-dos los príncipes? Las leyes inglesas ordenanque todo acusado sea juzgado por sus iguales.¿Y quién es mi igual en esta asamblea?... Sólolos reyes son mis iguales.

BURLEIGH.- Oísteis el acta de acusación ycontestasteis a ella ante el tribunal...

MARÍA.- Sí; me dejé extraviar por las astu-cias de Hatton. Llevada del pundonor y con-fiando en la fuerza de mis pruebas, atendí acada acusación y demostré su nulidad. Obrabaasí por respeto a la noble personalidad de loslores, mas no aceptando su jurisdicción querecuso.

BURLEIGH.- Esta recusación, señora, esuna vana formalidad que no puede detener elcurso de la justicia. Vivís en Inglaterra, gozáis

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de la protección y del beneficio de las leyes, yestáis sometida a su imperio.

MARÍA.- Vivo en una cárcel de Inglate-rra... ¿A esto se llama en Inglaterra vivir y go-zar del beneficio de las leyes? Ni las conozco, nime obligué jamás a observarlas. No es ésta mipatria; yo soy una reina libre de país extranjero.

BURLEIGH.- ¿Y presumís por ventura,que un título real os otorga el derecho de sem-brar impunemente sangrienta discordia en tie-rra extraña? ¿Qué fuera de la seguridad de losEstados, si la espada de la justicia no alcanzaraasí a la cabeza de un huésped real culpable,como a la del mendigo?

MARÍA.- No he pretendido sustraerme ala justicia; sólo recuso a los jueces.

BURLEIGH.- ¡Los jueces!... ¡Cómo, señora!¿Son por acaso estos jueces, miserables salidosde la plebe, o indignos falsarios que venden lajusticia y la verdad, consintiendo en ser órga-nos de la opresión? ¿No son los primeros delreino, asaz independientes para ser veraces, y

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sustraerse a la influencia de los príncipes y dela corrupción y la vileza? ¿No son los mismosque gobiernan un noble pueblo con justicia ylibertad, y cuyo solo nombre impone silencio atoda duda, a toda sospecha? Figuran a su cabe-za el pastor del pueblo, el primado de Cantor-bery, el prudente Talbot, guarda sellos del Es-tado, Howard, jefe de la armada del reino. De-cid si la Reina de Inglaterra pudo hacer más delo que hizo, eligiendo para jueces de este realproceso, a los más nobles personajes de la mo-narquía. Si cabe suponer que uno entre tantos,cede a la pasión de partido, no es posible quecuarenta individuos de tal modo elegidos, vo-ten la misma sentencia, llevados de la mismapasión.

MARÍA.- (Después de un momento de silen-cio.) Con sorpresa escucho el elocuente lenguajede esta boca, tan funesta para mí. ¿Cómo he demedir mis fuerzas, yo, pobre e ignorante mujer,con tan hábil orador? Sí; si estos lores fuerantales como los pintáis, me vería obligada a

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guardar silencio, y en el caso de declararmeculpable daría mi causa por perdida. Mas aestos hombres que nombráis con elogio, cuyaautoridad debe aplastarme, se les ha visto, mi-lord, representando muy diverso papel en lossucesos de este reino. Veo a la alta nobleza deInglaterra, a los miembros de este majestuosoSenado, adular como esclavos de un serrallo lostiránicos caprichos de mi tío Enrique; veo a lanoble cámara de los lores, tan venal como lavenal cámara de los comunes, formular y des-pués derogar las mismas leyes, romper y aco-modar matrimonios según sea la consigna delamo, desheredar hoy y deshonrar con el títulode bastarda a la hija del rey de Inglaterra, yproclamarla reina al día siguiente; veo a estosdignos pares, de volubles convicciones, mudarcuatro veces de religión en cuatro reinados.

BURLEIGH.- Os decíais ajena a las leyes deInglaterra, mas conocéis al menos perfectamen-te nuestras desventuras.

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MARÍA.- ¡Y éstos son mis jueces! Lord te-sorero... quiero ser justa para con vos... sedlopara conmigo. Dicen que vuestras intencionesson buenas, y que en el servicio del Estado y dela Reina sois incorruptible, vigilante, infatiga-ble... Quiero creerlo... No os inspira el interéspersonal, sino el celo por vuestra Reina y porvuestra patria; mas en tal caso, guardaos, mi-lord, de confundir el bien del Estado con lajusticia. Entre mis jueces, se sientan a vuestrolado nobles varones, no lo dudo, pero son pro-testantes, celosos defensores de Inglaterra, yhan de juzgarme a mí, reina escocesa y católica.El inglés, dice un antiguo proverbio, no puedeser justo cuando se trata de un escocés. Y con-forme a una costumbre observada por nuestrosmayores, un inglés no puede declarar comotestigo contra un escocés, ni un escocés contraun inglés. La fuerza de las cosas estableció estaextraña ley; encierran las antiguas costumbresprofundo sentido que debemos respetar, mi-lord. Naturaleza arrojó estas dos naciones ar-

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dientes en medio del Océano, sobre una tierradividida con desigualdad, y les llamó a dis-putársela. El estrecho cauce del Tweed separa aestos pueblos irritables, y la sangre de los com-batientes enrojeció más de una vez sus aguas.Mil años ha que espada en mano, se miran yamenazan acampados en ambas orillas. Nuncase vio atacada Inglaterra sin que el enemigotuviera por auxiliar a Escocia; y nunca ardió laguerra civil en las ciudades de Escocia sin queInglaterra llevase a ella la discordia. ¡Odios queno se extinguirán, hasta que el Parlamento reú-na ambos pueblos en fraternal abrazo! ¡hastaque la isla entera sea gobernada por un solocetro!

BURLEIGH.- ¿Y una Estuardo será quienasegure esta dicha al reino?

MARÍA.- ¿Por qué he de negarlo? Sí, loconfieso; alimenté la esperanza de reunir libre yfelizmente las dos nobles naciones, bajo el ramode olivo. Lejos de presumir que sería víctima desus odios, esperaba extinguir para siempre el

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terrible foco de discordia y poner fin a tan pro-longada rivalidad. Del modo que mi antecesorRichmond reunió las dos rosas, tras sangrientoscombates, esperé reunir pacíficamente las coro-nas de Escocia y de Inglaterra.

BURLEIGH.- Elegisteis para llegar a estefin el peor camino; quisisteis incendiar el reinopara subir al trono a través de las llamas de laguerra civil.

MARÍA.- No; no era esto lo que yo quería,¡por el cielo! ¿Cuándo concebí semejantepropósito?... ¿Dónde están las pruebas?

BURLEIGH.- No he venido aquí a sostenereste debate; vuestra causa está definitivamentejuzgada. Por cuarenta votos contra dos, se hadeclarado que violasteis el bill del año pasado,e incurrido en las penas que señala la ley. Haceun año se decretó: «Que si ocurría en el reinoun motín con la mira de sostener los derechosde un pretendiente a la corona, éste sería perse-guido judicialmente como reo de Estado.» Ycomo se ha demostrado que...

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MARÍA.- Milord de Burleigh; no dudo quepuede aplicárseme una ley, promulgada preci-samente para mí, y con el intento de perderme.¡Ay de la víctima, cuando unos mismos labiosformulan la ley y pronuncian la sentencia!¿Podréis negar, milord, que esta ley fue pro-mulgada con el intento de perderme?

BURLEIGH.- Debíais ver en ella un aviso,y la convertisteis en lazo para vos. Visteis elabismo que se abría a vuestras plantas y osarrojasteis a él, a pesar de haber sido lealmenteadvertida. Estabais de acuerdo con el traidorBabingthon y sus cómplices asesinos; sabíaiscuanto ocurría y dirigisteis vos misma la conju-ración desde este calabozo.

MARÍA.- ¿Cuándo hice esto?... ¡Vengan laspruebas!...

BURLEIGH.- Poco ha se os pusieron demanifiesto en el tribunal.

MARÍA.- Algunas copias escritas por ma-no desconocida... probadme que yo misma

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dicté aquellas cartas, y que las dicté tales, abso-lutamente tales, como son.

BURLEIGH.- Babingthon ha reconocidoantes de morir que eran las que había recibido.

MARÍA.- ¿Por qué mientras vivió no fuetraído a mi presencia? ¿Por qué acelerasteis suejecución, antes de sujetarle a un careo conmi-go?

BURLEIGH.- Vuestros mismos secretariosKurl y Nau afirman también bajo juramento,que aquéllas son las cartas que dictasteis.

MARÍA.- ¡Y me condenáis bajo el testimo-nio de mis propios servidores! ¡y fiáis de lasdeclaraciones de quienes hacen traición a supropia reina, y violan su juramento de fideli-dad, en el punto en que declaran contra mí!

BURLEIGH.- Vos misma habéis aseguradootras veces que teníais por muy virtuoso y hon-rado al escocés Kurl.

MARÍA.- Por tal le tuve, pero la hora delpeligro es la piedra de toque de la virtudhumana. La prueba del tormento pudo impo-

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nerle tal temor, que dijo y confesó lo que nosabía, creyendo así libertarse de la tortura sinperjudicar a su reina.

BURLEIGH.- Afirmó el hecho bajo jura-mento, sin coacción.

MARÍA.- Pero no delante de mí. ¡Cómo,milord! ambos testigos viven todavía; traedlosa mi presencia y hacedles repetir en mi presen-cia sus declaraciones. ¿Por qué me rehusáis unagracia, un derecho que no se rehúsa al asesino?Talbot, mi anterior carcelero, me dijo que du-rante el gobierno actual se había promulgadouna ley que ordenaba la comparecencia delacusador ante el acusado... ¿No es así?... ¿Loentendí mal? Sir Pauleto, os he tenido siemprepor honrado: dadme una prueba de ello, di-ciéndome en conciencia si no es así... si existe ono en Inglaterra semejante ley.

PAULETO.- Es así, señora; es de derechoentre nosotros. Yo debo decir la verdad.

MARÍA.- Pues bien, milord, ya que contanto rigor se aplican contra mí las leyes que

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me perjudican, ¿por qué queréis sustraerme alimperio de las que me favorecen? Decidlo. ¿Porqué no compareció a mi presencia Babingthon,puesto que la ley lo ordena? ¿Por qué no oblig-áis a comparecer a mis dos secretarios, que vi-ven todavía?

BURLEIGH.- No os irritéis, señora; vuestrainteligencia con Babingthon, no es el único mo-tivo...

MARÍA.- Es el único que me coloca bajo laespada de la ley, el único que me obliga a justi-ficarme... Milord, no os salgáis de la cuestión.

BURLEIGH.- Está probado que tuvisteistratos con Mendoza, el embajador de España.

MARÍA.- (Con viveza.) No os salgáis de lacuestión, milord.

BURLEIGH.- Está probado que concebis-teis el proyecto de derribar la religión del reino,y que habéis excitado a todos los reyes de Eu-ropa a declarar la guerra a Inglaterra.

MARÍA.- Y aunque tal hubiese hecho... -nolo hice; supongo sólo que lo hice, milord;- se

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me detiene aquí prisionera, contra el derechode gentes. No vine a estos reinos con las armasen la mano; vine a invocar los derechos sagra-dos de la hospitalidad, a echarme en brazos dela Reina mi parienta, y he sido víctima de laviolencia, y he sido encadenada en el mismolugar donde esperé encontrar apoyo. Decidme,¿qué compromisos he contraído con vuestroreino? ¿Qué deberes tengo para con Inglaterra?Si intento romper mis cadenas y oponer lafuerza a la fuerza y sublevar en mi favor todoslos Estados de Europa, uso del derecho sagradoque da la opresión, y puedo emplear en mi de-fensa cuanto se tiene por justo y leal en unaguerra legítima. Mi conciencia y mi altivez meprohíben tan sólo el asesinato, y los complotssecretos y homicidas. Un asesinato mancharíami fama, me deshonraría; me deshonraría, repi-to, pero no me sujetaría al fallo de la justicia,porque entre Inglaterra y yo, no se trata ya dejusticia, sino de violencia.

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BURLEIGH.- No invoquéis, señora, el de-recho del más fuerte; nunca fue favorable a lospresos.

MARÍA.- Soy débil, ella poderosa... Puesbien, sea; puede, si quiere, emplear la fuerza,matarme, sacrificarme a su seguridad, peroconfiese al menos que usa de la fuerza, no de lajusticia; no pida prestada la espada de la leypara deshacerse de su enemiga, y no revista conapariencias de santidad, la fuerza bruta y laopresión sangrienta y no engañe al mundo consemejante farsa. Puede matarme, pero no juz-garme. Cese en su intento de cubrir el crimencon el sagrado velo de la virtud, y atrévase, porfin, a mostrarse tal como es.

(Vase.)

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Escena VIIIBURLEIGH. -PAULETO. BURLEIGH.- Nos desafía, y nos desafiará,

caballero Pauleto, en las mismas gradas delcadalso. Nadie podrá vencer nunca la altivez desu ánimo. ¿Le ha sorprendido la sentencia? ¿Lahabéis visto palidecer siquiera ni verter unasola lágrima? No invoca nuestra piedad, no;conoce que la Reina se halla perpleja y vacilan-te, y nuestro temor engendra su audacia.

PAULETO.- Lord tesorero, esta vana arro-gancia cesará cuando cese también toda apa-riencia de injusticia. Si se me permite decirlo,hay algo irregular en este proceso. Debisteistraer a su presencia a Babingthon, a Tishburn, ya los dos secretarios.

BURLEIGH.- (Con viveza.) No, no, caballe-ro Pauleto; no podíamos aventurar este paso.Ejerce excesivo imperio sobre los ánimos, y esgrande el poder de sus lágrimas femeniles. Ensu presencia, su secretario Kurl no hubiera te-nido valor para pronunciar una palabra de la

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cual dependía su vida; se hubiera retractadotímidamente; hubiera retirado su declaración.

PAULETO.- Así los enemigos de Inglaterraconmoverán al mundo con odiosos rumores, yla pompa solemne de este proceso pasará porinsolente crimen.

BURLEIGH.- Esto es lo que teme nuestraReina. Oh!... ¿Cómo no murió al poner el pie enel suelo de Inglaterra, esta mujer, origen detantos males?

PAULETO.- Sólo puedo responder a esto:así hubiese sido.

BURLEIGH.- ¡Cómo no sucumbió en estacárcel, víctima de alguna enfermedad!

PAULETO.- ¡Cuántas desventuras hubieraahorrado a nuestro país!

BURLEIGH.- Y sin embargo, si hubiese fa-llecido por natural accidente, se nos hubierallamado asesinos.

PAULETO.- ¡Verdad!... No hay medio deimpedir que piense la gente lo que se le ocurra.

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BURLEIGH.- Mas como el hecho no podríaprobarse, excitaría menos rumor.

PAULETO.- ¿Qué importan los rumores?No el escándalo que acompaña a la reproba-ción, sino su justicia o injusticia, ofende al áni-mo honrado.

BURLEIGH.- ¡Ah! ni la misma justicia selibra de la censura. La opinión se va siemprecon los desgraciados; la envidia persigue laprosperidad victoriosa. La espada de la justiciaque honra al hombre, parece odiosa en manosde una mujer; el mundo no cree en su equidad,cuando es también mujer la víctima. En vanolos jueces hemos sentenciado conforme con loque dicta la conciencia si la Reina tiene el dere-cho de indulto, será conveniente usar de él. Elpueblo no sufriría que la Reina diese libre cursoal rigor de las leyes.

PAULETO.- Por tanto... BURLEIGH.- (Interrumpiéndole.) Por tanto,

ella viviría y no debe vivir... ¡jamás! Esto es loque causa la ansiedad de la Reina, y aleja el

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sueño de la cabecera de su lecho. Leo en susojos el combate que sostiene su alma; sus labiosapenas se atreven a formular deseo alguno,pero su mirada expresiva parece decir con mu-da elocuencia: -¿No habrá entre mis servidoresquien quiera evitarme esta dolorosa alternativa:o temblar perpetuamente en mi trono, o libraral hacha del verdugo la reina, mi parienta?

PAULETO.- ¡Inevitable necesidad! BURLEIGH.- No fuera inevitable, a juicio

de la Reina, si contara con servidores más aten-tos.

PAULETO.- ¡Más atentos! BURLEIGH.- Que supieran interpretar una

orden tácita. PAULETO.- ¡Una orden tácita! BURLEIGH.- Que cuando se fía a su cus-

todia una serpiente venenosa, no conservasencomo inapreciable y sagrado tesoro, al enemigoque se les confía.

PAULETO.- (Con intención.) El buen nom-bre, la reputación sin mancha de la Reina, es un

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tesoro precioso nunca bastante guardado, mi-lord.

BURLEIGH.- Cuando se suspendió de sucargo a Shrewsbury, para confiarlo al caballeroPauleto, se creyó que...

PAULETO.- Supongo que se creyó, milord,que no podían deponerse más difíciles funcio-nes en manos más puras. No hubiera aceptado¡vive Dios! el cargo de carcelero, si no hubiesecreído que debía confiarse al hombre más hon-rado de Inglaterra. Permitidme pensar que sóloa mi íntegra reputación lo debo.

BURLEIGH.- Primero se echa a volar elrumor de que languidece, luego que enferma yse agrava, y por fin sucumbe y muere en lamemoria de los hombres y vuestra reputaciónqueda intacta.

PAULETO.- Pero no mi conciencia. BURLEIGH.- Si no queréis prestar vuestro

brazo, no impediréis al menos que otro... PAULETO.- (Interrumpiéndole.) Mientras

los dioses protectores de mi hogar serán los

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suyos, ningún asesino pisará el umbral de supuerta. Su vida es tan sagrada para mí, como lavida de la Reina de Inglaterra. Vosotros sois susjueces, juzgadla, pronunciad la sentencia demuerte, ordenad que venga aquí el carpinterocon el hacha y la sierra para levantar el cadalso;la puerta de este castillo sólo se abrirá al sherify al verdugo. Entre tanto, se halla confiada a micustodia, y yo os juro que será custodiada de talmodo, que no

podrá hacer ni recibir daño algu-no.(Vanse.)

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Acto IIEl palacio de Westminster.

Escena primeraEl Conde de KENT y Sir Guillermo DAVISON. DAVISON.- ¿Sois vos, milord de Kent?

¿Ya de vuelta del torneo?... ¿Ha terminado lafiesta?

KENT.- ¿Cómo no habéis asistido a la jus-ta?

DAVISON.- Mis ocupaciones me lo hanimpedido.

KENT.- ¡Qué bello espectáculo habéis per-dido, milord!... Ni pudo concebirse con másingenio, ni dirigirse con más solemnidad. Serepresentaba el asedio de la casta fortaleza de laHermosura por los Deseos. Defendían la forta-leza el lord mariscal, el gran juez, el senescal yotros diez caballeros de la Reina, y la atacabanlos caballeros franceses. Primero, se adelantóun rey de armas que con un madrigal ha inti-

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mado la rendición; el canciller contesta de loalto de las murallas y la artillería rompe el fue-go; ¡qué lindos cañones! lanzaban ramilletes deflores y exquisitas y aromosas esencias, perotodo en vano; rechazado más de una vez elenemigo, los Deseos se han visto forzados aretirarse.

DAVISON.- Lo cual me parece, conde, fu-nesto augurio para las negociaciones matrimo-niales entabladas por Francia.

KENT.- ¡Ca, ¡ca! ¡Pura broma!... Creo,hablando seriamente, que la fortaleza acabarápor rendirse.

DAVISON.- ¿Lo creéis así? Por mi parte,creo seriamente que no será nunca.

KENT.- Francia ha cedido ya en los artícu-los más dificultosos; Monseñor se contenta conpracticar su culto en una capilla privada, com-prometiéndose a honrar y proteger pública-mente la religión del reino. ¡Si hubieseis pre-senciado el júbilo del pueblo cuando supo lanueva! Porque su perpetuo temor consistía en

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que la Reina muriese sin descendencia, y subie-ra al trono la escocesa, y cayera otra vez el reinobajo el yugo del papado.

DAVISON.- Me parece que puede aban-donarse semejante temor. El día que Isabel sedirija al altar, María se dirigirá al cadalso.

KENT.- ¡La Reina!

Escena IIDichos. -ISABEL, dando el brazo a LEICESTER.

-El Conde de L'AUBESPINE. -BELLIÈVRE. -ElConde de SHREWSBURY. Lord BURLEIGH, yotros caballeros franceses e ingleses.

ISABEL.- (A l'Aubespine.) Compadezco,conde, a los nobles caballeros que llevados desu galantería, cruzaron el mar para venir aquí.Dejan la magnificencia de la corte de Saint-Germain, y a mí no me es dado ofrecerles, co-mo a la reina madre, deslumbradores espectá-culos. El único que puedo presentar con orgulloa los extranjeros es el de un pueblo honrado y

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feliz, que me bendice y se agolpa en torno demi litera apenas salgo a la calle. El esplendor delas nobles damas que florecen en el jardín de laBelleza de la reina Catalina, eclipsaría mi per-sona y mi oscuro mérito.

L'AUBESPINE.- En la corte de Westmins-ter sólo una mujer se ofrece a la mirada de losextranjeros, pero reúne en sí todas las seduc-ciones y hechizos de su sexo.

BELLIEVRE.- La Reina de Inglaterra sedignará permitirnos que nos despidamos parallevar a monseñor, nuestro real dueño, la tandeseada noticia que ha de colmarle de júbilo.Ya la ardiente impaciencia de su corazón no lepermitió seguir en París; en Amiens aguarda alos mensajeros de su dicha; todo se halla dis-puesto hasta Calais, para que el sí pronunciadopor vuestros labios llegue prontamente a sualma, ebria de amor.

ISABEL.- Conde de Bellièvre, no me apre-miéis más. No es éste el momento, os repito, deencender las alegres antorchas de himeneo.

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Cubren el horizonte de esta comarca negrosnubarrones, y me sentaría mejor el luto que elvelo nupcial, porque un golpe deplorable ame-naza mi corazón y mi familia.

BELLIEVRE.- Dadnos al menos una pro-mesa, señora, se cumplirá en más felices días.

ISABEL.- Los reyes son esclavos de sucondición, y no pueden ceder nunca a los pro-pios impulsos. Yo hubiese deseado morir don-cella y fundara mi gloria en escribir sobre mitumba: «aquí yace la reina virgen,» pero misvasallos no lo quieren así, y sueñan ya en lostiempos que sucederán a mi muerte. No bastala prosperidad que actualmente reina; he desacrificarme a su felicidad futura; he de renun-ciar por mi pueblo a mi libertad, el don másprecioso que poseo,... me fuerzan a tomar due-ño. Con esto me prueba el pueblo que me tienesimplemente por una mujer, cuando yo creíahaber reinado como un hombre, como un rey.Harto sé que se desobedece a Dios, desobede-ciendo a las órdenes de la naturaleza, y mere-

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cen elogio mis antecesores por haber abierto losclaustros y devuelto a los deberes de la vida amillares de personas, víctimas de mal com-prendida piedad. Mas una reina que no disipasus días en vana y ociosa contemplación, queejerce sin tregua y sin flaqueza los más espino-sos cargos, debiera eximirse de aquella ley na-tural, que somete la mitad de la raza humana ala otra mitad.

L'AUBESPINE.- Habéis hecho brillar todaslas virtudes en el trono; sólo os falta dar a vues-tro sexo, del cual sois la gloria, brillante ejem-plo de sus propios deberes. No existe, en efecto,en la tierra hombre alguno que sea digno deobtener el sacrificio de vuestra libertad; mas sila ilustre cuna, la elevación, la virtud heroica...la belleza varonil... son bastantes para aspirar aeste honor...

ISABEL.- Sin duda, señor embajador, queuna alianza con un príncipe francés me honra...Confieso sin ambajes, que si debiera un díatomar esposo, si me veo forzada a ceder a las

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instancias de mi pueblo, que temo sean máspoderosas que mi voluntad, no conozco en Eu-ropa ningún príncipe a quien sacrifique conmás gusto el don más precioso, la independen-cia. Contentaos con esta declaración.

BELLIEVRE.- Que es al propio tiempo lamás bella esperanza, pero al fin sólo una espe-ranza, y mi señor quisiera algo más.

ISABEL.- ¿Qué desea? (Se saca un anillo locontempla y reflexiona.) ¿Una reina se halla, pues,en el mismo caso que la simple villana? Elmismo signo expresa los mismos deberes y lamisma servidumbre, así para una como paraotra. Un anillo concluye una boda, y con anillosse forman las cadenas. Ofreced este presente asu alteza; no es todavía vínculo que me obligue,pero puede serlo con el tiempo y para siempre.

BELLIEVRE.- (Se arrodilla y recibe la joya.)De hinojos y en su nombre, gran señora, aceptoeste presente y os rindo homenaje besando lamano a mi princesa.

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ISABEL.- (Al conde Leicester, a quien ha con-templado con atención durante sus últimas pala-bras.) Permitidme, milord. (Le toma el cordón azuly lo cuelga al cuello de Bellièvre.) Llevad a VuestraAlteza esta condecoración con la cual quedáisinvestido, conforme a la divisa de la orden«Honni soit qui mal y pense.» Acabe, sí, todo re-celo entre ambas naciones, y una desde ahora laconfianza las coronas de Francia e Inglaterra.

L'AUBESPINE.- Gran Reina, este es día dejúbilo. Dios haga que se extienda al mundoentero y cese de gemir en esta isla el últimodesgraciado. La bondad brilla en vuestro sem-blante... Penetre un rayo de esta serena claridadhasta el calabozo de infortunada princesa, quepertenece igualmente a Inglaterra y a Francia.

ISABEL.- No terminéis, conde; no confun-damos dos asuntos completamente distintos. SiFrancia desea formalmente mi alianza, debeparticipar de mis inquietudes, y no apoyar amis enemigos.

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L'AUBESPINE.- Francia cometería una in-dignidad, aun a vuestro juicio, si al contraersemejante alianza, olvidase a esta mujer infor-tunada, unida a ella por el vínculo de la reli-gión y viuda de su rey. El honor y la humani-dad exigen...

ISABEL.- En este sentido, sé apreciar comose debe esta intercesión. Francia cumple undeber de amistad; séame permitido a mi vezobrar como soberana. (Despide a los caballerosfranceses que se retiran con respeto, acompañados delos lores.)

Escena IIIISABEL. -LEICESTER. -BURLEIGH. -

TALBOT.La Reina se sienta. BURLEIGH.- Gloriosa Reina; hoy coronáis

los ardientes deseos de vuestro pueblo; hoy porprimera vez nos regocijamos sin reserva, vien-do en lontananza los días de bendición que vais

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a concedernos, porque se aclara el tempestuosohorizonte. Una sola inquietud aflige todavía aeste país; existe una víctima cuyo sacrificio pi-den todos. Ceded a este deseo, y empiece hoyla eterna dicha de Inglaterra.

ISABEL.- ¿Qué más desea mi pueblo?Hablad, milord.

BURLEIGH.- Pide la cabeza de la Estuar-do. Si queréis consolidar el precioso bien de lalibertad en Inglaterra, y la luz de la verdad atan alto precio conquistada, fuerza es que Mar-ía perezca. Fuerza es que perezca, para no tem-blar perpetuamente por vuestra preciosa vida.No ignoráis, señora, que no todos los inglesesprofesan la misma religión, y que el culto idóla-tra de Roma cuenta aún en esta isla con muchosy secretos sectarios. Todos alimentan en su se-no sentimientos hostiles, y vuelven sus ojoshacia la Estuardo, y mantienen relaciones consus hermanos de Lorena, vuestros irreconcilia-bles enemigos. Este furibundo partido os hajurado guerra de exterminio, y combate con las

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pérfidas armas del infierno, forjadas en la casadel cardenal arzobispo de Reims, arsenal de laconjuración, escuela del regicidio, plantel de losemisarios entusiastas y resueltos que vemosllegar a nuestra isla, bajo toda suerte de disfra-ces. Últimamente hemos visto el tercer asesino,salido de aquel centro: abierta sima que arro-jará aún perpetuamente a la superficie enemi-gos secretos. En el castillo de Fotheringhay sehalla nuestra Ate (1), la que provoca esta guerraincesante, la que incendia el reino con la tea delamor, la que con lisonjeras esperanzas atrae a lajuventud a muerte cierta. Libertarla: he aquí elpretexto de tales conjuraciones; colocarla en eltrono: he aquí el verdadero fin. Porque la casade Lorena no reconoce vuestros sagrados dere-chos, y os tiene por usurpadora del trono, co-ronada por la fortuna. Ellos han persuadido a lainsensata a titularse reina de Inglaterra, y la pazno será posible con esta mujer ni con esta raza.Debéis herir, o recibir el golpe. Su vida es vues-tra muerte, y su muerte vuestra vida.

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ISABEL.- Cumplís, milord, un penoso car-go. Conozco la pureza de vuestro celo y la sa-biduría de tales consejos, pero esta sabiduríaque reclama la muerte, la detesto en lo íntimode mi corazón. Discurrid un medio menos rigu-roso. Milord Shrewsbury, decidnos vuestraopinión.

TALBOT.- Con justicia encomiáis, señora,el celo que anima el fiel corazón de Burleigh.Aunque no poseo su elocuencia, no es menormi fidelidad. Dios quiera concederos largosaños de vida para ser la alegría de vuestro pue-blo, y prolongar la dicha de la paz en este reino.Nunca, desde que lo rige la monarquía, dis-frutó de tantas venturas. Mas no sea nunca, porDios, a costa de su gloria, o ciérrense parasiempre los ojos de Talbot, antes de que lleguetamaño desastre.

ISABEL.- Dios nos libre de manchar nues-tra gloria.

TALBOT.- Pues entonces discurrid otrosmedios para salvar al reino, porque la ejecución

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de María es una injusticia, porque no podéisjuzgar a quien no es vuestro vasallo.

ISABEL.- En este caso yerran mi Consejode Estado y mi Parlamento, yerran todos lostribunales del reino, cuando me reconocen se-mejante potestad.

TALBOT.- La pluralidad de votos no esprueba de justicia. Inglaterra no es el mundo, nivuestro Parlamento representa a toda la huma-nidad. La Inglaterra de hoy no es la Inglaterradel porvenir, como tampoco la del pasado. Eloleaje movible de las opiniones se embravece ose calma, al soplo de la pasión. No digáis queos fuerza la necesidad y os apremian las instan-cias de vuestro pueblo, porque en cuanto quer-áis, a cada instante, podréis convenceros de quevuestra voluntad es libre. Ensayad. Declaradque os horroriza el derramamiento de sangre,que os anima el deseo de salvar la vida devuestra hermana; manifestad a los que otracosa os aconsejan sincera indignación, y bienpronto veréis cómo se desvanece semejante

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necesidad, y cómo lo justo se trueca en injusto.Sólo vos debéis juzgar, vos sola, sin que os seadable apoyaros en tan frágil e insegura caña.Ceded espontáneamente a los impulsos devuestra bondad. Dios no hizo severo el delica-do corazón de la mujer, y cuando los fundado-res de este reino le concedieron como al hom-bre la realeza, quisieron indicar claramente quela severidad no debía ser la primera virtud denuestros reyes.

ISABEL.- El conde de Shrewsbury es ar-diente abogado de la enemiga de mi reino, y demi persona... Prefiero los consejos consagradosa mis intereses.

TALBOT.- ¡Ah!... No puede envidiárseleun defensor... nadie acudirá a su defensa atrueque de exponerse a vuestra cólera. Permi-tid, pues, a un pobre anciano que, hallándose alborde del sepulcro, no puede dejarse seducirpor ninguna esperanza terrena, permitidle salira la defensa de una mujer desamparada. No sediga al menos que en vuestro Consejo de Esta-

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do sólo habló la pasión y el interés personal, ycalló la misericordia. Vos misma no visteisjamás su rostro; ni un solo afecto en vuestroánimo habla en favor de la extranjera. No hetomado la palabra para justificar sus delitos.Dicen que hizo degollar a su esposo; lo que hayde cierto es que se casó con el asesino. Grancrimen, en verdad, pero ocurrió en época detrastornos y calamidades, y en medio de lasangustias de la guerra civil. Rodeada de vasa-llos exigentes, débil como era, se arrojó en bra-zos del más fuerte, del más resuelto. ¡Quiénsabe por qué artificios la sedujo! La mujer esfrágil.

ISABEL.- La mujer no es frágil. Hay ennuestro sexo almas fuertes; no quiero que en mipresencia se hable de la fragilidad de las muje-res.

TALBOT.- Vos habéis aprendido en la se-vera escuela de la desgracia, señora; la vida nose os ofreció en sus comienzos bajo halagüeñoaspecto, y lejos de esperar una corona, visteis

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bajo vuestras plantas una tumba. En Woods-tock y a la sombra de un calabozo, Dios, queprotege nuestra patria, os preparaba por el do-lor al cumplimiento de tan sublimes deberes,sin que la lisonja fuera a vuestro encuentro.Alejada de todo trato con el mundo, vuestraalma aprendió a meditar, a ensimismarse y aestimar los verdaderos dones de la vida. MasDios no salvó por igual manera a aquella infor-tunada. Apenas niña, vedla en la corte de Fran-cia, morada de la ligereza y de los frívolos pla-ceres. Allí, en la continua embriaguez de losespectáculos, no oyó jamás la voz austera de laverdad, y se la fascinó con la brillantez del vi-cio, y fue arrebatada por el torrente de la licen-cia. Había recibido del cielo el pasajero don dela belleza; con ella eclipsaba a las demás muje-res, y sus hechizos, no menos que su cuna...

ISABEL.- Volved en vos, milord deShrewsbury; recordad que estamos celebrandosolemne consejo. Muy grandes han de ser taleshechizos cuando de tal modo apasionan a un

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anciano. Milord Leicester, sólo vos guardáissilencio; lo que anima la elocuencia de milorShrewsbury ¿pone tal vez un candado en vues-tros labios?

LEICESTER.- ¡Enmudezco de sorpresa, se-ñora, viendo con qué vanos terrores ocupanvuestra atención! ¡cómo perturban la serenidadde vuestro Consejo de Estado, y preocupanformalmente a hombres graves, fábulas ymurmuraciones del vulgo crédulo! Confiesoque me admira que la desheredada reina deEscocia, la mujer que no ha sabido conservar supequeño trono, juguete de sus propios vasallos,arrojada de su reino, pueda de pronto ponerespanto en vuestro corazón desde el fondo desu calabozo... ¡Por el cielo! ¿Qué puede hacerlatemible a vuestros ojos? ¿Serán sus pretensio-nes a la corona? ¿Será la oposición de los Gui-sas a reconocer vuestros derechos? Pero, ¿porventura la oposición de los Guisas puede anu-larlos, heredados como son y confirmados porel Parlamento? ¿No fue excluida tácitamente en

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la última voluntad de Enrique? La Inglaterraque goza felizmente de la nueva religión,¿querrá arrojarse otra vez en brazos de unapapista y abandonará su adorada Reina por lamatadora de Darnley? ¿Qué pretenden estoshombres impacientes que mientras vivís osmolestan hablándoos de vuestro heredero, y seempeñan en casaros con tal urgencia para sal-var la Iglesia y el Estado? Sois joven y fuertetodavía, mientras cada día que pasa para ella lamarchita y la empuja a la muerte!... ¡Por el cie-lo! Harto tiempo hollaréis su tumba para que ossea preciso precipitarla en ella.

BURLEIGH.- Lord Leicester no fue siem-pre de esta opinión.

LEICESTER.- ¡Verdad! Voté la pena capitalen el Consejo, y allí otro fue mi lenguaje. Peroahora no se trata de lo que es más justo, sino delo que es más conveniente. ¿Debe temérsela, enel punto en que Francia, su único apoyo, laabandona? ¿cuando vais a otorgar la mano aldescendiente de sus reyes, y la esperanza de

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nueva progenie regocija a la patria? ¡Por quématarla! Ha muerto ya; el desprecio es la ver-dadera muerte. Temed por el contrario queresucite con la compasión. Opino, pues, que sedeje subsistir en toda su fuerza la sentenciapronunciada contra ella. Que viva, pero queviva bajo el hacha del verdugo, y si se levantaen su defensa un solo brazo, caiga inmediata-mente su cabeza.

ISABEL.- (Se levanta.) Milores; he oídovuestras opiniones, y os agradezco semejantecelo. Con la ayuda de Dios, que ilumina a losreyes, examinaré las razones alegadas y elegiréel partido que me parezca más prudente.

Escena IVDichos. -PAULETO. -MORTIMER. ISABEL.- Ved a sir Amias Pauleto. Sir Pau-

leto, ¿qué venís a anunciarme? PAULETO.- Gloriosa Reina; mi sobrino,

recién llegado de largo viaje, se rinde a vuestras

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plantas y os ofrece sus servicios. Recibidlo conbondad, y caiga sobre él un rayo de vuestrofavor.

MORTIMER.- (Hincando la rodilla.) Diosconceda largos años de vida a mi augusta sobe-rana, y coronen su frente la gloria y la felicidad.

ISABEL.- Alzad y sed bien venido a Ingla-terra. Habéis viajado mucho, sir Mortimer,habéis visitado Francia y Roma, deteniéndoosen Reims. Decidme algo de lo que traman nues-tros enemigos.

MORTIMER.- ¡Dios los confunda!... Así sevolvieran contra sus propios corazones, losdardos que intentan lanzar contra mi Reina.

ISABEL.- ¿Visteis a Morgan y al muy intri-gante obispo de Ross?

MORTIMER.- He conocido en Reims acuantos escoceses desterrados se ocupan enconspirar contra este país. Me he insinuado ensus corazones a fin de descubrir alguno de losproyectos que les ocupan.

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PAULETO.- Le confiaron algunas cartasmisteriosas y cifradas para la Reina de Escocia,y nos las ha entregado con toda fidelidad.

ISABEL.- Decidnos en qué consisten susúltimos planes.

MORTIMER.- Les ha desconcertado elabandono de Francia y la estrecha alianza queacaba de contraer con Inglaterra, y vuelven losojos a España.

ISABEL.- Esto es lo que me escribe Wal-singham

MORTIMER.- Cuando iba a salir de Reims,se había recibido una bula de excomunión lan-zada contra vos por el papa Sixto V. Llegarácon el primer navío que arribe a nuestras pla-yas.

LEICESTER.- Semejantes armas no asustanya a Inglaterra.

BURLEIGH.- Pero son temibles en manosde un fanático.

ISABEL.- (Contemplando a Mortimer con mi-rada penetrante. ) Os acusan de haber frecuenta-

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do las escuelas de Reims y abjurado vuestrascreencias.

MORTIMER.- Confieso que lo fingí, con eldeseo de serviros.

ISABEL.- (A Pauleto que saca un papel.)¿Qué es esto?

PAULETO.- Una carta que os dirige la Re-ina de Escocia.

BURLEIGH.- (Cogiéndole el brazo.) Dadmeesta carta.

PAULETO.- (Entregando la carta a la Reina.)Perdonadme, lord tesorero; me ordenó entre-garla a la Reina en persona. Aunque me tienepor su enemigo, soy tan sólo el enemigo de susfaltas, y cuanto se acuerda con mi deber lo hagogustoso por ella. (La Reina ha tomado la carta, ymientras la lee, Mortimer y Leicester se hablan envoz baja.)

BURLEIGH.- (A Pauleto.) ¿Qué traerá estacarta? ¡Fútiles lamentos que debiéramos evitaral sensible corazón de la Reina!

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PAULETO.- No me ocultó su contenido.Solicita el favor de ver a la Reina.

BURLEIGH.- (Con viveza.) ¡Esto nunca! TALBOT.- ¿Y por qué no?... la súplica no

es injusta. BURLEIGH. -No merece el honor de con-

templar el augusto semblante de nuestra sobe-rana, la que preparó el regicidio sedienta de susangre. Y todo vasallo leal debe abstenerse dedarle tan malo y pérfido consejo.

TALBOT.- Si la Reina le concede este fa-vor, ¿pondréis freno al generoso impulso de suclemencia?

BURLEIGH.- Está sentenciada; oprime sucuello el hacha del verdugo. Visitar a quien sehalla destinada al cadalso, es acto indigno deSu Majestad; si la Reina se acerca a ella, la sen-tencia no podrá ejecutarse, porque la presenciareal lleva consigo el indulto.

ISABEL.- (Enjugando sus lágrimas después dehaber leído la carta.) ¿Qué es el hombre? ¿Qué esla dicha en este mundo?... ¿A qué extremo llegó

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esta Reina, la que empezó su carrera rodeadade tan halagüeñas esperanzas, la que fue lla-mada al más antiguo trono de la cristiandad, laque esperó ceñir su frente con tres coronas?...¡Cuan diferente su lenguaje del que usabacuando embrazó el escudo de Inglaterra y re-cibía de la lisonja el título de Reina de las islasBritánicas! Dispensadme, milores. Invade mialma la tristeza, se desgarra de dolor, cuandoconsidero la movilidad de las cosas terrenas,...cuando siento pasar junto a mí las terribles ma-nifestaciones del destino humano!

TALBOT.- ¡Oh, Reina! Dios conmuevevuestro corazón; obedeced a esta inspiracióndivina; harto cruelmente ha expiado ya suscrueles delitos; tended la mano a quien tan bajocayó, y descended como ángel de luz a las ti-nieblas de su calabozo.

BURLEIGH.- ¡Firmeza, señora! No permit-áis que perturbe vuestro ánimo laudable con-miseración; no os despojéis por vuestra propiamano de la libertad de obrar según convenga.

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No os es posible indultarla, ni salvarla; evitad,pues, el odioso cargo de que os permitisteis elcruel y sarcástico placer de apacentar vuestrasmiradas con el aspecto de la víctima.

LEICESTER.- Permanezcamos dentronuestros límites, milores; la Reina es discreta, yno necesita de nuestros consejos para elegir elmejor partido. Fuera de que la entrevista de lasdos reinas no tiene nada de común con el cursoregular de la justicia. Pues las leyes de Inglate-rra, y no la voluntad de nuestra soberana, hancondenado a María, digno será de la magnáni-ma Isabel obedecer a sus nobles impulsos,mientras la ley guarda su riguroso imperio.

ISABEL.- Retiraos, milores; hallaremosmodo de conciliar la clemencia con los deberesque impone la necesidad... Entre tanto, retiraos.(Se van los lores; llama a Mortimer.) Sir Mortimer,una palabra.

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Escena VISABEL. -MORTIMER. ISABEL.- (Después de haberle observado con

penetrante mirada.) Habéis dado pruebas deosada resolución, y de imperio sobre el propioánimo, poco común a vuestra edad. Quien sabepracticar tan pronto el difícil arte del disimulo,contrae grandes méritos antes de tiempo yabrevia los años de aprendizaje. Os pronosticoque estáis destinado a brillante carrera,... porfortuna, yo misma puedo hacer bueno mipronóstico.

MORTIMER.- Gran Reina, cuanto puedo, ycuanto sé, está a vuestro servicio.

ISABEL.- Aprendisteis a conocer a losenemigos de Inglaterra, cuyo odio contra mí esimplacable, cuyos sanguinarios proyectos notendrán fin. Verdad que el Todopoderoso meha protegido hasta ahora, pero la corona vaci-lará en mis sienes mientras viva aquélla que

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sirve de pretexto a su fanático celo y fomentasus esperanzas.

MORTIMER.- Mandad, señora, y dejará deexistir.

ISABEL.- ¡Ah! sir; creí alcanzado mipropósito, y me hallo como el primer día. Miintento era dejar obrar a las leyes, y conservarmi mano pura de sangre. Se ha pronunciado lasentencia; ¿y qué he adelantado con ello, si esfuerza que se ejecute, Mortimer, y yo debo darla orden de la ejecución? Así recae siempre so-bre mí la odiosidad del acto. Me veo forzada aconsentirlo, y no puedo salvar las apariencias.No conozco más aflictiva situación!

MORTIMER.- ¿Y qué os importa tan peno-sa apariencia en una causa justa?

ISABEL.- No conocéis el mundo, caballero;todos nos juzgan por la apariencia y nadie porla realidad. Como no me es dado convencer anadie de mis derechos, me veo obligada a obrarde modo que mi participación en su muertequede envuelta para siempre en las sombras de

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la duda. En los asuntos de esta naturaleza, quese ofrecen bajo doble aspecto, la oscuridad es elúnico refugio; y lo peor, confesar algo, porquemientras nada se cede, nada se ha perdido.

MORTIMER.- (Con mirada penetrante.) Así,lo mejor sería...

ISABEL.- (Con viveza.) Sin duda, esto seríalo mejor. ¡Ah! Mi ángel bueno inspira vuestroslabios. Proseguid, acabad, caro Mortimer. Soisreflexivo y penetráis en el fondo de las cosas¡cuánto os diferenciáis de vuestro tío!

MORTIMER.- (Sorprendido.) ¿Revelasteistal deseo al caballero Pauleto?

ISABEL.- Y siento haberlo hecho. MORTIMER.- Excusad a este anciano, que

se haya vuelto escrupuloso con los años. Ungolpe arriesgado como éste, requiere el valor yosadía juveniles.

ISABEL.- ¿Puedo contar con vos? MORTIMER.- Os prestaré mi brazo; salvad

como podáis la reputación.

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ISABEL.- ¡Ah, Mortimer! Si me disperta-rais una mañana diciéndome: María Estuardo,vuestra mortal enemiga, ha muerto esta noche...

MORTIMER.- Contad conmigo. ISABEL.- ¡Ah! ¡cuándo podré dormir tran-

quilamente! MORTIMER.- En la próxima luna cesarán

vuestros temores. ISABEL.- Adiós, sir Mortimer. No os pre-

ocupéis por que se cubra mi gratitud con elvelo de la noche. El silencio es el dios de losdichosos... los lazos más fuertes y tiernos, losque envuelve el misterio... (Se va.)

Escena VIMORTIMER. MORTIMER.- Anda, falsa e hipócrita mu-

jer; te engaño, como tú al mundo. Es justo, esbello hacer traición a un ser como tú... ¡Puesqué! ¿tengo yo cara de asesino? ¿Has visto enmi frente la aptitud para el crimen? Fíate de mi

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brazo, y retira el tuyo, y ofrece al mundo elpiadoso y falso aspecto de la clemencia. Mien-tras confías en secreto con el auxilio de un ase-sinato, vamos ganando tiempo para libertarla.¡Pretendes elevarme!... me muestras de lejospreciosa recompensa: ¡ni aunque consistiera entí y en tus propios favores!... No me seduce laambición de vana gloria... ¡Ah! sólo junto a ellase encuentra el encanto de la existencia... entorno suyo se agrupan sin cesar, formando ale-gres coros, los dioses de la gracia y de la dichajuvenil; en su seno mora el paraíso, y tú sólopuedes darme fríos placeres... Nunca conocistetú la mayor felicidad, el mayor encanto de lavida, la ventura del alma que fascinada y fasci-nando, se entrega a otra en un momento deolvido!... Nunca poseíste la verdadera coronade tu sexo; jamás colmaste de ventura a unhombre con tu amor... Me será preciso aguar-dar a ese lord, para darle la carta... ¡Odiosa co-misión! No me es nada simpático este palacie-go... yo solo, quiero libertarla; para mí el peli-

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gro... la gloria... y la recompensa. (Cuando sedispone a salir, encuentra a Pauleto.)

Escena VIIMORTIMER. -PAULETO. PAULETO.- ¿Qué te ha dicho la Reina? MORTIMER.- Nada, sir Pauleto, nada im-

portante... PAULETO.- (Mirándole, severo.) Oye, Mor-

timer; te hallas en resbaladizo y engañoso te-rreno. El favor real atrae; la juventud suele serávida de honores... ¡Cuidado con dejarte llevarde la ambición!

MORTIMER.- ¡Si vos mismo me habéistraído a la corte!

PAULETO.- Ya me arrepiento de ello. Nofue en la corte donde adquirió nuestra casa sugloria. ¡ Sé fuerte, sobrino mío; no vayas a com-prar caro el favor!... ¡Cuidado con ofender laconciencia!

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MORTIMER.- ¡Qué ocurrencias tenéis!...vaya un temor...

PAULETO.- Por alto que sea el puesto quela Reina te prometa, no fíes en sus lisonjeraspalabras, y piensa que ha de desconocertecuando hayas obedecido... Querrá conservar sunombre puro de toda mancha, y vengará elasesinato por ella ordenado.

MORTIMER.- ¿El asesinato, decís? PAULETO.- Basta de disimulo; sé lo que te

ha indicado la reina, creída de que tu ambiciosajuventud sería más complaciente que mi in-flexible ancianidad... ¿Le has prometido?... ¿lehas...

MORTIMER.- ¡Tío! PAULETO.- Si lo hiciste te maldigo, te re-

chazo (Entra Leicester.) LEICESTER.- ¡Sir Pauleto! permitidme de-

cir dos palabras a vuestro sobrino. La Reina sehalla muy dispuesta en su favor y quiere con-fiarle enteramente la guardia de María Estuar-do... descansa en su fidelidad...

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PAULETO.- Fía en... Bien. LEICESTER.- ¿Qué decís, caballero Paule-

to? PAULETO.- La Reina fía en él, y yo, mi-

lord, fío en mí y abro mucho los ojos.(Se va.)

Escena VIIILEICESTER, MORTIMER. LEICESTER.- (Sorprendido.) ¿Qué idea pre-

ocupa a vuestro tío? MORTIMER.- No lo sé. La inesperada con-

fianza que me acuerda la Reina... LEICESTER.- (Fijando en él su mirada.) ¿Me-

recéis, caballero, que se fíen de vos? MORTIMER.- Os haré la misma pregunta,

milord Leicester. LEICESTER.- ¿Tenéis algo que decirme en

secreto... MORTIMER.- Aseguradme que puedo

atreverme a ello.

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LEICESTER.- ¿Y quién me responde a suvez de vos? Suplico que no os ofendáis por mirecelo, porque os veo presentar dos caras en lacorte. Una de ellas es necesariamente falsa, ¿pe-ro cuál es la verdadera?

MORTIMER.- Lo mismo he notado en vos,conde Leicester.

LEICESTER.- ¿Cuál de ambos ha de ser elprimero en dar pruebas de confianza?

MORTIMER.- Quien arriesgue menos enello.

LEICESTER.- Entonces sois vos. MORTIMER.- No, vos. El testimonio de un

lord poderoso y respetable puede perderme, yen cambio el mío sería impotente contra vues-tra condición y favor.

LEICESTER.- Os engañáis, sir Mortimer;soy poderoso para todo, mas por lo que dice alasunto delicado que debo confiar a vuestrabuena fe, soy el hombre menos influyente de lacorte y una miserable declaración podría per-derme.

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MORTIMER.- Puesto que el omnipotentelord Leicester se humilla en mi presencia hastael punto de hacerme semejante confesión, serápreciso que yo me atreva a más, dándole unejemplo de grandeza de alma.

LEICESTER.- Confiad en mí, y yo os imi-taré.

MORTIMER.- (Presentando la carta.) Heaquí lo que os envía la Reina de Escocia.

LEICESTER.- (Asustado, toma la carta conprecipitación.) Hablad bajo, sir; ¡qué veo!... ¡Oh!¡Dios! su retrato. (Lo besa y contempla con mudaadmiración.)

MORTIMER.- (Que durante este rato le haobservado.) Ahora, milord, fío en vos.

LEICESTER.- (Después de leída la carta.) SirMortimer, ¿conocéis el contenido de esta carta?

MORTIMER.- No sé nada. LEICESTER.- ¡Sin duda ella os confió... MORTIMER.- Nada me ha confiado; me ha

dicho que vos me explicaríais este enigma. Por-

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que es un enigma para mí, que el conde Leices-ter, el favorito de Isabel, el enemigo declarado yjuez de María, sea precisamente el hombre dequien la Reina espera la libertad. Debe, sin em-bargo, ser así, porque harto claro expresanvuestros ojos lo que sentís por ella.

LEICESTER.- Explicadme antes cómo hasido que os interesarais de tal modo por susuerte, y cómo habéis ganado su confianza.

MORTIMER.- Muy sencillo, milord. Ab-juré mi religión en Roma, y estoy en relacionescon los Guisas. A una carta del arzobispo deReims, debo el estar bien quisto con la Reina deEscocia.

LEICESTER.- No ignoro que habéis muda-do de religión y ésta es la causa de mi confian-za. Dadme la mano y excusadme mis recelos.Toda precaución es poca por mi parte, porqueWalsingham y Burleigh me odian, y sé que meobservan y me tienden lazos, podíais habersido vos instrumento suyo, para atraerme aellos.

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MORTIMER.- ¡Con cuánta cautela se veobligado a andar en esta corte, tan poderososeñor!... ¡Conde, os compadezco!

LEICESTER.- Me arrojo con júbilo en bra-zos de un amigo fiel, para libertarme de pro-longada opresión. Os sorprende, sir, mi rápidamudanza con respecto a María, pero sabed queen realidad no la he odiado nunca, y sólo elimperio de las circunstancias me ha convertidoen adversario suyo. Muchos años ha, como noignoráis sin duda, debía casarse conmigo antesde dar la mano a Darnley, y cuando el esplen-dor de su grandeza la rodeaba todavía. Rechacéentonces con frialdad semejante ventura, y hoyque se halla encarcelada y al borde del sepul-cro, hoy quisiera alcanzar su amor, aun a riesgode mi vida.

MORTIMER.- ¡Generoso proceder! LEICESTER.- En el decurso del tiempo las

cosas han cambiado. Mi ambición me hizo in-sensible a la juventud y a la belleza. Casarme

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con María entonces, era dicha harto pequeñapara mí; esperaba poseer la Reina de Inglaterra.

MORTIMER.- Se sabe que os prefería a losdemás.

LEICESTER.- Parecía así, Mortimer, y aho-ra después de diez años de sujeción... de haber-la galanteado sin descanso... ¡Ah! ¡Mortimer!...mi corazón se explaya, fuerza es que me aliviede prolongado fastidio!... ¡Si se supiera lo queson las cadenas que me envidian!... Después dehaber sacrificado diez interminables años deamarguras al ídolo de su vanidad, después desoportar con la resignación del esclavo sus ca-prichos de sultana, y de haberme convertido ensu juguete, tolerando sus menores extravagan-cias, ora acariciado con ternura, ora rechazadocon orgullosa gazmoñería, así atormentado porsu favor, como por su severidad, custodiadocomo un prisionero por la inquieta mirada delos celos, tratado como un niño, insultado comoun lacayo... ¡Oh! ¡No hay palabras que expre-sen, que pinten semejante infierno!

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MORTIMER.- Os compadezco, conde. LEICESTER.- Y cuando llego al término de

mis afanes me escapa la recompensa y vieneotro a arrebatarme el fruto de tan cara constan-cia. Un esposo joven a quien adornan brillantescualidades, me despoja de los derechos queposeía tanto tiempo ha. Me veo obligado a des-cender de este teatro, donde brillé y ocupé elprimer puesto, porque no es sólo su mano, sinosu favor lo que éste recién venido va a quitar-me; él es galante, y ella es mujer.

MORTIMER.- Hijo de Catalina, en buenaescuela aprendió el arte de la adulación.

LEICESTER.- Veo, pues, fallidas todas misesperanzas. En el naufragio de mi dicha, buscouna tabla de salvación, y convierto los ojoshacia mis primeras y bellas ilusiones. De nuevose presenta a mi memoria la imagen de María,en todo el esplendor de sus hechizos: de nuevorecobran su imperio la juventud y la hermosu-ra. No es ya la fría ambición, sino mi corazónquien compara y siente qué gran tesoro ha per-

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dido. La veo hundida en el abismo de la des-gracia, y por mi culpa; nace en mi alma la espe-ranza de libertarla, de salvarla. Pude entoncesdarle a conocer, por medio de fiel emisario, elcambio de mi corazón, y en esta carta que mehabéis traído, me asegura que me perdona, yque si la salvo, será mía en recompensa.

MORTIMER.- Nada habéis hecho por li-bertarla. Permitís que la condenen a muerte;vos mismo votasteis por la pena capital. Hasido necesario un milagro, ha sido necesarioque la luz de la verdad iluminara al sobrino desu carcelero, y que Dios le preparase inespera-do libertador desde el Vaticano, de otro modocarecía de medio alguno para llegar hasta vos.

LEICESTER.- ¡Ah! sir Mortimer... ¡Cuántome ha hecho padecer todo esto! Últimamentefue trasladada del castillo de Talbot a Fot-heringhay, y confiada a la severa confianza devuestro tío, con lo que me fue vedada toda co-municación con ella, y debí continuar persi-guiéndola a los ojos del mundo. Mas no creáis

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que hubiese podido dejarla morir. No; esperé yespero todavía impedir esta catástrofe hastaque se ofrezca modo de libertarla.

MORTIMER.- Se ha hallado ya Leicester;vuestra noble confianza merece que correspon-da a ella; quiero libertarla yo, y a eso he venido;todo está preparado y vuestro poderoso auxilionos asegura éxito feliz.

LEICESTER.- ¡Qué decís!... ¡Me asustáis!...¡Cómo! ¡querríais...

MORTIMER.- Arrancarla por la fuerza dela prisión. Cuento con algunos auxiliares; todoestá preparado.

LEICESTER.- ¡Tenéis cómplices y confi-dentes! ¡Desdichado de mí!... ¡En qué arriesga-do proyecto me habéis metido!... ¿Saben tam-bién ellos mis secreto?

MORTIMER.- Tranquilizaos; para nada fi-guráis en el complot, que se habría ejecutadoya, si ella no hubiese querido deberos su salva-ción.

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LEICESTER.- ¡Así podéis asegurarme concerteza que no se ha pronunciado mi nombreen vuestra conjuración!

MORTIMER.- Os lo aseguro. Mas, ¿porqué tales inquietudes, cuando oís una noticiafavorable a vuestros designios?... ¡Queréis liber-tar a María y poseerla, halláis de pronto auxi-liares inesperados, se presenta un medio pron-to, como caído del cielo, y manifestáis mas em-barazo que júbilo!

LEICESTER.- Nada puede tentarse por lafuerza; es empresa muy peligrosa.

MORTIMER.- También lo es la tardanza. LEICESTER.- Os repito, caballero, que no

cabe intentarlo. MORTIMER.- (Con amargura.) No por vos

que queréis poseerla, pero nosotros, que sóloaspiramos a libertarla, no vacilamos tanto.

LEICESTER.- Joven, obráis con harta lige-reza tratándose de un asunto espinoso y eriza-do de peligros.

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MORTIMER.- Y vos obráis con harta pru-dencia tratándose de una cuestión de honra.

LEICESTER.- Veo los lazos que nos rode-an.

MORTIMER.- Me siento con valor bastantepara romperlos todos.

LEICESTER.- Este valor es temeridad, eslocura.

MORTIMER.- Vuestra prudencia, milord,no se parece en nada a la valentía.

LEICESTER.- ¿Tanto es vuestro deseo deacabar como Babington?

MORTIMER.- ¿Tanta es vuestra repugnan-cia a imitar la grandeza de alma de Norfolk?

LEICESTER.- Norfolk no llevó a María alaltar.

MORTIMER.- Pero demostró que era dig-no de ello.

LEICESTER.- Perdiéndonos, no la salva-mos.

MORTIMER.- Ni pensando en la propiaconservación tampoco.

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LEICESTER.- ¡Si no queréis reflexionar!...¡Si no queréis oír!... Con vuestra ciega impetuo-sidad destruís la obra que se hallaba en vías deéxito.

MORTIMER.- ¿Qué obra?... ¿La que habéiscomenzado?... ¿Qué habéis hecho para libertar-la? Si fuese yo un miserable capaz de asesinarlacomo me ordenó la Reina, y como en ese ins-tante espera que lo haré, decidme ¿qué precau-ción habéis tomado para salvar su vida?

LEICESTER.- (Sorprendido.) ¿La Reina osdio esta orden sangrienta?

MORTIMER.- ¡Se ha engañado conmigo,como se engañó María con vos!

LEICESTER.- ¿Y prometisteis?... Habéis... MORTIMER.- Para que no comprara otro

brazo, ofrecí el mío. LEICESTER.- Habéis obrado perfectamen-

te; esto nos deja a nuestras anchas; como la Re-ina fía en vuestra promesa, la sentencia demuerte no se ejecutará y entre tanto ganamostiempo.

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MORTIMER.- (Impaciente.) No; perdemostiempo.

LEICESTER.- Puesto que fía en vos, mayorserá su empeño en mostrarse clemente a losojos del mundo. Tal vez podré persuadirla aque visite a su rival y este paso le atará las ma-nos, porque como dice muy bien Burleigh, lasentencia no podrá ejecutarse desde el momen-to en que la Reina la haya visto. Sí; quiero in-tentarlo... lo dispondré todo a ese fin.

MORTIMER.- ¿Y qué obtendréis con esto?Si ve que se ha engañado con respecto a mí, siMaría continúa viviendo, las cosas volverán almismo estado de antes. Lo mejor que puedasucederle, es que sea condenada a perpetuacautividad... y será preciso acabar con unarranque de osadía. ¿Por qué no empezar desdeluego por aquí? Tenéis en vuestras manos elpoder; podéis congregar un ejército, aunquefuera tan sólo armando a la nobleza de vuestrosdominios. María por su parte cuenta con buennúmero de amigos secretos. Las nobles casas de

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Howard y de Percy, no obstante de habermuerto sus jefes, son ricas en héroes, y aguar-dan sólo que un lord poderoso les dé el ejem-plo. Basta ya de disimulos; obremos con fran-queza. Defended como caballero a vuestraamada, y combatid noblemente por ella. Seréisdueño de la Reina de Inglaterra cuando quer-áis. Atraedla a uno de vuestros castillos dondeos siguió alguna vez, y allí portaos como hom-bre, hablad como dueño. ¡Retenedla en vuestropoder hasta que haya devuelto la libertad aMaría Estuardo!

LEICESTER.- Me sorprendéis y me asust-áis al propio tiempo... ¿A dónde os conducevuestro delirio?... ¿Conocéis este país? ¿Sabéislo que ocurre en la corte?... ¿Sabéis con quéestrechas ligaduras ha encadenado los ánimosel imperio de esta mujer? En vano buscaréis elheroico ardor que animaba en otro tiempo estacomarca. Bajo el yugo de Isabel, el valor setrocó en abatimiento, y la energía yace com-

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primida. Seguid mis consejos: no emprendáisnada sin reflexión... Siento pasos. Salid.

MORTIMER.- María aguarda, y vuelvo aella con fútiles consuelos.

LEICESTER.- Llevadle la seguridad de mieterno amor.

MORTIMER.- ¡Llevádsela vos! Me ofrecí aser el instrumento de su libertad, no el emisariode sus amores.

(Se va.)

Escena IXISABEL. -LEICESTER. ISABEL.- ¿Quién acaba de dejaros?... He

oído hablar. LEICESTER.- (Volviéndose rápidamente al oír

a la Reina, perturbado.) ¡Sir Mortimer! ISABEL.- ¿Qué os pasa, milord?... ¡Estáis

muy conmovido! LEICESTER.- (Serenándose.) Vuestro aspec-

to... Nunca me habíais parecido tan encantado-

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ra. Estoy deslumbrado por vuestra belleza.¡Ah!...

ISABEL.- ¿Por qué suspiráis? LEICESTER.- ¿Acaso no tengo motivos pa-

ra suspirar?... La contemplación de tales hechi-zos renueva en mí el inefable dolor de la pérdi-da que me amenaza.

ISABEL.- ¿Qué perdéis? LEICESTER.- Pierdo vuestro corazón; os

pierdo a vos, ¡tan digna de ser amada! Muypronto os sentiréis feliz en brazos de joven yentusiasta esposo que reinará como dueño ab-soluto en vuestro corazón. Es de sangre real, yyo no lo soy; mas desafío al mundo entero, aver si es posible hallar en la tierra quien sientapor vos más profunda adoración que yo. Elduque de Anjou no os ha visto nunca, y sólopuede amar vuestra gloria y esplendor... Peroyo, yo te amo a ti... y aunque fueras humildepastora y yo el más poderoso príncipe del orbe,descendería a ti para deponer mi corona a tusplantas.

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ISABEL.- Compadéceme, Dudley, y no mereconvengas... No me atrevo apenas a interro-gar mi corazón... ¡Cuán diversamente hubieseelegido!... ¡Ah, cómo envidio a las demás muje-res la facultad de elevar hasta ellas al hombreque aman! No soy tan feliz que pueda ceñir conmi corona la frente de aquél a quien amo másque nada en el mundo. La Estuardo, sí, pudootorgar su mano, cediendo a la propia inclina-ción; todo se lo permitió, y apuró la copa de losplaceres.

LEICESTER.- Ahora apura la del dolor. ISABEL.- Para nada tuvo en cuenta el qué

dirán. Su vida fue grata; nunca se impuso elyugo, al cual me he sujetado. También yohubiese podido gozar de la vida, y respirar li-bremente, y a ello preferí los austeros deberesde la realeza. Y no obstante obtuvo con su con-ducta el favor de los hombres, porque no aspiróa más que a ser mujer, y jóvenes y viejos le rin-den homenaje. Así son ellos; siempre ávidos deplacer. Vuelan anhelantes tras alegres y frívolos

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pasatiempos y en nada estiman cuanto es dignode estimación. ¿No parecía remozado el mismoTalbot cuando se le ocurrió hablarnos de losatractivos de esta mujer?

LEICESTER.- ¡Excusadle; fue su carcelero,y la artificiosa María lo sedujo con sus lisonje-ras palabras!

ISABEL.- ¿Será verdad que sea tan hermo-sa? Tanto he oído celebrar su rostro que desear-ía saber a qué atenerme. Los retratos suelenadular, y las descripciones son mentirosas; sólome fío de mis propios ojos. ¿Por qué me miráisde un modo tan singular?

LEICESTER.- Os imagino al lado de María.Confieso que sería para mí un placer si pudié-semos lograr secretamente veros en presenciade María, pues por primera vez triunfaríais porcompleto de ella. Quisiera contemplar su humi-llación, cuando por sus propios ojos (porque laenvidia tiene la mirada penetrante) se conven-ciera de vuestra superioridad así en la nobleza

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de vuestra fisonomía como en las demás cuali-dades.

ISABEL.- ¡Pero ella es más joven! LEICESTER.- ¡Más joven! No se diría al

verla. Sus padecimientos, en verdad, la hanenvejecido antes de tiempo. Lo que amargaríamás su pena, sería veros desposada. Se desva-necieron a su espalda las dulces ilusiones de lavida, y en cambio, os viera caminando hacia lafelicidad, desposada con un príncipe de Fran-cia. ¡Qué golpe para ella, que se envanecía desu alianza con esta nación, y confía aún en suapoyo!

ISABEL.- (Con cierto descuido.) Muchos meinstan para que la vea.

LEICESTER.- (Con viveza.) Ella lo pide co-mo una gracia, concedédselo como un castigo;preferiría ser conducida por vos al cadalso, averse eclipsada por vuestros hechizos... así des-cargáis sobre ella el golpe mortal con que quisoheriros. Cuando contemple vuestra belleza,custodiada por el honor, ilustre por la virtud,

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por una reputación sin mancha, que despreciópara entregarse a sus locos amores; cuando lavea realzada por el esplendor de la corona, or-nada con el velo nupcial, entonces sonará lahora de su ruina. Sí; al contemplaros, parécemeque nunca como hoy, os hallasteis en estado dealcanzar el premio de la victoria. Yo mismo, enel punto en que entrabais, quedé como fascina-do por luminosa aparición. ¡Pues bien! ahora,ahora mismo, tal como estáis, mostraos a ella,...no podréis hallar más favorable momento.

ISABEL.- ¿Ahora?... no, ahora no, Leices-ter. Conviene antes que lo medite, y que Bur-leigh...

LEICESTER.- (Con viveza.) ¡Burleigh!... Sólose ocupa en lo conveniente al reino. ¡Pero vos,como mujer, tenéis también algún derecho! Estedelicado asunto es de vuestra incumbencia y node la del hombre de Estado. Y por otra parte losmismos intereses de la política exigen que laveáis, y que os reconciliéis con la opinión por

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medio de un acto de generosidad. Después yaos desharéis de ella como os plazca.

ISABEL.- No es decoroso que vea a unaparienta mía bajo el peso de la humillación y lanecesidad. Dicen que en torno suyo no brilla elmenor resto de su antiguo poder real, y el as-pecto de tantas privaciones sería para mí unreproche.

LEICESTER.- No será indispensable queentréis en sus habitaciones. Escuchad mi conse-jo. La casualidad nos sirve a maravilla. Hoy secelebra una gran partida de caza que nos con-ducirá a Fotheringhay. María puede hallarse enel parque, y vos entraréis en él como por acaso,porque es preciso que nada parezca preparadocon anticipación, y si os repugna hablarla, no lehablaréis.

ISABEL.- Si cometo una locura, la culpaserá vuestra y no mía, Leicester. Hoy no quieronegaros nada, porque sois entre todos mis vasa-llos a quien he afligido más. (Le mira con ternu-ra.) Aunque sea tan sólo un capricho vuestro,

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prueba es de afecto, conceder espontáneamentelo que no aprobamos.

(Leicester cae de rodillas. Telón.)

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Acto IIIUn parque en primer término; árboles en el fondo;

horizonte lejano.

Escena primeraMARÍA (sale corriendo a través de los árboles).-

ANA Kennedy (la sigue lentamente). ANA. Se diría que voláis, no puedo segui-

ros... Aguardad. MARÍA.- ¡Oh! déjame disfrutar de mi re-

ciente libertad, deja que vuelva a ser niña, ysélo tú también conmigo. Déjame probar laligereza de mis pies sobre el césped. ¿Salí de mioscuro calabozo? ¡No estoy ya encerrada enaquella triste tumba!... ¡Ah!... que mi sedientopecho aspire el aire con toda la fuerza de mispulmones, el aire del cielo...

ANA.- ¡Oh! ¡mi querida señora! Vuestrocalabozo sólo se ha ensanchado un poco; noveis las paredes que nos circuyen gracias alfrondoso follaje de estos árboles.

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MARÍA.- ¡Ah! sí, demos gracias al cariñosofollaje de estos árboles que me ocultan micárcel... Quiero creer que soy libre y feliz; ¿porqué arrebatarme esta dulce ilusión? ¿No tiendeel cielo su manto sobre mi cabeza? Vuelan através del espacio las miradas... libremente....sin hallar obstáculo alguno. Allá a lo lejos,donde se elevan las cenicientas y nebulosasmontañas, allí empiezan las fronteras de mireino, y estas nubes que el viento empuja haciael sur, van a buscar el lejano Océano y Francia!¡Oh! nubes veloces, naves aéreas, ¡quién pudie-ra viajar y bogar por el espacio con vosotras! ¡Ida saludar tiernamente en mi nombre la patriade mi juventud! ¡Cautiva, entre cadenas, nodispongo de otros mensajeros por desdichamía! ¡vosotras viajáis libremente por los aires, através del espacio! ¡vosotras no estáis someti-das a la Reina!

ANA.- ¡Ah! señora, estáis loca. Esta liber-tad por tanto tiempo no gozada, os hace perderel tino.

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MARÍA.- ¡Allá va un pescador con su bar-ca! ¡Pensar que podría salvarme rápidamenteen ella, y llevarme a una playa amiga! ¡El pobrehombre sólo saca de ella módico producto y yole cargaría de tesoros... En toda su vida noaprovechará el día con tan excelente resulta-do;... en sus redes pescaría la fortuna si quisieraarrebatarme en el salvador esquife!

ANA.- ¡Inútiles deseos!... ¿No veis queespían de lejos nuestros pasos, y una ordensiniestra, inicua, aleja de nosotros toda criaturacompasiva?

MARÍA.- No, querida Ana; créeme, no envano se ha abierto la puerta de mi prisión. Estaligera gracia anuncia mayor felicidad... No:, nome engaño... la debo al poderoso auxilio delord Leicester. Poco a poco irán ensanchandomi cárcel y me acostumbrarán gradualmente ala libertad, hasta que llegue a presencia dequien ha de romper para siempre mis cadenas.

ANA.- ¡Ah!... no puedo explicarme estacontradicción. Ayer vinieron a anunciaros la

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muerte, hoy os conceden de súbito la libertad;he oído decir que se solía quitar las cadenas alos que reclamaban la eterna.

MARÍA.- ¿Oyes el son de la trompa de ca-za?... ¿Oyes cómo resuena el bravo toque dellamada a través de los bosques y los campos?¡Quién pudiera lanzarse sobre fogoso caballo, yunirse a la alegre comitiva! Estos sones no meson desconocidos... ¡cuán dulces y tristes re-cuerdos me sugieren!... ¡Cuántas veces alegra-ron mi oído con el tumulto de la caza, resonan-do entre los matorrales de los highlands!

Escena IIDICHOS. -PAULETO. PAULETO.- ¿Qué tal, señora? ¿me porto?

¿Estáis contenta de mí? MARÍA.- ¡Cómo, caballero! ¿a vos debo es-

te favor; a vos? PAULETO.- ¿Por qué no a mí? He estado

en la corte y entregué vuestra carta.

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MARÍA.- ¿Verdad, la entregasteis?... ¿Talhicisteis?... ¿Y disfruto ahora de semejante li-bertad a consecuencia de mi carta?

PAULETO.- Y no es esta la única; vais aparticipar de otra mayor.

MARÍA.- ¿Otra mayor... sir Pauleto? ¿quéqueréis decirme?

PAULETO.- ¿Habéis oído la bocina de ca-za?...

MARÍA.- (Retrocede presintiendo qué va a de-cir). ¡Me asustáis!

PAULETO.- La Reina está cazando en elparque.

MARÍA.- ¡Cómo! PAULETO.- Dentro de breves instantes se

hallará en vuestra presencia. ANA.- (Acude a socorrer a María, que tiembla

y desmaya.) ¿Que tenéis, querida señora?... Pali-decéis...

PAULETO.- ¿Habré cometido un error?;¿No era esta vuestra súplica? Ha sido atendidaantes de lo que presumíais. Preparad ahora

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vuestros discursos, vos, dotada de ordinario defácil palabra; éste es el momento de hablar.

MARÍA.- ¡Ah! ¡por qué no saberlo antes!¡No me siento dispuesta a la entrevista; no,ahora no!... La solicité como un gran favor, yahora me parece terrible, espantosa. Ven, que-rida Ana: acompáñame a mi habitación, dondeme serene y me recoja.

PAULETO.- Aguardad, debéis esperarlaaquí. Bien, bien.... comprendo que os cause in-quietud comparecer ante vuestro juez.

Escena IIIDICHOS.- TALBOT. MARÍA.- ¡No es esto, Dios mío!... ¡me pre-

ocupa otra cosa!... ¡Ah! noble Talbot, llegáiscomo ángel del cielo... No puedo verla, evitad-me su odiosa presencia.

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TALBOT.- Serenaos, señora; apelad a todovuestro valor porque éste es el momento deci-sivo.

MARÍA.- Mucho tiempo hace que loaguardo, y me dispongo para él. Años ha queme repito y grabo en mi memoria una a una lasfrases que quisiera emplear para tocar su co-razón y conmoverle, y de repente todo lo ol-vidé, todo se desvaneció. Ya no me anima otrosentimiento que el de mis profundos pesares....arde en ira mi alma,... huyen mis buenospropósitos... me ciñen las furias del infiernosacudiendo en torno mio su cabellera de víbo-ras.

TALBOT.- Refrenad esta indómita agita-ción... venced la amargura de vuestra alma. ¡Siel odio se encuentra con el odio, nada buenopuede esperarse! Por mucho que os repugneinteriormente, ceded al imperio de las circuns-tancias: Isabel tiene en sus manos el poder...humillaos!

MARÍA.- ¿Delante de ella?... Jamás.

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TALBOT.- Y será forzoso, sin embargo...Hablad con respeto, con resignación. Apelad asu generosidad, y no desafiéis sus iras; no dis-cutáis vuestros derechos, que no es este el mo-mento oportuno.

MARÍA.- ¡Ah!... Mi súplica será mi perdi-ción; sólo para desdicha mía la han atendido.No hubiéramos debido vernos nunca, jamás; nopuede resultar nada bueno de semejante entre-vista. Antes se juntará el fuego con el agua, y elcordero acariciará al tigre. Me ha ultrajado conharta crueldad; he sufrido demasiado por ella...No cabe reconciliación entre ambas.

TALBOT.- Limitaos a verla. He observadoque vuestras cartas la han conmovido mucho,hasta el punto de arrasar en lágrimas sus ojos.No; no le falta corazón; tened mayor confianzaen ella. La he precedido para advertiros y ani-maros.

MARÍA.- (Tomándole la mano.) ¡Ah! Talbot,siempre habéis sido mi amigo. ¡Por qué no me

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dejaron bajo vuestra guardia bienhechora! Mehan tratado con mucha rudeza, Talbot.

TALBOT.- Olvidadlo todo en estos instan-tes, y pensad tan sólo en recibirla con sumisión.

MARÍA.- ¿La acompaña Burleigh, mi ángelmalo?

TALBOT.- Sólo la acompaña lord Leices-ter.

MARÍA.- ¿Lord Leicester? TALBOT.- No temáis nada de su parte,

pues no quiere perderos; a él se debe que laReina haya consentido en veros.

MARÍA.- ¡Ah!... ya lo presumía. TALBOT.- ¿Qué decís? PAULETO.- ¡La Reina! (Todos se hacen a un

lado, excepto María, que se apoya en su nodriza.)

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Escena IVDichos. -ISABEL. -El Conde de LEICESTER. -

Séquito. ISABEL.- (A Leicester.) ¿Cómo se llama este

sitio? LEICESTER.- El castillo de Fotheringhay. ISABEL.- (A Talbot.) Ordenad que mi comi-

tiva regrese a Londres. El gentío se agolpa a mipaso, y ansiamos descansar en este tranquiloparque. (Talbot ordena a la comitiva que se aleje.Isabel clava la mirada en María, y continúa hablan-do con Pauleto.) Mi buen pueblo me ama dema-siado. Las manifestaciones de su júbilo no co-nocen medida, y rayan en idolatría: así se honraa los dioses, no a los mortales.

MARÍA.- (Que durante estas palabras, ha se-guido apoyada sin fuerza en brazos de su nodriza,alza la frente, y su mirada choca con la de Isabel.María se estremece de espanto y vuelve a echarse enbrazos de Ana.) ¡Dios mío! ¡su cara dice que notiene corazón!

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ISABEL.- ¿Quién es esta mujer? (Silenciogeneral.)

LEICESTER.- Reina, os halláis en Fot-heringhay.

ISABEL.- (Afecta sorprenderse y dirige a Lei-cester una mirada sombría.) ¿Quién me ha traídoaquí, lord Leicester?

LEICESTER.- Esto es hecho, señora, y puesque el cielo guió hacia aquí vuestros pasos,.dejad que triunfe la piedad y la grandeza dealma.

TALBOT.- Dejaos vencer, señora, y volvedlos ojos a la infortunada que sucumbe a vuestrapresencia. ( María recoge sus fuerzas, e intentaaproximarse a Isabel, pero se detiene; su cara revelala violenta agitación de su ánimo.)

ISABEL.- ¡Cómo, milores! ¿Quién mehabló de la sumisión de esta mujer? Tengo de-lante de mí a una orgullosa, a quien la desgra-cia no ha podido abatir.

MARÍA.- Sea; quiero someterme a estenuevo dolor. Lejos de mí, el impotente orgullo

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de un alma elevada; voy a olvidar lo que soy, ycuanto he sufrido, para prosternarme a los piesde la que fue causa de mi oprobio. (Dirigiéndosea la reina.) El cielo ha pronunciado en vuestrofavor, hermana mía, y la victoria ha coronadovuestra dichosa frente. Adoro la Divinidad queasí os hizo grande. (Se arrodilla delante de ella.)Pero sed generosa para conmigo, hermana mía;no me dejéis hundida en la humillación; ten-dedme vuestra real mano para realzarme de miprofunda caída.

ISABEL.- (Retrocediendo.) Este es vuestrolugar, lady María; y doy gracias a Dios por subondad, cuando no ha permitido que me vieracomo vos, a las plantas de mi rival.

MARÍA.- (Con creciente emoción.) Pensad enlas vicisitudes de las cosas humanas. Existe unDios que castiga la arrogancia; honrad y temeda la terrible Divinidad, que me arroja a vuestrospies, por respecto a los testigos de esta escena,ajenos a ella; honraos a vos, honrándome a mí;no ofendáis, no profanéis la sangre de los Tu-

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dores, que corre por vuestras venas, como porlas mías. -¡Ah! no seáis por Dios inaccesible ydura como la escarpada roca a la que en vano elnáufrago se esfuerza en asirse. Todo mi ser, mivida, mi suerte, dependen de mis palabras y delpoder de mi llanto; ¡abrid mi corazón para quepueda yo conmover el vuestro! Si me dirigís tanglacial mirada, el corazón trémulo de espantose cierra, se detiene el torrente de mis lágrimasy el terror hiela en el seno mis súplicas.

ISABEL.- (Con ademán frío y severo.) ¿Quétenéis que decirme, lady Estuardo, puesto quehabéis pretendido hablar conmigo? Olvidé quesoy una reina cruelmente ultrajada para cum-plir con el piadoso deber de hermana, y ofrece-ros el consuelo de verme. Cedo con ello a unimpulso de generosidad, exponiéndome a jus-tas censuras por haber descendido hasta esepunto... porque harto sabéis que quisisteis ma-tarme.

MARÍA.- ¡Cómo empezar, cómo usar detal modo de la prudencia, que logre conmover

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vuestro corazón, sin ofenderle en lo más míni-mo! ¡Oh, tú, Señor! comunica toda fuerza per-suasiva a mis palabras, y arráncalas todoaguijón. Me es imposible hablar en mi propiofavor, sin acusaros gravemente, y no lo deseo.Vuestro modo de proceder para conmigo nofue ciertamente justo, porque soy reina al parque vos, y me habéis detenido prisionera; lle-gué aquí suplicante, y vos despreciando en mílas sagradas leyes de la hospitalidad y el dere-cho de gentes, me encerrasteis entre los murosde un calabozo; habéis alejado de mi, concrueldad, mis amigos y mis criados, y sujetá-dome a indignas privaciones. He sido forzada acomparecer ante un tribunal indigno;... pero, enfin, no hablemos más de semejantes crueldades.Cuantas sufrí, húndanse en eterno olvido. Mi-rad; quiero atribuirlo todo al destino; ni vossois ya culpable, ni yo tampoco. Un genio in-fernal surgió del fondo del abismo para infla-mar en nuestros corazones el odio ardiente quenos dividió desde los primeros años, y que ha

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crecido con nosotras. Algunos malvados atiza-ron la miserable llama; algunos fanáticos pusie-ron el puñal y la espada en manos cuyo socorronadie reclamó. Tal es el destino fatal de los re-yes; sus odios desgarran el mundo; sus enemis-tades desencadenan sobre él, el tropel de lasfurias. -Ahora, no existe ya entre nosotrasningún intermediario. (Se acerca a ella confiada yhabla con acento cariñoso.) Hénos, por fin, unaenfrente de otra; hablad, hermana mía, decid-me en qué falté, porque ansío daros satisfac-ción. ¡Ay de mí! ¡Cómo no consentisteis en re-cibirme, cuando con tal instancia os lo pedía!Las cosas no hubieran llegado a tal extremo, niahora nos encontraríamos en tan siniestro ytriste sitio.

ISABEL.- Mi buena estrella me preservóentonces de avivar la serpiente en mi propioseno. No acuséis a la suerte, mas sí a la perver-sidad de vuestra alma y a la ambición de vues-tra familia. No había estallado aún ningunaenemistad entre ambas, cuando ya vuestro tío,

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el prelado arrogante y ambicioso que atentacontra todas las coronas, os inspiró propósitosde guerra, y os persuadió locamente a empuñarlas armas, a usurpar mi corona, y a empeñarconmigo un duelo a muerte. ¿Qué enemigos nosuscitó contra mí? La voz de los sacerdotes, laespada de los pueblos, las temibles armas delfanatismo religioso; aquí mismo, en medio demi pacífico reino, vino a atizar el fuego de ladiscordia; mas Dios está conmigo, y el orgullo-so sacerdote no ha triunfado; el golpe fatalamenazaba mi cabeza, y cae la vuestra.

MARÍA.- Me hallo en manos de Dios; es-pero que no abusaréis hasta tal punto de vues-tro poder.

ISABEL.- ¿Y quién podría impedirmelo?Vuestro tío enseñó con su ejemplo a los reyes elmodo de hacer la paz con sus enemigos. Lanoche de San Bartolomé, me servirá de lección.¿Qué me han de importar los vínculos de lasangre y el derecho de gentes, si la Iglesia rom-pe todo vínculo, y consagra el regicidio y el

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perjurio? No haré más que practicar lo que en-señan vuestros sacerdotes. Decidme ¿quiénsaldría fiador de vuestra conducta, si cediendoa la generosidad rompiera tales cadenas? ¿Exis-te por ventura un castillo donde asegurarme devuestra fidelidad, que las llaves de Pedro nopuedan abrir? ¡Sólo en la fuerza reside mi segu-ridad! ¡No quiero alianza alguna con la raza delas serpientes!

MARÍA.- ¡Oh... qué triste, qué cruel sospe-cha! Me habéis tenido siempre por enemiga,por extranjera, cuando si me hubieseis declara-do vuestra sucesora respetando los derechos demi cuna, por gratitud y amor hubierais halladoen mí una fiel amiga, una fiel parienta.

ISABEL.- Lady Estuardo, vuestra amistadestá en otra parte; vuestra familia es el papis-mo, y vuestros hermanos los frailes. ¡Que osdeclarase mi sucesora! ¡Pérfido lazo!... Para queaún durante mi reinado alucinarais a mi pue-blo, y como Armida, prendierais en vuestras

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redes seductoras la juventud del reino, convir-tiendo todas las miradas hacia el nuevo sol...

MARÍA.- Reinad en paz:, renuncio a todapretensión a la corona. ¡Desdichada de mí!¡Siento paralizados los impulsos de mi ánimo yla grandeza no guarda ya atractivos para mí!Habéis alcanzado vuestro propósito; ya no soymás que la sombra de María. Rota la altivez demi alma con las injurias de la cárcel, me habéisreducido al último extremo, aniquilado en laflor de mis años. Ahora, acabad, hermana; pro-nunciad la palabra que os ha traído aquí, por-que no puedo creer que aquí os conduzca elintento de insultar cruelmente a vuestra vícti-ma. Pronunciad esta palabra; decid, por fin:sois libre, María; habéis probado mi rigor,aprended ahora a honrar mi generosidad. De-cidlo, y recibiré mi libertad y mi vida comopresente de vuestra mano. Una palabra anulatodo lo pasado; la aguardo. ¡Ah! no me forcéis aaguardarla por mucho tiempo. ¡Ay de vos si nose pone fin a todo con esta palabra, y no os alej-

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áis, hermana, como divinidad gloriosa y bien-hechora! Ni por esta rica y poderosa comarca,ni por toda la tierra que ciñe el Océano, quisieraparecer a vuestros ojos como vos pareceréis alos míos.

ISABEL.- ¡Por fin, os dais por vencida! ¿Seacabaron vuestras conjuraciones? ¿No queda yaun solo asesino en marcha?... ¿Se acabaron losaventureros, dispuestos a ejecutar por vos unaacción caballeresca? Sí; con los nuevos cuidadosque preocupan al mundo, lady María, ya noseduciréis a nadie.... nadie ha de aspirar al títu-lo de cuarto marido, porque así matáis a losamantes como a los maridos.

MARÍA.- (Estallando de cólera.) ¡Hermana!¡hermana...! ¡Oh, Dios mio!... dadme prudencia.

ISABEL.- (Contemplándola largo rato con or-gulloso desprecio.) Lord Leicester, ¿éstos son loshechizos que ningún hombre contempla impu-nemente, ni hubo mujer que osara arrostrar sucomparación? En verdad que semejante nom-bradía fue adquirida a bien bajo precio. Está

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visto que para ser bella a los ojos de todos, bas-ta ser de todos.

MARÍA.- ¡Ah... esto es demasiado! ISABEL.- (Con risa burlona.) Mostradnos

vuestro verdadero rostro, porque hasta ahorasólo hemos visto la máscara.

MARÍA.- (Inflamada de cólera; con noble dig-nidad.) He cometido faltas; la juventud, la fla-queza humana, el poder, lleváronme fuera decamino; pero nunca me oculté en la sombra;con real franqueza he desdeñado siempre todafalsa apariencia. Cuantos delitos cometí, aunlos más graves, los sabe el mundo, y puedodecir que valgo más que mi reputación... Encambio ¡ay de vos, si alguien os arrancara delos hombros el manto de honor con que encu-bre la hipocresía los frenéticos ardores de vues-tra secreta concupiscencia!... No habréis here-dado ciertamente de vuestra madre el honor...¡Ya sabemos por qué virtud subió Ana Bolenaal cadalso!

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TALBOT.- (Interponiéndose entre ambas.)¡Oh! ¡Dios! ¡A este punto habían de llegar lascosas! ¿Ésta es sumisión, esta es moderación,lady María?

MARÍA.- ¡Moderación! ¡He soportadocuanto puede soportar el alma humana! ¡Bastade resignación!... Retorna al cielo, dolorosa pa-ciencia, y tú, ira por tanto tiempo comprimida,rompe tus cadenas, sal de tu guarida;... tú quediste al basilisco irritado miradas que matan,pon en mis labios el dardo venenoso.

TALBOT.- ¡Oh!... está fuera de sí; perdo-nad a su arrebato su cruel irritación. (Isabel,muda de rabia lanza a María coléricas miradas.)

LEICESTER.- (Vivamente agitado trata de lle-varse a Isabel.) No escuchéis su furor; alejaos deeste sitio fatal.

MARÍA.- ¡El trono de Inglaterra está pro-fanado por una bastarda! ¡El noble pueblo deInglaterra es engañado por una bellaca, por unacomedianta! Si la justicia hubiese triunfado de

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la suerte, os veríamos hundida en el polvo a mipresencia, porque yo...yo... soy vuestra reina.

(Isabel se aleja rápidamente; los lores la siguenvivamente perturbados.)

Escena VMARÍA. -ANA Kennedy. ANA.- ¡Ah! ¿qué habéis hecho? Se va enfu-

recida; adiós esperanzas, todo se ha perdidopara siempre.

MARÍA.- (Todavía fuera de sí.) Se va enfure-cida, y con la muerte en el alma. (Arrojándose enbrazos de Ana.) ¡Ah! ¡qué bien me siento, Ana!¡Después de tantos años de abyección y de do-lor, un instante de venganza y de triunfo! ¡Mehe aliviado de un peso enorme!... ¡Hundí elpuñal en el seno de mi enemiga!

ANA.- ¡Desdichada! ¡Qué delirio os agita!Habéis ofendido a esta implacable mujer quetiene el rayo en sus manos, que es soberana. Laultrajasteis a los ojos de su amante.

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MARÍA.- La he humillado a los ojos deLeicester. Estaba allí... testigo de mi triunfo...Cuando la he precipitado de su altura, estabaallí... su presencia me infundía valor.

Escena VIDichos. -MORTIMER. ANA.- ¡Ah! sir Mortimer, ¡qué resultado! MORTIMER.- Todo lo oí. (Hace una seña a

la nodriza, para que se coloque de centinela y seacerca a María. Su aspecto revela el estado violentoy apasionado de su alma.) La habéis vencido; lahabéis aplastado en el polvo; ¡vos erais la reina,ella la culpable!... Vuestro valor me enajena...¡os adoro!... en aquel momento aparecisteis amis ojos como divinidad esplendente, Podero-sa.

MARÍA.- ¿Habéis hablado a lord Leicester,y entregádole mi carta y mi retrato? ¡Ah! res-pondedme, sir Mortimer.

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MORTIMER.- (Contemplándola con ardientesmiradas.) ¡Ah! ¡Cuánto os embellecía aquellanoble cólera!... ¡cómo brillaban a mis ojos vues-tros atractivos!... ¡Sois la mujer más hermosadel mundo!

MARÍA.- Os ruego que calméis mi impa-ciencia; ¿qué ha dicho, milord? Decidme, ¿quépuedo esperar?

MORTIMER.- ¿Quién, él?... Es un cobarde,un miserable. No esperéis nada de él, despre-ciadle, olvidadle.

MARÍA.- ¿Qué decís? MORTIMER.- ¿Él libertaros?... ¿él posee-

ros? ¡que se atreva! será preciso que se bataconmigo a muerte.

MARÍA.- ¿No le habéis entregado la carta?Entonces todo concluyó.

MORTIMER.- ¡Cobarde, ama la vida, yquien quiera libertaros y obtener vuestros favo-res, ha de abrazar la muerte con valor!

MARÍA.- ¿Nada quiere hacer por mí?

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MORTIMER.- Ni una sola palabra me dio;¿qué puede hacer? ¿Para qué le necesitamos?...¡Yo os libertaré: yo solo!

MARÍA.- ¡Ay de mí! ¿Y qué podéis vos? MORTIMER.- No os engañéis suponiendo

hallaros en la misma situación que ayer;...según salió de aquí la Reina, y terminó la en-trevista, todo se ha perdido, y es inútil recurrira otras peticiones de indulto. Ahora es tiempode obrar; la audacia debe decidir; fuerza esarriesgarlo todo para salvarlo todo, y libertarosantes que amanezca.

MARÍA.- ¿Qué decís? ¿Esta noche? ¿Ycómo es posible?

MORTIMER.- Oíd lo que he resuelto. Hereunido a mis compañeros en una capilla secre-ta, donde un sacerdote nos ha confesado y ab-suelto de cuantas faltas hayamos cometido ypodamos cometer. Hemos recibido los últimossacramentos y estamos pronto para el postrerviaje.

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MARÍA.- ¡Oh!!.. ¡qué terribles preparati-vos!

MORTIMER.- Esta noche subimos al casti-llo... tengo yo las llaves, degollamos los centine-las, os arrancamos de esta prisión, y para queno quede un solo testigo que pueda revelar estaescena, fuerza es matar a todo viviente.

MARÍA.- ¿Y Drury y Pauleto, mis carcele-ros?... Antes verterán su última gota de sangre.

MORTIMER.- Serán los primeros en caer amis golpes.

MARÍA.- ¡Cómo!... ¡Vuestro tío, vuestrosegundo padre!

MORTIMER.- Morirá a mis manos; le de-gollaré.

MARÍA.- ¡Ah!... ¡crimen sangriento! MORTIMER.- Antes he sido absuelto de

todos mis crímenes; puedo y quiero hacerlo. MARÍA.- ¡Horrible! ¡horrible! MORTIMER.- Aunque deba matar a puña-

ladas a la misma Reina, lo he jurado por la hos-tia.

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MARÍA.- No, Mortimer; antes que vea co-rrer tanta sangre por mi causa...

MORTIMER.- ¿Y qué significa para mi lavida de todos los hombres, comparada con vosy vuestro amor? Rómpanse las cadenas quesujetan al mundo, y sumérjase en las olas de unnuevo diluvio cuanto existe... Ya no respetonada. Antes que yo renuncie a vos se acabará eluniverso.

MARÍA.- (Retrocediendo.) ¡Cielos! ¡Qué len-guaje, sir Mortimer; qué miradas!... me espan-tan, me perturban...

MORTIMER.- (Con los ojos extraviados yvíctima del delirio.) La vida no es más que uninstante, y la muerte también no es rnás que uninstante... Arrástrenme a Tyburn y atenaceenmis carnes con tenazas encendidas. (Se adelantahacia ella con los brazos abiertos.) Con que misbrazos te ciñan... a ti... a quien amo con ardor...

MARÍA.- (Retirándose.) Deteneos, insensa-to...

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MORTIMER.- Sobre tu seno, sobre esta bo-ca que exhala el amor...

MARÍA.- En nombre del cielo, sir Morti-mer, permitid que me aleje.

MORTIMER.- ¡Insensato quien no detieneen abrazo eterno la dicha que Dios puso en sucamino! Quiero salvarte, aunque me costara milvidas que fuesen; te salvaré... lo quiero... perocomo hay Dios... juro que quiero también queseas mía.

MARÍA.- ¡Oh! ¡No habrá un Dios, un ángelque me proteja!... ¡Suerte espantosa!... ¡Cómome arrojas de un terror a otro terror! ¡Sólohabré nacido para excitar la violencia! ¡el odio yel amor se conjuran para infundirme espanto!

MORTIMER.- Sí, te amo con pasión, delmodo que ellos te odian. ¡Quieren cortarte lacabeza, y destrozar con el hacha tu cuello, quedeslumbra con su blancura! ¡Ah! consagra aldios de la vida y el júbilo, los dones que te seráforzoso sacrificar a cruentos odios,... con tusencantos, que destinan a la muerte, embelesa a

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quien te ama. Encadena a tu esclavo con tusbellas trenzas, tu sedosa caballera que pertene-ce ya a las regiones sombrías de la muerte!

MARÍA.- ¡Oh!... ¡qué palabras me veo con-denada a oír! ¡Sir Mortimer, si una reina no essagrada para vos, debieran serlo, al menos, misdesgracias y mis dolores!

MORTIMER.- Tu corona cayó de tus sie-nes, y nada te resta de tu pasada majestad...Intenta proferir una orden, y verás como noacude a obedecerla un solo libertador, un soloamigo... Si ya no posees más que tu rostro las-timero, y el divino poder de la belleza; sí porella lo arriesgo todo, y me siento capaz de todo;si por ella me precipito al encuentro del hachadel verdugo...

MARÍA.- ¡Oh!... ¿Quién me libertará de sufuror?

MORTIMER.- ¡Tan audaz servicio mereceosada recompensa! ¿Por qué el valiente viertesu sangre? ¡La vida es el don más precioso, y es

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un insensato quien la prodiga sin motivo!...Antes quiero descansar en tu ardiente seno. (Laestrecha con fuerza entre sus brazos.)

MARÍA.- ¡Ah! ¿será preciso que pida soco-rro contra el hombre que pretende libertarme?

MORTIMER.- No eres insensible; el mun-do no te acusa de frío rigor... La ardiente súpli-ca del amor puede conmoverte, pues hicistefeliz a Riccio, y supo arrebatarte Botwell.

MARÍA.- ¡Temerario! MORTIMER.- No fue más que tu tirano, y

temblabas ante él, cuando le amabas. Si sólo elterror puede subyugarte, por todas las furiasdel averno...

MARÍA.- Dejadme... deliráis... MORTIMER.- Temblarás también ante mí. ANA.- (Acudiendo.) Alguien se acerca... al-

guien llega. Invade el jardín muchedumbre dehombres armados.

MORTIMER.- (Desenvainando su espada.)Yo te protegeré.

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MARÍA.- ¡Oh! Ana, libértame de sus ma-nos... Desdichada de mí, ¿dónde hallar un refu-gio? ¿A qué santo pediré socorro? Aquí, la vio-lencia; allá, la muerte. (Sale corriendo. Ana lasigue.)

Escena VIIMORTIMER. -PAULETO. -DRURY, fuera de

sí, seguidos de algunos hombres armados. PAULETO.- Cerrad las puertas, alzad el

puente. MORTIMER.- ¿Qué hay, tío? PAULETO.- ¿Dónde está esta mujer crimi-

nal?... Encerradla en el más oscuro calabozo. MORTIMER.- ¿Qué hay?... ¿qué ha suce-

dido?... PAULETO.- ¡La Reina!... ¡oh! malditas ma-

nos... ¡diabólica audacia! MORTIMER.- La Reina... ¿qué Reina? PAULETO.- La de Inglaterra; ha sido ase-

sinada en las calles de Londres...

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(Entra precipitadamente en el castillo.)

Escena VIIIMORTIMER. -Luego OKELLY. MORTIMER.- ¡Deliro!... alguien ha gritado

a mi oído: ¡la Reina ha sido asesinada!... No; no,es un sueño. Mi ardor febril ofrece a mis senti-dos como realidad, lo que preocupa mi mente...¿Quién llega?... Okelly... ¿cómo asustado?

OKELLY.- (Acudiendo con precipitación.)¡Huid, Mortimer, huid; todo se ha perdido!

MORTIMER.- ¿Qué se ha perdido? OKELLY.- No queráis saber más, y pensad

sólo en huir presto... MORTIMER.- ¿Qué ocurre pues? OKELLY.- Sauvage desatentado descargó

el golpe... MORTIMER.- ¡Cierto! OKELLY.- ¡Cierto! ¡cierto!... salvaos. MORTIMER.- Muerta, y María sube al tro-

no de Inglaterra.

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OKELLY.- ¡Muerta!... ¿quién ha dicho es-to?

MORTIMER.- ¡Vos mismo! OKELLY.- Vive, y vos y yo estamos desti-

nados a morir... MORTIMER.- ¿Vive? OKELLY.- El golpe fue dado en falso; el

puñal rasgó el manto de la Reina, y Talbot des-armó al homicida.

MORTIMER.- ¿Y vive? OKELLY.- Vive, para perdernos a todos...

Venid; las tropas rodean el parque... MORTIMER.- ¿Quién ha ejecutado esta

tentativa? OKELLY.- Ese barnabita de Tolon, que sin

duda habéis observado pensativo en la capillacuando el sacerdote pronunció el anatema pa-pal contra la Reina. Ha querido valerse del me-dio más pronto y expedito para libertar con unarranque de osadía a la Iglesia de Dios, y ganarla corona del martirio. Sólo al confesor confió

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su designio, y lo ha ejecutado en las calles deLondres.

MORTIMER.- (Después de un momento, desilencio.) ¡Desdichada! ¡Suerte cruel e implaca-ble la persigue! Ahora sí, ahora, fuerza es quemueras, tu ángel mismo apresura tu perdición.

OKELLY.- ¿Decidme hacia dónde os fug-áis? Yo voy a ocultarme en las selvas del Norte.

MORTIMER.- Partid, y que Dios protejavuestra fuga. Yo me quedo; probaré aún sipuedo libertarla, y si no, moriré sobre su fére-tro.

(Vanse enopuesta dirección.)

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Acto IVUna antecámara.

Escena primeraEl Conde deL'AUBESPINE. -KENT. -LEICESTER. L'AUBESPINE. ¿Cómo se encuentra Su

Majestad?... ¡Héme aún desconcertado de es-panto, milores! ¿Cómo ha ocurrido esto, enmedio de un pueblo fiel?...

LEICESTER.- El asesino no pertenece a es-ta nación... es vasallo de vuestro rey... unfrancés...

L'AUBESPINE.- Un insensato, seguramen-te.

KENT.- Un papista, conde de l'Aubespi-ne...

Escena II

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Dichos. -BURLEIGH (entra conversando conDAVISON).

BURLEIGH.- Que extiendan al instante laorden de la ejecución y tráiganla sellada; encuanto esté pronta, la presentaremos a la firmade la Reina. Id; no hay tiempo que perder.

DAVISON.- Así lo haremos. (Vase.) L'AUBESPINE. (Yendo al encuentro de Bur-

leigh.) Milord, con sinceridad tomo parte en ellegítimo júbilo de la isla. ¡Bendigamos a Diosque quiso preservar la vida de la Reina, delpuñal del asesino!

BURLEIGH.- Bendigámosle, sí, por haberconfundido la maldad de los enemigos de In-glaterra.

L'AUBESPINE.- ¡Castigue Dios al autor delinfame atentado!

BURLEIGH.- Al autor y a su indigno insti-gador.

L'AUBESPINE.- (A Kent. ) Milord mariscal,¿tendréis la bondad de introducirme en la

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cámara de la Reina, a fin de darle humildemen-te el parabién en nombre del Rey mi señor?

BURLEIGH.- No os molestéis, conde del'Aubespine.

L'Aubespine.- (Manifestando vivo celo.) Co-nozco mis deberes, milord.

BURLEIGH.- Obraríais perfectamenteabandonando esta isla.

L'AUBESPINE.- (Retrocede sorprendido.)¡Cómo! ¿Qué significa esto?

BURLEIGH.- Vuestro carácter sagrado deembajador os protege hoy, pero no os protegerámañana.

L'AUBESPINE.- ¿Y cuál es mi crimen? BURLEIGH.- Si lo indico, ya no podrá ser

perdonado. L'AUBESPINE.- Espero, milord, que el de-

recho de los embajadores... BURLEIGH.- No excusa la alta traición. LEICESTER.- KENT.- ¿De qué se trata,

pues? L'AUBESPINE.- No olvidéis, milord...

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BURLEIGH.- Se ha hallado en los bolsillosdel reo un pasaporte firmado de vuestro puño...

KENT.- ¿Es posible? L'AUBESPINE.- Yo firmo muchos pasa-

portes, y no puedo leer en el corazón de cadacual...

BURLEIGH.- El reo se ha confesado envuestro palacio...

L'AUBESPINE.- Mi palacio se halla abier-to...

BURLEIGH.- A todos los enemigos de In-glaterra.

L'AUBESPINE.- Pido que se abra una in-formación...

BURLEIGH.- Temed sus consecuencias. L'AUBESPINE.- Se ultraja a mi soberano,

en mi persona, y romperá la alianza que acabade contraer.

BURLEIGH.- La Reina la ha roto por suparte. Nunca Inglaterra se unirá con Francia.Milord de Kent, vos os encargaréis de conduciren salvo al conde hasta el mar. El pueblo enfu-

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recido invadió su palacio, y se ha hallado en élun arsenal completo de armas, de forma queamenaza con despedazarle, si sale en público;tenedle oculto hasta que se apacigüe la cóleradel pueblo... Respondéis de su vida.

L'AUBESPINE.- Parto; abandono este re-ino donde se pisotean los derechos de los pue-blos, y se burlan los tratados; pero mi señortomará. cruenta venganza...

BURLEIGH.- ¡Que venga por ella! (Kent y

L'Aubespine se van.)

Escena IIILEICESTER. -BURLEIGH. LEICESTER.- Así vos mismo rompéis los

lazos que formó vuestro celo sin ajena excita-ción. Inglaterra no tendrá que agradeceros se-mejante paso, milord, y podíais ahorraros talmolestia.

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BURLEIGH.- Mi intención fue laudable,pero Dios ha dispuesto las cosas de otro modo.¡Feliz quien no ha de arrepentirse de mayordelito!

LEICESTER.- Se reconoce a Cecil por sutenebroso aspecto cuando sigue la pista a uncrimen de Estado... He aquí, milord, una bellaocasión. Se ha cometido un atroz delito, cuyosautores envuelve el misterio, y van a ser perse-guidos ante el tribunal. Allí se pesarán las mi-radas y las frases; hasta las intenciones. Heosconvertido en el hombre importante por exce-lencia, en el Atlas del Estado, en cuyos hom-bros descansa Inglaterra entera.

BURLEIGH.- Reconozco en vos a mi maes-tro, milord. Mi elocuencia no alcanzó cierta-mente, en ocasión alguna, victoria semejante ala que habéis obtenido...

LEICESTER.- ¿A qué os referís, milord? BURLEIGH.- ¿No fuisteis vos quien, a pe-

sar mío, condujo la Reina al castillo de Fot-heringhay?

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LEICESTER.- ¿A pesar vuestro?... ¿Cuándotemí obrar a las claras delante de vos?

BURLEIGH.- Llevasteis a la Reina a Fot-heringhay; no, mal digo; la Reina fue quien semostró asaz complaciente, acompañándoos avos al castillo.

LEICESTER.- ¿Qué queréis decir con esto,milord?

BURLEIGH.- ¡Y qué noble papel habéishecho representar a la Reina! ¡Qué gloriosotriunfo habéis dispuesto para ella que se dejódirigir por vos sin recelo alguno!... ¡Ah, bonda-dosa princesa!... ¡Y con qué desvergüenza sehan mofado de ti! He aquí por qué sacasteis arelucir súbitamente en el Consejo la grandezade alma y la dulzura, pintando a la Estuardocomo débil y despreciable enemiga, tanto queno valía la pena de mancharse con su sangre.¡Hábil plan diestramente concebido! Por des-gracia, tan agudo era el dardo, que la punta seembotó.

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LEICESTER.- ¡Miserable!... Seguidme in-mediatamente, vayamos a la presencia de laReina, y me daréis allí satisfacción cumplida.

BURLEIGH.- Allí me encontraréis, y cui-dad, milord, de que vuestra elocuencia no osabandone en aquel preciso instante.

(Vase.)

Escena IVLEICESTER. -Luego MORTIMER. LEICESTER.- Estoy descubierto: me han

conocido. ¿Cómo este desdichado pudo dar conla pista? Si tiene pruebas soy perdido; si llegana noticia de la Reina mis relaciones con María,pareceré delincuente a sus ojos, y se atribuiránmis consejos, mis desdichados esfuerzos parallevarla a Fotheringhay, a la más refinada astu-cia, a la traición... Ella se considerará vilmenteburlada por mí y vendida por rival odiosa. ¡Oh,nunca, nunca ha de perdonármelo!... Todo hade parecerle concertado con anticipación; hasta

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el sesgo desagradable que tomó la entrevista, yel triunfo de la rival, y su risa burlona. ¡Lamisma mano homicida que la suerte inesperaday terrible interpuso entre todo esto, yo la habréarmado!... No veo salvación posible en partealguna... ¡Ah! ¿quién llega?

MORTIMER.- (Llega vivamente turbado ymirando en torno suyo.) ¡Sois vos, conde Leices-ter!... ¿Estamos solos?

LEICESTER.- ¡Desdichado!... salid... ¿Québuscáis aquí?

MORTIMER.- Siguen nuestros pasos, losvuestros también... ¡Mucho cuidado!

LEICESTER.- Retiraos, retiraos. MORTIMER.- ¡Han averiguado que se ce-

lebró una reunión secreta en el palacio del con-de de L'Aubespine!

LEICESTER.- ¿Qué me importa? MORTIMER.- Que el autor del atentado

concurrió a ella. LEICESTER.- ¡Esto es cuenta vuestra!

¿Cómo os atrevéis a entrometerme en vuestros

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crimenes?... ¡Defended vos mismo vuestrasmalas acciones!

MORTIMER.- ¡Dignaos escucharme tansólo!

LEICESTER.- (Encolerizado.) ¡Id al diablo!¿Por qué os cogéis a mis talones como el espíri-tu malo? ¡Lejos de mí! Yo no os conozco; yo notengo nada de común con los asesinos.

MORTIMER.- ¿No queréis oírme?... Vengopara avisaros que también han descubiertovuestras gestiones.

LEICESTER.- ¡Ah! MORTIMER.- El gran tesorero se presentó

en Fotheringhay, muy poco después del des-graciado suceso, y registrado minuciosamenteel cuarto de la Reina, han encontrado...

LEICESTER.- ¿Qué?... MORTIMER.- Una carta de la Reina, em-

pezada y dirigida a vos... LEICESTER.- ¡Desdichada! MORTIMER.- En ella os intima el cumpli-

miento de vuestra palabra, renueva su promesa

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de matrimonio, y os recuerda el regalo del re-trato...

LEICESTER.- ¡Muerte y condenación! MORTIMER.- ¡Lord Burleigh posee la car-

ta! LEICESTER.- ¡Estoy perdido! (Se pasea arri-

ba y abajo desesperado, mientras Mortimer siguehablándole.)

MORTIMER.- Aprovechad la ocasión. Ad-vertid a la Reina: salvadla y salvaos. Jurad quesois inocente; inventad algunas excusas; alejadla peor desgracia que ocurrir pudiera. Yo mis-mo ya no puedo nada, dispersos como estánmis amigos y la conjuración disuelta. Mientrasvuelo a Escocia en busca de nuevos auxiliares, avos toca ahora probar cuánto puede vuestrorenombre y osado talante.

LEICESTER.- (Se detiene como herido de súbi-to pensamiento.) Es lo que voy a hacer. (Se dirigea la puerta, la abre y llama.) Aquí, guardias. (Aloficial que entra con algunos hombres armados.)Prended a este reo de Estado y aseguradlo

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bien... Acaba de descubrirse un infame comploty voy en persona a anunciarlo a la Reina. (Seva.)

MORTIMER.- (Estupefacto de sorpresa depronto, se serena luego, y lanza a Leicester una mi-rada de profundo desprecio.) ¡Ah! ¡pícaro!... ¡Noimporta!... lo tengo merecido... ¿Quién memandó fiarme de este miserable?...

¡Me pisotea... mi caída debe ser su salvación!¡Sálvate, sí; no he de desplegar los labios... noquiero despeñarte conmigo; no quiero ligarmecontigo ni aun para ir a la muerte!... ¡Si la vidaes el bien de los malvados! (Al oficial que se ade-lanta para cogerle.) ¿Qué quieres, vil esclavo dela tiranía?... Me río de tí; soy libre. (Saca un pu-ñal.)

OFICIAL.- ¡Armado!... arrancadle su pu-ñal. (Los soldados le rodean; él se defiende.)

MORTIMER.- Por fin en mi postrer instan-te soy libre y hablaré con libertad. Sed maldi-tos, aniquilados para siempre, vosotros los que

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hacéis traición a Dios y a vuestra legítima sobe-rana, huyendo de María en este mundo comode la que está en el cielo, para venderos a unabastarda.

OFICIAL.- Oís ¡qué blasfemias!... cogedle... MORTIMER.- ¡Oh! ¡amada mía, no he po-

dido libertarte, pero te doy un ejemplo de va-lor!... ¡Divina María, ruega por mí, y llámamehacia ti en el cielo!

(Se da una puñalada y cae en brazos de los guar-dias.)

Escena VUna habitación de la Reina.ISABEL, con una carta en la mano. -

BURLEIGH. ISABEL.- ¡Conducirme allí!... ¡Burlarme de

este modo!... ¡Traidor!... Llevarme con aire detriunfo a la presencia de su amada. ¡Oh! nunca,Burleigh, se vio burlada de ese modo mujeralguna.

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BURLEIGH.- Aún no he comprendido conqué autoridad, con qué medios logró sorpren-der la prudencia de mi soberana.

ISABEL.- ¡Oh!... ¡la vergüenza me mata!¡Cómo se habrá reído de mi flaqueza! Penséverla humillada, y fui víctima de sus ultrajes.

BURLEIGH.- ¡Ahora reconoceréis la since-ridad de mis consejos!

ISABEL.- ¡Ah! Cruel castigo me toca porno haberlos seguido; pero ¿cómo no creerle?¿Cómo maliciar un lazo en los más tiernos ju-ramentos de amor ¿De quién me fiaré, si él mehace traición?... Él, a quien hice grande entre losgrandes;... que siempre tuve junto a mi co-razón;... que autoricé a obrar en esta corte, co-mo señor, como rey!...

BURLEIGH.- Y al propio tiempo os engañapor una reina ilegítima.

ISABEL.- ¡Ha de pagármela con su san-gre!... Decidme: ¿la sentencia está ya extendida?

BURLEIGH.- Está pronta, conforme orde-nasteis.

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ISABEL.- ¡Fuerza es que muera! Véala élperecer, y perezca él después de ella. Le destie-rro de mi corazón... Cesó el amor que le tenía, yocupa su lugar la venganza... Sea su caída, mo-numento de mi severidad... tan profunda yvergonzosa como grande fue la elevación. Quelo conduzcan a la Torre... le nombraré juecespara que le apliquen las leyes con todo su ri-gor...

BURLEIGH.- Va a comparecer delante devos, con el intento de justificarse.

ISABEL.- ¿Y cómo podrá, si esta carta lecondena y su delito es claro como el día?

BURLEIGH.- Pero sois buena y clemente;su aspecto, el influjo de su presencia...

ISABEL.- No quiero verle; no, jamás, nun-ca más... ¿Habéis ordenado que lo despidancuando venga?

BURLEIGH.- Está ordenado. UN PAJE.- (Entrando.) Milord Leicester. ISABEL.- ¡El indigno!... No quiero verle...

Decidle que no quiero verle.

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PAJE.- No me atrevo a decírselo... no mequerrá creer.

ISABEL.- ¡Tan alto le puse, que mis servi-dores le temen más que a mí!

BURLEIGH.- (Al paje. ) La Reina le prohíbepasar. (El paje se retira perplejo.)

ISABEL.- (Pausa) Si no obstante lo ocurri-do, fuere posible... si pudiese justificarse... De-cidme; ¿será esto un lazo que me tienda María,para separarme de mi mas fiel amigo?... ¡Oh! esmujer malvada y artera. Tal vez sólo escribióesta carta para infiltrar en mi corazón envene-nada sospecha, y hundir en el infortunio alhombre que odia.

BURLEIGH.- Pero, señora... observad...

Escena VIDichos. -LEICESTER. LEICESTER.- (Abre la puerta con fuerza y en-

tra con arrogancia.) ¿Dónde está el impertinenteque me prohíbe ver a la Reina?

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ISABEL.- ¡Ah! ¡temerario! LEICESTER.- ¡Cómo rechazarme! Cuando

está visible para un Burleigh, también lo estarápara mí.

BURLEIGH.- ¿Osáis, milord, entrar aquípor fuerza, a pesar de la orden en contrario?

LEICESTER.- ¿Y osáis vos, milord, tomaraquí la palabra?... ¡Qué me importa la orden encontrario! Nadie puede en esta corte, ni permi-tir, ni prohibir la entrada a lord Leicester.(Acercándose con humildad a Isabel.) Quiero oír delos labios de mi soberana...

ISABEL.- (Sin mirarle.) ¡Salid de mi presen-cia, hombre indigno!

LEICESTER.- En tan duras frases, no reco-nozco a mi bondadosa Reina, pero milord, mienemigo... Apelo a mi Isabel; prestasteis oído asus palabras y reclamo el mismo derecho.

ISABEL.- Hablad, infame... aumentadvuestro crimen negándolo.

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LEICESTER.- Ordenad primero a este im-portuno que se retire... Salid, milord, porquedebo hablar a la Reina sin testigos. Salid.

ISABEL.- (A Burleigh.) Quedaos; os lomando.

LEICESTER.- ¿Debe interponerse un terce-ro entre vos y yo?... Tengo que hablar a mi ado-rada Reina, y reclamo los derechos de mi con-dición, derechos sagrados que invoco para quemilord se retire.

ISABEL.- ¡En verdad que sienta bien envuestros labios este altivo lenguaje!

LEICESTER.- Sí; éste es el lenguaje que mecorresponde; porque soy el feliz mortal a quienacordasteis el feliz privilegio de vuestro favor,con lo que me elevasteis por encima de milord,y por encima de todos. Vuestro corazón meconcedió tan gloriosa jerarquía, y cuanto deboal amor ¡vive el cielo! que sabré guardarlo acosta de mi vida... Que salga me basta un ins-tante para ser comprendido.

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ISABEL.- En vano esperáis engañarme conhabilidosas frases.

LEICESTER.- Un retórico como milordpuede engañaros, pero yo me dirijo a vuestrocorazón, y sólo ante él quiero justificar mis ac-tos que me atreví a realizar confiando en vues-tra indulgencia, único tribunal que yo reconoz-co.

ISABEL.- ¡Insolente!... Esto es precisamentelo que os condena... Enseñadle la carta, milord.

BURLEIGH.- Héla aquí. LEICESTER.- (Mira la carta sin perturbarse.)

Letra de lady Estuardo. ISABEL.- Leed y humillaos. LEICESTER.- ( Tranquilamente, después de

haberla leído.) Las apariencias deponen contramí, pero me atrevo a esperar que no seré juz-gado por las apariencias.

ISABEL.- ¿Podréis negarme que habéismantenido relaciones secretas con María Es-tuardo, y recibido su retrato?; Podréis negarmeque prometisteis libertarla?

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LEICESTER.- Si me sintiera culpable, fácilme sería recusar el testimonio de una enemiga,pero mi conciencia está tranquila y confieso queno ha escrito más que la verdad.

ISABEL.- ¡Pues entonces, desdichado! BURLEIGH.- Su propia boca le condena. ISABEL.- ¡Retiraos de mi vista, traidor!...

Que sea conducido a la Torre... LEICESTER.- No soy traidor; mi yerro

consiste en haberos callado mis gestiones, masfue leal la intención; sólo he obrado así parapenetrar a vuestra enemiga y perderla.

ISABEL.- ¡Miserable efugio! BURLEIGH.- ¡Cómo, milord!... ¡Creéis... LEICESTER.- Me empeñé en un juego asaz

peligroso, lo conozco, pero sólo el conde deLeicester en esta corte podía arriesgarse a co-meter semejante acción. Todos saben cuántodetesto a María Estuardo. El lugar que ocupo yla confianza con que me honra la Reina, nopermiten dudar de mi fidelidad. El hombre quehabéis ennoblecido entre todos con vuestro

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favor, bien podía aventurarse por peligrosocamino para cumplir sus deberes.

BURLEIGH.- Mas si vuestro designio erabueno, ¿por qué guardabais silencio?

LEICESTER.- Milord, vos tenéis por cos-tumbre perorar antes de obrar; sois el pregone-ro de los propios actos; es vuestro sistema; elmío por el contrario consiste en obrar primero,y hablar después.

BURLEIGH.- Ahora habláis así porque osveis forzado a ello.

LEICESTER.- (Le mira de arriba abajo con or-gullo y menosprecio.) Os envanecéis de haberdirigido grande y maravillosa empresa, dehaber salvado la Reina, de haber desenmasca-rado la traición. Todo lo sabéis; nada puedeescapar a vuestra mirada penetrante. ¡Pobrefanfarrón! A despecho de tal sagacidad, MaríaEstuardo sería hoy libre, si yo no lo hubieseimpedido.

BURLEIGH.- ¡Vos hubierais...

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LEICESTER.- Yo, milord; la Reina fió en sirMortimer y le franqueó su corazón, hasta elpunto de darle una orden sangrienta contraMaría, en vista de que Pauleto rehusó conhorror comisión semejante. Decid, ¿no es así?(La Reina y Burleigh se miran sorprendidos.)

BURLEIGH.- ¿Cómo habéis llegado a sa-ber?...

LEICESTER.- ¿No es así? Pues bien, mi-lord, ¿cómo con vuestra vigilancia no habéisconocido que el tal Mortimer os engañaba, queera un papista desaforado, instrumento de losGuisas, hechura de María Estuardo, fanáticoaudaz y resuelto, venido a Londres para liber-tarla y degollar a la Reina?

ISABEL.- (Con la mayor sorpresa.) ¡Morti-mer!

LEICESTER.- Por su conducto, María man-tuvo relaciones conmigo, y así aprendí a cono-cerle. María debía ser arrancada de su calabozohoy mismo; Mortimer acaba de revelármelo.Mandé prenderle. Víctima de su desesperación

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al verse descubierto y fracasada la empresa, seha suicidado.

ISABEL.- ¡Oh... he sido torpemente enga-ñada!... ese Mortimer!...

BURLEIGH.- ¿Y esto ha ocurrido ahora,después de haber salido yo?

LEICESTER.- Por lo que a mí atañe, sientoque así haya puesto fin a su existencia, porquesi viviera, su testimonio me disculparía porcompleto. Por esto quería entregarlo a la justi-cia; un juicio riguroso, formal, atestiguaria yconsagraría mi inocencia a los ojos del mundo.

BURLEIGH.- ¿Decís que se mató?... ¿él a símismo o vos a él?

LEICESTER.- ¡Indigna sospecha!... Puedeinterrogarse a los guardias a quienes lo entre-gué. (Se dirige a la puerta y llama; entra el oficial deguardias.) Referid a Su Majestad lo ocurrido conMortimer.

OFICIAL.- Estaba de guardia en la ante-cámara, cuando milord abriendo súbitamentela puerta, me ha ordenado prender al caballero

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Mortimer, como reo de Estado. Le hemos vistoentonces enfurecerse, sacar un puñal, vomitarimprecaciones contra la Reina, y antes de quepudiéramos detenerle, se ha partido el corazónde una puñalada y ha caído al suelo.

LEICESTER.- Perfectamente: podéis retira-ros; la Reina está ya enterada.

ISABEL.- ¡Oh... qué abismo de horror! LEICESTER.- Y ahora, decidme, ¿quién os

ha salvado, señora? ¿Será lord Burleigh? ¿Co-nocía él los peligros que os rodeaban? ¿Ha sidoél quien los ha conjurado?;.. Vuestro fiel Leices-ter fue vuestro ángel bueno.

BURLEIGH.- Conde, el tal Mortimer hamuerto en ocasión bien oportuna para vos.

ISABEL.- No sé qué deba decir. Os creo yno os creo a la vez; pienso que sois culpable yque no lo sois. ¡Odiosa mujer que me causatantos tormentos!

LEICESTER.- Es preciso que muera. ¡Yomismo, ahora, reclamo su muerte! Os aconsejéque no se ejecutara la sentencia, hasta que se

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armara otro brazo en defensa suya, y como estoha sucedido ya, hay razón a mi juicio para pe-dir que se ejecute el fallo sin tardanza.

BURLEIGH.- ¿Vos lo aconsejáis, vos? LEICESTER.- Aunque me pesa llegar a tal

extremo, me convenzo y reconozco ahora quela seguridad de la Reina exige tal sacrificio.Propongo, pues, que se dé inmediatamente laórden de la ejecución.

BURLEIGH.- (A la Reina.) Puesto que mi-lord profesa con tal firmeza y sinceridad estaopinión, propongo que le sea confiada la ejecu-ción de la sentencia.

LEICESTER.- ¿A mí? BURLEIGH.- A vos. El mejor modo de aca-

llar las sospechas que pesan aún sobre vos,consiste en que vos mismo hagáis cortar la ca-beza a la que os acusan de haber amado.

ISABEL.- (Mirando fijamente a Leicester.) Elconsejo de milord es bueno. Sea como dice y nose hable más.

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LEICESTER.- El alto lugar que ocupo debi-era eximirme de tan triste comisión que, bajotodos conceptos, convendría mas a un Burleigh.Quien se halla tan próximo a la Reina, no debi-era ser instrumento de desgracia... Sin embar-go, para mostraros mi celo, y satisfacer a misoberana, abdico los fueros de mi dignidad yacepto tan odioso cargo.

ISABEL.- Lord Burleigh lo compartirá convos. (A Burleigh.) Cuidad de que la órden estépreparada inmediatamente.

(Burleigh se va. Grandes rumores fuera.)

Escena VIIDichos. -El Conde de KENT. ISABEL.- ¿Qué hay, milord Kent?... ¿Por

qué se amotina la ciudad?... ¿Qué pasa? KENT.- Reina, el pueblo asedia el palacio,

y demanda con insistencia permiso para veros. ISABEL.- ¿Qué me quiere mi pueblo?

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KENT.- Cunde la consternación en Lon-dres y se teme que vuestra vida se halla ame-nazada; que os rodean asesinos enviados por elPapa, que los católicos se conjuran para arran-car por la fuerza a María de su calabozo y pro-clamarla reina. Esto cree el pueblo y está enfu-recido. Sólo podría apaciguarse decapitandohoy mismo a María Estuardo.

ISABEL.- ¡Cómo! ¿Quieren forzar mi vo-luntad?

KENT.- Están decididos a no retirarse an-tes de que hayáis firmado la sentencia.

Escena VIIIBurleigh y Davison, con un papel en la mano. -

Dichos. ISABEL.- ¿Qué traéis, Davison? DAVISON.- (Acercándose gravemente.) Re-

ina, habéis ordenado... ISABEL.- ¿Qué es? (Va a tomar el escrito, se

estremece y retrocede.) ¡Cielos!

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BURLEIGH.- Obedecer a la voz del pue-blo, es obedecer a la ley de Dios.

ISABEL.- (Perpleja y en lucha consigo misma.)¡Oh! milord, ¿quién podrá asegurarme quesuene fuera la voz de todo mi pueblo, la voz delmundo? ¡Ah! si accedo ahora a las súplicas dela multitud, temo oír mañana otra voz hartodiversa. Cuantos me compelen con violencia asemejante acción, la censurarán vivamentecuando esté ejecutada.

Escena IXDichos. -TALBOT. TALBOT.- (Entra vivamente agitado.) Quie-

ren obligaros a tomar una resolución precipita-da, ¡ah, Reina! No os dejéis conmover; mostradfirmeza. (Advierte la presencia de Davison con lasentencia en la mano. ) ¿Se tomó ya?... ¿es cier-to?... Observo en esta mano un aciago escrito.Retárdese al menos por este instante su presen-tación a la Reina.

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ISABEL.- Noble Talbot, violentan mi vo-luntad.

TALBOT.- ¿Y quién puede violentarla?Vos sois soberana, y trátase ahora de mostrarvuestro poder. Imponed silencio a las groserasvoces que osan forzar la voluntad real y dirigirvuestro juicio. Ofuscado, atemorizado el pue-blo; vos vivamente irritada, víctima de lahumana flaqueza, no podéis pronunciar ahorala sentencia de muerte.

BURLEIGH.- Se pronunció tiempo ha: nose trata ya de la sentencia, sino de su ejecución.

KENT.- (Volviendo.) Crece el tumulto; yano es posible contener al pueblo.

ISABEL.- (A Talbot.) ¿Veis cómo me estre-chan?

TALBOT.- Pido tan sólo un plazo. Esterasgo de pluma va a decidir del reposo y ladicha de vuestra vida entera. Después de haberreflexionado sobre él largos años, ¿un breveinstante de conmoción será bastante a arrastra-

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ros a él? Concededme breve plazo. Recogeos yaguardad un instante más sereno.

BURLEIGH.- (Con viveza.) Aguardad, vaci-lad, diferid la ejecución hasta que arda en lla-mas el reino, y vuestra enemiga haya ejecutadopor fin el regicidio. Por tres veces Dios desvióel puñal; hoy ha rozado vuestro manto; aguar-dar todavía un nuevo milagro, es tentar a laProvidencia.

TALBOT.- El Dios que os protegió por mi-lagro cuatro veces, y comunicó al débil brazode un anciano la fuerza bastante para desarmara un furioso, el Dios que tal hizo, merece queconfiemos en él. No intento hacer oír la voz dela justicia, inoportuno fuera; ruge la tempestady no sería escuchada. Pero atended a esta ob-servación; teméis a María viva; muerta, decapi-tada, no viva debéis temerla. Diosa de discor-dia, genio vengador, saldrá de la tumba a reco-rrer el reino, y a arrebataros el corazón de vues-tros vasallos. Hoy la odia el inglés porque lateme; muerta, volará a vengarla. Ya no será

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para él la enemiga de sus creencias, sino la nie-ta de sus reyes, la víctima de la rivalidad y elodio. Bien pronto conoceréis este cambio. Reco-rred las calles de Londres después de la ejecu-ción cruel, mostraos al pueblo que ayer seagolpaba en torno vuestro, ebrio de júbilo, yhallaréis otra Inglaterra, veréis otro pueblo. Yano coronará vuestras sienes la sublime justiciacon que inspirasteis universal cariño. El miedo,horrible compañero de la tiranía, os precederá ydespoblará las calles a vuestro paso. ¡Habréiscometido una acción irreparable! ¿Qué cabezaestará segura, cuando la cabeza sagrada deMaría ruede en el cadalso?

ISABEL.- ¡Ay de mí, Talbot!... Hoy me sal-vasteis la vida, desviando de mi pecho el puñalasesino. ¿Por qué lo detuvisteis? Terminada lalucha, libre de dudas, pura y sin mancha dedelito, dormiría por fin tranquila en el sepulcro.Cedo en verdad a la fatiga del vivir y del go-bernar. Si es fuerza que una de ambas reinassucumba para que viva la otra, y harto com-

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prendo que no puede ser de otro modo, ¿porqué no he de ser yo quien ceda su lugar? Mipueblo puede elegir; le devuelvo su soberanía.Dios es testigo que no he vivido para mí, sinopor su bien; mas si espera de la seductora, de lajoven reina María Estuardo días más venturo-sos, con gusto descenderé del trono, y volveré ala apacible soledad de Woodstock, donde sedeslizó mi juventud modesta, donde lejos delas grandezas del mundo, hallaba en mí todami grandeza. No; ¡no he nacido para ser sobe-rana! Un rey debe estar dotado de corazón en-tero, y el mío es débil. Goberné largo tiempo laisla con fortuna, porque sólo me tocaba sem-brar beneficios; hoy, por primera vez, me veoobligada a un acto de rigor, y siento mi impo-tencia.

BURLEIGH.- ¡Por el cielo!... Haría traicióna mi patria, si al oír de los mismos labios de misoberana semejantes frases, tan impropias deun rey, guardase

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silencio por más tiempo. Decís que amáis avuestro pueblo más que a vos misma; probád-noslo, pues; no busquéis para vos el descanso,librándole a él a las revoluciones. Recordad elpoder de la Iglesia. ¿Tornarán con María lasantiguas supersticiones y el reinado de los frai-les? ¿Vendrá el legado de Roma a cerrar nues-tros templos, y a destronar a nuestros reyes?...Os declaro responsable de la salvación de vues-tros vasallos; según el partido que toméis eneste instante, se salvan o se pierden. No es ésteel momento de mostrar femenil misericordia;atender al bienestar del pueblo, es el deberprimero de mi reina. Si Talbot os salvó la vida,yo pretendo hacer más, yo pretendo salvar aInglaterra.

ISABEL.- Dejadme libre. En tan graveasunto no cabe pedir consuelo y dictamen a loshombres, sino al supremo juez a quien lo some-to; haré lo que Él me inspire. Salid, milores. (ADavison.) Quedaos junto a la puerta.

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(Los lores se retiran. Talbot permanece uninstante delante de la Reina, contemplándolacon expresivo ademán, y después se aleja len-tamente dando muestras de profunda aflic-ción.)

Escena XISABEL, sola. ISABEL.- ¡Oh tiránica voluntad del pueblo!

¡Oh vergonzosa esclavitud! ¡Cuán fatigada mesiento de adular a este ídolo, que desprecioíntimamente! ¡Cuándo me veré libre en mi tro-no!... ¡Verme forzada a respetar la opinión, amendigar las alabanzas de la muchedumbre, ya obrar conforme a los deseos de este popula-cho que sólo gusta de bufonadas! ¡Ah!... no esrealmente soberano quien apetece los aplausosdel mundo; reina, sí, quien no ha de sujetar susactos a las sanciones de la opinión pública. Conel ejercicio constante de la justicia, detestandola arbitrariedad, yo misma até mis manos, y no

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puedo ejecutar mi primera e inevitable violen-cia; me condena mi propio ejemplo. Si hubieseejercido la tiranía como la reina española queme precedió en el trono, pudiera hoy verter lasangre real sin exponerme a la reprobación denadie, y sin embargo, no fui justa por propioimpulso, mas rendida a la necesidad omnipo-tente, reina de los reyes. Rodeada de enemigos,sólo el favor del pueblo me sostiene en mi tro-no, que me disputan y se esfuerzan en arreba-tarme todas las potencias de Europa. El Papa,irreconciliable, me fulmina su anatema; mehace traición la Francia con hipócritas muestrasde fraternidad;... el español apareja contra mísus escuadras, declarándome abiertamente laguerra, guerra de exterminio. Héme así, débilmujer, en lucha con el mundo entero. Hémeobligada a ocultar con grandes virtudes lo in-cierto de mis derechos; la mancha con que mipadre me afrentó en la cuna. ¡Inútiles esfuerzos!El odio de mis adversarios los burla, y presentaa mis ojos a la Estuardo como eterno fantasma

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amenazante... ¡Ah! no; fuerza es ya que cesenmis temores, que ruede su cabeza; quiero dis-frutar de paz. ¡Furia de mi existencia, genio delmal, arrojado contra mí por la mano del desti-no! donde quiera que germina una esperanzapara mí, donde quiera que se me ofrece unaalegría, se hiergue de súbito a mi paso estavíbora infernal; me arrebata a mi amante, mepriva de mi esposo; todo dolor que viene aherir mi corazón, lleva el nombre de María Es-tuardo... Borrémosla de la lista de los vivos, yhéteme libre, como el aire en la montaña. (BrevePausa.) ¡Con qué ironía me miraba!... ¡como siesperara aterrarme con la vista!... ¡Infeliz!... Po-seo armas mejores,... mortíferas... ¡eres muerta!(Se dirige con rapidez a la mesa, y coge la pluma.)...¡Que soy bastarda! ¡Desdichada! si lo soy por-que vives tú, porque tú respiras, si toda dudasobre mi real estirpe será aniquilada, cuando tehaya aniquilado a ti!... Seré para el inglés, frutode legítimo matrimonio, desde el instante enque no quepa otra elección.

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(Firma con mano rápida y segura; después deja ca-er la pluma y retrocede con ademán de terror. Pausa.Toca la campanilla.)

Escena XIISABEL. -DAVISON. ISABEL.- ¿Dónde están los otros lores? DAVISON.- Han salido a calmar el motín,

que se ha apaciguado realmente con sólo pre-sentarse el conde de Shrewsbury «Es él, es él...han gritado cien personas a la vez; él salvó a laReina de Inglaterra; escuchadle; es el hombremás digno de Inglaterra.» Entonces el nobleTalbot ha comenzado a echarles en cara consuaves palabras sus tentativas de violencia, ycomo hablase con energico y persuasivo len-guaje, se ha calmado la gente, y ha desocupadotranquilamente la plaza.

ISABEL.- ¡Ah!... ¡voluble pueblo que cedeal menor soplo! Desdichado de aquél que seapoya en esta caña!... Está bien, Davison, pod-

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éis retiraros. (Davison va a retirarse.) ¿Y este es-crito? tomadle de nuevo; lo confío a vuestrasmanos.

DAVISON.- (Mira con espanto el papel.) -¡Reina!... ¡vuestra firma!... ¿habéis decidido ya?

ISABEL.- Debía firmar y lo hice. Una hojade papel nada decide todavía; una firma nomata.

DAVISON.- Vuestro nombre, señora, al piede este escrito lo decide todo; mata, es dardoveloz, es un rayo. Este escrito ordena a los co-misarios, a los ejecutores, que vayan inmedia-tamente al castillo de Fotheringhay, y lean a laReina de Escocia la sentencia de muerte, y laconduzcan al suplicio mañana con el alba. En élno se consigna demora alguna, y en cuantoentregue el papel, ella dejará de existir.

ISABEL.- Así es, Davison. Dios depone envuestras manos grave e importantísimo asunto:rogadle que os ilumine. Os dejo, y os abandonoa vuestro deber. (Hace que se va.)

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DAVISON.- (Cortándole el paso.) Señora; nome abandonéis antes de haberme manifestadovuestra voluntad... ¿Acaso necesito otro dicta-men que el de ejecutar literalmente las órdenesde mi Reina?... Me entregáis ésta; ¿será paraque la haga ejecutar inmediatamente?

ISABEL.- Obraréis según os aconseje laprudencia.

DAVISON.- (Con espanto.) No según miprudencia... ¡Dios me libre de ello! En el obede-cer consiste toda mi prudencia, y vuestro servi-dor nada tiene que decidir en este caso; la másleve equivocación sería un regicidio, una des-gracia terrible, irreparable. Permitidme pues,que en tan grave asunto, me limite a ser ciegoinstrumento, sin voluntad propia. Decidmeclaro vuestro propósito: ¿qué uso debo hacer deesta orden terrible?

ISABEL.- Su nombre lo indica. DAVISON.- Queréis, por tanto, que se eje-

cute inmediatamente.

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ISABEL.- (Vacilando.) Yo no digo eso;tiemblo sólo de pensarlo.

DAVISON.- ¿Querréis, pues, que la guardetodavía?

ISABEL.- (Con viveza.) A vuestro riesgo.Sois responsable de las consecuencias.

DAVISON.- ¿Yo? ¡Dios mio! Hablad, seño-ra, ¿que queréis?

ISABEL.- (Con impaciencia. )... No quieroocuparme más en este desdichado asunto, y deahora para siempre, que me dejen tranquila.

DAVISON.- Os bastará una sola palabra.¡Oh! hablad, decidid, ¿qué debo hacer del escri-to?

ISABEL.- Ya os lo dije; no me molestéismás.

DAVISON.- ¿Me lo habéis dicho?... No;nada me habéis dicho... ¡Oh! Dignaos recor-dar...

ISABEL.- (Dando con el pié en el suelo.) ¡Esinsoportable!

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DAVISON.- Sed indulgente conmigo. Hacepocos meses que desempeño el cargo y no co-nozco el lenguaje de la corte y de los reyes. Fuieducado franca y sencillamente. Ejercitad con-migo vuestra paciencia, y no me rehuséis lapalabra que debe informarme... dignaos ense-ñar a vuestro servidor sus deberes. (Se acerca aella con suplicante ademán, y ella le vuelve la espal-da; Davison manifiesta su desesperación y añade conacento firme.) Tomad este papel, que quema mismanos como fuego voraz. No me elijáis paraserviros en tan terrible contingencia.

ISABEL.- Cumplid con vuestro deber.(Vase.)

Escena XIIDAVISON, solo. -Luego BURLEIGH. DAVISON.- ¡Se va y me deja sin consejo y

lleno de dudas, armado de este terrible papel!¿Qué voy a hacer? ¿Guardarlo? ¿Entregarlo? (ABurleigh que entra.) ¡Ah! por dicha, por dicha

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héos aquí, milord; a vos debo el puesto queocupo; sacadme de él. Lo acepté ignorante demis obligaciones. Dejadme volver a la oscuri-dad de donde me sacasteis, porque el cargo nome conviene.

BURLEIGH.- ¿Qué ocurre, pues, sir Davi-son? Serenaos. ¿Dónde está la sentencia?... ¿osha mandado llamar la Reina?

DAVISON.- Acaba de dejarme encoleriza-da. ¡Oh! aconsejadme, auxiliadme, libertadmede la infernal angustia de la duda... He aquí lasentencia; está firmada.

BURLEIGH.- (Con viveza.) ¿Está firmada?...¡Oh!... dadme... dadme.

DAVISON.- No me atrevo. BURLEIGH.- ¡Cómo! DAVISON.- La Reina no me ha explicado

claramente su voluntad. BURLEIGH.- ¡Claramente!... ¡Si ha firma-

do!... dadme.

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DAVISON.- ¿Debo o no debo proceder a laejecución?... ¡Dios mío! ¿Sé por ventura lo quese ha de hacer?

BURLEIGH.- (Instándole.) Debéis mandarque se ejecute la orden inmediatamente. Dad-me; estáis perdido, si lo diferís.

DAVISON.- Perdido, si me apresuro... BURLEIGH.- Estáis loco... no estáis en

vos... Dadme. (Arranca de sus manos el papel, yvase corriendo. )

DAVISON.- (Siguiéndole.) ¿Qué hacéis?Aguardad... Me perdéis.....

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Acto VLa misma decoración del acto primero.

Escena primeraANA Kennedy, vestida de riguroso luto, llorosa y

profundamente agitada, se ocupa en sellar algunascartas y papeles. Con frecuencia el dolor la obliga ainterrumpir su tarea y se pone a rezar.-PAULETOy DRURY, vestidos también de negro, se adelantanseguidos de algunos criados que traen vasos de oro yde plata, cuadros y otros efectos preciosos, y vancolocándolos en el fondo de la escena. -PAULETOentrega a la nodriza un cofrecillo y un papel, y leindica por señas que es la lista de los objetos traídos.La vista de tales riquezas renueva el dolor de la no-driza. Los demás se alejan en silencio. -Entra MEL-VIL.

ANA.- (Exclama al verle.) Melvil, sois vos;Vuelvo a veros.

MELVIL.- Si, querida Kennedy, volvemosa vernos.

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ANA.- Tras larga y dolorosa separación. MELVIL.- ¡En qué triste y deplorable oca-

sión nos reunimos! ANA.- ¡Dios mío!... venís... MELVIL.- A dar el último adiós a la Reina. ANA.- Por fin, hoy, en el día de su muerte,

le han concedido el favor de ver de nuevo a susservidores. ¡Oh, caro Melvil!... ¡No os preguntoqué habéis pasado, ni he de deciros tampococuánto hemos sufrido desde que os separaronde nosotras! ¡Ay de mí! ¡Ya llegará el momen-to!... ¡Oh, Melvil... Melvil!... ¿valía la pena devivir para ver la aurora de este día?

MELVIL.- No nos enternezcamos mutua-mente. Lloraré cuanto dure mi vida,... ni he desonreír nunca más, ni he de quitarme este luto:será eterno mi dolor, pero hoy quiero tenerfirmeza. Prometedme que moderaréis tambiénel vuestro, y mientras los demás se entregaransin consuelo a la desesperación, nosotros connoble y varonil presencia de ánimo la acompa-

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ñaremos y prestaremos apoyo en el camino dela muerte.

ANA.- Os engañáis, Melvil, si pensáis quela Reina necesita nuestro auxilio para dirigirsea la muerte con entereza. Ella será quien nos déejemplo de noble serenidad. Nada temáis; Mar-ía Estuardo va a morir como reina y comoheroína.

MELVIL.- ¿Recibió con serenidad el anun-cio de su muerte? Han dicho que no lo espera-ba.

ANA.- No; no lo esperaba. Otros eran lostemores que la conmovían. María no temblabaa la idea de la ejecución, sino al aspecto de sulibertador. Nos habían prometido la libertad.Mortimer nos anunció que esta misma nochevendría a arrancarnos de aquí, y vacilando en-tre el temor y la esperanza, dudosa de si con-fiaría a aquel joven audaz su honor y su realpersona, así ha aguardado la Reina hasta elalba. Entonces ha resonado el tumulto en elcastillo, y hemos oído con espanto repetidos

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martillazos. Creídas de que llegaban los liber-tadores, sonreímos a la esperanza, y el irresisti-ble amor a la vida se apodera de nosotras... lapuerta se abre... y sir Pauleto nos anuncia quelos artesanos levantan el patíbulo bajo nuestrospies, (Vuelve el rostro poseída de violenta pena.)

MELVIL.- ¡Justo Dios!... ¡Oh!... decidme,¿cómo ha soportado María tan terrible decep-ción?

ANA. -(Después de una breve pausa, durantela cual se ha esforzado en serenarse.) No nos des-prendemos de los brazos de la vida poco a po-co; de una sola vez, y en un instante, pasamosde lo terreno a lo eterno. Dios concedió en talinstante a mi señora la fuerza necesaria pararechazar con ánimo resuelto las esperanzas dela tierra, y lanzarse con fe ardiente hacia el cie-lo. No se ha rebajado con la menor queja, con elmenor signo de terror. Sólo ha llorado al saberla vergonzosa traición de lord Leicester, y ladesdichada suerte del valeroso joven que sesacrificó por ella, viendo sobre todo el profun-

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do pesar del anciano caballero a quien arrebatala última esperanza. Por el dolor ajeno, no porla propia suerte, ha llorado.

MELVIL.- ¿Dónde está ahora?... ¿Podéisconducirme junto a ella?

ANA.- Ha pasado el resto de la noche re-zando, despidiéndose por cartas de sus amigos,y redactando su testamento de propio puño.Ahora descansa; este último sueño la reani-mará.

MELVIL.- ¿Quién está con ella? ANA.- Su médico Burgoyn y sus camare-

ras.

Escena IIDichos. -MARGARITA Kurl. ANA.- ¿Qué traéis? ¿Está la señora des-

pierta? MARGARITA.- (Enjugando sus lágrimas.)

Está ya vestida y os llama.

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ANA.- Voy. (A Melvil que intenta acompa-ñarla.) No me sigáis; primero quiero prepararlapara recibiros. ( Vase.)

MARGARITA.- ¡Melvil!... el antiguo ma-yordomo de la casa.

MELVIL.- Sí; yo soy. MARGARITA.- La casa no necesita ya

quien la gobierne... Sin duda llegáis de Lon-dres, Melvil: ¿podríais darme noticias de mimarido?

MELVIL.- Pronto será puesto en libertad,según dicen, en cuanto...

MARGARITA.- En cuanto la Reina deje deexistir... ¡Ah!... el indigno... el infame traidor; éles el verdadero asesino de nuestra ama; dicenque la condenaron de resultas de su declara-ción.

MELVIL.- ¡Verdad! MARGARITA.- ¡Ah! ¡Maldita sea su alma

hasta en los infiernos!... Ha declarado en falso.

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MELVIL.- Milady Kurl, pensad lo quedecís.

MARGARITA.- Sí; quiero jurarlo ante eltribunal, quiero repetírselo a él mismo; quierodecirlo al mundo entero; María muere inocente.

MELVIL.- ¡Oh! ¡Dios lo quiera!

Escena IIIDichos. -BURGOYN. -Luego ANA. BURGOYN.- (Viendo a Melvil.) ¡Oh! Melvil. MELVIL.- (Abrazándole.) ¡Burgoyn! BURGOYN.- (A Margarita.) Un vaso de vi-

no para la Reina... ¡pronto! (Margarita se va.) MELVIL.- Qué, ¿no se siente bien? BURGOYN -No, al contrario muy fuerte; la

engaña su heróico valor y cree que no necesitaalimento. Y sin embargo, se le prepara todavíarudo combate, y no convendría que sus enemi-gos atribuyeran al temor de morir, la palidezque extenderá sobre el semblante la debilidaddel cuerpo.

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MELVIL.- (A Ana que entra de nuevo en es-cena.) ¿No desea verme?

ANA.- Ella misma saldrá aquí. Parece quemiráis en torno con sorpresa y me preguntáiscon la mirada qué significa este aparato depompa en la mansión de la muerte! ¡Oh! sirMelvil; hemos sufrido privaciones en vida, yahora llega con la muerte lo superfluo.

Escena IVDichos. -Otras dos sirvientas de María, de luto;

prorrumpen en llanto a la vista de MELVIL. MELVIL.- ¡Qué espectáculo!... ¡Qué reu-

nión! ¡Gertrudis! ¡Rosamunda! LA 2.ª SIRVIENTA.- Ha mandado que nos

retiráramos. Quiere departir con Dios por últi-ma vez.

(Otras dos mujeres entran, vestidas tambien deluto, y dan muestras de dolor.)

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Escena VDichos. -MARGARITA Kurl, trayendo una copa

de oro llena de vino, la pone sobre una mesa, y páli-da y temblando se apoya en un sillón.

MELVIL.- ¿Qué tenéis?... ¿Por qué este te-rror?

MARGARITA.- ¡Ah! ¡Dios mío! BURGOYN.- ¿Qué tenéis? MARGARITA.- ¡Lo que acabo de ver!...

¡Dios mío! MELVIL.- Volved en vos... decidnos...

¿qué? MARGARITA.- Subía con esta copa la gran

escalera que conduce a la sala de abajo, cuandose ha abierto la puerta... y he visto... he visto...¡Dios mío!

MELVIL.- ¿Qué habéis visto?... Serenaos. MARGARITA.- Los muros revestidos de

negro; un tablado sobre el pavimento y cubier-to también de negro; el pilón negro, un almo-hadón, y junto a él el hacha recientemente afi-lada. La sala está llena de gente que se agolpa

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junto a estos instrumentos de muerte, y queávida de sangre, aguarda a la víctima.

LAS MUJERES.- Dios se apiade de nuestraquerida ama.

MELVIL.- Serenaos; ella se acerca.

Escena VIDichos. -MARÍA, vestida de blanco y engalanada

con un Agnus Dei a guisa de collar; el rosario col-gando de la cintura, y un crucifijo en la mano; ciñesu frente una corona y flota a su espalda largo velonegro. Apenas se adelanta, los criados se ponen enfila a ambos lados, y Melvil cae involuntariamentede hinojos. Todos dan muestras de dolor.

MARÍA.- (Con serena dignidad y mirando entorno suyo.) ¿Por qué gemir?... ¿Por qué llorar?¡Debierais alegraros conmigo de ver llegado eltérmino de mis dolores, caídas mis cadenas,abierto mi calabozo, y gozosa el alma pronta alanzarse con alas de ángel hacia la eterna liber-tad! -Sólo cuando gemía bajo el poder de mi

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enemiga orgullosa, y soportaba los indignosultrajes que me infirió una reina, ¡sólo entoncesera tiempo de llorar por mí! Pero hoy, la bien-hechora muerte se acerca como grave amigo, ycubre mi vergüenza con sus negras alas. Elúltimo instante de su vida, redime y ennobleceal hombre. Nueva vez me siento reina; nuevavez me siento digna. (Adelanta algunos pasos.)¡Cómo!... ¿Aquí Melvil? No permanezcáis así,caballero; alzad; sois venido a presenciar eltriunfo de vuestra reina y no su muerte. Es paramí dicha inesperada que mi memoria no perte-nezca aún por entero a los enemigos, y me asis-ta en la hora de la muerte un amigo que profesamis creencias. Decidme, noble caballero, ¿quéos ocurrió en esta tierra enemiga e inhospitala-ria, desde el día en que os arrancaron de milado?... ¡Cuántas veces afligió mi corazón lainquietud que sentía por vuestra suerte!

MELVIL.- No probé otro dolor que el deveros en semejante estado sin poder serviros.

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MARÍA.- ¿Qué ha sido de Didier, mi an-ciano servidor? Duerme sin duda de muchotiempo acá el eterno sueño, porque era de edadmuy avanzada.

MELVIL.- Dios no le acordó tal gracia; vivepara enterrar vuestra juventud.

MARÍA.- ¡Ah! ¡Que no pueda, antes demorir, estrechar entre mis brazos uno de losqueridos seres de mi familia! Pero está escritoque muera entre extraños y vea tan sólo lágri-mas en torno mío. -Melvil, depongo en vuestrocorazón fiel, mis últimos votos por los míos.Bendigo al rey cristianísimo, mi cuñado, y a lareal familia de Francia; bendigo a mi tío el car-denal, y a Enrique de Guisa, mi noble primo;bendigo al Papa, el sagrado vicario de Jesucris-to, que me bendice a su vez, y al Rey Católicoque se ofreció generosamente para salvarme yvengarme. Todos figuran en mi testamento yrecibirán algunos dones de mi cariño, que porpobres que sean, no despreciarán seguramente.(Se dirige a sus servidores.) Os he recomendado a

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mi hermano el rey de Francia; cuidará de voso-tros, y os dará una nueva patria. Si queréis res-petar mi último deseo, no os quedéis en Ingla-terra; no le sea dado al inglés apacentar su or-gullo con vuestro infortunio, ni ver en el fangoa los que me sirvieron en vida. Sobre esta ima-gen del Crucificado, prometedme que abando-naréis esta desdichada isla en cuanto deje deexistir.

MELVIL.- (Tocando el crucifijo.) Os lo juroen nombre de los presentes.

MARÍA.- Lo último que poseía yo, pobre ydespojada de todo, lo último de que puedo dis-poner libremente, lo he repartido entre voso-tros, y espero que será respetada mi última vo-luntad. Cuanto llevo, dirigiéndome al suplicio,os pertenece también. Permitidme que meadorne por última vez con las galas de la tierra,al emprender el camino del cielo. (A sus muje-res.) Alicia, Gertrudis, Rosamunda, os destinomis perlas, mis vestidos, porque las alhajas pla-cen aún a vuestra juventud. Tú. Margarita, tú

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tienes más que otra alguna derecho a mi gene-rosidad, porque eres la que dejo en la mayordesgracia. Por mi testamento se verá que noquise vengar en ti el crimen de tu esposo. A ti,mi fiel Ana, a quien no pueden seducir ya ni eloro, ni el brillo de las joyas, a ti dedico mi re-cuerdo, que será tu más precioso tesoro. Tomaeste pañuelo; lo he bordado para ti en las horasde dolor, y está empapado en mis ardienteslágrimas. Con él me vendarás los ojos cuandollegue el instante, quiero recibir de mi Ana esteúltimo servicio.

ANA.- ¡Ah, Melvil, no puedo soportar es-to!

MARÍA.- Venid todos, venid y recibid miúltimo adiós. (Les tiende la mano; todos caen a susplantas sollozando.) Adiós, Margarita; adiós, Ali-cia. Os doy las gracias, Burgoyn, por vuestrosservicios. -Gertrudis, tus labios queman. ¡Ah,he sido muy odiada, pero también muy amada!Que un noble esposo te haga feliz, Gertrudismía, porque tu corazón ardiente necesita amor.

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Berta, tú elegiste el mejor partido; ¡serás la castaesposa del cielo!... Apresúrate a cumplir tusvotos; ya veis, por vuestra Reina, ¡cuán engaño-sos los bienes de este mundo!... Basta, no más,adiós... adiós; adiós para siempre.

(Se aparta de ellos rápidamente; todos se reti-ran a excepción de Melvil.)

Escena VII (2)

MARÍA. -MELVIL. MARÍA.- He arreglado ya todas las cosas

terrenas, y espero salir de este mundo libre dedeudas para con los hombres. Sólo una cosa,Melvil, oprime mi alma, y la impide volar conjúbilo y libertad.

MELVIL.- Decídmela; aliviad vuestro co-razón, confiando tales inquietudes a un fielamigo.

MARÍA.- Vedme al borde de la eternidad,pronta a comparecer ante el juez supremo, y nome he reconciliado todavía con el Santo entre

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los santos. Me han negado la asistencia de unsacerdote de mi Iglesia, y yo no quiero recibir elpan del cielo de manos de un falso presbítero.Quiero morir en el seno de mi Iglesia, la únicaque puede darnos la salvación.

MELVIL.- Serenaos, señora; el cielo tieneen cuenta tan piadosos y sinceros deseos, auncuando no puedan realizarse. El poder de latiranía sólo ata las manos, mas el alma religiosase lanza libremente hacia Dios; la letra mata, elespíritu vivifica.

MARÍA.- ¡Ah! Melvil; el corazón no se bas-ta a sí mismo; la fe reclama una prenda materialpara tomar posesión de los bienes del cielo. Poresto, Dios se hizo hombre, y dio forma visibleen el misterio a los invisibles dones celestiales.La Iglesia, la santa y sublime Iglesia establece ellazo de unión entre el cielo y nosotros, y es lla-mada católica y universal porque en ella la cre-encia de todos fortifica la creencia de cada uno.Cuando millares de fieles adoran y rezan, lallama se eleva de la hoguera, y el alma, desple-

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gando sus alas, vuela al cielo. ¡Oh!... ¡Felices losque se congregan para rogar en común en lacasa del Señor!... Ornado el altar, resplande-ciente de luces, suena la campana, se esparce elincienso; el celebrante, revestido de su inmacu-lada túnica, toma el cáliz, lo bendice, proclamael sublime milagro de la transubstanciación, yel pueblo, persuadido y fervoroso, se prosternaante un Dios presente. ¡Ay de mí! ¡Sólo yo, ex-cluida de esta comunidad, no veo llegar hastami calabozo la bendición del cielo!

MELVIL.- Llega, si, hasta vos; está cerca devos. Confiad en el Todopoderoso. Florece laseca vara en manos del creyente, y Dios, quehizo brotar agua de las peñas, puede prepararun altar en vuestro calabozo y convertir en ce-lestial bebida el común brebaje que contieneesta copa. (Toma la copa de encima la mesa.)

MARÍA.- Melvil, ¿os habré comprendido?Sí; os comprendo. No hay aquí sacerdote, nisagrada mesa, ni este es templo, pero Jesús hadicho: «Cuando dos se reúnan en mi nombre,

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me hallaré entre ellos.» ¿Qué hace del sacerdoteel órgano del Señor, si no es la pureza del co-razón, y la intachable conducta?... Así, aunqueno fuisteis ordenado, sois para mí un sacerdote,mensajero de Dios que viene a traerme la paz.Quiero confesarme con vos, por última vez, yrecibir la absolución por vuestra mano.

MELVIL.- Si tan grande es vuestro fervor,¡oh! Reina, sabed que Dios puede hacer un mi-lagro para daros consuelo. Decís que no hayaquí ni sacerdote, ni altar, ni hostia; pues osengañáis; hay aquí un sacerdote, y el cuerpo deJesucristo. (A estas palabras se descubre y muestrauna hostia en una cajita de oro.) He sido ordenadopara oír vuestra última confesión, y anunciarosla paz en el camino de la muerte, y traeros estahostia consagrada por el mismo Padre Santo.

MARÍA.- Así me fue reservada en el dintelde la muerte una dicha divina. Como ser in-mortal descendido en nube de oro, como elángel que abriendo las cerradas puertas libertóal apóstol de sus cadenas y de su prisión, sin

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que espadas ni cerrojos lo impidieran, así vienea sorprenderme en mi cárcel divino mensajero,cuando me engañaron mis libertadores de latierra. Vos que fuisteis un día mi servidor, sedahora servidor e instrumento del Altísimo, siayer hincasteis ante mí la rodilla, hoy me incli-no yo a vuestra presencia. (Cae de hinojos a lospies de Melvil. )

MELVIL.- (Después de haber hecho la señal dela cruz.) En nombre del Padre, del Hijo, y delEspíritu Santo. Reina María, ¿interrogasteisvuestro corazón? ¿juráis y prometéis decir ver-dad ante el Dios de la verdad?

MARÍA.- Mi corazón está abierto para vosy para Él.

MELVIL.- Hablad; ¿de qué pecados osacusa la conciencia desde la última vez que osreconciliasteis con Dios?

MARÍA.- Mi corazón se ha henchido deodio y de envidia, y en mi seno se agitabanpensamientos de venganza. Yo, humilde peca-

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dora, esperé el perdón de Dios, y no podía per-donar a mi rival.

MELVIL.- ¿Os arrepentís de vuestra falta,y estáis gravemente resuelta a dejar el mundosin rencores?

MARÍA.- Sí: tan cierto como que espero elperdón de Dios.

MELVIL.- ¿De qué otro pecado os acusa laconciencia?

MARÍA.- ¡Ah! no sólo con el odio, sinotambién con amor culpable ofendí la divinabondad. Mi vano corazón fue arrebatado haciaun hombre que me hizo traición y me aban-donó.

MELVIL.- ¿Os arrepentís de esta falta, yalejose el alma de este vano ídolo para retornara Dios?

MARÍA.- He debido combatir cruelmentemi pasión, pero el último vínculo terreno se haroto ya.

MELVIL.- ¿De qué más os acusa la con-ciencia?

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MARÍA.- ¡Ah!... Un sangriento crimen,confesado mucho tiempo ha, vuelve a atormen-tarme con nueva fuerza y nuevos terrores eneste momento, y se interpone como siniestrofantasma entre el cielo y yo. Permití que dego-llaran a mi esposo, y concedí mi mano al asesi-no. Expié mi crimen con los más rigurosos cas-tigos que la Iglesia impone, pero la serpienteque se agita en mi seno, no se adormece.

MELVIL.- ¿No os acusáis de alguna otrafalta todavía no confesada, ni expiada?

MARÍA.- Sabéis cuanto grava mi concien-cia.

MELVIL.- Pensad en el Dios omnipotenteque se halla junto a vos, pensad en el castigocon que la Iglesia amenaza a los que se confie-san mal. Falta es ésta que merece la condena-ción eterna, porque es pecar contra el EspírituSanto.

MARÍA.- Niégueme Dios la victoria en es-te último combate, si de intento callé la menorcosa.

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MELVIL.- ¡Cómo!... ¿ocultaréis a vuestroDios el crimen por el cual os castigan los hom-bres?... ¿Nada me decís de la parte que tomas-teis en la alta traición de Babington y de Parry?Sufrís por ella la muerte temporal, ¿y querréiscondenaros también a la muerte eterna?

MARÍA.- Me hallo pronta a entrar en laeternidad; tras breve instante compareceré antemi juez; y sin embargo, repito que mi confesiónes completa.

MELVIL.- Pensadlo bien; reflexionad queel corazón nos engaña, y quizá, deseando inte-riormente el crimen, evitasteis, con artificiosadoblez, la palabra que debía haceros culpable avuestros ojos... pensad que ningún artificio es-capa a la mirada de fuego de Aquél que lee envuestra alma.

MARÍA.- Rogué a los príncipes que me li-bertaran de indignas cadenas, pero jamás, ni deobra, ni con el pensamiento, atenté a la vida demi enemiga.

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MELVIL.- ¿Así será falso el testimonio devuestros secretarios?

MARÍA.- Declaro la verdad... júzguelosDios por su testimonio.

MELVIL.- ¿Así, subís al patíbulo persua-dida de vuestra inocencia?

MARÍA.- Dios me concede la gracia de ex-piar con mi inmerecida muerte las sangrientasfaltas que cometí.

MELVIL.- (Bendiciéndola.) Id; expiadlasmuriendo. Resignada víctima, caed sobre el ara.Sangriento castigo puede redimir de sangrientocrimen. Fuisteis sólo culpable, cediendo a fe-menil flaqueza, y los bienaventurados se des-pojan de ellas con la transfiguración.

Os absuelvo pues, en virtud de mis poderes,de todos vuestros pecados, y sea como creísteis.(Le administra la sagrada forma.) Recibid el cuer-po sacrificado por vos. (Toma el cáliz, lo consagraen silencio, y después lo ofrece a María, quien vacilay lo rechaza.) Bebed esta sangre vertida por vos,

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bebedla; el Papa os concede esta gracia; podéisen el supremo instante

gozar de este sublime privilegio de los reyes.(María toma el cáliz.) Del modo que en vuestrospadecimientos terrenos vivisteis misteriosa-mente unida a Dios, así en el reino de la biena-venturanza seréis ángel de luz, unido parasiempre al Altísimo. (Coloca el cáliz encima de lamesa. Rumores fuera. Se cubre y se dirige a la puer-ta. María permanece arrodillada con profundo reco-gimiento.) Debéis sostener todavía último y ru-do combate. ¿Os sentís con bastante fortalezapara dominar toda emoción de odio y de cóle-ra?

MARÍA.- No temo reincidencia alguna; sa-crifiqué a mi Dios mi amor y mi odio.

MELVIL.- Preparaos, pues, a recibir a loslores Burleigh y Leicester. Ya están aquí.

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Escena VIIIDichos. -BURLEIGH. -LEICESTER. -

PAULETO. LEICESTER permanece retirado sinlevantar los ojos. BURLEIGH, que observa su acti-tud, se adelanta entre él y la REINA.

BURLEIGH.- Lady Estuardo, vengo a reci-bir vuestras últimas órdenes.

MARÍA.- Gracias, milord. BURLEIGH.- La Reina quiere que nada se

os rehúse en justicia. MARÍA.- Mi testamento encierra mis últi-

mos deseos. Lo entregué al caballero Pauleto;pido que sea ejecutado con toda fidelidad.

PAULETO.- Descuidad por lo que a esoatañe.

MARÍA.- Pido que se permita a mis cria-dos retirarse con libertad a Escocia, o Francia, odonde ellos quieran.

BURLEIGH.- Se hará como lo deseáis. MARÍA.- Y puesto que mi cuerpo no des-

cansará en tierra sagrada, permitid al menos

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que éste mi fiel servidor lleve mi corazón a misdeudos de Francia: ¡con ellos, ay de mí!... estu-vo siempre.

BURLEIGH.- Se hará así. ¿Deseáis algomás?

MARÍA.- Saludad en nombre de su her-mana a la Reina de Inglaterra; decidle que leperdono mi muerte de todo corazón, y que de-ploro mi arrebato de ayer. ¡Dios la tenga en suguarda, y le conceda venturoso reinado!

BURLEIGH.- Decidme si, mejor aconseja-da, desdeñáis todavía la asistencia del deán.

MARÍA.- Me he reconciliado con mi Dios...Sir Pauleto, os he causado involuntariamentedolor profundo, arrebatándoos el báculo devuestra ancianidad. Espero que no conservaréisde mí odioso recuerdo.

PAULETO.- (Dándole la mano.) Dios seacon vos; id en paz.

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Escena IXDichos. -ANA Kennedy y las demás sirvientas de

la Reina entran con muestras de terror; detrás deellas, el sherif empuñando una varilla blanca; a suespalda y fuera de la puerta algunos hombres arma-dos.

MARÍA.- ¿Qué tienes, Ana?... Sí; llegó elmomento; el sherif viene para conducirnos a lamuerte, y fuerza es separarnos... adiós, adiós...(Sus sirvientas la abrazan con vivísimo dolor. AMelvil. ) Vos, digno amigo, y mi fiel Kennedy,me acompañaréis en este trance supremo. Mi-lord no me rehusará esta satisfacción.

BURLEIGH.- No está en mi poder. MARÍA.- ¡Cómo!... ¿Podréis rehusarme tan

leve favor? Respetad mi sexo. ¿Quién me pres-taría este último servicio? No puede querer mihermana la Reina que se ofenda mi sexo en mipersona, y que los hombres pongan en ella lagrosera mano.

BURLEIGH.- No debe subir al cadalso convos mujer alguna... Sus gritos... sus gemidos...

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MARÍA.- No gemirá; respondo de la ente-reza de mi Kennedy... Sed bondadoso paraconmigo, milord: ¡oh! no me separéis, en elpostrer instante, de mi fiel nodriza, de la quehasta ahora me ha cuidado; me recibió en susbrazos al nacer, y me conducirá a morir.

PAULETO.- (A Burleigh.) Permitídselo. BURLEIGH.- Sea. MARÍA.- Ahora ya nada tengo que pedir

en este mundo. (Toma el crucifijo y lo besa.) Sal-vador mío, Redentor mío, tú que extendiste losbrazos sobre la cruz, extiéndelos hoy para reci-birme. (Va a salir, cuando sus miradas se encuen-tran con las de Leicester, quien turbado por las pala-bras de María ha osado contemplarla. Al ver a Lei-cester, MARÍA se estremece y se doblan sus rodillas;próxima a caer, Leicester la sostiene y la recibe ensus brazos. Ella le mira breve rato, solemnemente yen silencio, y Leicester no puede sostener aquellamirada; por fin ella dice:) Cumplís vuestra pala-bra, conde de Leicester: me prometisteis el apo-yo de vuestro brazo para salir de la prisión y

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me lo prestáis. (Queda anonadado. María conacento más cariñoso:) Sí, Leicester; y no sólo deb-íais darme la libertad, sino que habíais de enca-recer para mí su valor inestimable. Apoyada envuestro brazo, feliz con vuestro amor, hubieraempezado para mí una nueva existencia.Cuando voy a dejar este mundo, y a convertir-me en celestial espíritu, al cual no seduciráhumano deseo, bien puedo confesar sin rubor ysin vergüenza mi flaqueza que he dominado.Adiós, y si os fuere posible, sed dichoso. Osas-teis aspirar a la mano de dos reinas; desdeñas-teis, hicisteis traición a un corazón tierno yamante, para ganar otro, orgulloso; caed a lasplantas de Isabel, y ruego a Dios que tal recom-pensa no se convierta en vuestro castigo. Adiós;nada me queda en este mundo.

(Se adelanta precedida del sherif y acompañadade Melvil de su nodriza, Burleigh y Pauleto, detrás.Los demás la siguen con los ojos hasta que sale, ydespués se alejan por las otras puertas.)

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Escena XLEICESTER, solo. LEICESTER. ¡Y vivo todavía! ¡y soporto la

vida! ¡Cómo no se han derrumbado sobre míestas pesadas bóvedas! ¡Cómo no se abre a mispies el abismo, para tragar al más miserable delos miserables! ¡Oh! ¡Cuánto he perdido! ¡Quéperla he desdeñado! ¡De qué celestial venturame privé! Se aleja, semejante a un ángel de luz,y me abandona en las garras de la desespera-ción de los réprobos. ¿Qué se hizo de mi ente-reza, de aquella entereza con que me prometíahogar la voz de mi corazón y ver cómo rodabasu cabeza, sin pestañear siquiera? ¿Resucitó asu aspecto mi vergüenza, que creí extinguida?Acaso al morir prenderá mi alma en los lazosdel amor... ¡Ah! ¡Condenado!... Inútil es que teentregues a femenil piedad; la dicha del amorno ha de hallarse jamás en tu camino: reviste tupecho de férrea armadura y sea tu frente como

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la roca. Si no quieres perder el precio de tudeshonra, ve, ve hasta el fin; enmudezca tucompasión, séquense tus ojos como piedras...quiero verla caer... quiero ser testigo... (Se dirigecon paso firme hacia la puerta por donde salió Mar-ía, y después se detiene en mitad del camino.) ¡Envano!... ¡en vano!... ¡Horror infernal se apoderade mí!... ¡No puedo contemplar este atroz es-pectáculo... no puedo verla morir!.. Oigamos...¿Qué?... Están ya abajo... Bajo mis plantas seprepara la horrible ejecución... Oigo voces...Salgamos, salgamos de esta mansión del terrory la muerte. (Inlenta huir por otra puerta, pero laencuentra cerrada y vuelve.) ¿Qué?... Un Dios meencadena a este suelo. ¿Me veré forzado a oír loque me da horror de ver?... ¡La voz del deán...la exhorta... Ella le interrumpe... Oigamos...Ruega en alta voz y con firme acento... Todocalla; todo; oigo tan sólo gemidos... lloran lasmujeres... La desnudan... retiran la silla... Searrodilla sobre el almohadón... coloca su cabe-za...

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(Pronuncia estas últimas palabras con angustiacreciente, se detiene después, y de repente, víctimade violenta emoción cae sin sentido. En el mismoinstante suena debajo rumor confuso de voces quedura largo rato.)

Escena XIEl teatro representa la habitación de la Reina del

acto cuarto.ISABEL, sola. ISABEL.- (Se adelanta por una puerta lateral;

su andar y sus ademanes indican violenta agita-ción.) ¡Nadie todavía! ¡Ninguna noticia! ¡Nollegará la tarde... se ha detenido el sol en sucarrera! No puedo soportar por más tiempo latortura de la espectación; ¡se habrá o no sehabrá consumado la obra! Ambas ideas meespantan, y no me atrevo a preguntar a nadie...Ni el conde de Leicester, ni Burleigh, a quienesdesigné para ejecutar la sentencia, han compa-recido... ¿Habrán salido de Lóndres?... Si es así,

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la flecha fue lanzada, vuela, llega, hiere, haherido, y aunque se tratara de todo mi reino,me es imposible detenerla... ¿Quién viene?

Escena XIIISABEL. -UN PAJE. ISABEL.- ¡Vuelves solo!... ¡Dónde están los

lores,! PAJE.- Milord Leicester y el gran tesorero... ISABEL.- (Con viva impaciencia.) ¡Dónde

están! PAJE.- No están en Londres. ISABEL.- No están... ¡Dónde están pues! PAJE.- Nadie ha podido decirlo... Con el

alba ambos lores han salido secreta y precipita-damente de la ciudad.

ISABEL.- (Con vivo movimiento.) Ya soy re-ina de Inglaterra. (Se pasea vivamente agitada.)...Ve... llama... No... aguarda... ¡Muerta!... Por finme siento a mis anchas en la tierra... ¿Por quétemblar?... ¿Por qué esta angustia?... La tumba

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encierra todos mis temores... ¿Quién osará decirque yo ordené la ejecución?... No han de fal-tarme lágrimas para llorar a la que ha sucum-bido. (Al paje.) ¿Estás aún aquí? Dí a mi secreta-rio Davison, que venga al instante... y que va-yan por el conde Talbot... Héle aquí.

(El paje se va.)

Escena XIIIISABEL. -TALBOT. ISABEL.- Bienvenido, noble lord. ¿Qué

nueva nos traéis? Sin duda algo grave os con-duce aquí a hora tan avanzada.

TALBOT.- Gran Reina, mi corazón, inquie-to y cuidadoso por vuestra gloria, me ha lleva-do hoy a la Torre, prisión de Kurl y Nau, lossecretarios de María; quise cerciorarme porúltima vez de la verdad de sus declaraciones.Perplejo, sobrecogido, el oficial de la Torre senegaba a mostrarme los presos, hasta que al fincedió a mis amenazas. ¡Dios mío!... ¡qué es-

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pectáculo se ha presentado a mis ojos!... Con elcabello en desorden, y la vista extraviada, elescoces Kurl estaba tendido en el lecho, comoatormentado por las furias... En cuanto me re-conoce el desdichado, se arroja a mis plantas, seabraza a mis rodillas con gritos de dolor, serevuelca por el suelo víctima de la desespera-ción, rogándome, instándome a que le diga quées de María Estuardo, porque el rumor de queha sido condenada a la última pena ha llegadohasta los calabozos de la Torre. Apenas le hedicho la verdad y he añadido que debía lamuerte a su declaración, se lanza enfurecidosobre su cómplice, lo derriba con fuerzas deenergúmeno, y forcejea con intento de estran-gularle. ¡Y cuánto nos ha costado arrancárselode sus crispadas manos! Después ha vueltocontra sí mismo su propia rabia; descargabasobre su pecho fuertes puñetazos, se maldecía,maldecía a su compañero, e invocaba los de-monios del infierno. Su declaración es falsa; lasmalditas cartas escritas a Babington, cuya au-

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tenticidad afirmó bajo juramento, son apócrifas.Escribió algo diverso de lo que la Reina dictara,por instigación del miserable Nau. En esto, hacorrido a la ventana, y arrancado los postigoscon desenfrenada violencia. A sus espantososgritos ha acudido gente, y ha empezado a ex-clamar que era el secretario de María, el desal-mado que la acusó falsamente, que era un im-postor, un réprobo.

ISABEL.- Vos mismo decís que no estabaen sí; las palabras de un insensato, de un furio-so, nada prueban.

TALBOT.- Pero su propio delirio es unaprueba. ¡Oh! Reina; os conjuro a que ordenéisuna nueva información, a que no obréis preci-pitadamente.

ISABEL.- Sí;... consiento en ello, conde, yaque lo deseáis; mas no porque crea que mispares hayan juzgado con ligereza. Se empezaráde nuevo el sumario, para que os tranquilicéis,conde. Por fortuna, es tiempo todavía,... nues-

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tro honor real no debe quedar empañado con lamenor sombra de duda.

Escena XIVDichos. -DAVISON. ISABEL.- ¿Dónde está, Davison, la senten-

cia que ayer dejé en vuestras manos? DAVISON.- (Con la mayor sorpresa.) ¡La

sentencia!... ISABEL.- Que os di a guardar... DAVISON.- ¡A guardar! ISABEL.- El pueblo amotinado instaba a

que firmase, y siendo necesario obedecerle,firmé, pero cediendo a la coacción,... os entre-gué la sentencia para ganar tiempo... Ahora,dádmela otra vez...

TALBOT.- Dádsela, sir Davison; las cir-cunstancias han cambiado, y empezará de nue-vo el proceso.

DAVISON.- ¿De nuevo? ¡Misericordia!

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ISABEL.- No reflexionéis por más tiempo...¿dónde está la sentencia?

DAVISON.- (Desesperado.) ¡Soy perdido...soy muerto!

ISABEL.- (Con viveza.) Supongo que nohabréis...

DAVISON.- Soy perdido; no tengo la sen-tencia.

ISABEL.- ¡Qué!... ¿Cómo? TALBOT.- ¡Cielos! DAVISON.- Está en poder de Burleigh...

desde ayer. ISABEL.- ¡Desgraciado!... ¿Así obedecisteis

mis órdenes? ¿No os mandé severamente que laguardarais?

DAVISON.- No me disteis semejante or-den, Reina...

ISABEL.- ¿Te atreves a desmentirme, mise-rable?... ¿Cuándo te dije que entregaras la sen-tencia a Burleigh?

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DAVISON.- No en términos explícitos...concretos... pero

ISABEL.- ¡Infame! Osaste interpretar mispalabras, introduciendo en ellas tu criminalpensamiento. ¡Ay de tí! si se sigue una catástro-fe del acto verificado por tu propia voluntad,me lo pagarás con la vida. Ya veis, conde Tal-bot, cómo abusan de mi nombre.

TALBOT.- Veo... ¡Oh, Dios mío! ISABEL.- ¿Qué decís? TALBOT.- Si Davison ha tomado por su

cuenta semejante resolución, obrando a despe-cho de vuestras órdenes, debe comparecer anteel tribunal de los pares por haber entregadovuestro nombre a la execración de la posteri-dad.

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Escena XVDichos. -BURLEIGH. -Luego KENT. BURLEIGH.- (Hincando la rodilla ante la Re-

ina.) Viva mil años mi soberana, y Dios hagaque todos los enemigos de Inglaterra perezcancomo María. (Talbot oculta el rostro. Davison re-tuerce las manos con desesperación.)

ISABEL.- Hablad, milord. ¿Habéis recibidode mí la orden de la ejecución?

BURLEIGH.- No, Reina; la he recibido deDavison.

ISABEL.- ¿Davison os la entregó en minombre?

BURLEIGH.- Precisamente en nombrevuestro, no.

ISABEL.- ¿Y la habéis cumplido sin cono-cer mi voluntad? La sentencia era justa cierta-mente, y el mundo no puede censurarnos, perono debíais impedir el uso de la clemencia. Osdestierro de la corte por semejante hecho. (ADavison.) Severo castigo os aguarda por habertraspasado criminalmente los límites de vues-

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tras atribuciones; abusasteis del sagrado de-pósito que se os confió. Condúzcanle a la Torre;quiero que sea perseguido como reo de Estado.-Mi noble Talbot, sois de mis consejeros el úni-co que he encontrado justo; sed desde ahora miguía, mi amigo.

TALBOT.- No desterréis, señora, vuestrosmás fieles amigos, ni arrojéis a la cárcel a losque han obrado por vos, y ahora se callan porvos... En cuanto a mí, gran Reina, permitid quedeponga en vuestras manos el sello que me fuéconfiado doce años ha.

ISABEL.- (Sorprendida.) No, Talbot, no meabandonaréis ahora, ahora...

TALBOT.- Perdonad. Soy demasiado viejo,y esta mano leal es harto inflexible para sellarvuestros nuevos actos.

ISABEL.- ¡Qué!... ¿El hombre que me salvóla vida, querrá abandonarme?

TALBOT.- Poco hice, señora; no he podidosalvar asimismo la parte más noble de vuestroser... Vivid, reinad con fortuna. Vuestra rival ha

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muerto, y no tenéis ya nada que temer, ni nadaque respetar. (Se va.)

ISABEL.- (Al conde de Kent que entra.) Quevenga el conde de Leicester.

KENT.- El conde ruega a la Reina que leexcuse; acaba de embarcarse para Francia. (LaReina se contiene y afecta serenidad. Cae el telon.)